viernes, 17 de abril de 2015

La mala hora


 Un síntoma de descomposición social

I de IV
La edición ratificada de La mala hora, la tercera novela que publicó Gabriel García Márquez (1927-2014), apareció en 1966, en México, editada por Ediciones Era, precedida por una nota de Gabo que dice a la letra: “La primera vez que se publicó La mala hora, en 1962, un corrector de pruebas se permitió cambiar ciertos términos y almidonar el estilo, en nombre de la pureza del lenguaje. En esta ocasión, a su vez, el autor se ha permitido restituir las incorrecciones idiomáticas y las barbaridades estilísticas, en nombre de su soberana y arbitraria voluntad. Ésta es, pues, la primera edición de La mala hora.”
(Ediciones Era, 20ª reimpresión, México, 2006)
  Esto remite al hecho de que con La mala hora (cuyo título tentativo era “Este pueblo de mierda”) obtuvo en Bogotá el Premio Esso de Novela 1961 (tres mil dólares y un diploma que su amigo Germán Vargas recogió y colgó “en el bar La Cueva, el recinto preferido de los ‘mamadores de gallo’ de Barranquilla”) y ya con el título que lleva en diciembre de 1962 fue publicado en Madrid en los Talleres de Gráficas “Luis Pérez”, pero con las supuestas enmiendas del “corrector de estilo” español que disgustaron al colombiano y por ende desautorizó la edición. Algo de ese dilema y de cierta censura lo esbozan sus biógrafos (Dasso Saldívar, Gerald Martin) y el propio Gabriel García Márquez lo bosqueja (con retoques y olvidos) en sus memorias Vivir para contarla (Diana, 2002) y en “La desgracia de ser escritor joven”, artículo periodístico “Publicado originalmente el 9 de septiembre de 1981”, reunido en el volumen Notas de prensa. Obra periodística 5 (1961-1984) (Diana, 2003).

(Diana,  1ª  ed., México, 2002) En la foto: el niño Gabito con una galleta
  Gabo inició la redacción de La mala hora (el legendario “mamotreto” o “la novela de los pasquines” atada con una corbata) en 1956, en París, en el cuartito del séptimo piso del Hotel de Flandre de la rue Cujas del Barrio Latino, pero la interrumpió para acometer la escritura y reescritura de su segunda novela: El coronel no tiene quien le escriba, concluida en “París, enero de 1957”, publicada primero en Bogotá, en el número 19 de la revista Mito, correspondiente a mayo-junio de 1958, y luego en forma de libro, en Medellín, editado por Aguirre Editor en 1961. Entre la escritura de los cuentos de Los funerales de la Mamá Grande (libro editado en Xalapa, en abril de 1962, por la Universidad Veracruzana) y del cuento “El mar del tiempo perdido”, impreso en el número 5-6 de la Revista Mexicana de Literatura, correspondiente a mayo-junio de 1962, obviamente siguió puliendo La mala hora; pero la versión definitiva de ésta fue la que hizo tras descubrir las meteduras de pata del “corrector” español: “Desde ese mismo instante di la novela por no publicada [dice en Vivir para contarla], y me entregué a la dura tarea de retraducirla a mi dialecto caribe, porque la única versión original era la que yo había mandado al concurso, y la misma que se había ido a España para la edición. Una vez restablecido el texto original, y de paso corregido una vez más por mi cuenta, la publicó la editorial Era, de México, con la advertencia impresa y expresa de que era la primera edición.”

Dámaso (Julián Pastor) y Ana (Rocío Sagaón)
Fotograma de En este pueblo no hay ladrones (1964),
película dirigida por Alberto Isaac,
basada en el cuento homónimo de Gabriel García Márquez.
  Según anota Dasso Saldívar en García Márquez. El viaje a la semilla. La biografía (Alfaguara, 1997), el título de La mala hora, a punto de ser editada en España, “había salido de una frase del cuento ‘En este pueblo no hay ladrones’”: “La mala hora”, dice Ana cuando Dámaso le explica que se robó las bolas del billar “sin pensarlo”. Pero también pudo ser extraído de El coronel no tiene quien le escriba, precisamente del pasaje donde la asmática mujer del septuagenario coronel, ya a mediados de noviembre de 1956, le dice al recordar el asesinato de su hijo Agustín en la gallera del pueblo (“por distribuir información clandestina”): “Si el tres de enero se hubiera quedado en la casa no lo hubiera sorprendido la mala hora [...] Le advertí que no fuera a buscar una mala hora en la gallera y él me mostró los dientes y me dijo: ‘Callate, que esta tarde nos vamos a podrir de plata.’”

Lola (Marisa Paredes) y el coronel (Fernando Luján)
Fotograma de El coronel no tiene quien le escriba (1999),
filme dirigido por Arturo Ripstein,
basado en la novela homónima de Gabriel García Márquez.
  Dividida en nueve capítulos, la trama de La mala hora se desarrolla durante un lluvioso y caluroso octubre, entre un “Martes cuatro” y un “Viernes 21”, precisamente en un pequeño y anónimo pueblo colombiano con un puerto fluvial (en donde las lanchas, después de ocho horas de navegación, arriban con el correo y “el tráfico de carga y pasajeros tres veces por semana”), cuyo modelo real es Sucre, que también lo es en las novelas El coronel no tiene quien le escriba y Crónica de una muerte anunciada (La Oveja Negra, 1981) y en cinco de los ocho cuentos de Los funerales de la Mamá Grande: “Un día de estos”, “En este pueblo no hay ladrones”, “La prodigiosa tarde de Baltazar”, “La viuda de Montiel” y “Rosas artificiales”. El impreciso contexto social y político que impera en el país bajo una dictadura militar se ubica dentro del período de La Violencia, agudizado tras el asesinado del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, conocido como el Bogotazo, sucedido el 9 de abril de 1948 y que incidió en el abandono definitivo de la carrera de derecho que Gabo hacía a bandazos en la Universidad Nacional de Colombia. En este sentido, quizá el lapso que tomó como modelo sea relativo a cuando en 1949 el presidente conservador Mariano Ospina Pérez cerró el Congreso; pero sobre todo parece ser la etapa de la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, cuyo golpe de Estado y gobierno de facto oscilo entre el 13 de junio de 1953 y el 10 de mayo de 1957, y quien fue el militar que en enero de 1956 ordenó el cierre de El Espectador —el siguiente 15 de abril ordenaría el cierre de El Independiente— dejando varado en Europa a Gabriel García Márquez. 

La Caponera (Lucha Villa) y Dionisio Pinzón (Ignacio López Tarso)
Fotograma de El gallo de oro (1964),
película dirigida por Roberto Gavaldón,
basada en el argumento homónimo de Juan Rulfo.
Guión: Gabo, Carlos Fuentes y Roberto Gavaldón.
  Quizá porque entre octubre y diciembre de 1955 Gabo, en Roma, había intentado estudiar guión y dirección de cine en el Centro Experimental de Cinematografía, pero quizá también porque ya instalado en la Ciudad de México en abril de 1963 comenzó a escribir guiones de cine —el primer fruto cristalizado fue El gallo de oro (1964), filme de charros, galleros y cantantes de rancheras dirigida por Roberto Gavaldón en base al guión de éste, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, cuyo argumento es de Juan Rulfo—, La mala hora tiene un cariz antiguo (casi decimonónico en sus numerosas minucias) y muy cinematográfico, con la topografía y los personajes muy tipificados. De modo que parece que el autor hubiera tenido en mente la guionización y el posible rodaje en un minúsculo pueblo a la vera de un río colombiano, cuyo entorno selvático puebla las calles de “hormigas voladoras” y deja oír “el alboroto de los loros y los micos”. 


