miércoles, 7 de septiembre de 2016

Leonora


   
La yegua de la noche, la novia del viento
       
                             
I
La escritora mexicana de origen polaco Elena Poniatowska (París, mayo 19 de 1932) obtuvo con su novela Leonora el Premio Biblioteca Breve 2011 de la Editorial Seix Barral y por ende, en España y México, fue publicada por ésta en febrero de tal año. Leonora es una novela sobre la vida y obra de la pintora y escritora británica Leonora Carrington (Claytorn Green, Lancashire, abril 6 de 1917-Ciudad de México, mayo 25 de 2011) y por ello el frontispicio está ilustrado con una celebérrima fotografía en blanco y negro tomada por Lee Miller, en 1937, en Lambe Creek, la hacienda que Roland Penrose tenía Cornwall, Inglaterra, en la que Leonora Carrington posa entre Paul Éluard y Max Ernst, un fugaz episodio que data del por entonces aún reciente encuentro de Leonora y Max en Londres cuando ella tenía 20 años y él 46 y aún no se iba tras él a París (y luego al pueblo de Saint-Martin-d’Ardèche, en el sur de Francia) ni había escrito ningún texto surrealista ni pintado ni esculpido su trascendental obra; no obstante, la imagen está editada: fue positivada al revés y por ende los personajes figuran en sentido inverso y fue eliminada la cabeza del poeta belga E.L.T. Mesens que en la imagen original asoma detrás de Max Ernst. 
(Seix Barral, México, febrero de 2011)
Max Ernst, Leonora Carrington y Paul Éluard
Detrás: E.L.T. Mesens
(Lambe Creek, Cornwall, Inglaterra, 1937)
Foto: Lee Miller
  Vale adelantar que al final del libro, la multipremiada narradora, Medalla de Bellas Artes 2013 y Premio Cervantes 2013, incluye una “Bibliografía” (no fichada con rigor bibliográfico) que le sirvió de base documental y translúcido palimpsesto, misma que precede a los “Agradecimientos” donde dice sobre su novela (casi una declaración de principios): “no pretende ser de ningún modo una biografía, sino una aproximación libre a la vida de una artista fuera de serie”.

Elena Poniatowska en la Universidad de Alcalá de Henares
Premio Cervantes 2013
En el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, 
Elena Poniatowska muestra su Medalla Bellas Artes 2013
  Leonora se divide en 56 capítulos con rótulos. Sin rigurosidad cronológica y con innumerables caprichos y sin pretender ser una novela total ni analítica, va de la infancia a la vejez de la artista. Repleta de anécdotas, no es una obra psicológica que exhaustivamente explore la mente, los sueños, la idiosincrasia y la imaginación de la pintora, no obstante el perfil de su personalidad autoritaria, prolífica y liberal y el relato de ciertos conflictos que vive a lo largo de su vida signada por el arquetípico emblema de la yegua rebelde: ante el autoritarismo de su padre, en los colegios de monjas donde la expulsan, en su juvenil presentación en la corte de Jorge V, en su temprana opción por la pintura, en su fuga del hogar (a sus 20 años) tras Max Ernst, con éste en París y en el pueblo de Saint-Martin-d’Ardèche (subsidiada por su madre), cuando Max Ernst (por ser alemán) es confinado en campos de concentración en Francia tras estallar la Segunda Guerra Mundial, cuando deja Ardèche rumbo a la España franquista ya con síntomas de una psicosis que induciría a sus padres a recluirla en un manicomio de Santander (donde la someten a torturas con el cuerpo desnudo y atado y a un tratamiento con inyecciones de Cardiazol), cuando escapa en Lisboa de la custodia paterna y se refugia en la embajada de México donde pacta su matrimonio con Renato Leduc, previo a su viaje y estancia en Nueva York (donde se reúne con otros exiliados europeos que oscilan entorno al mecenazgo y protagonismo de Peggy Guggenheim) y luego en la capital mexicana, donde después de las diferencias y dificultades al cohabitar con Renato Leduc, se une al fotógrafo húngaro Emerico Weisz (alias Chiki), con el que tiene dos hijos: Gabriel (1946) y Pablo (1947), y con el que paulatinamente se va distanciando, hasta el punto de dejarse de hablar y verlo y tratarlo, bajo el mismo techo de la calle Chihuahua, a imagen y semejanza de un silencioso cero a la izquierda; amén de su aventura subrepticia y clandestina con un tal Álvaro Lupi, cirujano y avezado experimentador con alcaloides mexicanos (peyote y hongos alucinógenos).

Leonora Carrington y Emerico Chiki Weisz en Chapultepec
con sus hijos Pablo y Gabriel
Vale observar, además, que la novela narra una mínima pizca de la legendaria confluencia en Europa de Chiki Weisz con el celebérrimo fotógrafo húngaro Robert Capa (incluso cuando en Budapest aún era el joven Endre Friendmann, alias Bandi) y una minucia de su magnética personalidad y de la vida de éste y Gerda Taro, pero ni una palabra de cuando Robert Capa en 1940 estuvo en México unos seis meses trabajando de fotorreportero para la revista Life; ni tampoco cuenta el deceso de Chiki, a los 95 años, el 17 de enero de 2007; ni la fiesta de su boda con Leonora celebrada en 1946 en la casa que Kati y José Horna tenían en el número 198 de la calle Tabasco de la colonia Roma (según la novela, éstos “llegaron a México el 31 de octubre de 1939”) y de la que existen muy difundidas fotos tomadas por Kati Horna.

En la ventana: Benjamin Péret y Miriam Wolf
Sentados: Kati Horna, Emerico Chiki Weisz, Leonora Carrington y Gunther Gerszo


Día de la boda de Leonora y Chiki en la casa de Kati y José Horna
(México, 1946)


  Es larga y copiosa la trayectoria de la Leonora Carrington de carne y hueso y su obra literaria y artística es tan vasta, dispersa y compleja que difícilmente (o no sin dificultades) una novela podría bosquejarla y examinarla. La novela de Elena Poniatowska no esboza a conciencia la obra ni la analiza ni boceta el acto creativo de la protagonista (ya sea pictórico, dibujístico, escultórico, escenográfico, narrativo o dramatúrgico), sino que a través del cúmulo de minúsculas anécdotas transcritas y armadas a partir del soporte bibliográfico y sucesivamente dispuestas fragmentariamente con desparpajo y arbitrariedad, alude la creación y el título, y a veces el tema, de ciertas obras, no sólo de Leonora.

Emerico Chiki Weisz y Leonora Carrington el día de su boda en 1946
Foto: Kati Horna
  En muchos pasajes Elena Poniatowska cita datos, nombres y fechas precisas transcritas de la realidad histórica, bibliográfica y documental. No obstante, hay episodios en los que sobresale el yerro o el capricho literario. Por ejemplo, en la página 349 la voz narrativa dice que Gabriel, el primogénito de la pintora, nació “El 14 de julio de 1946, día de la toma de la Bastilla”; y en la página 360 apunta: “Un año después nace Pablo, su segundo hijo”. Pero en el “Capítulo 44”, “La desilusión”, que inicia: “En París, André Breton los ve entrar con temor a la rue Fontaine. Gaby y Pablo tocan sus tambores africanos y se ponen sus máscaras”, se infiere que es alguno de los años 50, pues “Francia todavía no se recupera de la guerra”; quizá es 1952, dado que ese año Leonora tuvo una muestra individual en la Galería Pierre, en París; y no podría ser 1959, cuando en la capital francesa Leonora participó en una muestra colectiva en la Galería Eros de Daniel Cordier. El caso es que en ese capítulo la voz narrativa dice que “Ya Lázaro Cárdenas no es presidente de la república” (lo fue del 1 de diciembre de 1934 al 30 de noviembre de 1940) y que “El nuevo presidente, Manuel Ávila Camacho tiene cara de plato”, lo cual es totalmente extemporáneo, pues Ávila Camacho fue presidente entre el 1 de diciembre de 1940 y el 30 de noviembre de 1946, cuando aún no nacía su hijo Pablo. Y más aún: da por supuesto que el exiliado ruso Victor Serge (el papá de Vlady), quien murió en México el 17 de noviembre de 1947, aún está vivito y coleando, pues según la voz narrativa: “A Breton le sorprende que Leonora no frecuente a Diego y a Frida [Rivera murió el 24 de noviembre de 1957 y la Kahlo el 13 de julio de 1954], y que sólo vea esporádicamente a Victor Serge y a Laurette Séjourné”. Y a la pregunta de Breton: “¿Conoces a algún seguidor de Trotsky?” Leonora responde: “Del único que sé algo es de Victor Serge y él sólo vive para escribir.”

Leonora Carrington y sus hijos Pablo y Gabriel
  En el mismo arbitrario tenor, en el “Capítulo 47”, “El peso del exilio”, Remedios Varo, en la página 405, le dice a Leonora: “Ya pinté Hacia la torre. ¿No lo recuerdas?” Y enseguida la omnisciente y ubicua voz narrativa apunta: “Además de las endemoniadas de Loudun, a las dos pintoras les fascinan las monjas poseídas por los diablos de Louvier, que derrotan al exorcista. A cada religiosa, la atormenta un demonio distinto. Sor María del Santo Sacramento es poseída por Putifar, Sor Ana de la Natividad, por Leviathan, Sor María de Jesús, por Faeton, Sor Isabel de San Salvador, por Asmodeo. Durante sus vacaciones en Manzanillo, Leonora las retrata a punto de ahogarse: Nunscape at Manzanillo. Remedios, educada en colegio de monjas, la aclama.” 

