viernes, 18 de agosto de 2017

Frankenstein o El moderno Prometeo (2 de 2)

Llevaba un infierno en mis entrañas


IX de XII
Aquí vale subrayar que la fantástica, polifónica y decimonónica novela de Mary W. Shelley, estructurada en cartas y misivas en forma de diario, y con tildes y pinceladas de terror gótico, abunda en detalles, digresiones y episodios característicos de un melodramático y truculento culebrón romántico. Por ejemplo, el relato del origen humilde, bondadoso y abnegado de Caroline Beaufort, la madre de Victor Frankenstein, fallecida por un contagio de escarlatina, súbitamente adquirido cuando procuraba la convalecencia de su querida sobrina Elizabeth Lavenza, precisamente cuando Victor, a sus 17 años, se disponía a partir a la Universidad de Ingolstadt; el relato de la pobrísima orfandad de su prima hermana Elizabeth Lavenza, hija única de la única hermana del padre de Victor, fallecida en Italia; el relato de las vicisitudes familiares de la sirvienta Justine Mortiz y de su injusta condena a muerte; el relato del drama que en París condenó a la familia De Lacey al despojo de sus bienes, al exilio y a la miseria; y el relato de los vaivenes de Safie, disidente del islam y de la autoridad machista de su padre, un turco y ricachón mercader, musulmán, tramposo, manipulador y traidor.  
Ilustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
 Y aquí se observa que en el esbozo de la conducta e idiosincrasia de Safie —quien piensa, critica, discrepa, actúa y decide por sí misma—, subyace y palpita un tenue influjo del ideario de Madame de Staël (1766-1817) y de las ideas radicales, liberales y feministas de Mary Wollstonecraft, la madre de Mary Shelley, fallecida a los 38 años “de sepsis puerperal”, “once días después de dar a luz” a ésta[i], en particular de sus legendarias réplicas a las Reflexiones sobre la Revolución Francesa y sobre los actos de ciertas sociedades de Londres en relación con ese suceso (1790) de Enmund Burke (1729-1797): su Vindicación de los derechos del hombre (1790) y sobre todo de su Vindicación de los derechos de la mujer (1792)[ii]. Según le cuenta el monstruo a Victor Frankenstein, lleva consigo, como pruebas de lo que dice, copias (transcritas por él) de varias cartas que Safie le dirigió a Félix, que ella le dictó a “un viejo amigo de su padre, que sabía francés”. Según narra: “Safie contó que su madre era una árabe convertida [a la fe de Mahoma], a la cual habían capturado y esclavizado los turcos; destacando por su hermosura, había conquistado el corazón del padre de Safie, que la tomó por esposa. La muchacha hablaba en términos muy elogiosos de su madre, que, nacida en libertad, despreciaba la sumisión a la que se veía reducida. Instruyó a su hija en las normas de su propia religión [cristiana], y la exhortó a aspirar a un nivel intelectual y una independencia de espíritu prohibidos para las mujeres mahometanas. Esta mujer murió, pero sus enseñanzas estaban muy afianzadas en la mente de Safie, que enfermaba ante la idea de volver a Asia [a Constantinopla] y encerrarse en un harén, con autorización solamente para entregarse a diversiones infantiles, poco acordes con la disposición de su espíritu, acostumbrado ahora a una mayor amplitud de pensamientos y a la práctica de la virtud. La idea de desposar a un cristiano y vivir en un país donde las mujeres podían ocupar un lugar en la sociedad la llenaba de alegría.”
Colección Feminismos núm. 18
Ediciones Cátedra/Universidad de Valencia/Instituto de la Mujer
Madrid, 1996
    No obstante, vale destacarlo y subrayarlo, para las mujeres, en el orbe cristiano y europeo de fines del siglo XVIII (y principios del XIX), pese al influjo de la Ilustración y de los ideales de la Revolución francesa (que permearon el pensamiento de Mary Wollstonecraft y de Godwin y su círculo[iii]), y pese a la privilegiada posición económica y social de cierta escueta élite (de la burguesía o de la nobleza), no todo es libertad, múltiples oportunidades y miel sobre hojuelas, pues en el Volumen III de la novela, cuando el joven filósofo naturalista se dispone a viajar a Inglaterra para incrementar sus estudios e investigaciones (autorizado y financiado por su padre el juez Alphonse Frankenstein), su prometida y prima hermana Elizabeth Lavenza (obligada por atavismo y default a quedarse en la casa familiar en Ginebra) deplora “el no tener las mismas oportunidades” que tiene su primo hermano “para ampliar su campo de experiencia y cultivar su mente”[iv]. Lo cual, además, refleja e implica las estrechas condiciones domésticas, educativas y culturales de la propia Mary Shelley, pues si bien de niña pudo leer los libros infantiles y juveniles coeditados por su padre en la editora M.J. Godwin & Co., y “tuvo un acceso relativamente libre a la biblioteca paterna” —apunta en su prólogo Isabel Burdiel—, aprendió a leer con una niñera (según Burdiel la nodriza empleó “las Ten Lessons” que Mary Wollstonecraft “había escrito pensando en Fanny”[v]), y la “única educación formal que recibió fue la muy femenina de lecciones de música que siempre detestó”, a lo que se añade el “escaso afecto paterno” que le brindó William Godwin, “unido a una notable falta de interés por su educación”. “De hecho,” apunta Burdiel, “a pesar de reconocer su extraordinaria capacidad y su ‘casi invencible perseverancia’ en el deseo de conocimiento, Godwin[vi] incumplió con la hija de Mary Wollstonecraft todos los preceptos que aquella había establecido respecto a la necesidad de ofrecer igualdad de oportunidades educativas a los niños y niñas. Mientras Charles Clairmont[vii] y su medio hermano William[viii] fueron enviados a escuelas de prestigio, ninguna de las mujeres de la casa, incluida Mary[ix], tuvo esa oportunidad. Respecto a su único hijo varón, Godwin, escribió que ‘fue la única persona por la que me he preocupado en el curso de su educación; que se ha distinguido de todos los demás por el hecho de ofrecer siempre una respuesta adecuada a mis preguntas’.”
Un cuchillo sin hoja al que le falta el mango (diría Lichtenberg[x]), que ilustra y resume esa idiosincrasia del machismo imperante en el contexto de los procesos sociales, económicos y políticos suscitados por la Ilustración, la Revolución Francesa y la progresiva Revolución Industrial, se transluce en un epigrama de lord Byron (quizá involuntario), que es un fragmento transcrito de una carta que éste le enviara a C. Honhouse el 17 de noviembre de 1814, según cita Burdiel: “De todas las perras vivas, una mujer escritora es la más canina.”
Lord Byron disfrazado de albanés