II de IV 
A priori, el apelativo de “novela de los pasquines” hace suponer que el tema principal de La mala hora son los infamantes anónimos que los mezquinos habitantes del pueblo se dejan entre sí durante las noches y que suscitan entre ellos rencores, pleitos y asesinatos y la emigración de un individuo caído en desgracia o de familias enteras temerosas de ser blanco de la difamación o de la exhibición pública. Y sí que lo es pero de manera secundaria. Pues si bien la obra casi inicia con el asesinato de Pastor, un joven clarinetista y compositor, crimen que comete con una escopeta y a mansalva el gigantón César Montero (el pasquín dejado en su puerta durante la noche decía que su mujer era amante del músico), el tema que cobra mayor relevancia a lo largo de la novela es la corrupción, el enriquecimiento ilegal, el autoritarismo, la violencia, la impunidad, la manipulación y el abuso del poder del anónimo alcalde (un dictadorzuelo teniente que al unísono es el jefe de la policía), coludido al despotismo y al enriquecimiento ilícito de varios de los ricos del pueblo que se han forrado a su vera y extorsión. En tal ámbito descuella José Montiel, muerto hace dos años por una congestión cerebral, cuya viuda, con tres hijos en Europa (el hijo de cónsul en Alemania y las dos hijas fascinadas con los mercados de carne de París), vive “sola en la sombría casa de nueve cuartos donde murió la Mamá Grande”, cuya desmesurada fortuna administra el negro y servil señor Carmichael  —personajes (con obvias variantes) de los cuentos “La viuda de Montiel” y “La prodigiosa tarde de Baltazar”—. El alcalde, que hace y deshace teniendo en mente su conveniencia y su lucro personal, llegó al pueblo hace años. “La madrugada en que desembarcó furtivamente con una vieja maleta de cartón amarrada con cuerdas y la orden de someter al pueblo, fue él quien conoció el terror. Su único asidero era una carta para un oscuro partidario del gobierno que había de encontrar al día siguiente sentado en calzoncillos a la puerta de una piladora de arroz. Con sus indicaciones, y la entraña implacable de los tres asesinos a sueldo que lo acompañaban, la tarea había sido cumplida.” Vale puntualizar que don Chepe Montiel era ese campesino “sentado en calzoncillos a la puerta de una piladora de arroz”, quien aún no se ponía “su primer par de zapatos” y de quien el señor Carmichael fue contabilista, y por ende hizo lo que había que hacer: llevó “la contabilidad con los ojos cerrados.” Visos de la riqueza y del patrimonio que logró acumular se observan en la descripción de los detalles de la casa de la viuda de Montiel, ubicada en la plaza central del pueblo —en cuyo entorno ocurren buena parte de los sucesos de la novela—. Sus tierras comprenden tres municipios y se “atraviesan en cinco días a caballo”. El origen de su cruento y “Lindo negocio” lo resume con sarcasmo el peluquero (militante secreto de la proscrita y clandestina oposición): “mi partido está en el poder, la policía amenaza de muerte a mis adversarios políticos, y yo les compro sus tierras y ganados al precio que yo mismo ponga.” “Cuando pasan las elecciones [...] soy dueño de tres municipios, no tengo competidores, y de paso sigo con la sartén por el mango aunque cambie el gobierno. Yo digo: mejor negocio, ni falsificar billetes.” 
La viuda de Montiel (Geraldine Chaplin)
Fotograma de La viuda de Montiel (1979),
película dirigida por Miguel Littin,
basada en el cuento homónimo de Gabriel García Márquez.
  En tal tenor el alcalde —que tiene una oficina blindada en el cuartel de la policía que al unísono es la alcaldía— urde sus hipócritas, lucrativos e impunes actos. A las familias de humildes damnificados por las inundaciones en las tierras bajas les dona unos terrenos junto al cementerio para que allí trasladen sus jacales, con sus hamacas y corotos; pero como la tierra es de su propiedad, hace que el municipio le pague la expropiación a un precio fijado por él a través de unos supuestos peritos que dizque la avalúan. Para ello, por sugerencia del juez Arcadio —quien “Once meses después de haber tomado posesión del cargo”, “se instaló por primera vez en su escritorio”— nombra un personero, un agente del ministerio público que legaliza la compra-venta. Un personero que debería ser nombrado por el consejo municipal, pero dado que no existe, “el régimen del estado de sitio” (que sólo permite “los periódicos oficiales”) autoriza al alcalde a nombrarlo. Nombramiento que dura sólo dos horas, mientras se hace el trámite. Amén de que el anterior personero, “Hace año y medio le desbarataron la cabeza a culatazos”; y al anterior juez, el juez Vitela, lo acribillaron tres policías sentado en la silla de su escritorio. Obviamente, se deduce, fueron los tres asesinos disfrazados de policías que llegaron con el alcalde (sacados de las cárceles) y que lo obedecen sin chistar y a pie juntillas. Pero “El mismo alcalde la mandó a componer cuando cambió el gobierno y empezaron a salir investigaciones especiales por todos lados”, dice el secretario del juzgado, quien allí deambula en pantuflas y pela una gallina para la cocinera del hotel. No obstante, el juez Arcadio se encuentra en su oficina “con un problema moral” que no resuelven ni él ni el alcalde ni nadie y se queda en puntos suspensivos con la violencia in crescendo: “A raíz de las últimas elecciones la policía decomisó y destruyó las cédulas del partido de oposición” y por ende “La mayoría de los habitantes del pueblo carecía ahora de instrumentos de identificación.” 

A César Montero el alcalde, en su papel de jefe de la policía, no lo encierra en una celda sino en un cuarto del “segundo piso de la alcaldía”; “una habitación simple”, “con un aguamanil y una cama de hierro”, donde pasa varios días sin comer hasta que lo confiesa el padre Ángel y éste reclama que lo tienen sin comer, entonces el acalde ordena a un agente que le traiga comida del hotel por cuenta del municipio: “Que manden un pollo entero bien gordo, con un plato de papas y una palangana de ensalada”. Ese trato especial que le brinda se debe a que busca algún beneficio monetario, dado que César Montero es un millonario “enriquecido en la extracción de maderas” a quien le echa en cara: “Todo lo que tienes me lo debes a mí [...] Había orden de acabar contigo. Había orden de asesinarte en una emboscada y de confiscar tus reses para que el gobierno tuviera cómo atender a los enormes gastos de las elecciones en todo el departamento. Tú sabes que otros alcaldes lo hicieron en otros municipios. Aquí en cambio, desobedecimos la orden.” 
Con tales chantajes y otras coacciones convienen su traslado nocturno para eludir el espectáculo de la mañana del día siguiente: tras la llegada de las lanchas, “durante medía hora el puerto estaría en ebullición, esperando que embarcaran al preso”. “Cinco mil pesos en terneros de un año”, le pide el alcalde. A lo que César Montero le agrega “cinco terneros más” para que lo remita “esa misma noche, después del cine, en una lancha expresa”.
(La Oveja Negra, 3ª ed., Bogotá, junio de 1980)
  Pero al igual que otras anécdotas parciales o inconclusas de La mala hora, el destino de César Montero es un misterio. Pues quizá el soborno que cobra el alcalde implica la tácita fuga y no el supuesto traslado a la cabecera departamental donde debería ser juzgado (y extorsionado por tener dinero), puesto que al padre Ángel le receta: “No hay favor que no le cueste plata a quien la tiene” y a César Montero le especifica en medio de su chantajista y politiquera verborrea: “Estoy tratando de ayudarte”; “Todos sabemos que fue una cuestión de honor, pero te costará trabajo probarlo. Cometiste la estupidez de romper el pasquín.”

Vale observar que pese al dictamen del doctor Octavio Giraldo (personaje que también aparece en “La prodigiosa tarde de Baltazar”): “Esa ha sido siempre una característica de los pasquines”: “Dicen lo que todo el mundo sabe, que por cierto es casi siempre la verdad”; la peliculesca escena del sorpresivo asesinato del joven clarinetista y compositor implica y denota que esa lluviosa mañana del martes cuatro de octubre no esperaba que lo matara César Montero. Y el meollo del cruento infundio se transluce en un diálogo que sostienen Roberto Asís y su madre la viuda de Asís en la recámara de ésta: 
“—Todo el mundo sabe que Rosario Montero se acostaba con Pastor —dijo él—. Su última canción era para ella.
“—Todo el mundo lo decía, pero nadie lo supo a ciencia cierta —repuso la viuda—. En cambio, ahora se sabe que la canción era para Margot Ramírez. Se iban a casar y sólo ellos y la madre de Pastor lo sabían. Más les hubiera valido no defender tan celosamente el único secreto que ha podido guardarse en este pueblo.”
Pero además la anónima difamación y deshonra pública también opera contra Roberto Asís y lo angustia, no se afeita y le quita el sueño esperando sorprender en la oscuridad al supuesto amante de su hermosa y odorífica esposa, pues en un pasquín se dijo que la hija de ambos no es de él. Y más aún, la enraizada difamación también reptó en torno a la reputación de su madre y de su padre Adalberto Asís: 
“También Adalberto Asís había conocido la desesperación. Era un gigante montaraz que se puso un cuello de celuloide durante quince minutos en toda su vida para hacerse el daguerrotipo que le sobrevivía en la mesita de noche. Se decía de él que había asesinado en ese mismo dormitorio a un hombre que encontró acostado con su esposa, y que lo había enterrado clandestinamente en el patio. La verdad era distinta: Adalberto Asís había matado de un tiro de escopeta a un mico que sorprendió masturbándose en la viga del dormitorio, con los ojos fijos en su esposa, mientras ésta se cambiaba de ropa. Había muerto cuarenta años más tarde sin poder rectificar la leyenda.”
Vale observar, no obstante, que la pinta de gigante montaraz de Cristóbal Asís, el mayor de los ocho hijos del fallecido Adalberto Asís y su viuda, da por “cierta la versión pública y nunca confirmada de que César Montero era hijo secreto del viejo Adalberto Asís.”