Hacia la torre (1960)
Óleo sobre masonite de Remedios Varo
(123 x 100 cm)
Nunscape at Manzanillo (1956)
Óleo sobre tela de Leonora Carrington
(100 x 120 cm)
Foto reproducida al revés en el volumen iconográfico de Whitney Chadwick:
Leonora Carrington, la realidad de la imaginación (Era/CONACULTA, 1994)
       Pero el gazapo radica en que Hacia la torre es de 1960 y Nunscape at Manzanillo de 1956, célebre óleo sobre tela que figura en famosas fotos en blanco y negro que a Leonora Carrington, en 1956, le tomó Kati Horna en el estudio de su casa en la calle Chihuahua (en varias posando el acto de pintar) y que, también por error, figura positivado al revés en la iconografía a color de Leonora Carrington, la realidad de la imaginación (Era/CONACULTA, Singapur, 1994), volumen con un ensayo preliminar de Whitney Chadwick, más una cronología de Lourdes Andrade y la famosa entrevista que Paul de Angelis le hizo en inglés a la artista, en Nueva York, en 1987, previamente publicada en español (traducida del inglés por María Corniero), con una rica iconografía en blanco y negro y a color, en el número 17 de la revista española El Paseante (Siruela, Madrid, 1990).

Leonora Carrington en su estudio junto a Nunscape at Manzanillo (1956)
Foto de Kati Horna tomada en 1956


II
Para la curiosidad o mala fortuna del lector, en la premiada novela de Elena Poniatowska sobre la vida y obra de Leonora Carrington abundan los casos semejantes a los citados en la primera entrega de la presente nota y sería largo y tedioso enumerarlos. Pero allí están: relucientes frijolitos negros en la sopa de letras, tan inverosímiles, hilarantes y caricaturescos como la recurrente proclividad de algunos personajes para hablar y dialogar con sentencias y aforismos. 
En el “Capítulo 49”, “Poesía en Voz Alta”, por ejemplo, Leonora Carrington y Octavio Paz, reunidos en la casa de Alice Rahon en San Ángel, “coinciden en que la poesía debe tomar la calle:
“—¡Hay que decirla en las plazas, en el atrio de la iglesia, en el mercado! —gesticula Alice Rahon—. México es poesía pura que debe estallar en la calle.” 
Leonora Carrington, Octavio Paz y Marie-José Tramini
  Además de que el grupo de exiliados surrealistas (y anexas) no practicaron ningún activismo ni didactismo social, la segunda frase es tan retórica y demagoga que evoca la que André Breton le dijo a Rafael Heliodoro Valle en su viaje a México en 1938: “México tiende a ser el lugar surrealista por excelencia” (y él mismo, ante el azoro y el enojo de León Trotsky, en una umbría iglesia de Cholula, cometió un inmoral acto “surrealista” al ocultar bajo su chaqueta un puñado de exvotos, “tal vez una media docena”, según el testimonio de Jean van Heijenoort, secretario particular de Trotsky). Pero el caso es que Alice Rahon, Leonora Carrington y Octavio Paz casi parecen los padres fundadores de Poesía en Voz Alta. Allí, Octavio le dice a Leonora: “y también quiero adaptar a Hawthorne. ¿Podrías hacer tú los decorados?.” [...]

“—Poesía en Voz Alta monta La hija de Rappaccini [la susodicha adaptación]. En un jardín de plantas venenosas cultivadas por el doctor Rappaccini, Beatriz, su hija, es un ‘viviente frasco de ponzoña’.
“—A Max Ernst le interesaron las plantas carnívoras que devoran los insectos —informa Leonora.
“—El jardín es el espacio de la relevación.” Se infiere que sentencia Paz a modo de réplica.
  Y en la novela (y en la vida real) Leonora hizo la escenografía y el incómodo vestuario. 
     Según apunta Antonio Magaña-Esquivel en el tomo V de Teatro mexicano del siglo XX (FCE, 2ª ed., 1980), “Poesía en Voz Alta era para minorías” [es decir, nada de multitudinario popularismo al aire libre]. Quizá haya sido el momento culminante del Teatro Universitario, cuando éste encontró, al fin, su sede permanente y definitiva, primero en el que antes se había llamado Teatro del Caballito, que fue derribado para abrir la prolongación de Paseo de la Reforma, y después en el que se llamaba Teatro Arcos Caracol”. El libreto de Paz, apunta, data de 1953 y se estrenó “en el Teatro del Caballito en 1956, en el segundo programa de Poesía en Voz Alta”. Y el propio Paz precisó la fecha del estreno en una nota que se lee en Obra poética I (1935-1970) (Círculo de Lectores/FCE, 1997), onceavo volumen de sus Obras Completas/Edición de Autor: “fue representada por primera vez el 30 de julio de 1956, en el Teatro del Caballito, en la ciudad de México”. Y según consigna Alberto Ruy Sánchez en Una introducción a Octavio Paz (Joaquín Mortiz, 1990), el libreto se publicó en el número 7 de la Revista mexicana de literatura, correspondiente a septiembre-octubre de 1956.



“La Sala Guimerà se convirtió en el Teatro del Caballito
donde se asentó el teatro universitario”


  Páginas adelante, en el mismo capítulo “Poesía en Voz Alta”, la voz narrativa dice de la pintora: “En cambio, se siente a gusto en la filmación de la película Un alma pura, basada en un cuento de Carlos Fuentes, que la entretiene con las caricaturas que dibuja de los famosos. Leonora interpreta a la madre de Claudia-Arabella Árbenz, y la dirige un fan de Klossowski que demuestra talento en cada escena, Juan José Gurrola.” Ante esto vale decir que el corto Un alma pura y el corto Tajimara, por decisión del productor Manuel Barbachano Ponce se convirtieron en episodios del filme Los bienamados (1965), y que Juan Ibáñez fue quien dirigió Un alma pura basado en un cuento de Carlos Fuentes, mientras que Juan José Gurrola dirigió Tajimara basado en el cuento homónimo de Juan García Ponce, también un fan de Klossowski que demuestra talento en cada página, autor del ensayo “La magia de lo natural”, prefacio del libro iconográfico Leonora Carrington (Era, México, 1974), no citado en la bibliografía de la novela.

Líneas abajo, la voz narrativa dice: “Cuando Luis Buñuel la llama para ver si quiere participar en la película En este pueblo no hay ladrones, de Alberto Isaac, un amigo suyo campeón de natación, piensa que sería bonito pasar el día al lado de Gabriel García Márquez —con su peinado afro—, de Juan Rulfo, de Carlos Monsiváis, del caricaturista Abel Quezada y de María Luisa Mendoza, que la elogia y la hace reír. Buñuel le especifica: ‘No tienes que decir una sola palabra. Quiero que te sientes con los demás en una mesa de café a platicar.’ En el último momento, el I Ching le aconseja no ir.” Esto, más que un yerro, parece una broma para narrar que la artista no daba un paso sin consultar el I Ching, pues en la vida real sí fue al rodaje y en la película, datada en 1964, figura, sin decir una palabra y vestida de negro, entre los fieles de la iglesia donde el cura (Luis Buñuel), desde lo alto del podio, vocifera un furioso sermón contra los ladrones, no sólo contra quien se robó las bolas del billar. Mientras que la breve aparición de Gabriel García Márquez, en el papel del boletero del cine del pueblo, permite ver que cuando se filmó la película no tenía la greña a la afro, sino casi a la casquete corto.
Luis Buñuel en el papel del cura y Leonora Carrington vestida de negro entre las fieles de la iglesia.
Fotograma de En este pueblo no hay ladrones (1964), película dirigida por Alberto Isaac,
basada en el cuento homónimo de Gabriel García Márquez.
  Otro ejemplo de lo caprichoso y omitido, en el mismo capítulo “Poesía en Voz Alta”, ocurre cuando en un breve pasaje la voz narrativa dice: 

“Salvador Elizondo funda S.nob y le pide a Leonora que haga la portada.
“—La revista será ‘menstrual’.
“Elizondo tiene genio pero le disgusta lo de ‘menstrual’.”
De pie: dos jóvenes y Gabriel Weisz Carrington
Sentados: Salvador Elizondo, María Reyero, Leonora Carrington, Marie-José y Octavio Paz
      Vale puntualizar que de la revista S.NOB, editada en 1962 con la dirección de Salvador Elizondo, sólo se publicaron 7 números y fue ideada como semanario: “S.NOB se publica semanalmente”, “Aparece los viernes”, se lee en el directorio de los primeros 6 números (patrocinados por el productor de cine Gustavo Alatriste), e incluso, en los primeros 4 así se pregonaba y anunciaba en la portada: “hebdomadario”. El 1 data del “20 de junio” (en él no colaboró Leonora), el 2 del “27 de junio”, el 3 del “4 de julio”, el 5 del “18 de julio”, el 6 del “25 de julio”, y el 7, ilustrado en la portada con un espléndido dibujo de Leonora, apareció hasta el “15 de octubre” (con patrocinio del británico Edward James) y fue el único en cuyo directorio se dice, con humor: “revista menstrual”, “Aparece el día quince de cada mes”. Por si fuera poco, en el segundo y último párrafo de su editorial S.NOB anuncia: “Esperamos por otra parte que el cambio de periodicidad de la revista contribuya a difundir su aceptación y que el carácter menstrual que ahora tiene permita a los lectores una justa valoración de su contenido que, como corresponde, llega a ellos concentrado en materiales de mucha mejor calidad que anteriormente.” Vale añadir que en las colaboraciones de Leonora Carrington, del número 2 al 7 de S.NOB, descuellan sus lúdicos, irreverentes y escatológicos cuentos para niños magníficamente ilustrados por ella, ubicados en una sección denominada “Children’s corner”, y que la narración del número 5, “El cuento feo de las carnitas”, fue escrito “en colaboración con José Horna”; mientras que el texto del número 4, “De cómo fundé una industria o el sarcófago de hule”, un relato para grandes (pero que los chicos pueden leer), figura en la sección “La ciudad” —compilado en su libro El séptimo caballo y otros cuentos (Siglo XXI, 1992)—, cuyo surrealista humor negro remite a la Antología del humor negro, de André Bretón, cuya primera edición en francés “salió de la imprenta el 10 de junio [de 1940], día de la caída de París”, editada por Éditions du Sagittaire, pero no pasó la censura y sólo empezó a circular hasta mediados de 1947 —según apunta Mark Polizzotti en Revolución de la mente. La vida de André Bretón (Turner/FCE, 2009). En la Antología del humor negro (Anagrama, 1991), Leonora Carrington figura con “La debutante”, breve cuento-fábula basado en su debut en la corte de Jorge V, publicado originalmente en francés por Editions G.L.M. en 1939, en París, en La dame ovale, su segundo librito, con cinco cuentos de ella y siete collages de Max Ernst; librito editado en México, en 1965, por Ediciones Era, con traducción al español de Agustí Bartra. Pero Leonora no fue incluida en la primera edición precedida por el prólogo que André Breton firmó en 1938, sino en la edición revisada y aumentada de 1950 (Sagittaire) y por ende en la definitiva de 1966 (Pauvert) —el año que murió Breton—, y es por ello que el antólogo, en el prefacio que precede a “La debutante” alude “sus admirables telas que ha pintado desde 1940” y su período en el manicomio de Santander, España (3 meses de 1940 donde le aplicaron 3 dosis de Cardiazol, “una droga que inducía químicamente convulsiones semejantes a los espasmos de la terapia con electrochoques”) y a En Bas, su testimonio de tal temporada en el infierno dictado en francés a Jeanne Megnen durante 5 días de agosto de 1943, impreso en París, en 1945, en el número 18 de la Collection l’age d’or, dirigida por Henri Parisot, de las Éditions Revue Fontaine (las Memorias de abajo, según el título en español fijado por la autora y el traductor Francisco Torres Oliver), cuya primera edición apareció en inglés, en Nueva York, traducidas del francés por Victor Llona, en el número 4 de la revista VVV —fundada y dirigida por André Breton— correspondiente a febrero de 1944; pero además éste evoca en la Antología: “De todos aquellos que invitó frecuentemente a su casa de Nueva York [cuando entre 1941 y 1943 estaba casada con Renato Leduc], creo haber sido el único en hacer honor a ciertos platos a los que había dedicado horas y horas de cuidados meticulosos ayudándose de un libro de cocina inglés del siglo XVI —remediando de manera intuitiva la carencia de algunos ingredientes inencontrables o perdidos de vista desde entonces (reconozco que una liebre a las ostras, que ella me obligó a festejar en sustitución de todos aquellos que prefirieron limitarse al aroma, me indujo a espaciar un poco de estos ágapes).” Vale añadir que sobre la Antología del humor negro la novela de Elena Poniatowska no cuenta nada.