X de XII
La llegada de Safie a la cabaña de la familia De Lacey, además de incidir o coincidir con una mejora en las condiciones domésticas y pecuniarias del sentimental y afectivo núcleo familiar, apresura y amplia el vertiginoso aprendizaje del monstruo. Félix empieza a enseñarle (y le enseña) el francés a Safie y al unísono el monstruo aprende a hablar, a leer y a escribir tal idioma (el único que domina). Y obtiene un esbozo de la historia y del contradictorio comportamiento del hombre y de la sociedad a través de varias lecciones orales que Félix le da a Safie (arquetipo de la mujer culta y liberal) y de la lectura que le hace de Las Ruinas o Meditación sobre la Revolución de los Imperios, libro de Volney, en donde el monstruo aprende, oyendo, “del descubrimiento del hemisferio americano” y llora “con Safie la desdichada suerte de sus indígenas”. La capacidad de pensar, y de interrogarse sobre sí mismo, y los conocimientos del engendro se tornan superlativos con la lectura de tres libros que halla en el bosque dentro de una bolsa de cuero[xi]: El Paraíso perdido, de Milton (una especie de canónica Biblia en su particular ideario, que lee “como si fuera una historia real”); Las vidas paralelas, de Plutarco, que le brinda una vaga y limitada idea de la historia y de la geografía; y Las desventuras del joven Werther, de Goethe, que lo hacen llorar en episodios álgidos. Pero la nota siniestra, aviesa y latente de esa presunta humanización intelectual y cognoscitiva es la revulsiva lectura del diario del filósofo naturalista Victor Frankenstein, hallado en un bolsillo del gabán con que huyó del laboratorio, donde lee, dice, “todo lo referente a mi maldito origen”, “los cuatro meses que precedieron a mi creación”. Cuyo ineludible preludio fue el descubrimiento y observación de su monstruosa y repulsiva fealdad proyectada en el agua de un estanque aledaño a la cabaña de sus supuestos protectores. Según cuenta: “¡Cómo me horroricé al verme reflejado en el estanque transparente! En un principio salté hacia atrás aterrado, incapaz de creer que era mi propia imagen la que aquel espejo me devolvía. Cuando logré convencerme de que realmente era el monstruo que soy, me embargó la más profunda amargura y mortificación.”
Ilustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
      Para dejar de ser un monstruo solitario a quien nadie aprecia ni quiere por horrible y repugnante, el gigantesco engendro, que es un sentimental y un sensiblero proclive al llanto (y a quien le resulta doloroso e intolerable estar abandonado y solo en el mundo), decide presentarse ante sus “protectores”, que, por verlos tiernos, amables, cultos, melifluos y bellísimas personas, supone que lo aceptarán y apreciarán. Así que luego de meditarlo, y después de muchos meses de cohabitar en el estrecho y oscuro cobertizo, aprovechando un momento en que el aciano ciego está solo, el gigantesco monstruo toca la puerta de la cabaña. En el diálogo que entablan (matizado con las inflexiones melodramáticas y lacrimosas del engendro) el invidente De Lacey oye y percibe las buenas intenciones del supuesto forastero y declarado benefactor; pero el súbito regreso de Félix, Safie y Agatha trunca, cambia y precipita las cosas. Safie sale corriendo horrorizada, Agatha se desmaya, y Félix lo insulta y agrede con un palo.
    
lustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
       Antes de marcharse de esa zona del bosque de Ingolstadt y emprender el largo y serpenteante viaje rumbo a Ginebra en busca de su creador, el monstruo, agraviado y herido en su esencia e intimidad, destruye los cultivos de la huerta e incendia la cabaña. El vengativo preámbulo de su encuentro y diálogo con Victor Frankenstein en ese distante y desértico Mar de Hielo —le revela sin culpabilidad, sin remordimientos, sin lástima y sin ninguna empatía— fueron el frío y cruel asesinato del pequeño William[xii] (a quien intentó robarse y secuestrar antes de saber que era hijo del juez Alphonse Frankenstein[xiii]) y la insidiosa y malévola introducción de la miniatura en uno de los bolsillos de la sirvienta Justine Moritz[xiv]

Ilustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
       Ahora espera que Victor cumpla su palabra y elabore una Eva tan monstruosa y fea como él, equivocándose, con toda probabilidad, al suponer y creer que esa pesadillesca Eva pensará y querrá lo mismo que él piensa y quiere. “Estoy solo, soy desdichado”, le canturrea, lastimero, el monstruo a su creador, “nadie quiere compartir mi vida: sólo alguien tan deforme y horrible como yo podría concederme su amor. Mi compañera deberá ser igual que yo, y tener mis mismos defectos. Tú deberás crear este ser.” [...] “Lo que te pido es razonable y justo; te exijo una criatura del otro sexo, tan horripilante como yo: es un consuelo bien pequeño, pero no puedo pedir más, y con eso me conformo. Cierto es que seremos monstruos, aislados del resto del mundo, pero eso precisamente nos hará estar más unidos el uno al otro. Nuestra existencia no será feliz, pero sí inofensiva, y se hallará exenta del sufrimiento que ahora padezco. ¡Creador mío!, hazme feliz; dame la oportunidad de tener que agradecer un acto bueno para conmigo; déjame comprobar que inspiro la simpatía de algún ser humano; no me niegues lo que te pido.
     Sobre el plañidero y patético relato del monstruo, y su coercitiva y chantajista solicitud, paradójicamente dice el propio Victor Frankenstein: “Me convenció. Sentía escalofríos al pensar en las posibles consecuencias que se derivarían si accedía a su petición, pero pensaba que su argumento no estaba del todo falto de justicia. Su narración, y los sentimientos que ahora expresaba, demostraban que era un criatura de sentimientos elevados [sic], y ¿no le debía yo, como su creador, toda la felicidad que pudiera proporcionarle?”

XI de XII
El Volumen III del Frankenstein de 1818 comprende siete capítulos. Tras su regreso de la excursión al valle de Chamonix (realizada con su familia “a mediados de agosto, casi dos meses después de la muerte de Justine” Moritz), Victor Frankenstein, en su casa familiar en Ginebra, consume el tiempo, indolente y deprimido (a veces abandonado en un bote en el lago), postergando la creación de la compañera exigida por el engendro. 
   
Ilustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
       No obstante, ha pensado en obtener el permiso de su padre para ir a Inglaterra con el objetivo de ampliar sus conocimientos científicos, los cuales requiere, dice, para el desarrollo de su clandestina labor, pese a que no los necesitó para elaborar al gigantesco monstruo durante casi dos años. Para no verlo tan melancólico y alicaído, su padre, el juez Alphonse Frankenstein, le sugiere —si no guarda algún secreto que lo impida— que se case con su prima hermana Elizabeth Lavenza[xv]; matrimonio (bendecido por la madre de Victor) que se idealiza, y espera en el núcleo familiar, desde la compartida niñez de los primos hermanos. Victor le promete a su padre que se casará con Elizabeth (ambos se quieren y lo desean); pero antes, le dice, visitará Inglaterra, por sus estudios, y otros lugares de Europa; viaje que durará dos años[xvi]. Así que “a finales de agosto”[xvii], con su instrumental químico empaquetado, se dirige a Estrasburgo (en Francia), donde se reúne con Henry Clerval[xviii] —quien se había quedado en la Universidad de Ingolstadt, en Alemania— para iniciar esos “dos años de exilio”.
Según evoca Victor: “Habíamos decidido bajar en barco por el Rin desde Estrasburgo hasta Rotterdam, donde embarcaríamos para Londres.”[xix] Pero en tal coloquial aserto —que implica la altura de la tierra en relación al mar— al parecer se observa una de las incongruencias narrativas del Frankenstein de 1818, pues en rigor deberían “subir” en barco y no “bajar”, puesto que se dirigen al norte y no al sur. Así que no sorprende que más adelante diga: “Dejamos Colonia [en Alemania] y descendimos a las llanuras de Holanda, donde decidimos continuar por tierra el resto del viaje, pues el viento era desfavorable y la corriente del río demasiado lenta para ayudarnos.” 
Ilustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
Y la llegada a Londres (en esa turística ruta) la refiere al concluir el primer capítulo del Volumen III: “Era una límpida mañana, de finales de diciembre, cuando vi por primera vez los blancos acantilados de Gran Bretaña. Las orillas del Támesis ofrecían un nuevo paisaje [...]” Pero luego, en el quinto párrafo del segundo capítulo, dice: “Habíamos llegado a Inglaterra a principios de octubre y ya estábamos en febrero”[xx]. Así que en la nota correspondiente a “octubre”, Isabel Burdiel apunta sobre un notorio bemol que se observa no sólo en el Volumen III: “Una de las inconsistencias cronológicas de la novela, ya que en el capítulo anterior se nos ha dicho que ‘los blancos acantilados de Gran Bretaña’ fueron divisados por los viajeros, por primera vez, ‘una límpida mañana de finales de diciembre’.” Descuido e incongruencia narrativa que no se limita a la cronología, sino que se observa en dispersos detalles contradictorios. Por ejemplo, el hecho de Victor sube solo y a pie hasta la cima del Montanvert y atraviesa el Mar de Hielo, pese a la aguda aflicción y supuesta debilidad física que padece, antes y después de ir allí. Intríngulis que Mary y Percy Shelley pasaron por alto en sus mutuas revisiones para la edición de 1818; incluso ella sola en la edición de 1831. Por ejemplo, en el “Capítulo I” de ésta (la edición “definitiva), Victor Frankenstein le dice a Robert Walton: “Soy ginebrino de nacimiento”; pero líneas adelante le afirma: “nací en Nápoles”.
Ilustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
   El caso es que en Londres, Victor Frankenstein no deja de estar deprimido, en contraste con la alegría y el entusiasmo de Henry Clerval. No obstante, apesadumbrado, algo estudia y colecciona los materiales para la creación de la hembra del monstruo (no especifica cuáles materiales ni de dónde los sustrajo ni con qué instrumental lo hizo). Luego, “Tras unos meses en Londres”, reciben una carta de un residente en Escocia que los invita a Perth, donde vive; amigo, dice, que los “había visitado en Ginebra”, lo cual es otro yerro, pues además de que Victor estuvo ausente cinco años, Clerval estaba estudiando en Ingolstadt y no viviendo en Ginebra. De modo que en febrero deciden hacer ese moroso y turístico viaje de Londres a Perth, “esperando llegar a nuestro destino a finales de julio”, dice Victor. “Embalé, pues, mis instrumentos químicos y el material que había conseguido, con la intención de acabar mi tarea en algún lugar apartado de las montañas del norte de Escocia.” Según le narra Victor a Robert Walton, “Dejamos Londres el 27 de marzo y nos quedamos unos días en Windsor, paseando por su hermosísimo bosque. Este paisaje era completamente nuevo para nosotros, habitantes de un país montañoso; los robles majestuosos, la abundancia de caza y las manadas de altivos ciervos constituían una novedad para nosotros.”
     Ya en Perth, y huéspedes del amigo que los recibe, Victor declara no sentirse “con fuerzas para conversar y reír con extraños”; de modo que le informa a “Clerval que visitaría solo el resto de Escocia” y que estará “ausente un mes o dos”. Quizá vale recordar que en torno a ese lugar de Escocia, Mary Shelley apunta en su “Introducción” de 1831: “De niña viví sobre todo en el campo y pasé un tiempo considerable en Escocia. Visité ocasionalmente sus lugares más pintorescos, pero mi residencia habitual estaba en las desoladas y sombrías orillas del Tay, cerca de Dundee.” Donde en su adolescencia, entre 1812 y 1814, Mary vivió “con la familia de William Baxter, amigo de su padre”, quien tenía dos hijos: “Isabel y Christy”. Es decir, no muy lejos de Perth, que, al igual que Dundee, es atravesado por el río Tay.
    
