martes, 22 de septiembre de 2015

Aquello estaba deseando ocurrir


Ese tiempo es ahora

I de VI
Editado por Tusquets Editores con el número 849 de la Colección Andanzas, Aquello estaba deseando ocurrir, libro que reúne trece cuentos del prolífico escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955), apareció en Barcelona en “febrero de 2015” y en la Ciudad de México en “mayo de 2015”.
Dispuestos sin orden cronológico, cada cuento está fechado al final. Esto indica que el más viejo data de 1985 y de 2009 el más reciente. No obstante, dado el profesionalismo y la rigurosidad que caracterizan la premiada y reconocida narrativa del autor (es el onceavo libro que publica en Tusquets), y pese a que no lo refiere en una nota (tampoco dice si un cuento, varios o todos estaban inéditos o si se publicaron en Cuba de manera dispersa o en algún libro), es muy probable que los haya revisado para su edición en el presente título que circula y circulará en distintos países del orbe del español.
Leonardo Padura
Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015
  Mario Conde, el célebre detective creado por Leonardo Padura, actúa en ocho de sus novelas anteriores a este libro de cuentos. Pero si bien en Aquello estaba deseando ocurrir no hay ningún relato policíaco ni en ninguno aparece Mario Conde, el consubstancial e idiosincrásico contexto social y político que vincula a los cuentos con tales novelas es el síndrome de pobreza, de miseria y rezago (en todos los órdenes) y la falta de libertades y de opciones democráticas y laborales que en Cuba implica y conlleva el estrepitoso fracaso social y cultural de la Revolución Cubana, la esclerosis múltiple de la economía y la corrupción burocrática y política del supuesto y demagógico socialismo; de ahí los visos de cubanos en el exilio, en particular en Estados Unidos.
En el primer cuento: “La puerta de Alcalá” (1991), Mauricio —“un oscuro y sancionado periodista cubano, acusado de no poseer la suficiente firmeza ideológica para ser un orientador de masas, según consta en su expediente”—, ha concluido sus dos años punitivos en las filas militares apostadas en Angola, temiendo morir durante “una inminente invasión sudafricana” y sujeto a la cotidiana y represiva orden de no caminar por las calles de Luanda después de las 18 horas. Gracias a su cultivada amistad con Alcides, el director del “semanario de los colaboradores en Angola”, consigue que su regreso a Cuba, a principios de febrero de 1990, sea vía Madrid. “Te vas el día tres por Madrid. Llegas allá a las cuatro de la tarde y sales el cuatro a las diez de la mañana para La Habana.” Le anuncia Alcides. El meollo: Mauricio, en Luanda, adquirió un libro iconográfico sobre Diego Velázquez, de segunda mano, y se obsesionó por la vida y obra del pintor y por María Fernanda, la otrora poseedora del libro, quien lo firmó y fechó el 9 de julio de 1974. Así que al leer en el Jornal de Angola una nota sobre la “exposición del siglo”: “TODO VELÁZQUEZ”, montada en el Museo del Prado “entre el 23 de enero y el 30 de marzo”, apeló la gestión con Alcides para pasar por Madrid y ver la retrospectiva, en particular dos cuadros. Pero cuando llega allí el museo está cerrado (por ser lunes) y a quien se encuentra caminando en las inmediaciones de la Puerta de Alcalá es a otro cubano: Frankie, a quien no veía desde hacía una década, cuando a él le faltaban tres meses para graduarse de filólogo y su amigo de arquitecto. Por entonces, Mauricio soñaba con ser un gran escritor y Frankie con ser un gran arquitecto.
Leonardo Padura
      Además de la resonancia tácita e histórica que implica que Frankie se haya ido a Estados Unidos por el puerto de Mariel declarando, para salir, que “era maricón” (durante el llamado “Éxodo del Mariel”, sucedido en 1980, entre el 15 de abril y el 16 de octubre, más de 125 mil cubanos se embarcaron rumbo a la Florida), Frankie y Mauricio trazan dos modelos contrapuestos. A Frankie, desde el punto de vista económico, le fue bien. Viste con elegancia y vive con solvencia en New Jersey (sin mujer ni hijos); está en Madrid por un congreso de arquitectura, pese a que no construye, pues trabaja “en una compañía especializada en las demoliciones”. El domingo vio la exposición de Velázquez y regresa a Estados Unidos el mismo martes en que su amigo vuela a Cuba. Mauricio, en cambio, viste con raída modestia y sólo tiene 16 dólares en el bolsillo. Pero añora su casa en La Habana, “con la mujer, los perros y los libros que tanta falta le hacían para vivir”. Más o menos a semejanza de Mario Conde, es un escritor frustrado con aspiraciones de escribir una obra que lo reivindique. Según le dice a Frankie, “Antes de ir para Angola todavía hacía el intento a cada rato. Publiqué como tres cuentos, pero son una mierda, no es lo que quiero. Eran cosas demasiado evidentes. Ahora a lo mejor escribo algo sobre una mujer que se llama María Fernanda y se pierde en la selva, y de un periodista que se enamora de ella y trata de imaginar qué le pasó.” Pero si el teniente investigador Mario Conde sueña con escribir una novela escuálida y hemingwayana, el periodista Mauricio planea “evitar cualquier influencia hemingwayana”. En lo que sí coinciden, curiosamente, es en el ámbito del pre de La Víbora, en su afición por el ron, por el béisbol, por los Industriales, por los Creedence y por las novelas de Raymond Chandler, además de que el Flaco Carlos, el más fraterno de los fraternos compinches de Mario Conde, está condenado a una silla de ruedas debido a una bala que en Angola le dio en la columna; y otro, Andrés, el reputado médico y otrora buen pelotero, en su momento y dada la asfixia y mediocridad laboral del entorno cubano, también emigra a Estados Unidos en la búsqueda de una mejor posición y un mejor futuro, para él y los suyos.
Según evoca la voz narrativa, Mauricio y Frankie “Se habían conocido cuando comenzaron el décimo en una secundaria de La Víbora y fueron compañeros de aula hasta terminar el pre. Los cinco años de la carrera los distanciaron un poco, se veían alguna noche para ir al estadio si los Industriales estaban en buena racha o los sábados para oír discos de Chicago y los Creedence y tomarse unos tragos de ron, pero Mauricio siempre lo consideró un buen amigo. Además, tenían otros gustos en común —Marilyn Monroe (como excepción) y las mujeres trigueñas (como patrón), las novelas de Raymond Chandler, el bar del Hotel Colina con su mural de perritos bebedores y los blue-jeans y las sandalias sin medias— y sentían lástima por los perros callejeros [ídem el Conde y por ende adopta y bautiza al perrucho Basura y luego a Basura II] y cierta inquina indefinible por los maricones. Y como Frankie era católico y Mauricio ateo maldiciente, nunca hablaban de religión: preferían soñar qué serían en el futuro. Claro: un gran arquitecto y un escritor famoso.”
II de VI
En julio de 2005 se publica La neblina del ayer, novela que Leonardo Padura firma en “Mantilla, verano de 2003-otoño de 2004”, donde recupera la figura de Mario Conde, luego de su protagonismo, como teniente investigador, en la cuarteta “Las cuatro estaciones” (de las que también escribió cuatro guiones de cine, “que algún día se filmarán, si Dios y el dinero lo quieren”): Máscaras (1997), Paisaje de otoño (1998), Pasado perfecto (2000) y Vientos de Cuaresma (2001). En La neblina del ayer, Mario Conde hace 13 años que se retiró de la policía y tiene por raquítico y ambulante oficio la compraventa de libros de viejo, entre ellos auténticas joyas bibliográficas, cuya reventa se potencia con los contactos y las habilidades mercantiles de su socio Yoyi el Palomo. Una de sus caminatas (voceando su oficio a cogote pelado) lo llevan a una delirante y regia biblioteca resguardada en un “caserón decadente y umbrío de El Vedado”, donde el Conde descubre, entre las páginas de un recetario imposible impreso en 1956, el recorte de un ejemplar de la revista Vanidades fechado en mayo de 1960, donde una hermosísima cantante de boleros: Violeta del Río, “la Dama de la Noche”, anuncia su inminente retiro y su última presentación en el “segundo show del cabaret Parisién” (donde otrora Frank Sinatra cantara ante la mafia), pese a que en su breve y vertiginosa carrera apenas había grabado el “single promocional Vete de mí, como adelanto de su long play Havana Fever”, que nunca se hizo. Esto es el germen que inocula e induce al Conde —detective nato, sabueso por naturaleza—, a rastrear la vida y los entretelones de tal fugaz bolerista, y la razón por la cual la novela se divide en dos partes tituladas como si fueran el par de lados de un disco de 45 revoluciones: “Cara A: Vete de mí” y “Cara B: Me recordarás”. 
   