III de IV
Una comisión de damas católicas, entre ellas la “espléndida y floral” Rebeca de Asís —la esposa de Roberto—, “de una blancura deslumbrante y apasionada”, visitan al padre Ángel para conminarlo a que desde la iglesia interfiera en la interrupción de los venenosos pasquines, a los que él no les da mucha importancia. Y lo mismo hace la viuda de Asís preocupada por la sangrienta desgracia que pueda ocurrir con el desasosiego que aqueja a su hijo Roberto, y para ello un jueves lo invita a comer (“Una sirvienta descalza llevó arroz con frijoles, legumbres sancochadas y una fuente con albóndigas cubiertas de una salsa parda y espesa”), pues además de ser una mujer ricachona cuya numerosa familia (ocho hijos, sólo uno casado) tiene en la parroquia “dos escaños próximos al púlpito, donados por ellos, y con sus respectivos nombres grabados en plaquetas de cobre”, suele enviarle al cura su desayuno y cuando para la misa del domingo siete de sus ocho hijos llegan con las bestias cargadas de víveres, le envía a su casa, con “dos niñas descalzas”, “varias piñas maduras, plátanos pintones, panelas, queso y un canasto de legumbres y huevos frescos”. Así que el padre Ángel, quien es la influyente autoridad moral del pueblo, habla con el alcalde, quien tampoco se toma en serio los pasquines. Sin embargo, dado que el lucrativo negocio del alcalde es “la paz” con los ricos, impone el toque de queda, entre las ocho de la noche y la cinco de la madrugada, y recluta a un grupo de civiles para que hagan vigilancia y rondas nocturnas (tienen orden, además, de no hacer nada si sorprenden pasado de copas y fuera de horas a alguno de los hermanos Asís). Pero los pasquines siguen apareciendo y no atrapan a ningún responsable ni mucho menos hay algún tipo de investigación detectivesca. “Es todo el pueblo y no es nadie”, cifra Casandra —la adivina del circo nómada, que dizque sabe de quiromancia y lee las cartas—, cuando el alcalde le pide en la intimidad que los naipes le revelen “quién es el de estas vainas”. 
(La Oveja Negra, 3ª ed., Bogotá, mayo de 1980)
  El padre Ángel, con sus variantes, también es personaje en El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, 1961) y en “Rosas artificiales” —cuento de Los funerales de la Mamá Grande (UV, 1962)—, donde también aparece Trinidad, la asistente en la sacristía y en la iglesia y la encargada de poner las trampas a los ratones y de envenenarlos con arsénico; y Mina, la hacedora de flores de tela y alambre, y la madre de ésta y la deslenguada abuela ciega. El padre Ángel es pobre, “grande, sanguíneo, con una apacible figura de buey manso” y se mueve “como un buey, con ademanes densos y tristes”. Tiene ojos azueles y 61 años de edad; 40 años de sacerdote; 19 años de vivir en el pueblo y fue principiante en Macondo, donde —les dice a las damas católicas— lo sucedió el centenario y manso padre “Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Montero, quien informó al Obispo que en su parroquia estaba cayendo una lluvia de pájaros. El investigador enviado por el Obispo lo encontró en la plaza del pueblo, jugando con los niños a bandidos y policías.” Este anciano y senil cura, con sus variantes, es personaje del Macondo del cuento “Un día después de sábado”, y con otras características también lo es en el Macondo del cuento “Los funerales de la Mamá Grande”, donde con una tremenda gordura (diez hombres lo llevan “desde la casa cural hasta el dormitorio de la Mamá Grande, sentado en su crujiente mecedor de mimbre bajo el mohoso palio de las grandes ocasiones”) oficia, llegado el instante crucial, la extremaunción de la legendaria y todopoderosa cacique. Y en La mala hora, además de su parcial incidencia en las decisiones del alcalde, el padre Ángel marca el ritmo de la moral religiosa que impera en el pueblo (el “más observante de la Prefectura Apostólica”, dice), pese a la proliferación de los adulterios y de los furtivos amoríos que los infamantes pasquines satanizan. Con la campana de la iglesia, día a día llama a misa de cinco de la mañana, pese a que “Las campanas están rotas y las naves llenas de ratones, porque la vida se me ha ido en imponer la moral y las buenas costumbres”, se queja con las damas católicas dispuestas hacer campaña para que el templo deje de ser “el más pobre de la Prefectura Apostólica”. Con toques de campana y la lista de la censura católica, califica o prohíbe la película que exhibe el empresario del cine en un terreno expuesto a las inclemencias del tiempo. Tal es su pudibundez y moralina, que en el culto “no les da la comunión a las mujeres que llevan mangas cortas, y ellas siguen usando mangas cortas, pero se ponen postizas antes de entrar a misa” (es lo que iba a hacer Mina en “Rosas artificiales”, pero la clarividente abuela ciega las lavó y aún están húmedas colgadas en el baño con pinzas de madera). Y según les dice a las damas católicas, “Hace 19 años, cuando me entregaron la parroquia, había once concubinatos públicos de familias importantes. Hoy sólo queda uno, y espero que por poco tiempo.” Tal concubinato es el del libertino y voluptuoso juez Arcadio, quien vive con una mujer “encinta de siete meses”, a quien el cura trata de reconvenir:

“—Pero será un hijo ilegítimo —dijo.
“—No le hace —dijo ella—. Ahora Arcadio me trata bien. Si lo obligo a que se case, después se siente amarrado y la paga conmigo.
“Se había quitado los zuecos, y hablaba con las rodillas separadas, lo dedos de los pies acaballados en el travesaño del taburete. Tenía el abanico en el regazo y los brazos cruzados sobre el vientre voluminoso. ‘Ni esperanzas, padre’, repitió, pues el padre Ángel permanecía silencioso. ‘Don Sabas me compró por 200 pesos, me sacó el jugo tres meses y después me echó a la calle sin un alfiler. Si Arcadio no me recoge, me hubiera muerto de hambre’. Miró al padre por primera vez:
“—O hubiera tenido que meterme de puta.” 
(Ediciones Era, 44ª reimpresión, México, 2012)
  El tal don Sabas, un viejo enfermo —que con sus variantes también figura en El coronel no tiene quien le escriba— es otro de los ricos arribistas del pueblo, quien además “hace cinco años” —reveladora contradicción
 era un “jefe de la oposición”, pero pudo quedarse en el pueblo porque “le dio a José Montiel la lista completa de la gente que estaba en contacto con las guerrillas”. Ante esto, vale subrayar que en El coronel no es un delator, sino “el único dirigente de su partido [el mismo partido del patético coronel que en octubre lleva 56 años esperando el pago de su pensión vitalicia] que escapó a la persecución política y continuaba viviendo en el pueblo”. “Dichosa juventud”; “Tiempos felices en que una muchachita de dieciséis años costaba menos que una novilla”, le dice al doctor Octavio Giraldo celebrando los pasquines que pregonan que sus hijos “se llevan por delante a cuanta muchachita empieza despuntar por esos montes”. Don Sabas, además, ya les había alquilado, por 30 pesos, un terreno a los humildes damnificados por las inundaciones de ese octubre lluvioso y caluroso; pero el alcalde, para su beneficio, bloqueó tal triquiñuela donándoles el terreno que tenía junto al cementerio y que a él le paga el municipio. El pasquín que le dejaron a don Sabas habla del “cuento de los burros”. Según le dice al doctor Giraldo mientras lo examina, “Fue un negocio de burros que tuve hace como veinte años”. “Daba la casualidad que todos los burros vendidos por mí amanecían muertos a los dos días, sin huellas de violencia.” “Corrió la bola de que era yo mismo el que entraba de noche a las huertas y les disparaba adentro a los burros, metiéndoles el revólver por el culo.” “Eran las culebras”, replica. “Pero de todos modos, se necesita ser bien pendejo para escribir un pasquín con lo que sabe todo el mundo.” “Lo que pasa es que en este país no hay una sola fortuna que no tenga a la espalda un burro muerto.” Reafirma y así lo parece bajo el régimen del estado de sitio; pero además lo que rumia evoca el aforismo de Honoré de Balzac que preludia a El padrino (1969), la célebre novela Mario Puzo llevada al cine por Francis Ford Coppola: “Detrás de cada fortuna hay un crimen.”
De pie: Walter Achugar, Manuel Michel, Joaquín Nováis Teixeira, Arturo Ripstein y Alberto Isaac.
Sentados: Luis Alcoriza, Luis Buñuel, Ladislav Kachtik, Gabo, Antonio Matouk y Gloria Marín.
(Acapulco, 1965)
  Y es que la viuda de Montiel, con dos años de viudez y ya medio repuesta de un recién colapso nervioso (quiso suicidarse tirándose por la ventana y se rumora que se volvió loca), ha preparado un baúl para irse del pueblo para siempre antes de que termine octubre y por ello encomienda al señor Carmichael para que opere la venta de los desmesurados bienes acumulados con latrocinios y asesinatos por José Montiel —apoyado por el alcalde y sus tres asesinos a sueldo— y el posible comprador es don Sabas. Pero éste, negándose a recibir al señor Carmichael, ha estado robando el ganado de la viuda de Montiel. Así que el alcalde encierra al señor Carmichael en la alcaldía y le cobra a don Sabas una buena tajada por el abigeato cometido: si por ejemplo ya “han sacado doscientas reses en tres días” y hecho “contramarcar con su hierro” a las bestias, le cobra “cincuenta pesos de impuesto municipal por cada res” y además lo frena: “A partir de este momento, en cualquier lugar en que se encuentre todo el ganado de la sucesión de José Montiel está bajo la protección del municipio”. Es decir, se colige, para el lucro personal del alcalde y no para el provecho público o para restituir a los antiguos propietarios. 