Mary W. Shelley
(Miniatura de Reginald Easton)
       El distante y solitario lugar que Victor elige para concluir su horrorosísima y secreta labor es “una de las islas Orcadas”[xxi]. Se trata de un pequeño islote que “era poco más que una roca cuyos escarpados laterales batían las olas constantemente”. Según dice, el “continente” quedaba “a unas cinco millas de allí”. Dizque sólo hay “cinco habitantes” (pero luego parecen ser más) y “tres míseras chozas”; una de las cuales renta, por hallarla deshabitada. Según le cuenta a Walton, “Tenía sólo dos cuartos, que mostraban la suciedad propia de la más absoluta indigencia. La techumbre, de ramas y rastrojos, se estaba hundiendo; las paredes no estaban encaladas, y la puerta colgaba, torcida, de uno de los goznes. Ordené que la repararan, compré algunos muebles y me instalé, lo que sin duda hubiera ocasionado bastante sorpresa de no ser porque la necesidad y la pobreza habían entumecido por completo las mentes de estos habitantes. El hecho es que ni me molestaban ni curioseaban, y apenas si me agradecieron los víveres y ropas que les di, lo que demuestra hasta qué punto el sufrimiento insensibiliza incluso los sentimientos más elementales del hombre.” En uno del par de cuartos de esa rudimentaria choza —sin luz y sin electricidad—, Victor instala su laboratorio. Tres años después de haber creado al gigantesco monstruo, el proceso de creación de la espantosa hembra lo torna y mantiene “inquieto y nervioso” y con algunas pesadillas. “Empecé a desequilibrarme”, dice. Y ya muy avanzada la faena, una noche ve por la ventana “el rostro de aquel demonio a la luz de la luna”. Victor, ipso facto, es poseído por tal cólera y odio que destroza “la cosa en la que estaba trabajando”. El gigantesco monstruo aúlla de dolor y se aleja.  
     
El doctor Frankenstein, la novia y el doctor Pretorius
(Colin Clive, Elsa Lanchester y Ernst Thesiger)
Fotograma de La novia de Frankenstein (1935)
      La causa de ese repentino destrozo y retracción obedece a que Victor Frankenstein estuvo cavilando en las probables y terribles consecuencias que implicaría la inmoral, irresponsable y peligrosa existencia de la monstruosa compañera del engendro. Según supone, la hembra podría “ser diez mil veces más diabólica que su pareja y disfrutar con el crimen por el puro placer de asesinar”; “podría ser un animal capaz de pensar y razonar”, y “quizá se negase a aceptar un acuerdo efectuado antes de su creación”. [...] “Incluso podría ser que se odiasen; la criatura que ya vivía aborrecía su propia fealdad, y ¿no podía ser que la aborreciera aún más cuando se viera reflejado en una versión femenina? Quizá ella también lo despreciara y buscara la hermosura superior del hombre; podría abandonarlo y él volvería a encontrarse solo, más desesperado aún por la nueva provocación de verse desairado por una de su misma especie.” [...] “Y aunque abandonaran Europa, y habitaran en los desiertos del Nuevo Mundo, una de las primeras consecuencias de ese amor que tanto ansiaba el vil ser serían los hijos. Se propagaría entonces por la Tierra una raza de demonios que podrían sumir a la especie humana en el terror y hacer de su misma existencia algo precario. ¿Tenía yo derecho, en aras de mi propio interés, a dotar con esta maldición a las generaciones futuras? Me habían conmovido los sofismas del ser que había creado; sus malévolas amenazas me habían nublado los sentidos. Pero ahora por primera vez veía claramente lo devastadora que podía llegar a ser mi promesa; temblaba al pensar que generaciones futuras me podrían maldecir como el causante de esa plaga, como el ser cuyo egoísmo no había tenido reparos en comprar su propia paz al precio quizá de la existencia de todo el género humano.”
    
La Eva y el monstruo
(Elsa Lanchester y Boris Karloff)
Fotograma de La novia de Frankenstein (1935)
     Esa misma noche, unas horas después de hacer añicos a la futura Eva del monstruo, éste regresa; se mete a la cabaña de Victor y con las ínfulas de su retórica lo cuestiona, amenaza y exige que reanude su tarea: “puedo hacerte tan infeliz que la misma luz del día te resulte odiosa. Tú eres mi creador, pero yo soy tu dueño: ¡obedece!” Victor se niega y el engendro no lo ataca ni tortura. Pero el ríspido y artificial diálogo que sostienen queda signado por la cantarina sentencia del monstro: “estaré a tu lado en tu noche de bodas”. Frase que se queda grabada en la memoria del filósofo naturalista.
     En el meditabundo atardecer del día siguiente frente al mar, Victor recibe, dice, “cartas de Ginebra y una de Clerval en la que me rogaba me reuniera con él. Decía que hacía casi un año que habíamos abandonado Suiza, y no habíamos visitado Francia.” Si bien el plan original incluía el regreso de ambos por Francia, aquí se observa otra leve incongruencia: ambos se reunieron en Estrasburgo para iniciar el viaje de dos años (lo cual implica una escueta visita a Francia, pues la fronteriza Estrasburgo se halla en territorio galo); Victor salió de Ginebra (y tuvo que cruzar linderos y comarcas de Francia) y Clerval de Ingolstadt, y no de Suiza, pues residía en Ingolstadt desde que llegó para estudiar lenguas en la universidad, lo cual coincidió con el primer día de la vida del monstruo y al unísono con la “fiebre nerviosa” que atacó al filósofo naturalista y lo envió a la cama durante varios meses (entre ese lluvioso día de noviembre y la entrante primavera). El caso es que en esa carta Henry Clerval, dice Victor, “Me insistía, por tanto, en que abandonara mi isla solitaria y me reuniera con él en Perth, al cabo de una semana, y juntos hiciéramos planes para continuar nuestro viaje.”
     En sus preparativos para irse de la isla y reunirse con Henry Clerval en Perth, Victor recoge los esparcidos restos de lo que iba a ser la mujer del monstruo y los mete en una cesta con numerosas piedras. En la madrugada, a bordo de un bote, unas millas mar adentro, busca el instante propicio para arrojarla al fondo de las aguas (procura que el cruce de las nubes ataje la luminosidad lunar e impida que los circundantes pescadores vean lo que hace). Arrojada la cesta, Victor, que había estado insomne y nervioso, decide descansar en la barca y se duerme. Al despertarse, ya entrado el día, se halla en otro sitio a la deriva y entrevé, con angustia y desasosiego, las posibilidades de seguir perdido y perecer por falta de agua y alimentos. Horas después, torturado por la sed, y pese a que no lleva brújula, ve “hacia el sur una franja de tierras altas”. Llega, lacrimoso y exultante, a un puerto donde los aldeanos hablan en inglés y donde lo tratan con desprecio y aspereza. Meollo que empieza a clarificarse cuando le dicen que “es costumbre entre los irlandeses odiar a los criminales” y cuando el señor Kirwin, el magistrado, que habla y lee francés, le informa que tiene que “explicar la muerte de un hombre que apareció estrangulado aquí anoche”. 
   
Ilustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
      En la posada del pueblo, donde han tendido el cuerpo sin vida de “un joven bien parecido de unos veinticinco años”, Victor descubre, con atroz sorpresa, que se trata del cadáver de Henry Clerval y al instante deduce que el asesino es el monstruo. Según le informan, Daniel Nugent, con su hijo y su cuñado, salieron a pescar la noche anterior. A eso de las veintidós horas, un fuerte viento del norte los obligó a regresar y a desembarcar, no en el puerto del pueblo, sino “en una rada a dos millas de distancia”. Caminando en la oscuridad con sus aparejos de pesca tropezaron con un “cuerpo que aún no estaba frío” y sin “señales de violencia salvo la negra huella de unos dedos en la garganta”. Y aquí vale preguntarse, ¿cómo el gigantesco y fortachón monstruo pudo realizar, vertiginosamente y sin que nadie lo viera ni oyera (tal si fuera un velocísimo fantasma invisible), los distantes desplazamientos por el mar que median entre Perth, las Islas Orcadas y ese anónimo puerto irlandés no muy lejos de Dublín? Y lo no menos paradójico y sorprendente: con instinto maquiavélico (ya demostrado al encausar la incriminación de Justine Moritz) y pulsiones de monstruoso y nocturno arácnido, el gigantesco engendro hizo coincidir el criminal e incriminativo embrollo en el término de una noche.
     Victor Frankenstein, al ver el cadáver de Henry Clerval de nuevo es presa de un ataque de fiebre (de “fiebre nerviosa”, se infiere). Enfermo y delirando, tres meses permanece en el camastro de una celda bajo el cuidado de una vieja, fría y dura, contratada por el magistrado Kirwin. Allí, para conjurar la fiebre y el sueño, se acostumbró “a tomar cada noche una pequeña cantidad de láudano”, pues según dice: “sólo con la ayuda de esta droga conseguía obtener el descanso necesario para mantenerme con vida”. Esa vieja, además, le descerraja a quemarropa: “Lo ahocarán cuando lleguen las próximas sesiones”[xxii]
     
Ilustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
       Se salva del castigo penal (la horca) y obtiene la exculpación y la libertad gracias a la índole humanitaria del magistrado Kirwin, quien intercedió y maquinó a su favor porque en las ropas de Victor halló la citada carta redactada por Henry Clerval; pero además le escribió al juez Alphonse Frankenstein y lo hizo venir a Irlanda desde Ginebra (viajó allí pese a su avanzada edad). Y en lugar de inculpar a priori e ipso facto al presunto asesino (el bote en el que iba Victor fue visto cerca de la playa por el hijo de Daniel Nugent), hizo que se demostrara que estaba en las Islas Orcadas cuando en las inmediaciones de ese anónimo puerto irlandés apareció el cuerpo recién estrangulado de su amigo Henry Clerval. O sea: qué ultrarrapidez del gigantesco monstruo para ir y venir sin que nadie lo vea ni lo oiga. Un auténtico fantasma (de un cuento de fantasmas) con siniestra y maquiavélica intuición y cerebro de jugador de pool y ajedrez.
     Victor Frankenstein y su padre parten de Dublín a bordo de un barco[xxiii]. En su ruta a Ginebra llegan a “El Havre el 8 de mayo”; enseguida viajan a París por “unas semanas”, donde su padre tiene que afrontar ciertos negocios y donde Victor recibe una afectiva y amorosa carta de su prima hermana Elizabeth Lavenza, firmada en “Ginebra, 18 de marzo de 17…” 
     
Ilustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
      Una semana después de esa misiva, Victor y su padre ya están en su casa de Ginebra, donde los primos hermanos se casan luego de diez días de haberlo acordado con el beneplácito del juez Alphonse Frankenstein. Previamente, Victor le ha prometido a ella revelarle su terrible e inconfesable secreto al día siguiente de celebrarse el matrimonio. Se les “compró una casa no lejos de Colongy”[xxiv], que, dice Victor, “por estar cerca de Ginebra, nos permitiría disfrutar del campo y sin embargo visitar a mi padre cada día, pues él, con el fin de que Ernst pudiera proseguir sus estudios en la universidad, seguiría viviendo en la ciudad”. No obstante, la íntima y amorosa noche de bodas no se sucederá Colongy, sino en Evian[xxv]. Placenteramente se desplazan en barco a Evian por el lago de Ginebra. Desembarcan a las veinte horas y se dirigen a una recámara de la posada. Victor nunca olvidó el retintín de la frase con que lo sentenciara el monstruo: “estaré a tu lado en tu noche de bodas”; pero, curiosa y absurdamente, desde que se la dijo (y cuando la recordaba) no pensó que la víctima sería ella, si no él, pese a que está siendo blanco de una paulatina, sádica, dolorosa y cruel tortura, cuyo translúcido y obvio objetivo es matar a sus seres queridos y no a Victor ipso facto. Así, mientras revisa la casa en busca del gigantesco engendro (lleva siempre “un puñal y un par de pistolas”), oye “un grito agudo y estremecedor” en la habitación. Según le dice a Robert Walton: Elizabeth “Estaba tendida en el lecho, inánime, la cabeza ladeada, las facciones pálidas y convulsas, semiocultas por el cabello. Donde quiera que vaya veo la misma imagen: los brazos exangües y el cuerpo lacio, tirado sobre el tálamo nupcial por su asesino [...] En un instante perdí el conocimiento y caí al suelo.” 