Colección Andanzas  núm. 577, Tusquets Editores
México, julio de 2005
       En el segundo cuento del libro: “Nueve noches con Violeta del Río”, datado en 2001, Leonardo Padura traza una variante de tal bolerista, cuyo preludio es una breve nota que reza: “Los boleros reproducidos total o parcialmente en el relato son: Me recordarás, de Frank Domínguez; Vete de mí, de Virgilio y Homero Expósito; y La vida es sueño, de Arsenio Rodríguez.”
Vale observar que la Violeta del Río del cuento, “La Dama Triste del Bolero”, nocturna estrella de La Gruta, un cabaret en La Rampa de La Habana, no es tan hermosa como “la Dama de la Noche”, la cantante de la novela, pero sí posee una virtud seductora para atraer y encandilar a un jovenzuelo que “el 13 de diciembre de 1967” cumplió 18 años. Cuando a fines de septiembre de 1968 el joven ya está en el “segundo curso en la universidad” y mora becado en una “habitación de la residencia universitaria” y vuelve a regalarse una noche en La Gruta oyendo la voz de Violeta del Río y mirando su actuación, ve que ella lo reconoce y canta y actúa para él, y por ello le brinda nueve noches de indeleble banquete sexual. La décima noche de amour fou debió ocurrir el 2 de octubre de 1968, pero esa vez el joven encontró clausurado La Gruta y todos los cabarets de La Rampa. La represiva causa revolucionaria: “todo el país debía ponerse en función de la Gran Zafra Azucarera, los clubes y cabarets de La Habana habían sido decretados antros de decadencia burguesa y nocturnidad perniciosa” y por ende “todos los artistas de clubes y cabarets habían sido enviados a sembrar café en el llamado Cordón de La Habana”. 
       Luego de “Dieciocho días de investigación” detectivesca, el joven obtiene indicios de que “los artistas” laboran entre los cafetos del Calvario; allí, un “viejo cantante, bien conocido en el país por sus frecuentes apariciones en la televisión, donde solían calificarlo como ‘La Voz de Oro del Bolero’”, le dice que Violeta del Río “vino dos días la semana pasada” y que si quiere verla tendrá que ir a Miami, pues le “dijeron que el lunes se fue en una lancha”.
Colección Andanzas núm. 849, Tusquets Editores
México, mayo de 2015
  La voz narrativa, que es la voz del otrora jovenzuelo que se enamoró de la bolerista Violeta del Río, cuenta que la volvió a ver 30 años después, en Miami, cuando “en mayo de 1998” viajó “por primera vez a los Estados Unidos, invitado a participar en un encuentro académico, y antes de regresar a La Habana logré pasar varios días en Miami, donde ahora viven muchos de mis viejos amigos, mi única hermana, casi todos mis primos y los que todavía respiran de mis tíos.” Sin buscarla ex profeso, la “noche del 16 de mayo” de 1998 la descubre en La Cueva, “un club de Miami Beach”, “uno de los muchos locales de moda en Ocean Drive”. Pero él tiene ahora casi 49 años y mujer y Violeta del Río, quien fuera la pequeña y esbelta “Dama de Triste del Bolero y animara las noches perdidas de La Gruta, tenía sesenta años, algunas libras de más, un poco menos de su voz gruesa de entonces y el pelo de un rubio más exagerado, cayéndole ya sin furia sobre la cara. Sin embargo, dueña de sus posibilidades, el espectro de la mujer que una vez me había enloquecido, todavía conservaba una fascinante comunicación con sus canciones, siempre susurradas, como dichas al oído, con aquel sentimiento interior que tan bien sabía expresar Violenta del Río.”
III de VI
Curiosamente, otro par de cuentos reunidos en Aquello estaba deseando ocurrir abordan el tema de la femme fatale, una seductora mujer que toma la iniciativa sexual y dirige los rituales y vericuetos lúbricos sobre la voluntad del hombre. En “Nueve noches con Violeta del Río” esto ocurre de manera clara y fehaciente entre el cabaret La Gruta y el cuartucho de una sórdida posada cercana a la universidad; y de un modo voluptuoso y lúdico se plantea y narra en “El destino: Milano-Venezia (vía Verona)” (1996) y en “Nochebuena con nieve” (1999).
En “El destino: Milano-Venezia (vía Verona)”, Miguel Fonseca, un pobretón periodista cubano que se halla en Milán sin un clavo en el bolsillo, recibe de su amigo Bruno, como regalo por su 38 aniversario, un boleto de tren, “de ida y vuelta”, para que conozca Venecia durante un día (“un mito de lo deseado”: “ir a Venecia a enamorarme de una mujer”), previo al festín por su cumpleaños y ante la inminencia de su regreso a La Habana, pues su visa expira y no podría eludir la deportación a Cuba, donde lo espera “un minúsculo apartamento donde nunca llegaba el agua corriente” y un sueldo de periodista que “ya no le permitía ni alimentarse bien”. En el compartimiento de segunda clase del “intercity Milano-Venezia (vía Verona)”, Miguel Fonseca se sienta frente a una atractiva y joven mujer, de lentes y de ojos verdes, quien lee en español al “Inca Garcilaso de la Vega. Comentarios Reales de los Incas. Historia General del Perú. Tomo II”. El circunstancial diálogo le revela que la fémina se llama Valeria, “que vivía en Padua y hacía estudios de posgrado en Madrid sobre la literatura española de los Siglos de Oro”. Valeria, que detesta Venecia (le resulta “una ciudad que parece un decorado para turistas”), lo invita a Padua, donde tiene un departamento y dice conocer los frescos de Giotto, dado que trabajó dos años como restauradora en “la capilla Scrovegni”. Pero el intríngulis de la invitación visual y estética, ya en el departamento y en medio de “la nube erótica”, ella se la apostrofa: “Me gustas, hombre”. Y le revela, con énfasis existenciales y egocéntricos, las reglas del efímero y fugaz juego sexual y clandestino que ella dirige: es casada y su “marido está ahora en París y llega en dos días”, pues, le dice, “Vivimos en Chioggia, a treinta kilómetros de aquí, en la casa de su familia, que por cierto tiene mucho dinero... Son marqueses... Yo creo que lo quiero a él, aunque sea capaz de hacer lo que he hecho contigo.” Así que la marquesa le regala, por gusto y placer, “Un día con dos noches” de lujuria (quizá los “tres mejores días de su existencia”), incluida “una bolsa con dos calzoncillos, una camisa y un cepillo de dientes”, pues Miguel Fonseca no lleva más que la ropa que viste.
Capilla de los Scrovegni
Padua, Italia
  Pero la quintaescencia y el nom plus ultra de lo erótico y pornográfico se lee en “Nochebuena con nieve”. Urdido con la mordacidad, el lúdico y deslenguado sarcasmo y el hilarante humor negro que no pocas veces refulge en las páginas del autor salpimentadas de cubanismos y modismos extirpados del habla cubana (mientras al unísono hace una crítica corrosiva y radiográfica del empobrecido entorno social engendrado por la Revolución dizque socialista), el relato cuenta la aventura sexual que el Monchy, un desgarbado borrachín de 37 años caído en el paro, vive la noche del 24 de diciembre de 1993. Rumiando las minucias y matices de su arraigada frustración y pobreza, el Monchy bebe cerveza sin hielo en el bar La Conferencia, donde es habitual. Inesperadamente aparece por allí su ex cuñada Zoilita, de 22 años, a quien conoce “desde que cumplió doce o trece años” y quien le gustaba y le gusta más que su ex esposa Zenaidita, quien, por cierto, le puso los cuernos “con un negro carpetero del Hotel Nacional”. Como si se tratase de un delirio etílico, Zoilita lo invita a beber al departamento de su abuela Zoraida, quien se ha ido “a pasar el Fin de Año a Las Villas” con su tía Zeida. Pero el meollo de la invitación radica en que Zoilita, quien aprendió a masturbarse espiando al Monchy mientras fornicaba con su entonces esposa Zenaidita, lo ha llevado allí para corporificar sus recónditos y fogosos deseos sexuales. De modo que ella, con su lenguaje “de estibador del puerto”, dirige y mueve la batuta de todo el erótico, jocoso y pornográfico episodio hasta que “Aquella Nochebuena (jamás se ha empleado mejor el calificativo) terminó como debía: con un final típico de cuento de hadas. Zoilita vio en un reloj que faltaban treinta y cinco minutos para las doce y recordó, en el mejor estilo de Cenicienta, que debía estar a medianoche en la casa de su novio. Se vistió deprisa, se recogió el pelo y se pasó un creyón por los labios” antes de decirle: “Quédate hasta que quieras. Cuando salgas, cierra y mete la llave por debajo de la puerta.”
El caso es que desde la tarde de esa fría Navidad, el Monchy hace guardia frente al edificio donde debía aparecer Zoilita “con la intención de regar las matas de su abuela”. Pero quien aparece caminando por allí, después de seis días de mísera guardia, es su ex esposa Zenaidita, quien le sorraja su sonoro “regalo de Fin de Año”, luego de saludarlo con “su habitual tono destructivo”: “Coño, Monchy, pareces un perro flaco con sarna”. “Está en Miami, se fue la madrugada del veinticinco en una lancha que vino a buscar a la familia del novio. Ya hablamos dos veces con ella y dice que está bien y que Miami es precioso y que...” blablablá.
IV de VI
Vale acotar que el tema de la mujer que toma la iniciativa sexual y manipula sobre la voluntad del hombre, de manera mínima y efímera también se advierte en un pasaje de “Mirando al sol” (1995). Desde la perspectiva del modo de hablar y pensar a lo idiota, en este cuento se narran las inmorales miserias y las sórdidas correrías delictivas y de baja raigambre de un abominable y vomitivo grupúsculo de vándalos habaneros, apostadores, drogadictos, briagos y promiscuos, quienes se intercambian las mujerzuelas que sexualmente alternan con ellos en orgías grupales, cuyo destino, luego del asesinato de un par de negros delincuentes y de un policía, es fugarse en una lancha rumbo a Miami, pero cuya falta de pericia, de combustible, de víveres y de agua los va desapareciendo en el mar hasta que ya cerca de la costa norteamericana (eso se infiere), con un helicóptero de la policía gringa sobre el bote, sólo uno de ellos está consciente. Entre las libertinas que se revuelcan con tales fétidos malhechores hay una: “la rubia Vanessa”, que nunca fornica con la pandilla porque vocifera que son “unos salvajes” que dejan “marcas” y “ella lo que quiere es una yuma que le dé dólares y la ponga a vivir en París”. Sin embargo, por su regalada y placentera voluntad, de pronto aparece desnuda entre ellos y, haciéndose la dormida, deja que le den por donde sea y como sea.
     Mientras que en el cuento “Según pasan los años” (1985) tal tema apenas se atisba e implícita y tácitamente se sugiere en potencia. Es decir, aquí se narra el reencuentro de Lucrecia y Elías, ambos de 27 años, el día del sepelio de José Manuel, quien murió en un accidente automovilístico. Los tres fueron compañeros en la secundaria y en el pre. Y por entonces, a sus 15 años, Lucrecia y Elías fueron novios y entre ellos terció e intrigó el fallecido. Al momento de morir, José Manuel era un funcionario del Ministerio de Comercio Exterior con viajes al extranjero; Lucrecia trabajó en un Municipio de Cultura y ahora lo hace en una editorial; y Elías, con los estudios universitarios truncos, está recién llegado en La Habana tras dos años de servicio militar en Angola. El memorioso y melodramático diálogo que inician en las honras fúnebres de su amigo, lo prosiguen en la penumbra de un club nocturno donde otrora, quinceañeros, fueron enamorados. Allí se agasajan y besan como “hace doce años”. Y entre los entresijos de lo que conversan y ocurre se entrevé que Elías anhela el inicio de una relación amorosa. Pero es Lucrecia la que marca el rumbo y decide, al final, que cada uno se va para su casa. “Todo como aquella noche.”
Cuarta de forros
  Vale añadir que en los otros cuentos de Aquello estaba deseando ocurrir tal tema está ausente e incluso, en “Los límites del amor” (1987) se bosqueja más o menos lo contrario. En los polifónicos fragmentos de éste, algunos escritos en segunda persona, figura una pareja de cubanos que “Durante veinte meses” han sido amantes en un departamento de la décima planta de un edificio que en Luanda acoge a ciertos militares desplazados en Angola. Él, Ernesto, “segundo jefe de la guarnición”, durante los dos años de encomienda en Angola también ha sido asaltado y acosado por el miedo a morir. Y ella, Magaly, de entre 22 y 23 años de edad, es una “secretaria, soltera, camagüeyana, joven y bonita”, que él sedujo recién llegada de Cuba para que ex profeso se ocupara de los menesteres de la cocina y de la cama en el departamento que a él le asignaron. Pero Magaly se enamoró de Ernesto y supuso que sería su pareja. Ernesto también se enamoró, pero no tanto, pues en La Habana tiene a Tania, que es ingeniera y su esposa desde hace diez años, a quien quiere y con quien se cartea constantemente. Ahora, con muchos deseos y añoranzas de su vida en la isla (incluso tiene dos perros que evoca: el Terry y el Negro), Ernesto está a punto de volar a La Habana. Magaly lo presiona para que opte por ella y en su interior él se interroga y debate sobre lo que debe hacer ante ambas mujeres. ¿A quién escoger? ¿Con quién quedarse? Pero sobre el dolor y el desasosiego de la joven, Ernesto elige e impone su matrimonio y Magaly, que regresará a Cuba cuatro meses después, quizá no acepte el melodramático segundón papel de “querida”, de vergonzante segundo frente. 