IV de IV
Tres de los ocho cuentos de Los funerales de la Mamá Grande (UV, 1962) ocurren en Macondo: el que le da título a la colección, “La siesta del martes” y “Un día después de sábado”. Un Macondo que en cada relato tiene sus particularidades y variantes, al igual que el Macondo del “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo” (cuento publicado en Bogotá, en el número 4 de la Revista Bimestral de Cultura, correspondiente a octubre-noviembre de 1955), el de la novela La hojarasca (Ediciones S.L.B, 1955) y el de Cien años de soledad (Sudamericana, 1967). En el cuento “Los funerales de la Mamá Grande”, la casona donde la cacique vivió y muere a los 92 años “en olor de santidad”, está en un Macondo que es la cabecera del municipio cuyo homónimo distrito comprende seis poblaciones; en La mala hora (Era, 1966) la casona donde falleció la Mamá Grande no está en Macondo (cuyo modelo es Aracataca) sino en el anónimo pueblo con un puerto fluvial (cuyo modelo es Sucre) —que es el escenario de los otros cinco cuentos de Los funerales y de las novelas El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, 1961) y Crónica de una muerte anunciada (La Oveja Negra, 1981)— y allí, durante ese lluvioso y caluroso octubre, que va del “Martes cuatro” al “Viernes 21”, vive la viuda de Montiel, con dos años de viudez y sus hijos en Europa (el hijo del cónsul en Alemania y las dos hijas fascinadas con los mercados de carne de París). Dice la voz narrativa:
Gabo, Geraldine Chaplin y Miguel Littin durante el rodaje de
La viuda de Montiel (1979)
  “Mientras los hombres recibían la paga del miércoles, la viuda de Montiel los sentía pasar sin responder a los saludos. Vivía sola en la sombría casa de nueve cuartos donde murió la Mamá Grande, y que José Montiel había comprado sin suponer que su viuda tendría que sobrellevar en ella su soledad hasta la muerte. De noche, mientras recorría con la bomba del insecticida los aposentos vacíos, se encontraba a la Mamá Grande destripando piojos en los corredores, y le preguntaba: ‘¿Cuándo me voy a morir?’ Pero aquella comunicación feliz con el más allá no había logrado sino aumentar su incertidumbre, porque las respuestas, como las de todos los muertos, eran tontas y contradictorias.”

Tal anécdota de realismo mágico es una de las pocas de tal índole que se leen en La mala hora, novela donde campea el realismo. Curiosamente, la respuesta a la pregunta que la viuda de Montiel le hace al fantasma de “la Mamá Grande destripando piojos en los corredores”, la recibe en un sueño que se lee al final del cuento “La viuda de Montiel”:
“Luego empezó a rezar, pero al segundo misterio cambió el rosario a la mano izquierda, pues no sentía las cuentas a través del esparadrapo. Por un momento oyó la trepidación de los truenos remotos. Luego se quedó dormida con la cabeza doblada en el pecho. La mano con el rosario rodó por su costado, y entonces vio a la Mamá Grande en el patio con una sábana blanca y un peine en el regazo, destripando piojos con los pulgares. Le preguntó:
“—¿Cuándo me voy a morir?
“La Mamá Grande levantó la cabeza.
“—Cuando te empiece el cansancio del brazo.”
Abel Quezada y Juan Rulfo
Fotograma de En este pueblo no hay ladrones (1964)
  Otro rasgo de realismo mágico son los inveterados callos del señor Carmichael, cuya sensibilidad le indican el pronóstico del clima. Otro se lee en el pasaje donde se habla de la colección de máscaras que los huéspedes del hotel del pueblo se ponían para hacer sus necesidades en el patio (amén de que Máscaras es el apelativo con que el alcalde llama a la joven que sirve en el restaurante del hotel), donde además se menciona el paso del legendario coronel Aureliano Buendía —también aludido en los cuentos “La siesta del martes”, “Un día después de sábado” y “Los funerales de la Mamá Grande” y en la novela El coronel no tiene quien le escriba y protagonista en Cien años de soledad (Sudamericana, 1967)—:

“El alcalde empezó a tomar la sopa. Siempre había pensado que aquel hotel solitario, sostenido por agentes viajeros ocasionales, era un lugar diferente del resto del pueblo. En realidad, era anterior al pueblo. En su destartalado balcón de madera, los comerciantes que acudían del interior a comprar la cosecha de arroz, pasaban la noche jugando a las cartas, en espera del fresco de la madrugada para poder dormir. El propio coronel Aureliano Buendía, que iba a convenir en Macondo los términos de la capitulación de la última guerra civil, durmió una noche en aquel balcón, en una época en que no había pueblos en muchas leguas a la redonda. Entonces era la misma casa con paredes de madera y techo de zinc, con el mismo comedor y las mismas divisiones de cartón en los cuartos, sólo que sin luz eléctrica ni servicios sanitarios. Un viejo agente viajero contaba que hasta principios del siglo hubo una colección de máscaras colgadas en el comedor a disposición de los clientes, y que los huéspedes enmascarados hacían sus necesidades en el patio, a la vista de todo el mundo.” 
Luis Alcoriza y Gabriel García Márquez
  Tal episodio en el comedor del hotel ocurre cuando el alcalde, con su flamante uniforme de teniente y botas de charol, lleva ocho días sin afeitarse el lado izquierdo de la barba. La razón: tiene una muela podrida e infectada, cuya inflamación y dolor lo atormentan y por ello necesita ver al dentista, quien no quiere recibirlo. Además de que en su primera aparición en El coronel figura con una variante de tal rasgo: “hinchada la mejilla sin afeitar”, tal pasaje es una variación de la breve anécdota que se narra en el cuento “Un día de estos”. Pero en La mala hora, en compañía de tres policías armados, con violencia, amenazas y causando destrozos, el alcalde irrumpe una noche en su casa y lo obliga a que en su gabinete le saque la muela. El dentista, opositor al régimen que impone el estado de sitio, “había sido el único sentenciado a muerte que no abandonó su casa. Le habían perforado las paredes a tiros, le habían puesto un plazo de 24 horas para salir del pueblo, pero no consiguieron quebrantarlo. Había trasladado el gabinete a una habitación interior, y trabajó con el revólver al alcance de la mano, sin perder los estribos, hasta cuando pasaron los largos meses de terror.” 