(Anagrama, Barcelona, 1991
  Un ejemplo más de lo caprichoso. Casi al inicio del “Capítulo 48”, “Desastre a tiempo”, la voz narrativa dice que Wolfgang “Paalen se suicida en Taxco el 24 de septiembre de 1959”, cuando en realidad fue cerca de tal pueblo platero, “en las afueras de la Hacienda de San Francisco Cuadra”. Pero seis páginas adelante da por hecho que después del suicido de Paalen llega Renato Leduc a la casa de Leonora en la calle Chihuahua para que ella le ilustre su libro Fabulillas de animales, niños y espantos, siendo que en la vida real tal libro, publicado por Editorial Stylo, data de 1957. En fin.



III
En la primera página del “Capítulo 53”, “Díaz Ordaz, chin, chin, chin...”, a la pregunta que a Leonora Carrington le hace su hijo Gabriel, ya un joven universitario que escribe y quiere escribir poemas: “¿Tú para quién pintas?”, la artista responde:
“Para mi padre, nunca creí que me dolería su muerte y hasta hoy me doy cuenta de que al inicio de cada cuadro pensaba en él. También pinto para ti y para Pablo, y para Kati y para Chiki, y para Remedios. Sobre  todo pinté para Edward y lo extraño más que a nadie.”
Emerico Chiki Weisz y sus hijos Pablo y Gabriel
       Vale observar que resulta plausible que Leonora, en 1968, año en que se ubica el presente de tal capítulo, diga que pinta para sus hijos Gabriel y Pablo y para su marido Emerico Chiki Weisz, y para sus entrañables amigas Kati Horna y Remedios Varo (fallecida el “8 de octubre de 1963”); pero resulta raro que diga que pinta para su padre, muerto “en enero de 1946”, a quien nunca volvió a ver después de que en 1937 se fugó tras Max Ernst, preludio del infierno que le hizo vivir al recluirla en un manicomio de Santander durante tres meses de 1940; y muy inverosímil que afirme: “Sobre todo pinté para Edward y lo extraño más que a nadie.” Es decir, se relata y se colige que primordialmente pintó para Max Ernst (quien, casado con Peggy Guggenheim, siguió su ruta en Nueva York cuando en 1943 ella viajó a México casada con Renato Leduc) y que es a él a quien extraña “más que a nadie”, aún entrada en años (y en los últimos capítulos), y no sólo durante sus estancias y caminatas en Nueva York después del 7 de octubre de 1968. Pues luego de su breve aprendizaje en la Chelsea School of Art (en Londres) y sobre todo en la pequeña academia de Amédée Ozenfant (en West Kengsinton), Max Ernst fue su maestro angular, su introductor en el grupo surrealista precedido y comandado por André Breton, y quien ilustró sus dos primeros libritos, el primero con prefacio de él: La maison de la peur [La casa del miedo] (París, 1938) y La dame ovale [La dama oval] (París, 1939). Y si bien el riquísimo y excéntrico Edward James fue su amigo desde 1944 (no sin episodios espinosos y controvertidos), con quien salía y se escribía cartas, su mecenas y primer coleccionista de su obra que promovió su primera muestra individual en 1948 en la Galería Pierre Matisse de Nueva York y frecuente visitante en el estudio de su casa en la calle Chihuahua cuando Gabriel y Pablo aún eran chicos (“Edward es ya el benefactor de los Weisz: se siente con derecho a dejar sus horribles calcetines amarillos en cualquier rincón de la casa y Pablo se ofende”), y en cuya singular casona en la calle Ocampo de Xilitla (en la Huasteca potosina) —regentada y a nombre de Plutarco Gastélum Esquer— ella pintó dos figuras “murales de enormes y fantásticas criaturas con tetas y colas enroscadas en color ocre” (la voz narrativa alude una: “pinta con colores sepias en un muro a una mujer alta y delgada con cabeza de carnero”), cinco páginas adelante, en medio de la efervescencia del Movimiento Estudiantil, Edward James los visita en un breve pasaje que alude su característica extravagancia (quería que Las Pozas fuera también reserva de animales), signada por un fabuloso festín de Esopo:

Leonora Carrington pintando en un muro de la casona que Edward James,
en la calle Ocampo de Xilitla, compartía con su administrador
Plutarco Gastélum Esquer y la familia de éste
  “Edward James trae dos boas constrictor, y le dice a Pablo [estudiante de medicina en la UNAM]:

“—¿Podrías conseguirme unas ratas para alimentarlas?
“—Las que tenemos en el laboratorio son para los experimentos.
  “Con gran dificultad, Pablo encuentra dos ratas gordas y se las da a Edward, que las echa a la tina de su habitación del Hotel Francis, donde tiene a las boas. Dos días más tarde, James entra al baño y las ratas se han comido a las boas.”
Edward James en Las Pozas de Xilitla
Foto: Michael Schuyt
  Y más aún: en 1968 el vínculo con Edward James no estaba trunco como para que la agobiara la nostalgia y por ende prologó el catálogo de la retrospectiva individual de ella inicialmente montada en Nueva York, en 1975, en la homónima galería del marchante Alexander Iolas, donde brinda un testimonio sobre el estudio de Leonora en su casa de la calle Chihuahua a la que a mediados de los años 40 empezó acceder cuando se convirtió en su comprador, coleccionista y mecenas, según transcribe Susan L. Alberth en la página 75 de Leonora Carrington. Surrealismo, alquimia y arte (Turner/CONACULTA, China, 2004): “El estudio de Leonora Carrington tenía todo lo necesario para ser la verdadera matriz del arte verdadero. Sumamente pequeño, estaba mal amueblado y no muy iluminado. Nada en él hacía que mereciera el nombre de estudio, salvo unos pocos pinceles gastados y algunos paneles de yeso, colocados sobre un piso poblado de perros y gatos y de cara a una pared blanqueada y desconchada. El lugar era una mezcla de cocina, guardería, cuarto de dormir, perrera y almacén de chatarra. El desorden era apocalíptico; los accesorios, pobrísimos. Comencé a sentirme muy esperanzado.”

Que no todo era miel sobre hojuelas entre Edward James y Leonora se transluce en un pasaje de “Hijo bastardo de un rey”, capítulo 050 del volumen De vacaciones por la vida (Trilce/CONACULTA/UANL, 2011), dizque las “Memorias no autorizadas” del pintor Pedro Friedeberg, “Relatadas a José Cervantes”, repletas de sabrosos chismes, humor, innumerables datos, anécdotas y no pocos yerros: 
Gabriel Weisz, Kati Horna, Edward James, Leonora Carrington y Pedro  Friedeberg
  “Yo fui a Las Pozas cuando estaba en proceso de construcción [en 1962, a sus 26 años, Pedro Friedeberg diseñó, con un dibujo, las monumentales esculturas de manos que se hallan en la entrada]; después regresé a principio de los años noventa. Más tarde me enseñaron unas fotos del lugar, tomadas con motivo de la visita que había efectuado al sitio un ballet japonés. En ellas vi que habían alterado algunas de las esculturas pintándolas de colores. Cuando Leonora Carrington se enteró por esas fotos casi cae desmayada, ya que le pareció un sacrilegio haber modificado así esas obras; pero, por otro lado, le dio gusto porque odiaba un poco a Edward, y dijo: ‘Se lo merece por mezquino y por los chistes malvados que le gustaba hacer’. O se hacía el pobre o no tenía tanto dinero como creíamos. A Leonora le compró como cuarenta cuadros, pero cada día le bajaba el precio por pagar: ‘Te compro esto y esto y esto por mil doscientos dólares’. Y cada día iba bajando un poco, hasta que Leonora lo echó de su casa. Al tercer día, él se daba cuenta de que su actuación no había sido muy correcta y rectificaba.”