V de VI
Por su parte, el cuento “El cazador” (1990) es protagonizado por un solitario, sombrío y joven homosexual que, desde su marginalidad y devaneos memoriosos e interiores, sale por los noches de su cuchitril habanero en busca de una aventura erótica o si es posible de una nueva relación amorosa. Y en “La muerte pendular de Raimundo Manzanero” (1993), de un modo fragmentario y polifónico se narran los equívocos y los antagónicos testimonios que rodean el misterioso e incomprensible suicidio de un hombre “de 46 años, casado,” que era “subdirector económico en funciones de la Dirección Nacional del CAN (Combinado Avícola Nacional)”, quien el domingo 21 de octubre de 1988 se ahorcó en su casa ubicada en “la calle Josefina 146 en el reparto Sevillano” de La Habana. Mientras que en “La pared” (1989) el “compañero Élmer Santana”, un gris burócrata que “estudió Economía porque bajó una orden de que era necesario para el país y no tuvo el valor de decir que no”, quien “dejó de jugar pelota porque en el pre fue dirigente y asistió a todas las actividades, las reuniones, los círculos de estudio y no pudo clasificarse entre los veinticinco peloteros de la provincia para la Nacional Juvenil y se mintió a sí mismo diciéndose que, total, la pelota no era lo importante”, contrasta y reflexiona sus ocultas frustraciones y sueños decapitados (quiso ser pelotero e ingeniero y viajar a Australia) al ver a un niño que bolea contra la pared en los bajos del edificio donde en La Habana se halla su oficina, con el cual charla brevemente, en tanto se proyecta en su infantil figura (quizá de ocho años de edad, zurdo como él y con su mismo nombre y el nombre de su hijo, quien además usa una gorra parecida a la que él usó y con un perro “sato blanco y negro de rabo enroscado y orejas duras” que le recuerda al perro que tuvo). 
     