Jugador de billar (José Luis Cuevas)
Fotograma de En este pueblo no hay ladrones (1964)
  Ahora, según se ve, se avecina un nuevo período de violencia y terror, pues no obstante el estado de sitio y el toque de queda, en la gallera del pueblo detienen a Pepe Amador, un joven que repartía una hoja opositora impresa en mimeógrafo, y “después de casi dos años de celdas vacías”, por orden del alcalde lo encierran en la cárcel para que “dé los nombres de quienes traen al pueblo la propaganda clandestina”. Toto Visbal dice que “Tarde o temprano tenía que suceder”, que “El país entero está remendado con telarañas” y que se rumora “que otra vez se están organizando guerrillas contra el gobierno en el interior del país”. Y al parecer es así. Pues el peluquero Guardiola al juez Arcadio le desliza “un papel en el bolsillo de la camisa” y le anuncia que “En este país va a haber vainas”. “Dos años de discursos” —cita de memoria el peluquero lo que lee el juez— “Y todavía el mismo estado de sitio, la misma censura de prensa, los mismos funcionarios.” No sorprende, entonces, que en el salón de billar, después de unos tragos que le sirve don Roque —personaje de “En este pueblo no hay ladrones”—, vaya al orinal y antes de salir eche “la hoja clandestina en el excusado” y que se vaya del pueblo sin decirle nada a nadie de lo que sabe y dejando encinta de siete meses a su concubina. En la cárcel, el miércoles 19 de octubre los policías matan a Pepe Amador y casi ipso facto lo sabe el pueblo y se forma una aglomeración de gente frente a la alcaldía:

El la barra: Abel Quesada y Juan Rulfo
Sentados: Luis M. Rueda y Carlos Monsiváis
Fotograma de En este pueblo no hay ladrones (1964)
  “Todavía medio dormido, llevando el cinturón en una mano y con la otra abotonándose la guerrera, el alcalde bajó en dos saltos la escalera del dormitorio. El color de la luz le trastornó el sentido del tiempo. Comprendió, antes de saber qué pasaba, que debía dirigirse al cuartel.

“Las ventanas se cerraban a su paso. Una mujer se acerba corriendo con los brazos abiertos, por la mitad de la calle, en sentido contrario. Había hormigas voladoras en el aire limpio. Todavía sin saber qué ocurría, el alcalde desenfundó el revólver y echó a correr. 
“Un grupo de mujeres trataba de forzar la puerta del cuartel. Varios hombres forcejeaban con ellas para impedirlo. El alcalde los apartó a golpes, se puso de espaldas contra la puerta, y encañonó a todos.
“—Al que dé un paso lo quemo.
“Un agente que la había estado reforzando por dentro abrió entonces la puerta, con el fusil montado, e hizo sonar el pito. Otros dos agentes acudieron al balcón, hicieron varias descargas al aire, y el grupo se dispersó hacia los extremos de la calle. En ese momento, aullando como un perro, la mujer apareció en la esquina. El alcalde reconoció a la madre de Pepe Amador. Dio un salto hacia el interior del cuartel y ordenó al agente desde la escalera:
“—Encárguese de esa mujer.”
Dentro, el alcalde organiza la mortaja y el entierro del asesinado. Y con violencia y arbitrariedad impide que su madre lo vea. Y cuando llegan el cura y el doctor Giraldo, quien esperaba que el alcalde lo llamara para hacer la autopsia, y el padre Ángel quiere ver el cuerpo de Pepe Amador, el alcalde a ambos les anuncia la versión oficial: “Se fugó”. A lo que el médico replica lo que nadie ignora: “En este pueblo no se pueden guardar secretos. Desde las cuatro de la tarde, todo el mundo sabe que a ese muchacho le hicieron lo mismo que hacía don Sabas con los burros que vendía.” Y además de que al cura el alcalde le receta a bocajarro que “debe estar complacido”, porque “ese muchacho era el que ponía los pasquines”, tal espinosa conversación termina con reyerta, porque el teniente los amenaza con una carabina e inicia una cuenta para que se retiren antes de abrir fuego, lo cual rubrica con una declaración bélica: “Estamos en guerra, doctor.”
Luis Buñuel en el papel del cura
De negro, entre las fieles, Leonora Carrington
Fotograma de En este pueblo no hay ladrones (1964)
  Y así es, porque el viernes 21 de octubre —el día que concluye la novela—, Mina, quien ha ido a la iglesia a revisar las trampas de los ratones —pese a que igual a su abuela ciega usa una “faja azul de una congregación laica”—, le informa al padre Ángel de asuntos que él no oyó ni se enteró durante la noche y la madrugada: que “Sonaron disparos hasta hace poco.” Que “Parece que se volvieron locos buscando hojas clandestinas. Dicen que levantaron el entablado de la peluquería, por casualidad, y encontraron armas. La cárcel está llena, pero dicen que los hombres se están echando al monte para meterse a las guerrillas.” 

La última cena
  Por si fuera poco, durante la noche, “a pesar del toque de queda y a pesar del plomo”, Mina le da a entender al cura que hubo pasquines. No extrañaría, entonces, que sean tan infamantes y difamadores como el que suscitó el asesinato del compositor y clarinetista Pastor; o como el burlesco que le pusieron al señor Carmichael, que es negro y su mujer blanca, y por ello, dice, sus once hijos les salieron de todos colores, y el pasquín decía que él sólo era progenitor de los vástagos negros. 


Gabriel García Márquez, La mala hora. 20ª reimpresión. Ediciones Era. México, 2006. 200 pp.

lunes, 6 de abril de 2015

En el corazón del corazón del país


 El hombre nunca ha sido 
el ambiente propicio para el hombre

Con el título de En el corazón del corazón del país (UAM, 1989), la poeta mexicana Pura López Colomé prologó y tradujo del inglés tres cuentos del norteamericano William H. Gass (Fargo, Dakota del Norte, julio 30 de 1924), escritor que no obstante su relevancia dentro de la literatura de su país y pese a ser un crítico conocedor de la narrativa hispanoamericana del siglo XX, en México ha sido leído con tal insuficiencia que prácticamente no se le conoce.
       El primer relato, homónimo del libro, ha sido elaborado con cierta experimentación que le permite a William H. Gass salirse de los lineamientos tradicionales que suelen caracterizar el desarrollo formal de un cuento (con su presentación, nudo y desenlace). “En el corazón del corazón del país” está construido a retazos, dispuesto en una serie de fragmentos o breves capítulos con rótulo, cuya concreción implica una no concreción; es decir, el protagonista, un escritor envejecido (no se sabe si en años, pero sí en autoestima), arribó a un diminuto pueblo de Indiana, llamado B, para refugiarse consigo mismo. Su índole de forastero, advenedizo, solitario y comulgante de la vejez, lo aísla y lo hace deambular a imagen y semejanza de un fantasma invisible e inexistente, tanto por las calles, como por sus recuerdos y pensamientos. En este sentido, los fragmentos hacen pensar en las hojas dispersas, concisas, interrumpidas, fragmentarias y azarosas del diario íntimo de un individuo. Su secuencia no es lineal, sino discontinua: se dirigen a ninguna parte, su destino es la dispersión, la delicuescencia.
Tales fragmentos registran un conjunto de impresiones vagas, caprichosas, sintéticas y superficiales, no sólo de los vecinos inmediatos a la casa del escritor, de los habitantes y del lugar, sino también, como se apuntó, de sus reminiscencias y de él mismo. Las descripciones que hace sobre B, al ser simplemente enumerativas, resultan tan frías e impersonales que parece que el protagonista está hablando de una maqueta de plástico en miniatura y no de un pueblo vivo. Esto, sin embargo, a veces se entrecruza o adquiere un sentido distinto cuando el escritor refiere su soledad y la de los solitarios ancianos que lo rodean y observa.
William H. Gass
       Al ocuparse únicamente de viejos más solos que la cajeta, parece que en B no hay más habitantes que abuelos desvencijados, ruinosos y enclaustrados en su decadencia; pero el escritor es lo que ve y al verlo se proyecta a sí mismo. Así, sus fragmentos son reflejos de su interior. Un interior incierto que vaga solitario sumergido en una meditación silenciosa y aislada. Tal encierro, melancolía y soledad, similar y paralela al síndrome de los viejos conservadores y egocéntricos que oscilan en B, es evidencia anímica de un fracaso amoroso que lo asedia con insistencia: entre lo que describe, mira y piensa, siempre aparece la imagen de una mujer que pertenece al pasado; y al unísono constata un consabido escepticismo y misantropía que lo aleja de los otros: “El hombre nunca ha sido el ambiente propicio para el hombre; para las ratas tal vez sí, las ratas la pasan bien, o para perros, gatos e insectos caseros”; “No es de sorprenderse que los novelistas de los barrios bajos, las ciudades y los gentíos encuentren que el sexo es sólo como rascarse cuando a uno le da comezón, que cuando más humanos somos es cuando estamos sentados en el excusado, y que la imagen más justa de nuestra vida encuentra su mejor descripción en alguna plomería”.