La noche de Tlatelolco 
(Ediciones Era, ejemplar 1019 de la 37ª ed., México, marzo 24 de 1980)
  Como lo implica el susodicho título del “Capítulo 53” de Leonora: “Díaz Ordaz, chin, chin, chin...”, la voz narrativa y sus transcripciones y anécdotas bosquejan el histórico Movimiento Estudiantil de 1968 —tema que Elena Poniatowska abordó e ilustró (con apoyo iconográfico) en su polifónico y fragmentario libro La noche de Tlatelolco (Era, 1971)—, truncado con la masacre del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas y con las múltiples detenciones de estudiantes y maestros y gente ajena y afín, en el cual, Gabriel y Pablo, los hijos de Leonora y Chiki, participan con entusiasmo y pasión crítica e ideológica, y que a la pintora personalmente le tocó, no sólo por el activismo de sus hijos, sino porque “Cinco días después de la masacre, el 7 de octubre, Elena Garro denuncia a escritores, pintores y cineastas que asistieron a las asambleas en la Facultad de Filosofía y Letras. Según ella, azuzaron a los muchachos: Luis Villoro, José Luis Cuevas, Leopoldo Zea, Rosario Castellanos, Carlos Monsiváis, Eduardo Lizalde, Víctor Flores Olea, José Revueltas, Leonora Carrington y hasta Octavio Paz, embajador en la India. Una llamada anónima aterra a Leonora: ‘Los tenemos fichados.’ Suena el teléfono:

“—Mucho cuidado con tus hijos, Leonora —dice Renato.”
Los hermanos Pablo y Gabriel Weisz Carrington
  De modo que en medio de esa enrarecida atmósfera de peligro y terror que le recuerda el asfixiante y letal clima europeo de la Segunda Guerra Mundial, Leonora, con sus hijos, se resguarda en Estados Unidos (ella en Nueva York), menos Chiki, por carecer de pasaporte.

Vale subrayar que los insultos al otrora intocable presidente de la República, el autoritario, impune y demagogo genocida Gustavo Díaz Ordaz (se dice que documentos desclasificados revelan que fue informante de la CIA cuando era secretario de gobernación del presidente Adolfo López Mateos), son un uso reivindicativo de la libertad de expresión, siempre acotada en los medios impresos y electrónicos (salvo honrosas excepciones), que también se observa en el florido vocabulario con que habla Renato Leduc, jerga mexicana que Leonora aprendió lo suficiente para asaetar, fustigar y dejar en la lona en el momento preciso, por lo que se infiere que fue un corrector español quien metió su manita de gato un par de veces. En la página 139 se lee: “Max va al pueblo a por cemento y barro”. En España se dice y se escribe así, pero en México no y por ende Elena Poniatowska, quien en su cuenta de twitter declara ser “Más mexicana que el mole”, debió escribirlo sin la preposición “a”. Lo mismo ocurre cuando en la página 141 se lee: “alega Max frente a Fonfon cuando va al pueblo a por el vino y el pan”.
No obstante, al corrector de marras se le fueron algunas erratas. Por ejemplo, en la página 275 se lee: “Peggy atraviesa nerviosa los salones de exposición.” Allí faltó el artículo “la”. 


Elena Poniatowska, Leonora. Seix Barral. México, 2011. 512 pp.

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lunes, 5 de septiembre de 2016

Borges-Bioy. Confesiones, confesiones

El Tercer Borges y el Segundo Braceli

I de III
El periodista y narrador argentino Rodolfo Braceli (Luján de Cuyo, octubre 13 de 1940) concluyó en noviembre de 1996 su libro Borges-Bioy. Confesiones, confesiones (con prólogo, 25 capítulos y una breve iconografía en blanco y negro), cuya primera edición, impresa en Buenos Aires por Editorial Sudamericana, data de abril de 1997 y la segunda de abril de 1998. Se trata de un libro misceláneo y anecdótico, e incluso ficticio, no pocas veces ameno y jocoso, urdido, fundamentalmente, con un puñado de entrevistas que el autor les hizo a Jorge Luis Borges (1899-1986) y a Adolfo Bioy Casares (1914-1999) en distintos tiempos y en distintos lugares de la Argentina y a cada uno por separado. 
(Sudamericana, Buenos Aires, 2ª ed., abril de 1998)
        La primera entrevista, dice Braceli, data de octubre de 1965 y se la hizo a Borges. La última data de octubre de 1996 y se la hizo a Bioy. Pero si bien incluye entrevistas tradicionales ubicadas en el tiempo y en el espacio, es decir, con un tratamiento de reportaje y con las consecutivas series de preguntas y respuestas (aderezadas con intercalados comentarios suyos), también comprende siete capítulos denominados “Palabras cruzadas” donde el entrevistador, sin precisar el tiempo y el espacio, confronta y contrasta, en forma alterna, preguntas y respuestas extraídas de varias entrevistas, ya a Borges, ya a Bioy, que giran en torno a los mismos temas o a temas afines. 

Así, pese a opiniones y citas de libros y de autores y a referencias de su propia creación y proceso creativo, nada o casi nada de lo que Borges y Bioy dicen en Confesiones, confesiones tiene que ver con lo esencial de la obra literaria de cada uno. En este sentido, la miscelánea incluye otros capítulos que implican un procedimiento de tijera y retacería (especie de collage), tejido y engrudo semejante al de los capítulos “Palabras cruzadas”. Por ejemplo, el capítulo 4 que Braceli denomina “Con Borges, juntando los fragmentos para un testamento más que íntimo” (pero que no es lo que anuncia); y el capítulo 6 que titula “Con Borges, a ratos con Bioy, opinando sobre libros y escritores”. 
     Esto deja ver que la presente miscelánea, pese a las declaraciones de Borges y Bioy, es un libro arbitrario y muy personal, donde Rodolfo Braceli, especie de malabarista y tejedor de milagros, hizo lo que quiso con lo que le dijeron sus celebérrimos entrevistados. 
   
Rodolfo Braceli
          Por si fuera poco, a tal urdimbre de collage y antojolía se añaden los capítulos donde Rodolfo Braceli inserta textos de su propia invención, los cuales provienen de libros suyos prácticamente desconocidos en México (y en otros países), según cita y advierte en el prólogo: “Para algunos de los capítulos del libro, los resueltos como ficciones, reciclé muy libremente textos y momentos de otros libros míos, entre ellos: Don Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo (Editorial Galerna); Cuerpos abrasados (Ediciones de la Flor); Padres nuestros que están en los cielos Borgesperón— (Editorial Atlántida); Caras, caritas y caretas (Editorial Sudamericana) y Fuera de contexto (Editorial Galerna).” Por ejemplo, en un fragmento de una entrevista a Bioy situada en 1996 (capítulo 13, titulado “Con Bioy, imaginando el día que Borges ganó el Premio Nobel), Braceli le receta su texto donde imagina que Borges (que no se parece al Borges del verdadero Borges) monologa alrededor de la noticia de que ha recibido el Premio Nobel de Literatura. O el capítulo 16 (“Para decirle a Borges un cuento y un poema que no alcanzó a escribir”), donde Braceli imagina que le recita a Borges el poema “Cosa que suele pasarle a los hombres” y el cuento “El testigo”, que, según anuncia, Borges “no alcanzó a escribir”; los cuales, como imitación o parodia del estilo de su modelo resultan un reverendo chasco. O el capítulo 17 (“Para decirle a Bioy un par de tributos a su estoica cortesía”), donde Braceli visita y regala al viejito Bioy un pan y el poema “Balance del viejo que barre”, un somnífero infumable e infalible. O el capítulo 21 (“Con Bioy, para contarle un cuento, el cuento de alguien que quiere matarlo”), donde Braceli dizque escribe a la manera de Bioy, recetándole al lector un relato donde imagina que un tal Serafín Román visita al anciano y solitario Bioy con la infructuosa intención de asesinarlo. O el capítulo 23 (“Con Bioy y con Borges, aquella noche, cuando un cuchillo los anduvo acechando”, donde “un periodista-escritor asiduamente desconocido” (obvio alter ego de Braceli) planea asesinar a Borges y a Bioy con tal de conseguir sus 15 minutos de fama más allá de la Argentina; así, después de cavilar su horrorosísimo y espeluznante plan, con un filoso cuchillo y fingiendo ser el cartero que llama dos veces, se presenta, en “la madrugada del 17 de agosto de 1978”, al departamento de Borges. O el capítulo 24 (“Kafka con Van Gogh, para Bioy con Borges”), donde Braceli tributa a sus héroes de marras, colocando de un modo alterno, a modo de un libreto teatral, a dizque a Kafka y a dizque a Van Gogh; es decir, donde cada uno de éstos recita a los cuatro pestíferos vientos sentencias entrecomilladas, que según Rodolfo Braceli conforman un encuentro imaginario, “pero lo que dirá cada uno de ellos es textual, lo escribieron en cartas y en libros”. 
    Si en esta parte del misceláneo libro, Kafka y Van Gogh monologan sin verse, como zombis o autómatas mecánicos (que accionan al leerse los supuestos parlamentos), algo semejante ocurre en el Epílogo, que es el capítulo 25 (“Los dos, solos, frente a la misma ventana”), donde dizque Borges y dizque Bioy, “sentados los dos frente a una misma ventana”, “monologan sin mirarse”, “como quien piensa en voz alta”. Sección construida por Braceli con palabras que sus protagonistas, dice, le dijeron “en muy distintos ratos de su vida”. 