Segunda de forros
           Y en “Adelaida y el poeta” (1988), un petulante y joven poetastra del establishment a punto de publicar un nuevo libraco (pero que subsiste en un cuartucho plagado de humedad y limitaciones) que cada dos meses asiste a la Casa de la Cultura (en el coche del Municipio de Cultura que pasa a recogerlo como si fuera una rutilante estrella) para oír y asesorar los trabajos de los aficionados y aprendices de un “taller literario municipal”, no se atreve a decirle a Adelaida, una anciana de 62 años que lo adora, admira e idealiza, lo que realmente piensa de su sensiblero y autobiográfico cuento (que no le publicaría “alguna revista de la Unión de Escritores” o sea de la UNEAC) y que al corro ella les receta de viva voz, y que ilusionada y felizmente concluyó aporreando su “esclerótica Underwood” durante “quince días”, bajo la cercana pero distante impronta de “un libro de Hemingway” que le gusta leer en la cama “Desde que el joven poeta les habló de la técnica de Hemingway”. Y en “Sonatina para Rafaela” (1988) una pianista no muy vieja, pero ya con 25 años de tocar el mismo piano en un mismo restaurante (le faltan “cuatro años para retirarse”), de la parada de la guagua cercana a su casa donde día tras día la espera y viaja 28 minutos de ida (y luego hará otros 28 minutos al regreso), hace el recuento de ciertas menudencias y carencias que signan la pobreza de su vida doméstica y la mediocre monotonía que implica “repetir las mismas canciones, en igual orden,” —las mismas doce piezas que estipula “la norma para músicos de centros gastronómicos de categoría uno”—, “todos los días, almuerzo y comida, Fin de Año y Primero de Mayo y día de los Padres”—, para decantarse en una inesperada y explosiva euforia bridando con el cantinero (lo cual rompe con su sobria rutina y conducta) —tras un espontáneo señalamiento del paso tiempo que oye decir a uno de los comensales (“Esa pianista debió de haber sido una mujer bonita”)—, rubricándola para sí con Según pasan los años (“Hace como un siglo que no la toco”), lo cual implica la íntima remembranza de un lejano e íntimo episodio, de cuando aún soñaba en convertirse en una gran pianista, con “Vestidos, luces, aplausos y un piano Steinway de cola, negro inmaculado, y un gran escenario, tachonado de terciopelo rojo”: 

     
Dooley Wilson, Humphrey Bogart e Ingrid Bergman
Fotograma de Casablanca (1942)
          “Sólo un día aceptó una copa. Muy al principio. Él, vestido de traje azul oscuro, se le acercó para escucharla mejor mientras tocaba Según pasan los años, y le comentó que había visto más de diez veces la película y nunca escuchó a Bogart decir ‘Play it again’, aunque le aseguró que ella era tan hermosa como Ingrid Bergman en sus días de Casablanca [1942]. Entonces le pidió que empezara de nuevo aquella canción, él jamás la había oído tocar igual, ‘Play it again’, dijo él. Y entonces la invitó a una copa. Fue la única aventura extramatrimonial que tuvo Rafaela aunque casi la había olvidado.”



VI de VI
Y lo que en Aquello estaba deseando ocurrir hace singular y único a “La muerte feliz de Alborada Almanza” (2009), en relación al tratamiento realista de los otros doce cuentos del libro, es su toque mágico de realismo mágico. No obstante, es una minúscula y amena gota del mejor y más entrañable Leonardo Padura —Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015—, donde no faltan los detalles eróticos y esa infalible mirada crítica y corrosiva que ilustra y disecciona la miseria de la vida cotidiana en los reductos y arrabales habaneros signados por la injusticia social que implica y conlleva el fracaso de la Revolución Cubana, en este caso ya en los linderos posteriores al colapso económico de la URSS y su disolución asentada el 8 de diciembre de 1991 en el histórico “Tratado de Belavezha”. En “La muerte feliz de Alborada Almanza” una anciana muy viejita y flaca, estragada por la pobreza, las múltiples carencias, las penurias, la soledad, el hambre y “la rigidez de la artritis”, vive en su pobrísima covacha, ya muerta, los últimos minutos de su estancia en la tierra. Según ve en el almanaque, “que ella misma había fabricado”, que “el santo del día” es el de “su amado San Rafael Arcángel”. Todas las maravillosas y mágicas menudencias comestibles, domésticas y corporales que ese día inciden en la exultación y felicidad que la embargan se deben a la presencia de San Rafael Arcángel, quien se corporifica allí para llevarla al cielo. Pero ese San Rafael Arcángel no se parece a “la esfinge angélica y rosada que [la anciana] tenía en el cuarto” ni al par de arcángeles (atletas, corredores de fondo y blanco-transparentes) que en Milagro en Milán (1951) —la emblemática película del neorrealismo italiano dirigida por Vittorio de Sica— descienden del cielo para recoger la paloma divina y milagrosa que en un santiamén cumple la defensa y los hilarantes caprichos y deseos de los mil y un menesterosos, sino que es un “mulato alto, fuerte, luminoso, completamente desnudo, al que le faltaban las alas que debía tener, pero que, entre las piernas, lucía un brillante músculo surcado de venas moradas, coronado por un glande rojo y pulido, como las manzanas que en otros tiempos Alborada ofrendaba a su querida santa Bárbara”. Y el diálogo que sostienen, previo a su ida al cielo, concluye con la concesión de los tres deseos que la anciana le pide al “mulato celestial”: “ver el mar”, “acariciar a un perro” y “oír un danzón” (a tales alturas la anciana está desnuda, bañada con Palmolive y sólo con “las raídas pantuflas extraídas de dos zapatillas viejas”):
        “—Concedido —dijo—. Con la condición de que me dejes bailar el danzón contigo. Hace siglos que no bailo.
        “—Será un honor —dijo Alborada y miró el atributo espectacular del mulato venido del cielo. Pensó que su cobardía había valido la pena: al fin y al cabo iba a un lugar donde había pasteles de guayaba calientes y Dios le había otorgado la mejor de las salidas del mundo. Su mano sintió entonces la caricia del pelo suave y denso del perro que había tenido cuando era niña y pudo ver, más allá del salón de lozas de mármol ajedrezadas, la plenitud azul del mar mientras comenzaban a sonar los primeros acordes de Almendra, su danzón favorito.”


Leonardo Padura, Aquello estaba deseando ocurrir. Colección Andanzas núm. 849, Tusquets Editores. México, mayo de 2015. 264 pp.
  
********

Enlace a "Me recordarás", de Frank Domínguez, con la voz de Anny Cauz. Enlace a "Vete de mí", de Virgilio y Homero Expósito, con Bebo Valdés (piano) y Diego El Cigala (voz).
Enlace a "La vida es sueño", de Arsenio Rodríguez, con Arsenio y su conjunto.
Enlace a "As time goes by" (con subtítulos en español), con la voz de Dooley Wilson e imágenes de Casablanca (1942).
Enlace a "Milagro en Milán" (1951), película dirigida por Vittorio de Sica.
Enlace al danzón "Almendra", con Acerina y su Danzonera.


lunes, 24 de agosto de 2015

Borges. Esplendor y derrota


La rosa es sin por qué

Si Borges. Una biografía literaria (FCE, México, 1987), de Emir Rodríguez Monegal (1921-1985), y Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos (FCE, 1985), con “Edición, introducción, prólogos y notas” del mismo crítico e investigador uruguayo (ambos impresos originalmente en inglés: el primero en 1978 y el segundo en 1981) son un sistema operativo de relaciones anecdóticas, críticas y ensayísticas sobre la vida y obra del escritor Jorge Luis Borges (1899-1986), algo semejante puede decirse de Borges. Esplendor y derrota (Tusquets, Barcelona, 1996), biografía de la argentina María Esther Vázquez (Buenos Aires, 1941), con la que en 1995 obtuvo el VIII Premio Comillas de biografía, autobiografía y memorias. 
Colección Andanzas núm. 261, Tusquets Editores
Barcelona, 1996
  En este sentido, al abordar y bosquejar la vida de Borges desde su nacimiento hasta su muerte (árbol genealógico, aprendizaje, amigos, rutina doméstica, avatares amorosos, políticos y demás), la biógrafa reseña y resume el itinerario de su formación, de sus actividades intelectuales, de sus libros, de sus viajes y múltiples premios, condecoraciones y doctorados, particularizando en el trasfondo y tema de ciertos poemas, cuentos, libros, prólogos, colecciones, conferencias, etcétera.