 
Ilustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
      Al recobrarlo, ve que lo rodean los habitantes de la posada y que en el cuello de ella se notan los indicios del estrangulamiento. Luego, según dice, “Con inexpresable horror vi asomarse a una de las ventanas el aborrecido y repugnante rostro del monstruo. Esbozó una mueca burlona mientas señalaba con su inmundo dedo el cadáver de mi esposa. Me abalancé hacia la ventana y, extrayendo del pecho una pistola, disparé; pero esquivó la bala, y, huyendo del lugar a la velocidad del rayo, se zambullo en las aguas del lago.” Victor regresa a Ginebra. Y al darle la mortífera noticia a su padre, sufre “una hemorragia cerebral”, y, según dice, “murió en mis brazos al cabo de unos días”[xxvi]. Victor vuelve a perder el sentido. Y luego cae en una especie de pesadillesco delirio; lo creen loco y durante “muchos meses” lo resguardan “en una celda solitaria”[xxvii]. Al salir cuerdo y al recordar la causa de sus depresiones y desventuras, Victor, con tal de vengarse y castigar al gigantesco monstruo, lo denuncia con un magistrado de Ginebra revelándole su ilícita y clandestina labor y los crímenes del engendro. Pero además de reflejar su incredulidad y la creencia de que el denunciante aún delira[xxviii], el magistrado le argumenta las dificultades para localizar, perseguir y detener a ese extraordinario y gigantesco ser poseedor de una descomunal fuerza, increíble velocidad y superlativa resistencia física en las bajas y extremas temperaturas bajo cero, capaz de subsistir en cuevas y cavernas inhabitables, y por ende le sugiere resignarse al fracaso. Ante esto, previsiblemente, Victor Frankenstein le anuncia que él buscará al monstruo hasta destruirlo.
     El círculo narrativo empieza a cerrarse. Luego de reunir dinero y joyas que fueron de su madre, Victor, que se olvida de la orfandad y vulnerabilidad de su adolescente hermano Ernest, abandona Ginebra persiguiendo al engendro. Pero el solemne, teatral y romántico preámbulo (con su tinte gótico) que encausa y catapulta la demencial y pesadillesca persecución ocurre en el cementerio. Victor, ante los restos del pequeño William, de su padre, y de su virginal esposa Elizabeth, se arrodilla en la hierba, besa la tierra, y con “labios temblorosos” grita su retórico, dramático y ampuloso juramento:
     “Por la sagrada tierra en la que estoy postrado, por los espíritus que me rodean, por el profundo y eterno dolor que siento, por ti, oh Noche, y por los fantasmas que te pueblan, juro perseguir a ese demonio, que ocasionó estas desgracias, hasta que uno de los dos sucumba en un combate a muerte. A este fin preservaré mi vida; para ejecutar esta cara venganza volveré a ver el sol y pisar la verde hierba, de todo lo cual, de otro modo, prescindiría para siempre. Y yo os conjuro, espíritus de los muertos, y a vosotros, errantes administradores de venganza, a que me ayudéis y orientéis en mi tarea. ¡Que el maldito e infernal monstruo beba la copa de la angustia y sienta la misma desesperación que ahora me atormenta!”
     Tras vociferar esto, el gigantesco monstruo surge de las sombras y se deja ver. Situación semejante a la escena ocurrida en el inhóspito Mar de Hielo, cuando a gran velocidad el monstruo se acerca y se hace presente ante Victor, luego de que éste invocara el favor y la voluntad de los “Espíritus errantes”. Pero también es parecida a la noche, con tormenta en derredor y en lontananza (obvia atmósfera gótica), en que Victor, en el solitario sitio de Plainpalais donde se halló el cadáver del pequeño William, el monstruo se dejó ver a lo lejos, luego de que Victor pronunciara la elegiaca endecha en memoria de su hermano menor. Mas ahora el engendro no se distancia con rapidez en medio de la tormenta y de la oscuridad de las sombras y de la lejanía y sin decir nada, sino que se carcajea estruendosamente y se burla de Victor y lo reta a que lo persiga. Persecución que —le dijo (y le dice) a Robert Walton— es el único objetivo de su vida “desde hace varios meses”. No obstante, ese presunto y largo seguimiento y rastreo resulta una delirante demencial paradoja, pues el gigantesco monstruo se hace perseguir —haciendo padecer a su supuesto perseguidor y guiándolo hacia una incierta meta en el Polo Norte, cuyo vengativo y coercitivo objetivo parece ser la continua tortura de la víctima y la inducida, paulatina y final muerte de ésta o su violento asesinato— y por ello le deja pistas, sarcásticas inscripciones e incluso alimentos. En este sentido, si la familia De Lacey, en la cabaña del bosque de Ingolstadt, creía que un “espíritu bueno y maravilloso” los protegía y auxiliaba, Victor llega a creer que lo auxilia el invisible “espíritu que había invocado” y que los espíritus de sus muertos velan por él. En uno de los mensajes que el monstruo le deja, lee: “Sígueme; voy hacia el norte en busca de las nieves eternas, donde padecerás el tormento del frío y el hielo al que yo soy insensible. Si me sigues de cerca, encontrarás no lejos de mí una liebre muerta; come y recupérate. ¡Adelante, enemigo!; aún nos queda luchar por nuestra vida; pero hasta entonces te esperan largas horas de sufrimiento.” Y en otro le advierte: “¡Prepárate!: tus sufrimientos no han hecho más que empezar. Abrígate con pieles, y aprovisiónate, pues pronto iniciaremos una etapa en la que tus desgracias satisfarán mi odio eterno.”
     Victor, esmirriado, llevaba unas “tres semanas” persiguiéndolo a bordo del trineo tirado por perros cuando “se abrió el hielo con un ruido atronador”. Según le dice a Walton, “En pocos minutos, un agitado mar me separó de mi enemigo, y me hallé flotando sobre un témpano de hielo, que menguaba por momentos y me preparaba una horrenda muerte.” Tal es el fatídico preludio de las “horas terribles” (especie de antesala de la muerte) que lo condujeron a advertir la presencia del detenido barco de Robert Walton y por ende a hacerse unos rudimentarios remos con una parte del trineo (al que le restaba un sólo perro) y a acercar al navío su balsa de hielo para preguntar hacia dónde se dirigía, pues de no ir al norte, Victor hubiera rechazado su rescate. Es entonces cuando inicia la breve amistad entre Robert Walton y Victor Frankenstein, que se vuelve entrañable, sobre todo para el patrón del barco (pues siempre añoró un amigo idóneo que hasta entonces nunca tuvo) y que dura un poco más de un mes. Y luego de narrarle su larga, polifónica y detallada historia, y dada su débil salud y posibilidad de fallecer antes de cumplir su cometido, Victor le pide que le jure que no dejará escapar al monstruo y que, si él fallece, llevará a cabo su venganza matándolo.

XII de XII
El séptimo capítulo del Volumen III del Frankenstein de 1818 cierra el círculo narrativo de la novela con un retorno al relato que, a manera de cartas y de diario, Robert Walton le dirige a Margaret Saville, su hermana residente en Londres. Son cinco entradas cuyas fechas rezan: “26 de agosto de 17...”, “2 de septiembre”, “5 de septiembre”, “7 de septiembre” y “12 de septiembre”. En la primera, Walton asienta que Victor Frankenstein, quien parece un anciano muy viejo y muy débil, le ha narrado su dramática historia en el transcurso de una semana (negándose a revelarle el secreto “para infundir vida en la materia inerte”[xxix]), cada vez más frágil y exánime, y con sueños y delirios en los que cree que en realidad habla con los muertos tan queridos por él; quien además “corrigió y aumentó en muchos puntos” lo transcrito por Walton de su voz, “sobre todo en los diálogos con su enemigo, a los que dotó [dizque] de mayor autenticidad”[xxx]. En la segunda entrada, Walton alude el riesgo de no poder regresar a Inglaterra, pues el barco está detenido y atorado entre los témpanos y montañas de hielo, y los marineros, temerosos por su vida, quizá se amotinen[xxxi]. En la tercera, Walton apunta la posibilidad de que su hermana Margaret nunca lea los papeles que le ha escrito, pues la tripulación se amotina y se niega a continuar la exploratoria travesía. Victor, desde su fragilidad y postración, cuestiona a los marineros y les arenga para que no sean unos cobardes que se desdicen y se rajan. Walton les pide que recapaciten y les informa que él no seguirá “avanzando hacia el norte en contra de su voluntad”. Aún ignora qué decisión tomarán los marineros, pero él deja entrever lo que piensa: “preferiría la muerte a regresar, cubierto de vergüenza, sin haber podido alcanzar mis objetivos [...], temo que ése sea mi destino; sin el ánimo que les pudiera infundir la idea de la gloria y el honor, mis hombres jamás se avendrán a proseguir sus actuales penurias.” En la cuarta entrada, Walton le dice a su hermana que vuelve “desilusionado e ignorante”, pues accedió al “regreso si los hielos lo permiten”. Y en la quinta y última entrada le reporta que ya retorna navegando rumbo a Inglaterra (pese a que fue en Arkángel, puerto ruso, donde rentó el barco, pagó el seguro al dueño y contrató a la ahora diezmada y amotinada tripulación). Pero también le narra la patética y lacrimosa muerte de Victor Frankenstein sucedida el 9 de septiembre, pues en la nota que corresponde a la frase: “El diecinueve de septiembre”, Isabel Burdiel puntualiza: “Errata en el original por el 9 de septiembre.”[xxxii] Pero la nocturna y pesadillesca cereza del pastel es la sorpresiva irrupción del gigantesco monstruo, a la medianoche, en el camarote donde yace el cadáver de su creador. Según dice Walton, tras oír ruidos y voces y dirigirse allí: “Entré en el camarote donde yacían los restos de mi malhadado y admirable amigo. Sobre él se inclinaba un ser para cuya descripción no tengo palabras; era de estatura gigantesca[xxxiii], pero de constitución deforme y tosca. Agachado sobre el ataúd, tenía el rostro oculto por largos mechones de pelo enmarañado; tenía extendida una inmensa mano, del color y la textura de una momia. Cuando me oyó entrar, dejó de proferir exclamaciones de pena y horror, y saltó hacia la ventana. Jamás he visto nada tan horrendo como su rostro, de una fealdad repugnante y terrible. Involuntariamente cerré los ojos e intenté recodar mis obligaciones acerca de este destructivo ser. Le ordené que se quedara.”
    