II de III
Aunado a lo anterior, el capítulo 20 de Confesiones, confesiones tiene como tema los últimos días de Jorge Luis Borges, de ahí que lo titule “Fragmentos para recuperar lo irrecuperable: aquellos días postreros del sumo viejo”. En este sentido, con el mismo procedimiento de malabarista y tejedor de milagros, Braceli divide tal capítulo en cuatro partes, urdidas con fragmentos de varias entrevistas a cuatro personajes anunciados en sus correspondientes rótulos: “María Kodama: agonía y circo”, “Héctor Bianciotti: sobredosis de felicidad”, “Bioy Casares: despedida por teléfono” y “Borges: así pensaba su muerte”.  
     En la entrevista a María Kodama, Braceli hecha mano de fragmentos recogidos en un par de encuentros que tuvo con ella: “uno en mayo de 1990 y otro en septiembre de 1993”. Allí, la viuda y heredera universal de los derechos de autor de Borges resume el aséptico y edulcorado cuento de los últimos días de éste y su deceso: “Hasta el final agnóstico” —le dice en una respuesta— “hasta el final escribiendo, sereno y lúcido. Era un estoico. Un hombre de coraje. Pocos días antes de morir me pidió: María, que no sea en el hospital: se nace en una casa y se muere en una casa. Ante la proximidad de ese momento, le dije: Tal vez, Borges, usted desee pedirme algo, tal vez... Borges me adivinó: ¿Qué? ¿Un teólogo, María? Asentí: Usted me dirá qué hacer o no hacer, Borges. Y entonces me propuso: ¿Qué le parece si me llama uno y uno, María? ¿Cómo uno y uno, Borges? Quiero decir, un cura católico y uno protestante. Uno y uno, María. Todo me lo dijo, siempre sereno.” 
   
Veinticinco Agosto 1983 y otros cuentos
(Siruela, Madrid, 4ª ed. corregida y aumentada, 1988)
Contraportada
        Lo cual recuerda una declaración lapidaria que Borges, celebérrimo agnóstico y ateo, le dice a María Esther Vázquez en una entrevista hecha en abril de 1973, en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, editada en Veinticinco Agosto 1983 y otros cuentos (Siruela, Madrid, 1983): “La idea de un cielo eclesiástico me parece espantosa, un cielo parecido al Vaticano.” Y sobre si cree que hay otra vida, Borges le responde: “No. Tengo la confianza de que no haya ninguna otra y no me gustaría que la hubiera. Yo quiero morir entero. Ni siquiera me gusta la idea de que me recuerden después de muerto. Espero morir, olvidarme y ser olvidado.” Y sobre lo que para él es el mundo, le dice: “El mundo para mí es un incesante manantial de sorpresas, de perplejidades, de desdichas también y, alguna vez, por qué voy a mentir, de felicidades. Pero yo no tengo ninguna teoría del mundo. En general, como yo he usado los diversos sistemas metafísicos y teológicos para fines literarios, los lectores han creído que yo profesaba esos sistemas, cuando realmente lo único que he hecho ha sido aprovecharlos para esos fines, nada más. Ahora, si yo tuviera que definirme, me definiría como un agnóstico, es decir, una persona que no cree que el conocimiento sea posible. O, en todo caso, como se ha dicho muchas veces, no hay ninguna razón para que el universo sea comprensible para un hombre educado del siglo veinte o de cualquier otro siglo. Eso es todo.”
Pero la edición de Braceli también le permite a María Kodama (famosa y legendaria por controvertida) matizar e idealizar la relación que tuvo con Borges: “El amor que él me tuvo, el amor que yo le tengo. Eso nos hace invulnerables, indestructibles. Lo demás no importa. Lo que vivimos con Borges es una maravillosa historia de amor”, les dice a los embebidos y multitudinarios lectores del globo terráqueo a través de su entrevistador. Y a la pregunta: ¿Cuándo empezó tu historia de amor con Borges?, María Kodama le responde:
“—A mis 5 años de edad una señora me enseñaba inglés. Más que eso, me explicaba el mundo. Esa señora un día me leyó uno de los dos poemas que Borges escribió en inglés [fechados en 1934 y con el título Two English Poems se leen en El otro, el mismo (Emecé, Buenos Aires, 1964), pero con el título “Prose poems for I.J.” se publicaron por primera vez en la sección Otros poemas del libro Poemas (1922-1943) (Losada, Buenos Aires, 1943), “Primera compilación de la obra poética” de Borges]. Ese poema algo dejó en mí... Cuando tenía 12, un amigo de mi padre me presentó a Borges... No sé, Borges me transmitió una cosa muy especial.
“—¿Se puede saber qué?
“—No sé... sentí en ese momento que Borges era alguien con el que yo podía compartir mi gran soledad. Y eso fue como mi perdición. Muy dulce perdición.
“—¿Amor a primera vista?
“—A esa edad no pensaba en cosas sentimentales, pero tuve una fuerte sensación. Yo era una chica de 12 años que sabía toda la historia medieval del Japón [¿toooooooooda?]. Compartía con Borges la admiración por el valor, por el honor.” 
María Kodama con el Atlas (Sudamericana, 1984)
       María Kodama también le bosqueja el sentido de “viajar como locos” después de que la madre de Borges murió a los 99 años el 8 de julio de 1975 —e incluso le narra una anécdota sobre el viaje en globo aerostático en San Francisco, inmortalizado en la foto a color que ilustra la portada del volumen Atlas (Sudamericana, Buenos Aires, 1984) y sobre varias vivencias en el cine y en torno a cine—: “Para un hombre que es ciego no tiene sentido viajar, pero para Borges sí. Los dos veíamos juntos, conocíamos juntos. Yo veía para Borges, con él. Los dos teníamos la misma actitud lúdica frente a la vida. Él me decía que nunca había conocido una persona que estableciera la actitud lúdica que yo tenía con la vida. El deseo de jugar era constante en Borges.” 

     Y le comenta, por igual idealizando para los lectores, sobre la íntima y ecuménica decisión de Borges de morir en Ginebra, dado el mortal cáncer hepático que padecía casi en secreto, y por ende y para ello, voló con ella de Buenos Aires a Europa el 28 de noviembre de 1985:
    “—Sí... Borges sabía que se iba de la Argentina para siempre. Eligió Suiza porque es un país que no tiene ejército, cuyo presidente existe pero no se sabe quién es; un país donde conviven religiones e idiomas distintos. Esto es lo que Borges quería para todo el mundo. Aborrecía los nacionalismos. En Suiza encontraba eso que su padre le enseñó cuando chico: que mirara bien las banderas porque cuando fuera grande ya no iban a existir.
    “—La decisión final de partir, ¿tiene algo de exilio, de hartazgo?
    “—Ni hartazgo ni exilio, más bien horror.
    “—¿Horror a...?
    “—Borges temía que su muerte se convirtiera en el montaje de un gran circo. Sabía lo que pasa con los muertes [sic] en la Argentina. Prefirió la distancia, hizo como ciertos animales, como los elefantes, que se retiran a morir con discreción. Una vez me dijo: María, seguramente no querrá ver mi agonía empapelando las calles. Y eso sucederá si me quedo a morir aquí. Esto explica lo del horror.
    “—Aunque suene a indiscreción, uno quisiera saber cómo fue el comportamiento del Borges de los últimos días.
    “—Fue muy sereno. Trabajó hasta el último día: terminó el borrador de un guión sobre la salvación de Venecia. Se despidió de algunos amigos. Una tarde vino Margarite Yourcenar; conversaron durante horas y tomaron el té.”
     
Borges y Héctor Bianciotti
      A “mediados de agosto de 1996, en Buenos Aires”, Rodolfo Braceli le hizo una entrevista a Héctor Bianciotti sobre su vida (célebre narrador argentino radicado en París desde 1955 y editor en Éditions Gallimard) y sobre su designación como miembro de la Academia Francesa. Dado que el nombre de Borges surgía una y otra vez, Braceli le preguntó sobre él, en cuyas respuestas habla sobre la relación amistosa que tuvo con Borges en Europa cuando éste se instaló en Ginebra (en una suite del Hôtel L’Arbalète) para morir en esa ciudad y sobre el modo en que lo veía al visitarlo desde París, ya en el hospital o en el hotel, e incluso le comenta que asistió al festejo de su boda con María Kodama (llevada a cabo por poder el 26 de abril de 1986 en Colonia Rojas Silva, un lejano pueblito del Paraguay): lúcido, conversador y desahuciado, leyendo y escribiendo (e implícitamente preparando con Jean-Pierre Bernés la edición crítica y anotada de sus Œuvres complètes en la Blibliothèque de la Pléiade, que resultó póstuma: el primer tomo impreso en 1993 y el segundo en 1999). Pero además presenció las últimas horas de la vida de Borges y el instante de su muerte, sucedida el sábado 14 de junio de 1986; es decir, dado que Kodama lo llamó a París cuando el viernes 13, en el hospital, Borges entró en coma y Bianciotti voló ese mismo día a Ginebra, dice: “yo pasé toda la noche con él dándole la mano, cuando no se la tenía María. Sí, yo estuve desde las siete de la tarde hasta las ocho menos diecisiete de la mañana, cuando murió. Toda la noche.” Esto explica que Héctor Bianciotti fue, dice Braceli, “quien le dio al mundo la noticia de su muerte”, y que figure en famosas fotografías, con María Kodama y Aurora Bernárdez, en la ceremonia del entierro de los restos de Borges, ocurrida el miércoles 18 de junio de 1986 en el Cementerio de Plainpalais. Pero además, Bianciotti le dice a Braceli que fue él quien propuso la ceremonia religiosa y a Kodama le adjudica la idea del par de sacerdotes: “Hubo ceremonia religiosa porque yo dije que una ceremonia laica es atroz, la gente en esos casos no sabe qué hacer... Y ahora me explico más la idea de María, que la ceremonia fuera oficiada por dos sacerdotes: uno en nombre de su abuela inglesa, protestante; otro en nombre de su madre, católica.”
   
Héctor Bianciotti, María Kodama y Aurora Bernárdez  en el entierro de Jorge Luis Borges.
Cementerio de Plainpalais, miércoles 18 de junio de 1986.