Molinos de Viento núm. 62, Serie/Narrativa
Universidad Autónoma Metropolitana
México, 1989
      “En el corazón del corazón del país” posee ciertas consonancias con “Doña Malvada”, el segundo cuento; sólo que en éste descuella la ironía, lo sardónico y lo lúdico, en relación con la carga gris, corrosiva y patética que predomina en el primero. 

En “Doña Malvada” el protagonista es también un escritor advenedizo que, no obstante la compañía de su mujer, es tan solitario e invisible como el otro plumífero. Y por igual, a la menor provocación, hace rápidas alusiones librescas, guiños para entendidos. 
Tal escritor se halla en un pueblo semejante a B, con sus casas con porche y garaje que caracterizan la inmediatez, la distancia y la indiferencia de vecinos provincianos, estereotipadamente conservadores y gringos, que habitan una misma calle. 
De nuevo el escritor se detiene a observar y a pormenorizar la vejez; pero al hacerlo ya no hay un dejo dramático, depresivo y desencantado, sino una visión grotesca, sardónica y mordaz, cuya caricaturización transluce la repugnancia que ello le provoca. En tal meollo, figura la delineación de una ama de casa, su vecina, tan desagradable y deforme como resulta el anciano Wallace, otro vecino, obsesivamente entregada tanto al inútil y exagerado cuidado de su jardín, como a la inescrupulosa y estridente tiranía que ejerce sobre su marido y sus hijos, todos prisioneros de un mórbido y voluptuoso juego donde se mezclan la afrenta, el castigo, el odio, el placer, el miedo, el rechazo y la aprehensión circular.
El protagonista, aún teniéndola enfrente de su casa, ignora su nombre y desde los atavismos morales que infestan su imaginación, reprueba lo perverso de su conducta y le cuelga una etiqueta con el mote de “Doña Malvada”. 
Sin embargo, lo que a la postre resulta más relevante, es, precisamente, el trastoque y derrumbe de tales principios y prejuicios quezque morales con los que la censura y condena. No sólo el escritor desnuda en su imaginación, sin complicaciones de culpas, la fácil posibilidad de transitar impunemente entre el bien y el mal (sobre todo en éste), sino que como en un laberinto maligno al que cae seducido por un hechizo, termina abandonando su aséptica posición de voyeur y fantasioso, para entregarse a la persecución y hostigamiento de la mujer que le dizque suscitaba aversión.
“Orden de insectos”, el tercer y último cuento del libro, es más corto que los anteriores. Lo que lo distingue es la intensidad oral con la que está concebido. Ahora se trata del monólogo precipitado de una ama de casa, obsesiva en su pulcritud doméstica, quien habla primero del terror y el asco que le causaban unos insectos, para luego contar la extraña aparición de unos bichos bajo su alfombra, los cuales, posteriormente, la inducen no sólo a indagar todo lo que puede sobre esos parásitos, sino también a coleccionarlos como fetiches de su adoración con los que teje y entreteje la madeja de su ocio e intimidad.
William H. Gass
     Con tal personaje, y con los otros, se reitera un rasgo de la narrativa de William H. Gass y que la antologada trilogía de En el corazón del corazón del país hace evidente: su atracción por personajes grotescos, revulsivos y maniáticos. 



William H. Gass, En el corazón del corazón del país. Prólogo y traducción del inglés al español de Pura López Colomé. Colección Molinos de Viento (62), Serie/Narrativa. Universidad Autónoma Metropolitana. México, 1989. 128 pp.