       Un dato notable que incide y trasmina la urdimbre del libro es el hecho de que María Esther Vázquez fue colaboradora y amiga de Borges, amistad que perduró hasta su muerte en Ginebra, Suiza, la mañana del sábado 14 de junio de 1986. Así, el libro —aderezado con una buena cantidad de sabrosos y amargos chismes— tiene un carácter testimonial (a veces visceral) que siempre está presente.
       Cuenta la biógrafa que la primera vez que vio a Borges ella tenía 17 años. Con otros estudiantes fue a visitarlo al legendario departamento del “sexto piso B de Maipú 994” donde el señorito vivía con su madre desde 1947. La segunda vez que estuvo cerca de él fue entre 1957 y 1958, durante su empleo (el primero que tuvo) en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, que Borges dirigió entre 1955 y 1973. 
Borges prologó y presentó el libro de cuentos de María Esther Vázquez
Los nombres de la muerte. La imagen registra un momento del acto
realizado en 1964.
  Mas la relación amistosa se cimenta en los años 60, dice. Entre lo que narra sobre ello descuellan las anécdotas del viaje a Europa que la autora hizo con Borges en 1964, cuando éste fue invitado al Congreso por la Libertad de la Cultura, celebrado en Berlín Occidental. Pero también el episodio donde apunta que el 14 de diciembre de 1965 se casó con el poeta Horacio Armani (1925-2013); un tiempo en que doña Leonor Acevedo (1876-1975), la madre de Borges (quien se enojó y le reclamó), y Norah (1901-1998), la hermana del escritor, y muchos de sus amigos, pensaban que la joven María Esther Vázquez y el viejo y ciego Borges se casarían.

     
Borges y María Esther Vázquez en Villa Silvina, Mar del Plata, febrero
de 1964, foto de Adolfo Bioy Casares (1914-1999), quien el 18 de tal mes
anotó en su póstumo diario (Borges, Destino, 2006) que su amigo le
dijo: 
“Me parece que las cosas van muy bien. Si todo sigue así,
nos casamos este año.
         Fruto de la amistad y colaboración entre María Esther Vázquez y Jorge Luis Borges son los libros Introducción a la literatura inglesa (Columba, Buenos Aires, 1965) y Literaturas germánicas medievales (Falbo, Buenos Aires, 1965), corregida y aumentada edición de Antiguas literaturas germánicas (FCE, México, 1951), que el autor escribió con Delia Ingenieros, hija de José Ingenieros, quien le regaló el globo terráqueo de éste y que Borges lucía en su oficina de la Biblioteca Nacional (hay fotos que lo documentan) colocado encima del escritorio redondo de Paul Groussac, el ciego director que lo antecedió (así lo recuerda, confundiéndose con él, en el 
Poema de los dones”), quien “perdió la vista a principios de los años 20 y murió en 1928, después de haber dirigido la Biblioteca durante 45 años”.
(Punto de lectura, Madrid, 2001)
  Borges, sus días y su tiempo (Ediciones B, Argentina, 1984) es un libro que reúne las entrevistas que María Esther Vázquez le hizo al escritor entre 1962 y 1984 (edición aumentada en 2001), del cual en su memoriosa biografía cita varios fragmentos, procedimiento que remite a los pasajes que transcribe del Autobiographical Essay de Borges publicado por primera vez en inglés en la revista The New Yorker (septiembre 19 de 1970), fruto de los diálogos de Norman Thomas Di Giovanni con Borges —ex profesos para The Aleph and other stories 1933-1969 (Dutton, New York, 1970)—, y que en español y no sólo en México era tan legendario como Genio y figura de Jorge Luis Borges, de Alicia Jurado (1922-2011), la primera biografía sobre el autor, impresa en 1964 por la EUDEBA (Editorial Universitaria de Buenos Aires).

       
Jorge Luis Borges, Mario Vargas Llosa y Alicia Jurado
       La biógrafa comenta una serie de discrepancias con algunos datos que se hallan en la biografía de Borges escrita por Emir Rodríguez Monegal, tales como las relativas a su persona en relación a Borges. Pero también el lector puede localizar ciertas diferencias entre ambas biografías. O algún errorcillo en cada una; por ejemplo, en la cronología de Emir Rodríguez Monegal se dice que Los naipes del tahúr son “cuentos a la Pío Baroja”, pero en las páginas interiores, citando el “Ensayo autobiográfico” de Borges, se dice que “Eran ensayos literarios y políticos... escritos bajo la influencia de Pío Baroja”. Al reseñar El hacedor (1960), María Esther Vázquez dice que “Composición escrita en un ejemplar de la Gesta de Beowulf” pertenece a tal libro, pero en realidad es de El otro, el mismo (1964).

       
Borges y Estela Canto paseando por la Costanera
(Buenos Aires, 1945)
        Si sobre Borges a contraluz (Espasa Calpe, Madrid, 1989) y Estela Canto (1916-1994), su autora, María Esther Vázquez vierte severas críticas y un festín de venenosos chismes, María Kodama resulta la villana de la película, la peor de todas. 

Borges y María Kodama
  A María Kodama (Buenos Aires, marzo 10 de 1937) —alumna, amiga y colaboradora del escritor en Breve antología anglosajona (La Ciudad, Santiago de Chile, 1978), en Atlas (Sudamericana, Buenos Aires, 1984), con textos de él y fotos de ella, y en la colección de libros de la Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges, pero también su íntima asistente, su lazarilla y compañera de viajes entre 1975 y 1986, y destinataria de amorosos y poéticos textos de él— la biógrafa le aplica un rudo ajuste de cuentas, una exultante combinación de golpes, palos de ciego, manitas de puerco, patadas voladoras y porrazos de todo tipo. Si al bosquejar Adrogué (1977) —una rara antología de 13 poemas de Borges y 9 ilustraciones inéditas de su hermana Norah— saca a balcón que en el ABC de Madrid (julio 12 de 1990) María Kodama dijo que “la familia de Borges, Norah incluida, era ‘la hez de la canalla’”, algo semejante parece decir María Esther Vázquez sobre la susodicha. 

Borges y María Kodama
  María Kodama figura como la malvada e ingrata hija que dejó morir a su pobre mamá en un sórdido e inhabitable departamento (casi de conventillo de un melodramático tango). Es la protagonista de una supuesta colección de intrigas que paulatinamente separaron a Borges de sus amigos y familiares. Por sus manipuleos, según la biógrafa, Borges cambió de abogado, de médico de cabecera, no se sabía la naturaleza y gravedad de su padecimiento terminal (cáncer hepático), él anciano y desahuciado (casi dos meses antes de morir) sorpresivamente se casaron, por poder y desde Europa, en “Colonia Rojas Silva, un poblado del Chaco Paraguayo”; quesque modificó su testamento en favor de ella y dizque se apoderó de sus derechos de autor, del dinero, de los doblones, de las cuentas bancarias, de las condecoraciones y de mil y un cachivaches, y quesque dejó prácticamente de patitas en la calle a Fani (Epifanía Uveda de Robledo), la fiel criada de los Borges (la madre y el hijo) por casi 40 años, quien con Alejandro Vaccaro de amanuense y cómplice ya narró lo que quiso narrar en El señor Borges (Edhasa, España, 2004). 

     
Fani con el gato Beppo en el departamento B de Maipú 994.
Al gato, Borges le dedicó un poema que se lee en La cifra (1981).
       En este sentido, en
Borges. Esplendor y derrota se dice que Fani, el 22 de abril de 1986, fue testigo de un inventario notarial-policíaco de las cosas y objetos de valor que Borges tenía en el departamento B del sexto piso de la calle Maipú 994, y que al parecer fue maquinado desde Ginebra días antes de la muerte del poeta. En tal tenor, no sorprende que al sepultarlo en tales latitudes (en el célebre cementerio de Plainpalais), se diga aquí que no se cumplieron los detalles y pormenores de su última voluntad.
        En tal embrollo de Burundanga le dio a Bernabé, que ineludiblemente invita a tomar partido con fervor futbolero o a lavarse las manos y mirar los toros desde la barrera, María Kodama, quien al parecer no era tan titiritera como en estas páginas parece, fue también una mujer muy apreciada y muy querida por el poeta ciego de Buenos Aires. 
Entre muchos, un ejemplo es “La luna”, poema de La moneda de hierro (1976); las dedicatorias a ella en los prólogos de Historia de la noche (1977), La cifra (1981), Atlas (1984) y Los conjurados (1985); o su alusión en el poema en prosa “Abramowicz” y en el prefacio de la susodicha colección Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges.