Foto en Borges. Una biografía en imágenes (Ediciones B, 2005)
          En la entrevista a Adolfo Bioy Casares, hecha en “octubre de 1996”, éste evoca que Borges le habló por teléfono para despedirse. Vale repetir que Borges, con María Kodama, voló de Buenos Aires a Europa (vía Italia) el 28 de noviembre de 1985, un día después de que ambos amigos habían coincidido y hablado en la librería de Alberto Casares, donde se inauguró una muestra de primeras ediciones de los libros de Borges (“la única completa de las hechas con él en vida”, dice Gasparini), pertenecientes al coleccionista y bibliófilo José Gilardoni. Fue la última vez que se vieron y charlaron frente a frente (y los fotografiaron para la posteridad). Y según se leen en el ladrillesco Borges (Destino, Buenos Aires, 2006) —los diarios de Bioy con notas y edición “al cuidado de Daniel Martino”—, el sábado 22 de junio de 1985 fue la última vez que Borges comió en casa de Adolfito (hábito y costumbre que, según registra y va datando allí, se remonta al 12 de enero de 1948); y la penúltima vez que Adolfito recibió la “Visita de Borges” y lo vio “con excelente aspecto”, fue el 28 de septiembre de 1985 y se efectuó la mancomunada “Firma del contrato de Los orilleros y El paraíso de los creyentes para traducción italiana.” En este sentido, Braceli le pregunta a Bioy:
   
Borges y Bioy en la librería de Alberto Casares; fue
la última vez que se vieron y hablaron frente a frente.
Buenos Aires, noviembre 27 de 1985.


Foto en Borges. Una biografía en imágenes (Ediciones B, 2005)
        “—¿Usted recuerda la última vez que vio a Borges?
    “—Yo recuerdo las dos últimas veces que hablé con él, pero no lo que vi. Un día Borges me llamó por teléfono y me dijo: Adolfito, me voy. Le dije: Espero que te vaya bien. Espero que te vaya muy bien en tu viaje. Y me dijo: No, no me va a ir bien porque los médicos me han desahuciado. Le pregunté: Y vos no creés que sería prudente quedarte en Buenos Aires. Me contestó: Para morirse es lo mismo estar en cualquier parte. Una frase bastante literaria que me acalló. Recapacité un poco tarde, y pensé que a nuestra edad la muerte será siempre terrible, pero rodeados de nuestras cosas y amigos podría ser menos terrible que estando en un hotel, en el extranjero.”
   
Rue Malagnon 17, en Ginebra, en cuyo primer piso los Borges vivieron
“desde el 24 de abril de 1914 al 6 de junio de 1918”.

Foto en Borges. Fotografías y manuscritos (Renglón, 1987)
       Pero también, un día antes de fallecer, dice, Borges le habló por teléfono —quizá desde el hospital o desde el departamento recién rentado en el “segundo piso de la Grand’Rue 28”, “en el corazón de la Ciudad Vieja” de Ginebra (no muy lejos de la casona en la entonces Rue Malagnon 17, aún en pie, en cuyo primer piso los Borges vivieron “desde el 24 de abril de 1914 hasta el 6 de junio de 1918”), donde el viejo escritor pasó los tres últimos días de su vida (puesto que allí “pudieron mudarse del Hôtel L’Arbalète el 10 de junio”, según apunta Edwin Williamson)—: una larga llamada de despedida, que en ese momento Bioy no sabía que era la última despedida y la última vez que hablaba con él. Y el mero día fatal, de camino a un almuerzo en La Biela, en Buenos Aires, un desconocido se le acercó y le dio la noticia del fallecimiento de Borges en Ginebra. Suceso y anécdota indeleble que Bioy anotó en sus diarios y por ende hay dos versiones que se pueden leer en las póstumas ediciones de éstos, ambas “al cuidado de Daniel Martino”: Descanso de caminantes. Diarios íntimos (Sudamericana, Buenos Aires, 2001) y el susodicho Borges. La versión que se lee en la página 396 de Descanso de caminantes parece más espontánea, más fresca; y la he transcrito, para los ciberlectores, en mi reseña sobre el Libro del cielo y del infierno (Emecé, Buenos Aires, 2ª ed., 1999); en tanto la versión que se halla entre las páginas 1591-1592 del voluminoso Borges dice a la letra:
   
(Destino, Buenos Aires, septiembre de 2006)
      “Sábado, 14 de junio [de 1986]. En la Confitería del Molino me encontré con mi hijo Fabián [1966-2006], al que regalé Un experimento con el tiempo, de Dunne, comprado en el Quiosco de Callao y Rivadavia (después de cavilar tanto sobre este encuentro, dar con ese libro me había parecido un buen augurio). Se lo recomendé y le dije que le iba a dar una lista de libros. Después de almorzar en La Biela, con Francis Korn, decidí ir hasta el quiosco de Ayacucho y Alvear, para ver si tenía Un experimento con el tiempo: quería un ejemplar de reserva. Un individuo joven, con cara de pájaro, que después supe que era el autor de un estudio sobre las Eddas que me mandaron hace meses, me saludó y me dijo, como excusándose: ‘Hoy es un día especial’. Cuando por segunda vez dijo esa frase le pregunté: ‘¿Por qué?’. ‘Porque falleció Borges. Esta tarde murió en Ginebra’, fueron sus exactas palabras. Seguí mi camino.
   “Pasé por el quiosco. Fui a otro de Callao y Quintana, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges. Que a pesar de verlo tan poco últimamente yo no había perdido la costumbre de pensar: ‘Tengo que contarle esto. Esto le va a gustar. Esto le va a parecer una estupidez’. Pensé: ‘Nuestra vida transcurre por corredores entre biombos. Estamos cerca unos de otros, pero incomunicados. Cuando Borges me dijo por teléfono desde Ginebra que no iba a volver y se le quebró la voz y cortó, ¿cómo no entendí que estaba pensando en su muerte? Nunca la creemos tan cercana. La verdad es que actuamos como si fuéramos inmortales. Quizá no pueda uno vivir de otra manera. Irse a morir a una ciudad lejana tal vez no sea tan inexplicable. Cuando me he sentido muy enfermo a veces deseé estar solo: como si la enfermedad y la muerte fueran vergonzosas, algo que uno quiere ocultar’.” 
    Y en el fragmento de la entrevista a Jorge Luis Borges que le hizo Rodolfo Braceli, el anciano que solía decir que estaba harto de ser Borges, que no creía en la inmortalidad ni en Dios y que esperaba la muerte como una esperanza, éste, a sus 78 años, expresa un modo ideal para morir, que allí lo representa la arquetípica manera en que encaró y esperó la muerte Fanny Haslamn, su paterna abuela inglesa, esposa del coronel Francisco Isidoro Borges (1833-1874), de quien aprendió a hablar y a leer en inglés, a oír historias en inglés leídas por ella, y quien murió en 1935 a los 93 años: 
 
La abuela inglesa Fanny, Frances Anne Haslam (1842-1935),
viuda del coronel Francisco Isidoro Borges (1833-1874), con
sus dos hijos: Francisco Eduardo Borges (1872-1940), de pie y
en uniforme de cadete, y Jorge Guillermo Borges (1874-1938),
padre de Jorge Luis Borges, sentado y con un libro en la mano.

Foto en Un ensayo autobiográfico (GG/CC/E, 1999)
        “Admirable. Yo la vi morir. Un día los llamó a todos sus familiares más cercanos para decirles que iba a morirse... Como pasaron tres o cuatro días y seguía viva, mi abuela con apenas un susurro dijo: Soy una mujer muy vieja que está muriéndose muy despacio... No hay nada raro ni interesante en esto... No hay ninguna razón para que la casa esté alborotada. Fíjese qué valiente, ¿no? Sus palabras me parecen maravillosas; terminó restándole importancia a su muerte y especialmente pidiendo disculpas porque estaba muriendo muy despacio... En verdad, yo quisiera tener esa valentía y esa dignidad en el momento que me venga la muerte.”

III de III
No es fortuito que el susodicho capítulo 20 del libro Borges-Bioy. Confesiones, confesiones tenga como tema central a Jorge Luis Borges. De hecho, Borges es el epicentro de toda la miscelánea urdida por Rodolfo Braceli, pese a la presencia alterna y complementaria de Adolfo Bioy Casares. 
Borges y Rodolfo Braceli caminando en la calle Maipú 
  Borges, cuando comienza a ser entrevistado por Braceli, ya era un anciano de 66 años y el joven reportero tenía 25 y, dice, vivía en Mendoza y aún no conocía Buenos Aires. Y Bioy figura también aquí en su vejez (fracturado de la cadera, enfermizo, solo, nostálgico y sentimental, pero escribiendo), en mayor medida a partir de enero de 1994 (el 15 de septiembre de ese año cumpliría 80 años) y hasta 1996; es decir, después de que Silvina Ocampo, su esposa desde el 15 de enero de 1940, muriera el 14 de diciembre de 1993 a los 90 años y 5 meses, y su hija Marta (hija natural de Bioy con María Teresa von der Lahr, pero adoptada por Silvina), falleciera, a los 39 años, atropellada por un coche el 4 de enero de 1994, lo cual es registrado por Rodolfo Braceli equivocadamente, pues si bien en su nota preliminar del capítulo 2 (“Con Bioy, que humanum est, aquel día, cuando se asomó a la luz del espanto”) dice que entrevistó a Bioy “a las 11 de la mañana del 11 de enero de 1994”, anota allí que Silvina Ocampo había muerto tres meses antes y su hija cinco días antes: “Hacía apenas tres meses que había fallecido su mujer, y cinco días nada más que su única hija moría atropellada por un vehículo.” Tales errores recuerdan la entrevista del capítulo 15 (“Con Bioy, Bioy Casares, aquel día, cuando fue enterado de su muerte en 1982”), fechada “el 18 de diciembre de 1995”, donde Braceli visita al viejito Bioy y le enseña una enciclopedia colombiana donde se afirma que éste había muerto en 1982.

Jorge Luis Borges, María Esther Vázquez, Marta Bioy Ocampo (niña), Silvina Ocampo (detrás),
Cecilia Boldarin y Adolfo Bioy Casares.
Playa de San Jorge, Mar del Plata, febrero 21 de 1964.