El monstruo
(Boris Karloff)
   El gigantesco monstruo interrumpe su huida y no ataca ni destruye a Robert Walton, quien al verlo de cerca confirma y reitera la aversión que suscita: “había algo demasiado pavoroso e inhumano en su fealdad”[xxxiv]. En el retórico, retorcido, contradictorio, autolastimero y ampuloso argumento (con parafraseos bíblicos derivados de su particular lectura de El Paraíso perdido de Milton) que el sádico e inmoral asesino en serie le expone a Walton, descuella el hecho de que repite su queja de que está “completamente solo” (y sin amor), sin nadie que lo quiera, apapache y acepte tal y como es de feo y monstruoso (intríngulis que siempre deploró y lo hizo infeliz, autolastimero y llorón), que se siente víctima de “toda la raza humana” que pecó contra él rechazándolo y agrediéndolo, y que él mismo pondrá fin a su desolada, sufriente, patética, asesina, breve y marginal existencia: “Me alejaré de su bajel en la balsa que me trajo hasta él y buscaré el punto más alejado y septentrional del hemisferio; haré una pira funeraria, donde reduciré a cenizas este cuerpo miserable, para que mis restos no le sugieran a algún curioso y desgraciado infeliz la idea de crear un ser semejante a mí. Moriré.” Suicidio y teatral rito funerario no narrado en la novela, que tal vez ocurrió o tal vez no, pues no deja de ser discordante y rocambolesco, y al unísono desconcierta y sorprende (lo cual quizá implique una mentira del tamaño del mundo), que ahora el sentimentaloide, rencoroso, cruel y burlón monstruo, dizque arrepentido (“¡Engendro hipócrita!”, le grita Robert Walton), llore (a imagen y semejanza de una infantil y desconsolada Magdalena) frente al cadáver de Víctor Frankenstein —a quien previamente, vengativo, sádico, cruel y sanguinario, acosaba y atraía sin conmiseración hacia un destino incierto nada halagüeño—, y que rebuzne de sí mismo: “la maldad me ha degradado”, “soy peor que las más despreciables alimañas. No hay crimen, maldad, perversidad, comparables a los míos.” Y más aún: que elogie (con lagrimones en el rostro) a su ultradespreciado, ultratorturado y archiodiado creador (ídem su padre que lo condenó a la monstruosa fealdad, al desamor, a la agresión y rechazo del género humano, a la infelicidad, y al extremo aislamiento) y dizque ansíe su perdón: “Ésa es también mi víctima”, le dice lloriqueando a Robert Walton, “con su muerte consumo mis crímenes. El horrible drama de mi existencia llega a su fin. ¡Frankenstein!, ¡hombre generoso y abnegado! [sic], ¿de qué sirve que ahora implore tu perdón? A ti, a quien destruí despiadadamente, arrebatándote todo lo que amabas. ¡Está frío!; no puede contestarme.”


Portada del número 4 de The Edison Kinetogram (marzo 15, 1910), donde se ve
al monstruo (Charles Ogle) en un fotograma de Frankenstein (1910), filme silente
guionizado y dirigido por J. Searle Dawley, que es la primera adaptación
cinematográfica de la celebérrima e inmortal novela de Mary W. Shelley.




Bibliografía de Frankenstein

Pérez, Ángela, La noche de los monstruos. Incluye: Frankenstein o el moderno Prometeo (1831), de Mary W. Shelley (traducción del inglés de Mercedes Rosúa); “Augustus Darvell, fragmento” (1819), de Lord Byron (traducción de Ángela Pérez); y “El vampiro” (1819), de John William Polidori (traducción de Ángela Pérez). Edición, prólogo, notas biográficas, bibliografía y cronología de Ángela Pérez. Edhasa. Barcelona, 2012. 446 pp.
Shelley, Mary, Frankenstein. Introducción de James Rieger. Traducción del inglés al español de Francisco Torres Oliver. Notas de Gabriel Casas y Cristina Garrigós. Iconografía en color y en blanco y negro de Fuencisla del Amo y Francisco Solé. Colección Aula de Literatura núm. 38, Ediciones Vicens Vives. Barcelona, 2006. 318 pp.
Shelley, Mary, Frankenstein. Traducción y notas de Alberto Vidaurri. Prólogo de Eduardo Monteverde. Curaduría y nota de Alejandro Sordo. Ilustraciones en blanco y negro de Acamonchi (Gerardo Yépiz). Arte y Letras, Editorial Mirlo. México, 2017. 280 pp.
Wollstonecraft Shelley, Mary, Frankenstein o El moderno Prometeo. Traducción del inglés al español de María Engracia Pujals. Edición, prólogo, notas y bibliografía de Isabel Burdiel. Iconografía en blanco y negro. Colección Letras Universales núm. 230, Ediciones Cátedra. 4ª edición. Madrid, 2003. 260 pp.
Wollstonecraft Shelley, Mary, Frankenstein o el moderno Prometeo. Traducción del inglés de Rafael Torres. Epílogo de Joyce Carol Oates (traducción de Jesús Gómez Gutiérrez). Ilustraciones en blanco y negro de Lynd Ward. Editorial Sexto Piso. México, 2013. 264 pp.


Bibliografía complementaria

Bailey, Ruth, Shelley. Traducción del inglés de Teba Bronstein. Grandes vidas núm. 3, Editorial Nova. Buenos Aires, 1945. 168 pp.
Brailsford, Henry Noel, Shelley, Godwin y su círculo. Traducción del inglés de Margarita Villegas de Robles. Grandes estudios III, FCE. México, 1942. 208 pp.
Coleridge, Samuel Taylor, Biographia literaria. Traducción, antología y presentación de E. Hegewicz. Colección Maldoror núm. 30, Editorial Labor. Barcelona, 1975. 144 pp.
Coleridge, Samuel Taylor, The Rime of the Ancient Mariner and other poems. La Rima del Viejo Navegante y ottos poemas. Cronología, introducción notas y traducción de Adolfo Sarabia Santander. Erasmo, texto bilingües, Bosch, Casa Editorial. Barcelona, 1983. 206 pp.
Coleridge, Samuel Taylor, Una visión en dos sueños. La balada del viejo marinero. Kubla Khan. Edición bilingüe. Versión en español de Nelly Keoseyán. Iconografía en blanco y negro de Gustave Doré. Tezontle, FCE. México, 2005. 176 pp.
Lichtenberg, Georg Christoph, Aforismos. Traducción del alemán, antología, prólogo y notas de Juan Villoro. Breviarios núm. 474, FCE. México, 1989. 304 pp.
Maurois, André, Ariel o la vida de Shelley. Traducción del francés de Irene Polo. Grandes biografías históricas y novelescas, Editorial Losada. Buenos Aires, 1939. 260 pp.
Milton, John, El Paraíso perdido. Edición, traducción, introducción y notas de Esteban Pujals. Letras Universales núm. 53, Ediciones Cátedra. Madrid, 1996. 512 pp.
Molina Foix, Juan Antonio, Frenesí Gótico. Selección, traducción, prólogo y notas de Juan Antonio Molina Foix. Colección Gótica núm. 56, Valdemar. Madrid, 2005. 238 pp.
Navarro, José Antonio, Sanguinarius. 13 historias de vampiros. Traducción de José Luis Moreno-Ruiz. Selección, prólogo y notas introductorias de Antonio José Navarro. Colección Gótica núm. 60, Valdemar. Madrid, 2005. 368 pp.
Shelley, Jaime Augusto, Hierofante. Vida de Percy B. Shelley. Cuadernos de lectura popular núm. 93, Serie La Honda del Espíritu, SEP. México, 1967. 64 pp.
Shelley, Percy Bysshe, Crítica filosófica y literaria. Según la edición de John Shawcross, Londres: Henry Frowde 1909. Introducción de José Montoya e Inmaculada Tormo. Traducción del inglés de Inmaculada Tormo. Clásicos del pensamiento núm. 10, Ediciones Akal. Madrid, 2002. 160 pp.
Shelley, Percy Bysshe, No despertéis a la serpiente. Antología poética bilingüe. Traducciones del inglés, prólogo y notas de Juan Abeleira y Alejandro Valero. Poesía núm. 79, Hyperión. 3ª edición. Madrid, 1997. 208 pp.
Siruela, Conde de, El vampiro. Edición y prólogos del Conde de Siruela (Jacobo Fitz-James Stuart y Martínez de Irujo). Traducciones de Francisco Torres Oliver y otros. Iconografía en blanco y negro. Libros del tiempo núm. 141, Ediciones Siruela. Madrid, 2001. 448 pp.
Wollstonecraft, Mary, Vindicación de los Derechos de la Mujer. Traducción del inglés de Carmen Martínez Gimeno. Introducción y notas de Isabel Burdiel. Feminismos núm. 18, Ediciones Cátedra/Universidad de Valencia/Instituto de la Mujer. 2ª ed. Madrid, 1996. 400 pp.
Wollstonecraft, Mary, Vindicación de los derechos de la mujer. Traducción del inglés de Marta Lois González. Introducción de Shelia Rowbotham (traducción de Alfredo Brotons Muñoz). Notas de Nina Power. Revoluciones núm. 10, Ediciones Akal. Madrid, 2014. 320 pp.