     
Prefacio de Borges que preludia cada prólogo de la serie
Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges
      Aunque desde luego no se puede hacer caso omiso a dos anécdotas que registra la biógrafa. Escrito “en diciembre de 1958”, dice, e incluido en El hacedor (1960), el “Poema de los dones” Borges posteriormente se lo dedicó a ella —en la página 809 del volumen Obras completas que posee el reseñista (decimocuarta edición de Emecé impresa en Buenos Aires en “septiembre de 1984”) claramente se lee tal dedicatoria: “A María Esther Vázquez”. Pero ésta, después de la muerte del poeta y por orden de María Kodama, según afirma, fue borrada de las sucesivas ediciones. 





(Emecé, 14ª  ed., Buenos Aires, septiembre de 1984)
  Algo parecido ocurrió con “Al olvidar un sueño”, poema que Borges le dedicó a la joven Viviana Aguilar y que apareció, dice, “en la página 73” de la edición de La cifra (1981) que hizo Alianza en España y que no está en la impresa por Emecé en Argentina y por ende tampoco figura en el póstumo segundo tomo de sus Obras completas (Emecé, Buenos Aires, 1989), ni en el tercer tomo de la edición revisada de éstas, “al cuidado de Sara Luisa del Carril”, impreso por Emecé en 2005; poema y dedicatoria fueron extirpados, dice, por mandato de María Kodama, la cual, a sus 44 años, según María Esther Vázquez, “no admitía competencia” de esa jovencita 20 años menor que ella, y ante la que al parecer hizo todo lo posible para bloquearle un viaje a la Universidad de los Andes que Viviana Aguilar, en 1981, iba a hacer con el escritor.

      
Viviana Aguilar en la Plaza San Martín de Buenos Aires
(noviembre de 1981)
         Siguiendo el derrotero trazado por María Esther Vázquez, se puede decir que el esplendor de Borges radica en su literatura y en el cúmulo de triunfos y reconocimientos mundiales que con ella obtuvo. En este sentido, su derrota no fueron los circulares nueve años en que la pobreza familiar lo obligó a ser un oscuro y mal pagado empleado de la Biblioteca Municipal Miguel Cané (entre 1937 y 1946), ni su progresiva y casi total ceguera desde 1955 (con varias operaciones sufridas), ni su controvertida proclividad hacia las cruentas dictaduras militares del Cono Sur, ni su distancia de la izquierda y de la democracia (antes del triunfo presidencial de Raúl Alfonsín en octubre de 1983), ni la paulatina pérdida de sus seres queridos, ni el pudor y el desprecio que sentía por su cuerpo, sino su constante, íntimo y solitario fracaso ante las mujeres (entre ellas María Kodama, la peor de todas, según parece aquí); es decir, se da por entendido que su dramática derrota fue su incapacidad para “lograr un amor entero en el momento adecuado”.


María Esther Vázquez, Borges. Esplendor y derrota. Iconografía en blanco y negro. Colección Andanzas (261), Tusquets Editores. Barcelona, 1996. 360 pp.

Crónica de una muerte anunciada





Nos dijo el milagro pero no el santo

                                 
I de II
Además de las invenciones, veras y equívocos que se leen en “El cuento del cuento”, artículo de Gabriel García Márquez publicado en dos entregas (“26 de agosto de 1981” y “2 de septiembre de 1981”), reunido en el volumen Notas de prensa. Obra periodística 5. 1961-1984, cuyo copyright data de 1991, las principales biografías del Premio Nobel de Literatura 1982 —por ejemplo, la de Gerald Martin: Gabriel García Márquez. Una vida (Debate/Random House Mondadori, Colombia, 2009), y la de Dasso Saldívar: García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997), sobre todo ésta—, aportan anécdotas (e imágenes) en torno al asesinato de Cayetano Gentile Chimento (marzo 6 de 1927-enero 22 de 1951), crimen ocurrido en Sucre y que particularmente conmocionó a Gabo y a su familia (la cual, entre 1939 y 1951, vivió allí), y que es el germen de su novela Crónica de una muerte anunciada, cuya primera edición colombiana fue publicada en Bogotá, en 1981, por La Oveja Negra; la cual fue adaptada el cine (con guión de Tonino Guerra) en una homónima película de 1987 dirigida por Francesco Rosi.
(La Oveja Negra, Bogotá, 1981)
  Dispuesta en cinco capítulos sin títulos, Crónica de una muerte anunciada no sigue al pie de la letra la real reconstrucción del caso. De ahí que, por ejemplo, el pueblo sin nombre sea un puerto fluvial al que arriban buques y no sólo tácitas lanchas y vaporcitos con rueda de madera; que el asesinado no se llame Cayetano Gentile Chimento (cuyos orígenes eran italianos), sino Santiago Nasar Linero (de origen árabe por la vía paterna); que los asesinos no sean los hermanos Víctor Manuel y José Joaquín Chica Salas, sino los gemelos Pedro y Pablo Vicario; que el novio ofendido no sea Miguel Palencia, sino Bayardo San Román; que la novia mancillada no sea Margarita Chica Salas, sino Ángela Vicario; y que desde la terraza de la quinta del viudo de Xius (situada “en una colina barrida por los vientos”, donde los novios iban a vivir su primera luna de miel) “en los días claros del verano” se alcance “a ver el horizonte nítido del Caribe, y los trasatlánticos de turistas de Cartagena de Indias”.

Pese a que a priori se tenga noticia de que Crónica de una muerte anunciada está basada en dramáticos hechos reales, muy pronto el lector advierte los acentos y rasgos superlativos y lúdicos que caracterizan la hiperbólica escritura de Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927-Ciudad de México, abril 17 de 2014) y que sólo obedecen a su poderosa imaginación y virtud narrativa fuera de serie; por ejemplo, al contar el poder de una bala blindada de la 357 Magnum que Santiago Nasar solía llevar en el cinto cuando iba al monte a caballo para atender los asuntos de la hacienda ganadera heredada de su padre, y a la que ya en casa (ubicada en la plaza central del pueblo) le extraía los proyectiles y los escondía lejos: “Era una costumbre sabia impuesta por su padre desde una mañana en que una sirvienta sacudió la almohada para quitarle la funda, y la pistola se disparó al chocar contra el suelo, y la bala desbarató el armario del cuarto, atravesó la pared de la sala, pasó con un estruendo de guerra por el comedor de la casa vecina y convirtió en polvo de yeso a un santo de tamaño natural en el altar mayor de la iglesia, al otro extremo de la plaza.”
Aunado al título, el íncipit de la novela anuncia a los cuatro vientos quién es la víctima y por ende sugiere que se van a narrar los pormenores y la causa del asesinato: “El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo.” De hecho es así: diseminados a lo largo de la trama (y buscando el suspense), paulatinamente se desgranan ciertos datos que anuncian y divulgan la inminencia del crimen, cuyo escenario y acto sangriento es narrado casi al final de la obra.
Desde la primera página el lector advierte que el asesinato ocurrió hace más de 20 años. Y pronto descubre que la voz narrativa que evoca y cuenta los hechos y que investigó para urdir la Crónica de una muerte anunciada (por ejemplo, “27 años después” habló con Plácida Linero, la madre de Santiago Nasar) es un alter ego de Gabriel García Márquez que, aunque nunca dice su nombre ni nadie lo llama con él, a todas luces le corresponde, dadas las noveladas alusiones autobiográficas. De modo que la obra también le sirve para lúdicamente homenajear a consabidos miembros de su familia haciéndolos aparecer en diversos episodios y anécdotas imaginarias. Así, por ejemplo, Santiago Nasar lleva ese nombre por el nombre de la madre del narrador: Luisa Santiaga —que es el nombre de la progenitora del Gabo de carne y hueso, de apellidos Márquez Iguarán (1905-2002)—, quien “era además su madrina de bautismo, pero también tenía un parentesco de sangre con Pura Vicario, la madre de [Ángela Vicario] la novia devuelta” por Bayardo San Román tras descubrir en la noche de bodas que no era virgen. En este sentido, cuando Margot (la hermana del narrador) —quien minutos antes del crimen había estado con Santiago Nasar y Cristo Bedoya observando desde el muelle el paso del obispo—, le informa a su madre del inminente asesinato que trunca el desayuno de caribañolas de yuca al que estaba invitado en la casa familiar de los García Márquez, Luisa Santiaga sale de prisa de ésta a prevenir a Pura Vicario, llevando de la mano a “Mi hermano Jaime”, dice el narrador, “que entonces no tenía más de siete años”. Pero en el camino a pie, alguien le grita: “No se moleste, Luisa Santiaga”, “Ya lo mataron”. 
(Ediciones B, 2013)
  Además de Margot (Barranquilla, noviembre 11 de 1929), otros dos hermanos del narrador eran amigos de Santiago Nasar: Luis Enrique (Aracataca, septiembre 8 de 1928) y su hermana monja, quien en la vida real se llama Aída Rosa García Márquez; nacida en Barranquilla el 17 de diciembre de 1930 y ya retirada de los hábitos monacales, recién publicó un libro de memorias de poca o nula circulación en México: Gabito, el niño que soñó Macondo (Ediciones B, 2013). En la novela, el domingo de febrero en que se casaron Bayardo San Román y Ángela Vicario, el narrador, su hermano Luis Enrique (que tocaba la guitarra) y Santiago Nasar continuaron la parranda de la boda (que agitó a todo el pueblo) hasta muy entrada la madrugada de ese lunes fatal en que éste sería asesinado a cuchilladas (en la plaza central, frente a su casa) entorno a las 7 de la mañana, mientras el narrador se recuperaba “de la parranda de la boda en el regazo apostólico de María Alejandrina Cervantes”, la hetaira que, según Gabo y los biógrafos, sí existió con ese nombre y con quien su generación perdió la virginidad. La tía Wenefrida Márquez, quien en la vida real era hermana del coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía (1864-1937), el abuelo paterno del escritor, vio a Santiago en las últimas cargado sus vísceras. “Hasta tuvo el cuidado de sacudir con la mano la tierra que le quedó en las tripas”, le testimonió al sobrino.