Foto en Borges, sus días y su tiempo (Punto de lectura, 2001)
          Si Borges y Bioy no fueran las grandes figuras de la literatura argentina y latinoamericana y del idioma español del siglo XX, la miscelánea de Braceli (el show business) no tendría el poco sentido que tiene. Pues al entrevistador —pese a ciertas opiniones y citas de libros y de autores y a las anécdotas sobre su escritura y sobre el proceso creativo que formulan Borges y Bioy—, no le interesó inquirir, conversar y explorarlos sobre su obra ni sobre su papel de escritores, coautores, antólogos, editores, lectores, pensadores, etcétera, sino en aspectos relativos a sus juicios y posturas sobre temas ajenos a su literatura y a la literatura, sobre su vida personal, prejuicios, atavismos y vejez. Así, sus preguntas suelen ser irrelevantes, plagadas de trivialidades, juegos y chismes de reportero amarillista o de páginas de sociales. Ante Borges y Bioy, Braceli se comporta a imagen y semejanza de un pésimo interlocutor, carente de bagaje y olfato para improvisar e incitar respuestas trascendentes, reflexivas, anecdóticas y cautivadoras, como fueron, por ejemplo, los casos de Osvaldo Ferrari, Antonio Carrizo y María Esther Vázquez.

       Pese a que Rodolfo Braceli se autodefine en su prólogo como un “espiador, cazador de confesadas confesiones inconfesables”, Borges y Bioy, además de que muchas veces optan por no responder sus preguntas, no revelan nada que no sepa de antemano el lector, puesto que ambos se dieron gusto propagando y propagando hasta la saciedad, y por todos los rincones del globo terráqueo, ciertas menudencias de su vida individual y literaria, así como sobre los diversos temas que abordaron con Braceli. Bioy, con sobriedad, sentido del humor y elegancia, sale mejor librado ante las impertinencias del periodista, lo cual no excluye que se permita ser ligero, lúdico y frívolo, como son ciertas referencias a las mujeres y a su consabido y legendario donjuanismo. “¡Salud, amigo mío!” —le dice el viejito Bioy en el brindis prenavideño del 18 de diciembre de 1995— “Brindemos porque veinte mujeres son cuarenta tetas”. Pero Borges, ante el banal juego de las banales preguntas con que Braceli lo persigue y acosa, suele contestar con una serie de evasiones y humoradas, a veces agrias, corrosivas o hilarantes, y con un puñado de desaguisados y desaciertos que no tienen, afortunadamente, nada que ver con lo intrínseco de su obra literaria. 
   
Borges, Bioy y Biorges

Fotos en Album Borges (Gallimard, 1999)
        El asedio y acoso al Tercer Borges (así lo bautiza el entrevistador y periodista y que es un parafraseo al llamado “tercer hombre, Honorio Bustos Domecq”, concebido por Bioy y Borges para escribir a cuatro manos, y que también fue B. Suárez Lynch, y que alguien apodó Biorges y cuya célebre imagen se creó superponiendo una foto de Bioy sobre una de Borges), cuya ceguera, racismo, virulencia verbal e ignorancia supina sobre política e historia contemporánea —consigna Braceli— estuvo furiosamente activa en la década de los años 70 del siglo XX, hace pensar en la mínima ética (si acaso es así) o en los pocos escrúpulos de un Braceli empeñado en saquear, para exhibir y vender (en diarios, revistas y libros) las consabidas y erradas opiniones políticas del célebre Borges de los años 70, así como aspectos de su pintoresca xenofobia, violenta verborrea, megalomanía y egocentrismo. No obstante, Borges, lúdico o irritado, más o menos se defiende con elocuencia y cierta razón. “Mi destino es literario”, le refrenda, “yo no me imagino pensando en otra cosa que no sea la literatura”. 
En este sentido, si el fantasma del Tercer Borges (“especie de inquilino juguetón, cínico, atroz”) discurre a lo largo de las páginas de la miscelánea de Braceli, el lúdico y condenatorio capítulo ocho (“Con Borges, el Tercer Borges, aquellos días, cuando emitía palabras irreparables”), destinado a puntualizar e ilustrar sus odiosos y contradictorios rasgos, construido con fragmentos de opiniones de Borges, extirpados de entrevistas a éste ubicadas en “los alrededores de los sangrantes años de la década del 70”, contiene, entre su venal carga explosiva, “un catálogo de ocurrencias tercerborgeanas” que Braceli cita o enumera, sin decir de dónde las extrajo, pues su libro carece de hemerografía y de bibliografía, y que semejan acusaciones del santo oficio ante el juicio final, que tal vez —en alguna de las numerosas novelas que utilizan su nombre y su impronta— lo condenarían a la horca o a la hoguera pública.  
Borges y su madre en San Antonio de Béxar, Texas (1961)

Foto en Borges. Fotografías y manuscritos (Renglón, 1987)
       Por ejemplo, Braceli apunta que Borges consideró “un error de los norteamericanos no haber arrojado la bomba atómica en Vietnam”. Y por tal veta amarillista y chocarrera con sus preguntas lo acorrala e induce a que con una frase justifique la guerra de Vietnam y a que le diga en la oreja catapultada por el megáfono: “aunque esto en Estados Unidos no podría decirlo, porque allí estaban todos contra esa guerra... son muy sentimentales”, e ignorantes, según dice, pues cuando Braceli le pregunta: dígame, ¿qué piensa de los Estados Unidos, país que tanto ha frecuentado?, Borges le responde: 

“—Yo no podría hablar mal de la patria de Emerson... pero intelectualmente me parece un país de segundo orden. Estados Unidos es simplemente una gran potencia y eso es lo más triste que se puede ser. Los norteamericanos son de una mediocridad que supera a la de los argentinos, por ejemplo... Son muy ignorantes. Yo he estado hablando con un grupo de estudiantes de Letras, a los que sólo les faltaba la tesis para doctorarse; les nombré a Bernard Shaw, me preguntaron quién era. La gente en los Estados Unidos es de una ignorancia insuperable.”
Borges con estudiantes de la Universidad de Michigan (1976)

Foto en Borges. Una biografía intelectual (FCE, 1987)
      Y más adelante sigue despotricando en ese hígado: “la gente cuando sale del cine normalmente opina; en cualquier lugar es así. Pero en Estados Unidos no, sólo repiten lo que dice el crítico. La gente allí carece de opinión. Para todo son iguales, hasta para las comidas: se alimentan exclusivamente de ajo y de cebolla. Además de ser ignorantes, los norteamericanos apestan; a todo lo preparan así, hasta el pan...”

   Este sentido, léanse y recámense con letras de oro y en un rutilante cuadro, otras alharaquientas (e hilarantes) perlas negras del “catálogo de ocurrencias tercerborgeanas”: Braceli dice que Borges “Dijo: Por supuesto que resultan insoportables los negros... no me desdigo de lo que tantas veces afirmé: los norteamericanos cometieron un grave error al educarlos; como esclavos eran como chicos, eran más felices y menos molestos.” Supremacía y racismo que reitera cuando ante una hipótesis de Braceli se niega a suponer la posibilidad de engendrar un hijo negro: “Noooo... ¡Eso jamás hubiera sucedido! Para eso yo hubiera tenido que acostarme con una negra, y eso no pasó jamás, ¡por suerte!” Y luego le recalca: “¿Quién se podría alegrar de tener un hijo negro? ¡Ni los negros!” 
 
Borges, doctor honoris causa  por la Universidad de Harvard en 1981

Foto en Album Borges (Gallimard, 1999)
          Pero continuemos, con el infalible cuchillo de compadrito (un cuchillo sin hoja al que le falta el mando, diría Lichtenberg), extirpando valiosas perlas negras del “catálogo de ocurrencias tercerborgeanas”: Braceli dice que Borges “Dijo: Federico García Lorca me parece un poeta de utilería; era un andaluz profesional. Ciertamente la muerte lo favoreció.” Braceli dice que Borges “Dijo: La mayoría de los tangos me parecen horribles... sobre todo Carlos Gardel me parece deleznable.” Braceli dice que Borges “Dijo: Pablo Neruda sólo es bueno en los versos políticos.” Braceli dice que Borges “Dijo: Los gauchos argentinos fueron unos brutos... no sabían ni leer ni escribir, y menos sabían para quién luchaban... Si todavía los recordamos es porque los escribieron gentes cultas, que nada tenían de gauchos.” Braceli dice que Borges “Dijo: ¿Ortega y Gasset? Que se busque un hombre de letras para que le escriba las ideas.” Braceli dice que Borges “Dijo: El general Pinochet me pareció un hombre muy grato. Es un hombre admirable que ha salvado a su patria... estoy orgulloso de haberle estrechado la mano a ese prócer de América.” Lo cual remite al consabido y sonoro hecho que lo condenó al repudio y a ser proscrito del Premio Nobel de Literatura: a mediados de septiembre de 1976, Borges viajó a Chile para recibir un doctorado honoris causa en la Universidad de Santiago de manos de su general-rector y fue homenajeado en la Academia Chilena de la Lengua, donde lo nombraron Miembro de Honor y donde Borges elogió, en su discurso, “la hora de la espada”, es decir, la represiva y cruenta mano dura del general Pinochet en Chile y la de general Videla en Argentina; todo ello precedido y coronado por la Gran Cruz de la Orden al Mérito Bernardo O’Higgins (héroe de la independencia y de la libertad de Chile), entregada a Borges, en la embajada de Chile en Buenos Aires, “el 21 de julio de 1976”.
     