[i] James Rieger (op. cit.) lo bosqueja así: Mary Wollstonecraft “falleció once días después de dar a luz a la niña que años más tarde escribiría Frankenstein. Durante el parto no pudo expulsar la placenta y, en una época en la que se desconocía la importancia de la asepsia, la voluntariosa intervención del médico no consiguió otra cosa que agudizar la infección de la que finalmente falleció la madre de nuestra autora.”
[ii] Ver Vindicación de los Derechos de la Mujer, el libro de Mary Wollstonecraft, coeditado en Madrid, en 1996, por Ediciones Cátedra, la Universidad de Valencia y el Instituto de la Mujer, traducido del inglés por Carmen Martínez Gimeno e “Introducción” de Isabel Burdiel. Y/o el homónimo de Ediciones Akal, editado en Madrid, en 2014, traducido del inglés por Marta Lois González;  con “Introducción” de Sheila Rowbotham (traducida por Alfredo Brotons Muñoz) y “Notas” de Nina Power.
[iii] Ver Shelley, Godwin y su círculo (FCE, 1942), libro del británico Henry Noel Brailsford (1873-1958), cuya primera edición en inglés data de 1913; mientras que la segunda y última edición del FCE data de 1986.
[iv] Relevantes y significativas líneas que, curiosa y conservadoramente, fueron mutiladas por la autora en la edición de 1831.
[v] Su citada “hija ilegítima [tres años mayor que Mary, nacida en El Havre, Francia, el 14 de mayo de 1794] producto del breve, pero apasionado, romance que mantuvo con el americano Gilbert Imlay en el París jacobino”; quien tras suicidarse con láudano (en Swansea) “nadie reclama el cuerpo”, ni siquiera su padrastro William Godwin, quien nunca la quiso. Según Isabel Burdiel el suicido de Fanny Imlay ocurrió en septiembre de 1816; y según Ángela Pérez fue el 9 de octubre de ese año.
[vi] Supuesto defensor del amor libre y dizque opuesto al matrimonio, la decisión de casarse con Mary Wollstonecraft el 29 de marzo de 1797 iba en contra de los principios de ambos “y obedecía exclusivamente a razones de conveniencia social”; es decir, para que su mutuo hijo fuera legítimo (resultó ser la futura autora de Frankenstein) y Mary Wollstonecraft pudiera sortear la moralina de fétidas recriminaciones y las trabas sociales que implicaba ser madre soltera de una hija o hijo ilegítimo. Sufrible y difícil meollo que había padecido “en el París jacobino” con su hija ilegítima Fanny Imlay; lo cual la había inducido, apunta Burdiel, “a poner fin a las mismas por el expeditivo procedimiento de arrojarse a las aguas del Támesis”. Infructuoso y novelesco intento (ocurrido “una tarde lluviosa de octubre de 1795”) que Burdiel bosqueja al inicio de su prólogo a la Vindicación de los Derechos de la Mujer (libro datado en la Bibliografía complementaria).
[vii] Hijo de la “supuesta viuda” Mary Jane Clairmont la segunda esposa de William Godwin, y medio hermano de Jane Clairmont, pues al parecer eran hijos de diferentes padres. Según apunta Ángela Pérez en su “Cronología”, cuando Mary Jane Clairmont se casó con Godwin el 21 de diciembre de 1801, Charles tenía siete años y Jane (que luego se haría llamar Claire) tenía cuatro.
[viii] El único hijo que William Godwin tuvo con la “supuesta viuda” Mary Jane Clairmont, quien fallecería de cólera a los 29 años el 8 de septiembre de 1832.
[ix] La única hija que tuvo William Godwin.
[x] Ver Aforismos (FCE, 1989), de Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799); antología, traducción del alemán y notas de Juan Villoro.
[xi] En la edición de 1831 es “un baúl de cuero”.
[xii] En la citada carta que Elizabeth Lavenza le envió a Victor Frankenstein (la datada en “Ginebra, 18 de marzo de 17…”) lo describe como un querubín: “También quiero contarte algo, querido primo, del pequeño William. Me gustaría que lo vieras. Es muy alto para su edad; tiene los ojos azules, dulces y sonrientes, las pestañas oscuras y el pelo rizado. Cuando se ríe, le aparecen dos hoyuelos en las mejillas sonrosadas. Ya ha tenido una o dos pequeñas novias, pero Louisa Biron es su favorita, una bonita criatura de cinco años.” Vale observar que el apellido “Biron” figuró así en la edición de 1818 y así lo preservó Mary Shelley en la edición de 1831 (pese a que en la edición de La noche de los monstruos aparece como “Byron” y no así en la edición de Vicens Vives ni en otras, entre ellas la de Sexto Piso y la de Mirlo). En la novela, en su nota 56, Isabel Burdiel apunta que se trata de una información añadida por Percy Shelley (y remite al preciso sitio de los manuscritos de la Abinger Collection). Y según ella, “En el apellido de la niña puede haber una referencia a la futura hija de Byron y Claire Clairmont que, sin embargo, acabó llamándose Allegra.” No obstante, esa “futura hija” al parecer ya había nacido cuando Mary y/o Percy pusieron el punto final al manuscrito del primer Frankenstein. Es decir, Allegra nació el 5 de enero de 1817 (moriría a los 5 años el 19 de abril de 1822) y Mary concluyó su manuscrito el 14 de mayo de 1817 y Percy insertó en solitario los últimos agregados y modificaciones, incluido el anónimo “Prólogo”, fechado en “Marlow, septiembre de 1817”. En este sentido, vale volver a recordar que según dice James Rieger (op. cit.), “Tras algunos intentos fallidos de encontrar editor, Frankenstein fue vendida a una editorial de dudosa reputación, que la publicó anónimamente el 11 de marzo de 1818.”
[xiii] En ese violento episodio es donde se revela que el padre de Victor es juez.
[xiv] En la edición de 1818 el monstruo la ve pasar cerca de donde él anda en Plainpalais y “sigilosamente” (como si fuera un fantasma invisible e inaudible) se le acerca e introduce “el retrato en uno de los pliegues de su traje”; mientras que en la edición de 1831 hace eso mientras ella duerme a pierna suelta, pues la ve en un granero dormida sobre la paja.
[xv] “El báculo de mis postreros años”, dijo de ella el ilusionado tío, aspirante a suegro.
[xvi] En la edición de 1831 para ese viaje se contemplan “unos pocos meses y, como máximo, un año”.
[xvii] En la edición de 1831 es “a finales de septiembre”.
[xviii] En la edición de 1818 es Victor quien piensa en Henry Clerval como compañero de viaje, pero en la edición de 1831 es Elizabeth Lavenza quien lo entromete y encandila.
[xix] Esto también lo dice en la edición de 1831.
[xx] Errónea contradicción no corregida por Mary Shelley en la edición de 1831, la cual, incluso, la observa la traductora Mercedes Rosúa en una nota al pie de página: “Adviértase que en el capítulo anterior se fecha la llegada a Inglaterra a finales de diciembre.”
[xxi] “En la costa norte de Escocia”, apunta Burdiel.
[xxii] Condenatoria, cruel e inmisericorde frase extirpada en la edición de 1831.
[xxiii] En la edición de 1831 zarpan de “la costa de Irlanda” y es más breve el relato del retorno.