Aída García Márquez con un retrato de Gabito
  “Yo conservaba un recuerdo muy confuso de la fiesta antes de que hubiera decidido rescatarla a pedazos de la memoria ajena”, apunta el narrador. “Durante años se siguió hablando en mi casa de que mi padre [Gabriel Eligio García Martínez, 1901-1984] había vuelto a tocar el violín de su juventud en honor de los recién casados, que mi hermana la monja [Aída Rosa] bailó un merengue con su hábito de tornera, y que el doctor Dionisio Iguarán, que era primo hermano de mi madre, consiguió que se lo llevaran en el buque oficial [en el que llegó el padre del novio y su familia] para no estar aquí al día siguiente cuando viniera el obispo [...] Muchos sabían que en la inconsciencia de la parranda le propuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo, cuando apenas había terminado la escuela primaria, tal como ella misma me lo recordó cuando nos casamos catorce años después.” 

Mercedes Barcha Pardo y Gabriel García Márquez
  En la vida real, Mercedes Barcha Pardo (Magangué, noviembre 6 de 1932) se casó con Gabriel García Márquez “el 21 de marzo de 1958 a las once de la mañana en la iglesia del Perpetuo Socorro”, en Barranquilla. La fecha del lazo matrimonial induce a suponer que el crimen que narra la novela no ocurrió en 1951, sino en 1944 y podría ser. Pero también pudo ocurrir en los años 20 o 30, si se piensa que la primera vez que arriba al pueblo el padre del novio: el general Petronio San Román, con su mujer y dos hijas, lo hace manejando un peliculesco “Ford T con placas oficiales cuya bocina de pato alborotó las calles a las once de la mañana”. 

El general Petronio San Román, que en la boda lucía “un penacho de plumas y la coraza de medallas de guerra”, fue, apunta el narrador, “héroe de las guerras civiles del siglo anterior, y una de las glorias mayores del régimen conservador por haber puesto en fuga al coronel Aureliano Buendía en el desastre de Tucurinca. Mi madre fue la única que no fue a saludarlo cuando supo quién era. ‘Me parecería muy bien que se casaran —me dijo—. Pero una cosa era eso, y otra muy distinta era darle la mano a un hombre que ordenó dispararle por la espalda a Gerineldo Márquez.’” Coroneles de imaginaria y consabida acuñación garciamarquiana que remiten, centralmente, a Cien años de soledad (Sudamericana, Buenos Aires, 1967).


II de II
En la novelística reconstrucción del asesinato de Santiago Nasar, de 21 años, que en Crónica de una muerte anunciada (1981) hace el homónimo alter ego de Gabriel García Márquez, descuella el hecho de que ocurre en un pueblerino y limitado entorno social —conservador, católico y machista— repleto de rancios atavismos y prejuicios decimonónicos. 
(Diana, 29ª impresión con erratas, México, septiembre de 2002)
  Después de la apoteósica celebración y francachela de la boda que un domingo de febrero excitó al pueblo entero, Bayardo San Román, un advenedizo con solvencia económica, tras descubrir en la intimidad de la primera noche de amor que Ángela Vicario no era virgen, la devuelve en la madrugada a la casa de su familia con claros visos de violencia: “Llevaba el traje de raso en piltrafas y estaba envuelta con una toalla hasta la cintura.” Pura Vicario, su madre y esposa de Poncio Vicario, un modesto orfebre ciego, manda a llamar a Pedro y Pablo, sus hijos gemelos que aún andan de parrada. Al llegar encuentran a su hermana “tumbaba bocabajo en una sofá del comedor y con la cara macerada a golpes [que le dio su progenitora], pero había terminado de llorar”. Y casi de inmediato y sin replicar les revela el nombre del supuesto responsable de la pérdida de su honor: Santiago Nasar, que en ese violento e intolerante contexto social equivale a una infalible e irrevocable sentencia de muerte que los gemelos cumplen unas horas después utilizando, cada uno, un cuchillo; instrumentos de matarifes de la cría de cerdos cuya hedionda pocilga cultivan en la casa familiar.

Los gemelos Pedro y Pablo Vicario también eran amigos de Santiago Nasar y alternaron con él en la parranda de la boda y después de la boda y al parecer no hubieran querido matarlo a cuchilladas y por ende durante varias horas de la madrugada y del amanecer de ese lunes fatídico pregonaron su inminente crimen a quien pudo oírlo, con tal de que alguien hiciera algo para impedirlo. No obstante, declararon: “Lo matamos a conciencia”, “pero somos inocentes”. Y más aún: “El abogado sustentó la tesis del homicidio en legítima defensa del honor, que fue admitida por el tribunal de conciencia”. En este sentido, luego de que “En el panóptico de Riohacha [...] estuvieron tres años en espera del juicio porque no tenían con qué pagar la fianza para la libertad condicional”, tras los tres días que duró el proceso fueron absueltos. Tal absolución, que implica los atavismos y la moralina que impera en el pueblo y en la manipulación de la ley, es refrendada por Prudencia Cotes, la novia de Pablo, que se casó con él tras salir de la cárcel “y fue su esposa toda la vida”, y que al narrador le dijo: “Yo sabía en qué andaban [...] y no sólo estaba de acuerdo, sino que nunca me hubiera casado con él si no cumplía como hombre.”
Gabriel García Márquez hojeando
Gabtio, el niño que soñó Macondo (Ediciones B, 2013)
  En las indagaciones que el homónimo alter ego del autor hizo para reconstruir ese crimen ocurrido alrededor de 27 años antes, queda claro que muy pocos fueron quienes intentaron que tal muerte no ocurriera. Es el caso de Clotilde Armenta, la comerciante de la tiendita-cantina de la plaza del pueblo donde los gemelos se ubican con los cuchillos envueltos en periódicos en espera de ver desde allí a Santiago Nasar; del coronel Lázaro Aponte, el alcalde, quien mientras los muchachos duermen la mona (por el exceso de alcohol) les quita el par de cuchillos recién afilados (pero luego van por otros); de Cristo Bedoya, quien minutos antes del crimen trata de encontrar a Santiago Nasar; de Luisa Santiaga, quien intenta prevenir a Plácida Linero, la madre del asesinado. 