lunes, 23 de marzo de 2015

El año de la muerte de Ricardo Reis



La vida inútil de un ’jijo e poeta

De 1984 data la primera edición en portugués de El año de la muerte de Ricardo Reis, novela del Premio Nobel de Literatura 1998: José Saramago, nacido en Azinhaga, Santarém, Portugal, el 16 de noviembre de 1922 [muerto en Tías, isla de Lanzarote, España, el 18 de junio de 2010]. Y la primera edición en castellano, traducida del portugués por Basilio Losada, data de 1985. 
      João Gaspar Simões, en Vida y obra de Fernando Pessoa (FCE, 1987), apunta que su biografiado murió a los 47 años de edad, tras un cólico hepático, en el Hospital de San Luis de los Franceses, en Lisboa, Portugal, el 30 de noviembre de 1935, y que entre sus heterónimos imaginó a tres poetas (consubstanciales a la celebridad póstuma de Fernando Pessoa): Álvaro Caeiro (nacido en 1889), Álvaro de Campos (nacido en 1890) y Ricardo Reis (nacido en 1887, un año antes que Pessoa), supuestamente educado por los jesuitas, médico de profesión, monárquico expatriado que había vivido en Brasil. 
José Saramago
(1922-2010)
     En este sentido, con tales datos y con otros (como el hecho de que los primeros poemas del Reis de Pessoa datan del 12 de junio de 1914), José Saramago imagina en su novela El año de la muerte de Ricardo Reis que tal médico y poeta, tras vivir 16 años en Río de Janeiro, ha cruzado el océano durante 14 días a bordo del Highland Brigade, que desembarca en Lisboa el 29 de diciembre de 1935 y se instala en el Hotel Bragança, donde se registra con 48 años de edad, natural de Porto, soltero, doctor en medicina, y con última residencia en Río de Janeiro. Así, una de las primeras cosas que hace después de su llegada es ir al cementerio donde fueron enterrados los restos de Fernando Pessoa, pues la noticia del fallecimiento de éste (un telegrama que le enviara Álvaro de Campos) fue lo que lo hizo regresar a Portugal.
Pasadas las doce y media de la noche, tras vagabundear por las calles de Lisboa que frenéticamente celebran el Año Nuevo, Ricardo Reis retorna a su cuarto de hotel y descubre que allí lo espera el fantasma de Pessoa, sin lentes y con el traje negro con que fue enterrado, quien además de puntualizarle sus características de hombre muerto (no puede verse en el espejo, tiene sombra, el agua no lo moja, no puede atravesar las paredes, nadie lo ve si no quiere que lo vean, no obstante hay personas que pueden verlo pero sin determinar si es un muerto o no), sólo durante nueve meses puede ir y venir del cementerio de Prazeres donde yace en la cripta donde también está enterrada doña Dionisia, su abuela loca; y como restan ocho meses antes del “olvido total”, le dice, solamente durante ese lapso podrán encontrarse. 
En la portada: Fernando Pessoa
(Alfaguara, México, 1988)
A lo largo de la novela El año de la muerte de Ricardo Reis, que concluye al término de los nueve meses (un día de agosto de 1936), Reis es visitado por Pessoa diez veces; y sólo una vez Ricardo Reis lo visita en el cementerio para hablar con él, pero Fernando Pessoa no se corporifica, solamente se oye su voz. Además de que los diálogos que sostienen son de lo más intrascendentes y banales, Reis no se extraña ante el hecho de que Pessoa sea un fantasma, ni nunca comentan el equívoco de que Ricardo Reis figure ante la opinión pública como uno de los heterónimos de Pessoa (cosa que el propio Reis lee en uno de los periódicos que por entonces dieron la noticia de la muerte de Pessoa y de sus “innumerables yoes”), sino que ambos se comportan y platican como dos individuos independientes entre sí, pese a que Pessoa en un momento dice conocer muy bien los poemas que Reis escribe en secreto, es decir, sin que Pessoa los haya leído. 
     A esto se añade el hecho de que Ricardo Reis actúa como si no tuviera más memoria que la que cultiva a partir de su retorno a Lisboa, como si no tuviera pasado, ni en Portugal ni en Brasil, ni ningún lazo familiar ni amistoso, como si hubiera salido de la nada o de la página de un libro, quizá de un ejemplar de la biblioteca del Highland Brigade, a la que pertenece The god of the labyrinth, novela policiaca de Herbert Quain con la que desembarcó, pues olvidó devolverla, y que a lo largo de la novela a veces lee sin que nunca la concluya, cuyo título y autor resultan un tributo de José Saramago a Jorge Luis Borges, puesto que evocan el cuento que el argentino escribió en forma de ensayo: “Examen de la obra de Herbert Quain” (sobra decir que autor y obra son imaginarios), reunido en El jardín de senderos que se bifurcan (Sur, 1941) y luego en Ficciones (Sur, 1944).
Con la desbordante, exhaustiva y apretada fluidez verbal que distingue el estilo narrativo de José Saramago, el dibujo de la personalidad solitaria e individualista de Ricardo Reis, repleto de atavismos y prejuicios decimonónicos y conservadores, y el trazo de las anécdotas que desencadena su estancia de dos meses en el Hotel Bragança y luego en un segundo piso de un edificio del Alto de Santa Catarina durante el resto del tiempo de 1936 que precede a su muerte anunciada en el título, la novela El año de la muerte de Ricardo Reis abunda en digresiones y palabrería, incluso sobre cosas nimias y prescindibles. De hecho, lo que concierne a las vivencias de Ricardo Reis y a su estereotipado desasosiego de solitario existencialoide de los años 50, es un relato muy simple, lineal, sin complicaciones, y tal parece que Ricardo Reis, su inutilidad y su grisura, sólo fue el pretexto para que José Saramago, tras consultar libros de historia, periódicos y anuncios de la época, bosquejara consabidos y novelescos indicios del contexto social, político y beligerante que en 1936 masiva y tumorosamente se propagaba en Portugal y en Europa contra la “conjura roja” fermentada como secuela e influjo de la Revolución de Octubre de 1917; es decir, el fortalecimiento nacionalista, policiaco y fascistoide del gobierno del dictador Antonio de Oliveira Salazar, empeñado en destruir a los subversivos y comunistas, en simpatizar y coquetear con las andanadas y pavoneos de los camisas negras de Benito Mussolini y de los nazis de Adolf Hitler, en brindar apoyo tanto a los refugiados españoles de la derecha opuestos al triunfo (ocurrido ese año) del Frente Popular y al gobierno republicano de España, como al posterior levantamiento militar que el general Francisco Franco encabezó en Marruecos, dando inicio a la cruenta Guerra Civil de España (1936-1939).
Vale que repetir que el protagonista de El año de la muerte de Ricardo Reis, la novela de José Saramago, es un personaje gris y patético, cuyo egocentrismo y conducta moral y sexual pueden suscitar vómito y diarrea; el cual, por inocuo y solitario (esto se transluce a leguas), no justifica (y más bien resulta un absurdo kafkiano) que la ominosa policía política (policía de vigilancia y defensa del Estado) lo tome por sospechoso de subversión y le extienda un citatorio para interrogarlo sobre su itinerario y sus vínculos políticos en Brasil y en Portugal, además de que un polizonte apestoso a cebolla lo espía y le sigue los pasos. 
     Puesto que Ricardo Reis desembarca en Lisboa cargado de libras inglesas, se da el lujo de vivir holgadamente, a imagen y semejanza del trillado clisé de un inútil señorito o buen burgués que no necesita trabajar para vivir, lo cual no riñe con su declarada índole monárquica, antidemócrata, antisocialista y antirrevolucionaria. Tal es así, que pudiendo montar su propio consultorio, sólo se emplea de médico sustituto durante unas semanas (tres días de cada semana), y esto sólo para dar la apariencia de que trabaja; cuando el médico titular retorna a su puesto, Ricardo Reis se interesa cada vez menos por volver a desempeñar su profesión. Y día tras día, desde su arribo a Lisboa, mata lastimosa y desvergonzadamente el tiempo, ya sea deambulando por diversos sitios, leyendo la novela de Herbert Quain o los periódicos censurados por la dictadura (dizque para mantenerse informado de lo que pasa en el mundo), abandonándose a la secreta escritura de sus secretos poemas (sólo los comparte con Pessoa), de los cuales José Saramago intercala algunos versos del poeta Ricardo Reis creado por el verdadero Pessoa, extirpados de por allí y acullá.
  Bien lo dice el sueco Ingmar Bergman en una página de la Linterna mágica (Tusquets, 1988), uno de sus libros de memorias: “Y pensar que crecen a menudo lirios en el culo de los cadáveres”, pues además de todo lo anterior, Ricardo Reis también mata el tiempo durmiendo la mona hasta el mediodía cuando la sirvienta (su amante) empieza a ir con menos frecuencia a su alquilado piso, y, desde luego, a través de lo que corresponde a su enredo sexual y clasista con la susodicha criada, de nombre Lidia (homónima de una de las musas de sus poemas), a la que recién llegado de Río de Janeiro conoce en el Hotel Bragança, mientras se siente estúpidamente atraído y más o menos enamorado de Marcenda, una joven de 23 años de edad, virgen e hija de un notario de Coimbra, a la que cada mes, desde hace tres años, su padre la lleva a Lisboa instalándose en el Hotel Bragança, mientras buscan que un tratamiento médico le cure la inmovilidad del brazo izquierdo.
Fernando Pessoa
(1888-1935)
   Si Ricardo Reis, más o menos a escondidas, sexualmente se desahoga con la camarera Lidia, a la señorita Marcenda (bella para él) le escribe en secreto poemas y cartas cursis, la espera ansiosamente como un trivial, onanista y eterno adolescente burgués, e incluso, con tal de hacerse el encontradizo, el muy ateo emprende un viaje en autobús a Fátima confundido entre los miserables y dolientes peregrinos que buscan alivio ante la imagen de la Virgen. Sin embargo, si no la encuentra allí, su enamoramiento y pseudoseducción fracasa estrepitosamente, pues Marcenda rechaza a Reis cuando le pide matrimonio, al parecer por cierta androfobia y miedo a la infelicidad.
De un modo ideal, a Lidia, la camarera del Hotel Bragança, el lector puede imaginarla con los nutritivos y sensuales rasgos que la actriz Jeanne Moreau luce en su caracterización de Célestine, la protagonista de Diario de una camarera (1964), el filme de Luis Buñuel ubicado en la Francia de 1928. Pero como se trata de una mujer acostumbrada a la rudeza del trabajo doméstico y semianalfabeta, quizá sus rasgos sean más o menos parecidos a los de la pobre y fea Marianne (Muni), la tonta y lacrimosa criada que a la fuerza se fornica el ridículo donjuán de la casa: Monsieur Monteil (Michel Piccoli). 
   En el Hotel Bragança, Ricardo Reis se enreda con Lidia debido a una recíproca atracción carnal; pero nunca pierden la perspectiva (mucho menos él) de que se trata de una relación clandestina entre un señor doctor y una simple criada, a quien el ñoño y megalómano de Ricardo Reis ve como un sencillo ejemplar de la clase trabajadora y, por lo tanto, por debajo de su cultura, de su nivel pecuniario y de su posición social. 
   De modo que durante los dos meses en el Hotel Bragança sostienen una serie de encuentros más o menos ocultos, que sin embargo se vuelven la comidilla de los empleados y del untuoso y servil gerente. Esto y el citatorio de la policía tornan el ambiente irrespirable (incluso en el restaurante del hotel), por lo que Ricardo Reis se ve impelido a buscar otro sitio, que resulta ser el segundo piso del edificio del Alto de Santa Catarina, a donde Lidia va durante sus días libres para hacer la limpieza y a acostarse con Reis, a quien siempre trata con el respeto y la distancia que una criada le debe a un señor doctor. 
  Hay destacar que el sentido práctico de Lidia, su calidad moral y sus conjeturas frente a los sucesos del orbe (en particular los de Portugal, pues su joven hermano es un marino comunista que muere durante un intento subversivo), están muy por encima del egocentrismo y de los atavismos decimonónicos y de clase pudiente de Ricardo Reis. Así que cuando Lidia le da la noticia de que está embarazada, ella decide tener el hijo, ya sea que Reis lo reconozca o no. Ricardo Reis, el médico, el poeta, el culto, el docto bicho que a todas luces sabía que la mujer podía quedar embarazada, como un cobarde evita casarse con ella debido a que se trata de una simple criada, y no tarda mucho en eludir la paternidad del futuro bebé. 
   Así, el bueno para nada de Ricardo Reis, que se niega a trabajar de médico, una y otra vez duerme hasta el mediodía; incluso una vez se queda dormido en el retrete, entre otras formas de castrar sin misericordia al dios Cronos, y el piso y él paulatinamente se tornan más sucios, malolientes y desaliñados. “No tengo trabajo ni ganas de buscarlo, mi vida transcurre entre esta casa, el restaurante y un banco de jardín, es como si no tuviera otra cosa qué hacer más que esperar la muerte”, se dice. 
   Fantasea, además, con regresar a Brasil. Y asiste como un absurdo e inútil curioso a un mitin masivo convocado por los sindicatos de la derecha nacionalista adheridos al régimen de Salazar (entre cuya fauna vociferante descuellan los invitados de honor: de la falange española, de los nazis de Alemania, y de los fascistas de Italia). 
  La fácil huida de su personal e inútil vida gris (no de lo que ocurre en Portugal, en España y en toda Europa) y por ende de las responsabilidades que engendró con Lidia y con el futuro hijo de ambos, es la huida de un triste cobarde. Y la emprende precisamente cuando Pessoa, el día de agosto de 1936, dado que se han cumplido los nueve meses de su índole fantasmal, va a despedirse de Ricardo Reis y entonces éste opta por seguirlo al cementerio, al más allá. 