[xxiv] “Pueblo en la orilla sur del lago de Ginebra”, apunta Burdiel.
[xxv] En la edición de 1831 la noche de bodas también será en Evian, pero a los novios no se les regala una casa en Colongy (cuyo modelo podría ser Villa Diodati o la Maison Chapuis), sino que viajarán a Italia, a Villa Lavenza, con seguridad a su luna de miel y quizá a vivir allí por un tiempo o para siempre, pues el padre de él gestionó para que el gobierno austríaco le devolviera a Elizabeth “una parte de su herencia”, y por ende le “pertenecía una pequeña posesión a orillas del lago Como”, lugar donde la novia viviera de niña, ya huérfana, entre los chiquillos de una pobrísima pareja de granjeros.
[xxvi] En la edición de 1831 se eliminó la “hemorragia cerebral” y sólo dice que murió al no poder “vivir bajo los horrores que a su alrededor se acumulaban”.
[xxvii] Aquí se observa un paralelismo y cierta coincidencia entre las fiebres nerviosas y los delirios que padece Victor Frankenstein, con la “fiebre agudísima, con frecuentes accesos delirantes” que sufre Aubrey (joven y ricachón) —protagonista del cuento de Polidori— tras el asesinato en Atenas de la bellísima y seductora Ianthe (de quien él se sentía atraído y enamorado y hasta elucubró con el casorio), atacada sin misericordia por el monstruoso vampiro, causa de la inmediata muerte de los padres de ésta, “traspasados de dolor” (ídem el padre de Victor Frankenstein); e incluso en la hipótesis de la supuesta locura, pues en el episodio que precede al dramático final, quienes rodean a Aubrey en su mansión en Londres —tutores, médico y servidumbre—, también lo creen loco y por ende durante meses lo mantienen encerrado en una recámara.
[xxviii] Vale observar que los delirios, las fiebres nerviosas y las pesadillas que padece Victor Frankenstein, ineludiblemente evocan las crisis nerviosas y de ansiedad y las alucinaciones que sufrió Percy Shelley en Villa Diodati en el aquel extraño verano de 1816. Percy, además, desde los 20 años, y hasta su muerte, padecía ataques nerviosos y acostumbraba ingerir “grandes dosis de láudano y opio”, y en períodos de mucho desasosiego y angustia bebía “enormes cantidades alcohol”, incluso sufrió espasmos y lo creían o lo creyeron propenso a la locura. En este sentido, según se lee en La noche de los monstruos, Polidori apuntó en el fragmento de su diario correspondiente a la citada entrada del “18 de junio”: “Tengo la pierna mucho peor [el día 15 había anotado: ‘me resbalé al saltar de un muro y me torcí el tobillo izquierdo’]. Shelley y compañía aquí. La señora Shelley me llama hermanito. Empecé mi cuento de fantasmas después del té. Doce en punto, empezó conversación realmente fantasmal. L[ord] B[yron] recitó unos versos del Christabel de Coleridge, los de los senos de la hechicera; en el silencio que siguió, Shelley empezó a gritar de pronto, se llevó las manos a la cabeza y salió corriendo de la habitación con una vela. Le eché agua en la cara y luego le di éter. Estaba mirando a la señora Shelley y recordó a una mujer de la que le habían contado que tenía ojos en lugar de pezones, lo cual se apoderó de su mente y se aterró […]” Sintomática anécdota que evoca un pasaje de la “Cronología” de No despertéis a la serpiente: en la entrada “1822”, en lo que corresponde a “Junio”, se lee: “Mary sufre un aborto, tiene copiosas pérdidas de sangre, pero gracias a la oportuna intervención del poeta (aplicándole hielo) logra salvarse milagrosamente. Con semejante conglomerado de desdichas sobre su espalda —y su conciencia— Shelley cae en una amarga depresión. Tiene pesadillas y alucinaciones: en una de ellas, una niña semejante a Allegra [la hija de Claire y Byron,  fallecida de tifus el pasado ‘19 de abril ‘en un convento de Bagnacavallo’], emergiendo luminosa del océano, palmotea con angustia sus manos; en otra se le aparece su sosias, su ‘Doppelgänger’ [su doble fantasmagórico], y le pregunta: ¿Hasta cuándo pretendes seguir viviendo satisfecho de ti?; por último, en una doble visión, entran los Williams a su cuarto [Jane y Edward, con quienes él, Mary y Claire compartían vivienda en la Casa Magni en la Bahía de Lerici], totalmente ensangrentado y derruido, para advertirle de que la casa se está viniendo abajo, mas, cuando acude a socorrer a Mary contempla cómo él mismo la está estrangulando. Su estado de ánimo ya disuelto, fluctúa entre la alegría casi histérica y el más oscuro abatimiento. Escribe a Trelawny [amigo de él y Byron, que estaría presente en la legendaria cremación de los restos de Percy] pidiéndole una dosis letal de ácido prúsico, ‘no para utilizarlo de inmediato, sino porque deseo tener a mi alcance la llave dorada que conduce a aposento del eterno descanso’.”
[xxix] Su oculta y transgresora gnosis de nuevo Prometeo: el arte de crear un ser humano con procedimientos derivados de la ciencia y no de la magia ni de la alquimia, que así se lo prohíbe y niega a las generaciones futuras (que paulatinamente podrían perfeccionarlo), puesto que para Victor Frankenstein significa e implica la serpiente que lo muerde y castiga sus entrañas, atormentándolo en sí mismo, y haciéndolo sufrir e ir con prisa y para siempre al más allá.
[xxx] Burdiel reporta que Percy Shelley trabajó y pulió con Mary tales diálogos y quizá por ello resultan tan retóricos, ampulosos y artificiales.
[xxxi] Además de lo apuntado por el reseñista sobre el apelativo Mar de Hielo (aplicado al “inmenso glaciar en constante movimiento” en las inmediaciones del Montanvert) —ver el pie 57 de la entrega 1 de 2 de la presente reseña—, la imagen que ilustra la portada del Frankenstein de Ediciones Cátedra sobre todo remite al trágico destino que asusta y quiere eludir la amotinada tripulación del barco de Robert Walton. En la novela, al respecto, Isabel Burdiel dice en su nota 10: “La expedición de Robert Walton en busca de la ‘Ruta del Norte’ formaría parte, en la ficción, de una empresa ya antigua que habían iniciado otros ingleses como Sebastián Cabot (1533) o Arthur Pet y Charles Jackman (1580). La expedición sueca del barón Nordenskiöld logró finalmente llegar navegando al Pacífico Norte en 1878. En vida de Mary Shelley —y casi coincidiendo con la publicación de Frankenstein— causó sensación la expedición de W.E. Parry al Polo Norte (1819-20) que fue objeto de inspiración para varios pintores románticos. El Mar Glacial de Caspar David Friedrich (1774-1840), reproducido en la cubierta, es quizás la mejor y más famosa de aquellas obras.”


El Mar Glacial (1823-1824)
Óleo sobre lienzo de Caspar David Friedrich

[xxxii] Corregida en la edición de 1831.
[xxxiii] Mide “unos ocho pies”, o sea: casi dos metros y medio.
[xxxiv] Tan repulsiva y repugnante que impedía y “hacía imposible mirarlo”, dijo Victor Frankenstein.