Según el narrador, “Para la inmensa mayoría sólo hubo una víctima: Bayardo San Román. Suponían que los otros protagonistas de la tragedia habían cumplido con dignidad, y hasta con cierta grandeza, la parte de favor que la vida les tenía señalada. Santiago Nasar había expiado la injuria, los hermanos Vicario habían probado su condición de hombres, y la hermana burlada estaba otra vez en posesión de su honor. El único que lo había perdido todo era Bayardo San Román. ‘El pobre Bayardo’, como se le recordó durante años.” Falaz corte de caja que incita a especular y a conjeturar en diversas direcciones.
Si bien Santiago Nasar era “un gavilán pollero” que incluso manoseaba a Divina Flor, la adolescente hija de la cocinera que servía en su casa (que es la casa de su madre viuda), queda claro y se transluce que él no fue quien desfloró a Ángela Vicario. De hecho, éste es uno de los misterios que la novela no desvela: ¿quién fue el autor de su perjuicio?, si es que hubo tal, porque también se piensa que no dijo el nombre del verdadero responsable porque “estaba protegiendo a alguien a quien de veras amaba”. Pero, ¿por qué culpó a Santiago Nasar? Según lo recabado por el autor, Ángela Vicario dijo el nombre de éste porque supuso que los gemelos no lo atacarían porque era un hombre rico. Lo cual resulta falaz, puesto que requeridos por su madre, le preguntan el nombre con el objetivo de vengar la afrenta en los expeditos términos que dictan los atavismos y la moralina que impera en el pueblo.
Vale subrayar, entonces, que la novela no es psicológica. No explora las pulsiones mentales y subconscientes que la empujaron a condenar a muerte a Santiago Nasar. Y desde cierta perspectiva, Ángela Vicario es la ganona, la siniestra mano que mueve la cuna con la conciencia tranquila, que de víctima de las circunstancias, siempre buscó ganar y salirse con la suya a toda costa. 
Bayardo San Román, quien andaba por los 30 años, llegó al pueblo seis meses antes de la boda. Ángela Vicario tenía 20 años y era la más bella de sus tres hermanas (una ya muerta de “fiebres crepusculares”), a quienes Luisa Santiaga les objetaba “la costumbre de peinarse antes de dormir”: “Muchachas —les decía— no se peinen de noche que se retrasan los navegantes”. Bayardo San Román, en vez de seducirla a ella, sedujo a sus padres con el infalible argumento: la posición privilegiada de su familia y de su padre el general Petronio San Román y la solvencia económica para comprarlo todo (coche descapotable y “la casa más bonita del pueblo”: “la quinta del viudo de Xius”). Es por esto que a Ángela Vicario sus padres “le impusieron la obligación de casarse con un hombre que apenas había visto” y “pese al inconveniente de la falta de amor”. No les confesó la pérdida de la virginidad (el secreto mejor guardado) y en este sentido en su familiar entorno católico (que denotan sus nombres propios) profanó “los símbolos de la pureza”, pues se atrevió a “ponerse el velo y los azahares sin ser virgen”. Y más aún, atenta a las comidillas y al qué dirán, no se vistió de novia hasta que no llegó el novio “con dos horas de retraso”. “Imagínate [...] hasta me hubiera alegrado de que no llegara, pero nunca que me dejara vestida”, le dijo a su primo el narrador. “Su cautela [apostrofa éste] pareció natural, porque no había percance público más vergonzoso para una mujer que quedarse plantada con el vestido de novia.”
Los hermanos Aída y Gabriel García Márquez
  Según el sumario consultado por el primo narrador, “sus dos únicas confidentes declararon: “Nos dijo el milagro pero no el santo”. Es decir, tampoco a ellas, al parecer, les reveló el nombre del verdadero picaflor, pero fueron ambas quienes le brindaron consejos y trucos para burlar al marido la noche de bodas. Según el narrador, “Tan aturdida estaba que había resuelto contarle la verdad a su madre para librase de aquel martirio, cuando sus dos únicas confidentes, que la ayudaban a hacer flores de trapo junto a la ventana, la disuadieron de su buena intención. ‘Les obedecí a ciegas —me dijo— porque me habían hecho creer que eran expertas en chanchullos de hombres’. Le aseguraron que casi todas las mujeres perdían la virginidad en accidentes de infancia. Le insistieron en que aun los maridos más difíciles se resignaban a cualquier cosa siempre que nadie lo supiera. La convencieron, en fin, de que la mayoría de los hombres llegaban tan asustados a la noche de bodas, que eran incapaces de hacer nada sin la ayuda de la mujer, y a la hora de la verdad no podían responder de sus propios actos. ‘Lo único que creen es lo que vean en la sábana’, le dijeron. De modo que le enseñaron artimañas de comadronas para fingir sus prendas perdidas, y para que pudiera exhibir en su primera mañana de recién casada, abierta al sol en el patio de la casa, la sábana de hilo con la mancha del honor.”

Después de que el engañado y ofendido Bayardo San Román regresara a Ángela Vicario a la casa de sus padres, se tiró a la bebida, solitario en la otrora casa del viudo de Xius, la que iba a ser su rutilante nidito de amor. Y perdido en la borrachera (y con la misma ropa con que se casó) alrededor de una semana después se lo llevaron del pueblo su madre, sus dos hermanas y “otras dos mujeres mayores que parecerían sus hermanas”, venidas ex profeso en un buque de carga. “El coronel Lázaro Aponte las acompañó a la casa de la colina, y luego subió el doctor Dionisio Iguarán en su mula de urgencias. Cuando se alivió el sol, dos hombres del municipio bajaron a Bayardo San Román en una hamaca colgada de un palo, tapado hasta la cabeza con una manta y con el séquito de plañideras. Magdalena Olivier creyó que estaba muerto.”
Ángela Vicario y su familia también se fueron del pueblo para siempre. Según el narrador, “Mucho después, en una época incierta en que trataba de entender algo de mí mismo vendiendo enciclopedias y libros de medicina por los pueblos de la Guajira, me llegué por casualidad hasta aquel moridero de indios. En la ventana de una casa frente al mar bordando a máquina en la hora de más calor, había una mujer de medio luto con antiparras de alambre y canas amarillas, y sobre su cabeza estaba colgada una jaula con un canario que no paraba de cantar. Al verla así, dentro del marco idílico de la ventana, no quise creer que aquella mujer fuera la que yo creía, porque me resistía a admitir que la vida terminara por parecerse tanto a la mala literatura. Pero era ella: Ángela Vicario 23 años después del drama.”
Ángela Vicario no le reveló el nombre del picaflor, pero sí que “durante diecisiete años” estuvo escribiéndole cartas a Bayardo San Román que él no le respondía: “era como escribirle a nadie”. Hasta que “Un medio día de agosto, mientas bordaba con sus amigas, sintió que alguien llegaba a la puerta. No tuvo que mirar para saber quién era. ‘Estaba gordo y se le empezaba a caer el pelo, y ya necesitaba espejuelos para ver de cerca —me dijo—. ¡Pero era él, carajo, era él!’ Se asustó, porque sabía que él la estaba viendo tan disminuida como ella lo estaba viendo a él, y no creía que tuviera dentro tanto amor como ella para soportarlo. Tenía la camisa empapada de sudor, como lo había visto la primera vez en la feria, y llevaba la misma correa y las mismas alforjas de cuero descocido con adornos de plata. Bayardo San Román dio un paso adelante, sin ocuparse de las otras bordadoras atónitas, y puso las alforjas en la máquina de coser.
“—Bueno —dijo—, aquí estoy.
“Llevaba la maleta de la ropa para quedarse, y otra maleta igual con casi dos mil cartas que ella le había escrito. Estaban ordenadas por sus fechas, en paquetes cosidos con cintas de colores, y todas sin abrir.”


Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada. Editorial Diana. 29ª impresión con erratas. México, septiembre de 2002. 130 pp.




*********