José Saramago, El año de la muerte de Ricardo Reis. Traducción del portugués al castellano de Basilio Losada. Alfaguara. México, 1998. 432 pp. 


Suicidios ejemplares



Cómo suicidarse y no morir en el intento

Enrique Vila-Matas, catalán confeso (que escribe en español), nacido en Barcelona el 31 de marzo de 1949 y casi siempre exiliado allí, dizque era apenas un humilde escritor marginal (acogido por la marginal Editorial Anagrama), snob como todos los dandys con cálculos, quien ya se tuteaba con rutilantes estrellas de la jet-set literaria de toda la aldea global y quien tuvo la suerte (dizque nomás la pura suerte) de que entre su puñado de libros (de entonces), su Historia abreviada de la literatura portátil (1985) y Una casa para siempre (1988), hubieran sido traducidos al francés, al griego, al alemán, al rumano, al italiano y al sueco; y que por lo menos en Suecia haya provocado la creación de un subterráneo y oscuro club de shandys adictos a su imaginería, hacedores de An Kan (El pato), la dizque según ellos: “primera revista portátil de Europa”.
 
Fernando Pessoa
(1888-1935)
   Su título de cuentos Suicidios ejemplares (Anagrama, Barcelona, 1991) rinde pleitesía al portugués Fernando Pessoa (1888-1935). El libro abre con una especie de declaración de principios rotulada “Viajar, perder países”, palabras del autor del Libro del desasosiego y que Enrique Vila-Matas parafrasea así: “Viajar, perder suicidios; perderlos todos”. Pero en la topografía de sus cuentos el autor los gana o accede a muchos.

Suicidios ejemplares, además, concluye con un texto breve atribuido a Mario de Sá-Carneiro (1890-1916), en donde éste le dice a Pessoa que le deja su cuaderno de versos, que haga con él lo que quiera y que si no consigue la estricnina en dosis suficientes se arrojará al metro. 
En la portada: Mario de Sa-Carneiro
(1890-1916)
  “Muerte por saudade” ocurre en Lisboa y Enrique Vila-Matas lo escribió luego de leer un texto de Antonio Tabucchi “que es como una guía de suicidios en Lisboa” y después de corroborar a través de un viaje que sí, que efectivamente Lisboa “es la ciudad ideal para el suicidio”. Puerto en el que al conocer en un suburbio al poeta Cesariny, setentón (recién abandonado por su novio travesti) que subsistía en un edificio cochambroso, lo primero que dijo fue que le habían salvado el pellejo con la visita (pues estaba apunto de arrojarse desde esa séptima planta). 

En este sentido, tal vez por toda esa atmósfera depresiva con la que Enrique Vila-Matas regresó a su exilio barcelonés y con la que escribió los cuentos en un sexto piso al borde de la tentación de dar el salto al vacío, fue por lo que decidió signar el principio y el fin de Suicidios ejemplares con la presencia de Fernando Pessoa. 
Porque si bien se ve, el nostálgico y melancólico fantasma de Pessoa, como el delirante que protagoniza “Muerte por saudade”, sigue siendo uno más de los fantasmales pobladores de ese puerto decadente que cada crepúsculo van a sentarse en una banca y que así mismo podría decirse: “Me sentaré a esperar, habrá una silla para mí en esta ciudad, y en ella se me podrá ver todos los atardeceres, callado, practicando la saudade, la mirada fija en el horizonte, esperando la muerte que ya se dibuja en mis ojos y a la que aguardaré serio y callado todo el tiempo que haga falta, sentado frente a este infinito azul de Lisboa, sabiendo que a la muerte le sienta bien la tristeza leve de una severa espera.”
     
(Anagrama, Barcelona, 1991)
        Suicidios ejemplares es un breve catálogo sobre algunos de los mil y un modos de renunciar a la vida. Sin embargo, pese a los efluvios deprimentes y entristecidos que implica el fragmento anterior, en los relatos predomina un espíritu humorístico, lúdico, socarrón, que toma distancia y juega con la invención ventrílocua del cuento. 

      Hay en Suicidios ejemplares una ejemplar sutileza en el manejo de la ambigüedad, en los detalles, en la entonación, en los delgados hilos que van de la locura a la lucidez y viceversa. Así, por ejemplo, es como transcurre la evocación del loco de “Muerte por saudade”, contaminado por el mal que produce el viento de la bahía, quien al parecer (¿pues se le puede creer a un demente?) ha asumido el destino de Horacio Vega, engendro de una familia en la que proliferan los suicidas.
O el caso de “Las noches del iris negro”, donde un ex futbolista y una argentina veinteañera desahuciada por un tumor en el cerebro, contagiados por el magnetismo de Port del Vent, tienen conocimiento de una secta secreta, una secta de suicidas que practica el suicidio clásico, mientras son guiados entre la tumbas por Catón, hermano de Uli, los supuestos conocedores de los trasfondos de esas muertes, y cuyas versiones antagónicas no permiten distinguir quién dice la verdad y quién la mentira, quién está loco y quién no. 
Este matiz ambiguo y difuso también se plantea en “Un invento muy práctico”, en el que la protagonista, aparentemente medio paranoica, escribe una carta a una amiga; pues cuando la concluye el lector se entera de los equívocos inventados por su psicosis y entonces tampoco sabe si en realidad existe esa amiga a la que escribió. 
O el caso de “Los amores que duran toda la vida”, en donde el escepticismo de la abuela ante su nieta, la bedel solterona y entrada en años, fanática contadora de historias inventadas (lo cual más de una vez transluce), hace pensar en la posibilidad de que haya dicho puras mentiras en torno a la existencia y el recién suicidio de su amor ideal e imposible.
     
Enrique Vila-Matas
        El desarrollo anecdótico que urde Enrique Vila-Matas envuelve hasta la médula y para demostrarlo habría que contar cada cuento de cabo a rabo y así se sabría quién está más loco: el autor o el lector. Lo cual recuerda la locura del mejor lector de Cien años de soledad (1967), según le dice Gabriel García Márquez a Plinio Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba (1982): “Una amiga soviética encontró una señora, muy mayor, copiando todo el libro mano a mano, cosa que por cierto hizo hasta el final. Mi amiga le preguntó por qué lo hacía, y la señora contestó: ‘Porque quiero saber quién es en realidad el que está loco: si el autor o yo, y creo que la única manera de saberlo es volviendo a escribir el libro’. Me cuesta trabajo imaginar un lector mejor que es señora.”

Es el caso de “El coleccionista de tempestades”, que habla del conde de Valtellina, quien en la cripta que yace en el fondo de su castillo de Città Alta, ha construido otra especie de invención de Morel: una máquina descomunal que al reproducir las diez tempestades más activas y feroces del siglo y al hacer estallar un rayo, lo haría dormir, por los siglos de los siglos, junto al féretro donde yace la bella Vizen, su ex esposa. Sin embargo, todo sucede como lo cifra el lienzo que él pintó y que se halla junto a la chimenea y el escudo de armas de los Valtellina.
O “En busca de la pareja eléctrica”, donde el deteriorado actor que lo protagoniza, después de ser conducido a la ruina por la maldición que ronda y vive en Villa Nemo, casona habitada por fantasmas, parece que visualiza la armonía actoral si da fin a sus días terrenales.
  O “Roza Schwarzer vuelve a la vida”, en el que el estereotipo de una somnolienta vigilante de museo y soporífera ama de casa, se atreve a hacerle caso al tam-tam suicida que emite el cuadro El príncipe negro, el príncipe del país de los suicidas; pero cuando la supuesta botellita que guarda una cápsula de cianuro la ayuda a hacer el viaje a tal sitio, se da cuenta que es mejor retornar suicidándose de nuevo con la aspiración del humo azul del país de los suicidas. Y sí, retorna y se entierra de nueva cuenta en la monotonía estrecha de su vida, que es otra forma de lento pero infalible suicidio.
Enrique Vila-Matas
  O “Me dicen que diga quien soy”, en el cual se tiene noticia de cómo el mero Diablo, luego de inducir a la locura y al suicidio al exitoso pintor Panizo del Valle, ha pensado que después de tantos años de cometer tanta perrería, la mejor forma de quitarse su propia vida es haciéndose cosquillas hasta morir.


Enrique Vila-Matas, Suicidios ejemplares. Colección Narrativas Hispánicas (107), Editorial Anagrama. Barcelona, 1991. 176 pp.