Pinochet y Borges saludándose
        Como se puede observar en lo arbitrariamente citado, además del “catálogo de ocurrencias tercerborgeanas”, Rodolfo Braceli compila abominables respuestas del Tercer Borges obtenidas por él, como esa donde dice: “Por supuesto, me parece razonable que por motivos políticos se mate a otros hombres.” O la siguiente, que más bien parece la negra y berrinchuda humorada de un viejito cascarrabias que se hace el enfant terrible y que además es el palo de ciego con que le da una tunda a Braceli cuando éste le confiesa que por la rama materna viene de vascos: “¿Vasco? Yo no entiendo cómo alguien puede sentirse orgulloso de ser vasco... Los vascos me parecen más inservibles que los negros, y fíjese que los negros no han servido para otra cosa que para ser esclavos... Se habla de la voluntad vasca, de la terquedad vasca... ¿y para qué les ha servido?: nada más que para ser españoles o franceses. Han producido unos pintores execrables y un escritor insoportable como Unamuno. Lo demás que han producido son buenos pelotaris... Mire, yo tengo sangre vasca también; varios apellidos me delatan ese origen. Sin embargo, pienso que los vascos no han hecho nada, nada; son sólo notables por ser uno de los países más estériles del mundo.” Y más adelante remata con otro rotundo palo de ciego de la misma calaña: “Mire, recuerdo algo que anoté en uno de mis cuentos: los vascos no han hecho otra cosa que ordeñar vacas en la historia, se han pasado los siglos ordeñando.” 
    Vale decir que se trata de su cuento “El congreso”, editado por primera vez en una plaquette de 56 páginas impresa en Buenos Aires, en 1971, por El Archibrazo Editor. Y según apunta Horacio Jorge Becco en Jorge Luis Borges. Bibliografía total 1923-1973 (Casa Pardo, Buenos Aires, 1973), “Fue editado bajo el cuidado de Juan Andralis y Norman Thomas di Giovanni.” “La edición consta de tres mil ejemplares numerados y trescientos ejemplares fuera de comercio destinados al autor y a los suscriptores.” Con una foto de Borges de Sara Facio y otra de Alicia D’Amico. Más la postrera “Tabla cronológica de las principales obras del autor” urdida por Di Giovanni. Luego fue reunido, por siempre jamás y para los simples mortales, en El libro de arena (Emecé, Buenos Aires, 1975). Y según registra Nicolás Helft en Jorge Luis Borges: bibliografía completa (FCE, Buenos Aires, 1997), con el título El congreso del mundo, Franco Maria Ricci, en 1982, en Milán, editó una “Edición de lujo, en caja”, de 142 páginas, con el “Texto de Jorge Luis Borges con miniaturas de la cosmología tántrica” y un “Estudio de Alain Daniélou”. Y según apunta María Esther Vázquez en la “Cronología” de su libro de entrevistas Borges, sus días y su tiempo (Punto de lectura, Madrid, 2001), hay otra edición de lujo anterior a la citada (sólo para coleccionistas y bibliófilos adinerados), pues según anota: “En mayo [de 1974] aparece en Milán la más lujosa edición que se haya hecho hasta el presente de una obra de Borges. Se trata del cuento El congreso, editado por Franco Maria Ricci, en la colección I segni dell’uomo. Es un volumen encuadernado en seda (35 por 24), con letras de oro, ilustrado con casi medio centenar de miniaturas de la cosmología Tantra a todo color y pegadas. Se imprimió en caracteres bodonianos sobre papel Fabriano, hecho a mano. Fueron tirados tres mil ejemplares numerados y firmados. El volumen tiene 141 páginas y se completa con una entrevista, una cronología y una bibliografía realizadas por la autora de este libro, especialmente para esa edición.” 
     
(Siruela, Madrid, 4ª ed. corregida y aumentada, 1988)
        Vale añadir —ya encarrerado el gato— que curiosamente, Borges, en la susodicha entrevista de María Esther Vázquez editada, con variantes, en Veinticinco Agosto 1983 y otros cuentos, alude el budismo tantra, cuyo sentido cosmogónico e iconografía nada tienen que ver, en “El congreso”, con el desmesurado y evanescente propósito cognoscitivo que, en torno a don Alejandro Glencoe, un rico estanciero oriental, reúne a una pequeña sociedad secreta de argentinos de principios del siglo XX, ante la que Alejandro Ferri “el día 7 de febrero de 1904” jura no revelar nada de ella: “Ahora, yo quería repetir que no profeso ningún sistema filosófico, salvo, aquí podría coincidir con Chesterton, el sistema de perplejidad. Yo me siento perplejo ante las cosas y en ese cuento he querido reducir la perplejidad a una suerte de acto fe. En cuanto al budismo tantra, he estudiado el budismo, lo conozco [con Alicia Jurado publicaría los ensayos breves reunidos en Qué es el budismo (Columba, Buenos Aires, 1976)], creo que es una suerte de budismo mágico, (recuerdo los grabados de algún libro en que están registrados esos símbolos que ha reproducido Jung en otro libro), pero al escribir el cuento, no he tenido presente nada de eso. He pensado simplemente en esa historia, en la de personas que planean algo tan vasto que finalmente se confunde con el universo pero que no ven eso como una derrota, a la manera de los personajes del Kafka, sino que lo ven como una victoria, como una misteriosa victoria [no obstante, se trata de un minúsculo y breve fantaseo colectivo y de un rotundo y evanescente fracaso]. Eso es todo lo que puedo decir. Pero es un libro que no ha agradado a mis amigos.”
   
Borges con bastón de mando y máscara de lobo feroz
(Madison, Wisconsin, 1983)
          Pero tal es el capricho, el sarcasmo, la ceguera, la aparente ignorancia, la pedantería, la xenofobia, la megalomanía y el egocentrismo con que el maldito y requetevillano Tercer Borges suele responderle al alado angelito cachetón de Rodolfo Braceli, no sin una pincelada de modestia y humildad: “¿qué importancia tiene lo que yo diga bien o mal? ¡Ninguna!”, le dice. Lo cual remite al epígrafe de Borges que preludia la miscelánea: “Dése cuenta: soy un hombre viejo, vivo solo, estoy ciego, no puedo leer, no puedo andar por la calle... Dése cuenta (...) Yo no tengo la culpa de que la gente y los periodistas me tomen en serio. Pero eso no es lo peor. Lo peor del caso es que yo también me tomo en serio.” Así, actúa en calidad de reyezuelo o sumo pontífice que no deja títere con cabeza con su parloteo, pues hace y deshace como le viene en gana, lo que ineludiblemente provoca que se piense en la media que Rodolfo Braceli dice que dijo Mario Vargas Llosa: “el mejor negocio del mundo es comprar un argentino por lo que vale y venderlo por lo que cree que vale.” Anécdota que a Bioy le recuerda otro “cuento que castiga duro: el del argentino que decide matarse y se tira desde lo más alto, es decir, se arroja desde lo alto de su ego.”
Pero a lo largo de la retacería de la miscelánea —a veces amena y jocosa—, descuella el hecho de que Braceli, con sus preguntas triviales que lo distinguen, nunca suscita en Borges respuestas como las que recogió el 25 de febrero de 1985, noche en que Borges dio una charla pública ante un repleto y afectivo Centro Cultural General San Martín, en Buenos Aires. El evento, según registra Braceli en su subjetivo reportaje antologado y anunciado en el capítulo 10 (“Con Borges, guardaespaldas mediante, aquel día, cuando fue al entierro del Tercer Borges”), constituye el día en que Borges, por fin, enterró a su maldito y lenguaraz Tercer Borges, al que según el entrevistador y reportero, ya le había puesto un bozal a partir de 1980. Allí oyó cosas como las que siguen, y que un lector de entrevistas a Borges ha leído más de una vez: “Yo escribo cuando un tema exige que yo escriba. Yo no busco los temas. Los temas me buscan. Trato de intervenir lo menos posible en lo que escribo. El escritor no es alguien que da sino alguien que recibe.” 
Rodolfo Braceli
       Siendo las cosas más o menos así, el mejor momento vivido por Braceli ante Borges, puesto que se contrapone al maldito y deslenguado Tercer Borges que solía perseguir y desencadenar, ocurrió en “marzo de 1978”, cuando fue a su departamento B en el sexto piso de la calle Maipú 994 y se encontró con un Borges desconocido para él: “un Borges luminoso, no sólo por su inteligencia sino por su ánimo”. Ante el cual, quizá por contagio, el mismo Braceli despierta en él a un Segundo Braceli que el lector no conocía: luminoso y hasta inteligente e inspirado. Ese día, según reconstruye y narra en el capítulo 18 (“Con Borges, créase o no, rehaciendo un poema suyo recién parido”), cruzaron la calle y fueron a la librería de casi enfrente del edificio de Maipú 994, donde les prestaron una Rémington portátil. Allí, Borges extrajo del bolsillo de su saco el borrador de un poema para oírlo, corregirlo y dictarlo con las enmiendas. Braceli fungió de recitador y mecanógrafo y hasta de comentarista y consejero ante la escritura del poema que Borges oía, recitaba, corregía y dictaba. El poema, dice Braceli, en el borrador que traía se titulaba Timelessness y al final de su colaboración se tituló “Hoy”, y fue escrito para un número especial de la revista mexicana Siempre! —quizá para su inveterado y célebre suplemento La Cultura en México, que Carlos Monsiváis dirigió entre 1971 y 1987, el cual fue fundado y dirigido por Fernando Benítez entre 1962 y 1971, luego de haber fundado y dirigido, en el periódico Novedades, el suplemento México en la Cultura, entre 1949 y 1962—. Y al parecer el poema de Borges no se publicó, pues el dato no figura registrado, por Nicolás Helft, en su citada Bibliografía. Tres años más tarde, tras otras revisiones con el auxilio de otros amanuenses, el poema fue incluido en La cifra (Emecé, Buenos Aires, 1981), con el título “La dicha”, cuyos versos finales cantan a la letra: 


       Nada hay tan antiguo bajo el sol.
       Todo sucede por primera vez, pero de un modo eterno.
       El que lee mis palabras está inventándolas.


Rodolfo Braceli, Borges-Bioy. Confesiones, confesiones. Iconografía en blanco y negro. Editorial Sudamericana. 2ª edición. Buenos Aires, abril de 1998. 256 pp.