martes, 10 de marzo de 2015

Xavier Villaurrutia en persona y en obra


     Ceremonia en la catacumba
                         
I de III
Uno de los libros ensayísticos del póstumo legado de Octavio Paz (1914-1998) es Xavier Villaurrutia en persona y en obra, cuya primera edición, pergeñada por el Fondo de Cultura Económica con un tiraje de seis mil ejemplares, “se terminó de imprimir el día 25 de agosto de 1978”, compilado en Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano (Círculo de lectores, Barcelona, 1991), volumen 4 de sus Obras completas. Edición del autor —cuya segunda edición impresa en México por el FCE, data de 1994—, pero sin las diez viñetas-calaveras del pintor Juan Soriano fechadas en 1977 (más la calavera que ilustra el frontispicio) y sin la mayor parte de la breve “Iconografía” en blanco y negro en la que hay cinco dibujos del propio Xavier Villaurrutia; un retrato de éste dibujado por Agustín Lazo, otro por Gabriel García Maroto y uno más por Carlos Orozco Romero; el dibujo de la mano del poeta trazada por José Moreno Villa; una anónima foto de “Xavier Villaurrutia a los 17 años”; y cuatro retratos del escritor, reproducidos con pésima resolución, tomados por la fotógrafa Lola Álvarez Bravo. Es decir, en el volumen 4 el ensayo de Octavio Paz sólo está ilustrado con la “Portada del primer número de la revista El hijo pródigo” (correspondiente a abril de 1943), que no figura en el libro, y con la celebérrima foto de Lola Álvarez Bravo en la que se observa, sin fecha, al poeta Jorge González Durán, a Xavier Villaurrutia y al joven Paz en el supuesto “parque Díaz Mirón de Jalapa, Ver.”
(FCE, 3ª reimpresión, México, 2003)
        El título del libro resulta sugerente y atractivo por varias razones. Un crítico dijo que Xavier Villaurrutia es un poeta para adolescentes, algo tan injusto y fuera de foco como cuando Villaurrutia decía que Walt Whitman era un “poeta para boy scouts”, puesto que también lo es para jóvenes y adultos de todas las edades y preferencias sexuales. Y como preámbulo de la prueba del añejo podría remitírsele al inicio de “El dormido despierto”, el tercer capítulo del ensayo (el plato fuerte del libro) donde Octavio Paz glosa y analiza la obra poética de Xavier Villaurrutia: “Aunque los poemas de esa época son ejercicios e imitaciones [se refiere a sus primeros poemas, publicados ‘en revistas, en 1919, cuando tenía apenas 16 años’], revelan varias cualidades que persistieron en su poesía posterior: un oído muy fino y sensible a la cadencia de la línea y al juego de los acentos y las sílabas; una sintaxis precisa y flexible; una imaginación plástica que hace de cada poema y aun de cada estrofa un pequeño universo de relaciones no sólo verbales sino visuales; un conocimiento instintivo de los límites, ese ‘saber hasta dónde se puede llegar’, de modo que en esos poemas de juventud no hay ni sentimentalismos excesivos ni retorcimientos intelectuales. En suma, una conciencia de la forma, poco frecuente en un poeta tan joven, al lado de una sensibilidad más intensa que extensa y más fina que poderosa.”

 
Xavier Villaurrutia a los 17 años
    Según afirma Octavio Paz y no se equivoca: “para la mayoría de sus lectores, Villaurrutia es el autor de unos quince o veinte poemas. ¿Poco? A mí me parece mucho. Por esos poemas recordamos las obras teatrales y volvemos a leer los ensayos de crítica poética: queremos encontrar en ellos, ya que no el secreto de su poesía, sí el de la fascinación que ejerce sobre nosotros.” Y a pesar de que “la gloria de Villaurrutia es secreta, como su poesía” —aún en el siglo XXI—, “una poesía solitaria y para solitarios” circunscrita a dispersos lectores del país mexicano, también es verdad que “Esa veintena de poemas se cuentan entre los mejores de la poesía de nuestra lengua y de su tiempo.”

“En la época moderna la poesía no es ni puede ser sino un culto subterráneo, una ceremonia en la catacumba”, postula Octavio Paz casi al final de su ensayo, a propósito de la marginalidad no sólo de los poemas de Xavier Villaurrutia, asunto desarrollado por él en “Poesía y fin de siglo”, ensayo incluido en su libro La otra voz (Seix Barral, 1990) y compilado en el volumen 1 de sus Obras completas. Edición del autor: La casa de la presencia. Poesía e historia (Círculo de Lectores, Barcelona, 1991), cuya segunda edición, impresa en México por el FCE, data de 1994.
Para sumergirse en la poesía de Ramón López Velarde es indispensable el ensayo que Xavier Villaurrutia le dedicó al poeta jerezano, exhumado en el volumen Obras (FCE, 1966); “El camino de la pasión”, ensayo de Octavio Paz reunido en Cuadrivio (Joaquín Mortiz, 1965); “Un amor imposible de López Velarde”, ensayo de Gabriel Zaid publicado en el número 110 de la extinta revista Vuelta (enero de 1986); Un corazón adicto (FCE, 1989), libro de Guillermo Sheridan; y Ramón López Velarde. Álbum (UNAM/etc., 2000), de Elisa García Barragán y Luis Mario Schneider; del mismo modo, para aproximarse a la obra de Xavier Villaurrutia el ensayo de Octavio Paz es tan relevante como Xavier Villaurrutia: La comedia de la admiración (FCE, 2006), ensayo de Víctor Manuel Mendiola, y el prólogo de Alí Chumacero que inicia el citado volumen Obras (FCE, 1966), compiladas por el propio Alí Chumacero, Miguel Capistrán y Luis Mario Schneider (quien urdió la “Bibliografía”), cuya primera edición se publicó en 1953 con el título Poesía y teatro completos de Xavier Villaurrutia.
 FCE, 1ª edición, México, agosto 25 de 1978 Viñeta-calavera de Juan Soriano
  Fechado en “México, a 30 de septiembre de 1977” —casi dos meses antes de que Octavio Paz reciba “el Premio Nacional de Literatura de manos del presidente José López Portillo” (un elocuente modelo de compadrazgo, nepotismo y corrupción del poder y del PRI)—, el ensayo “Xavier Villaurrutia en persona y en obra” se divide en tres capítulos: “Xavier se escribe con equis”, “Imprevisiones y visiones” y “El dormido despierto”. Una de sus peculiaridades es que el autor, en contra de lo que anuncia el título, no se concentra exclusivamente en Xavier Villaurrutia. Tanto la perspectiva, las numerosas digresiones, el tono de cátedra pontificia y las múltiples anécdotas son personales, muy de Octavio Paz. Es decir, se trata del testimonio y del pensamiento de un poeta y ensayista angular que, siendo joven, habló e intercambió ideas y posturas con los poetas de la generación de la revista Contemporáneos (1928-1931). Por ende, el libro, sobre todo en los dos primeros capítulos, es una vertiente de la fragmentaria, matizada y dispersa autobiografía intelectual de Octavio Paz —parcialmente concentrada en Itinerario (FCE, 1993), en Vislumbres de la India (Seix Barral, 1995), en sus múltiples cartas y en Por las sendas de la memoria. Prólogos a una obra (FCE, 2011), que son los prólogos que escribió y designó para los 15 tomos de sus Obras Completas. Edición del autor; lo cual contribuye a comprender la biografía, el ideario y la herencia del poeta y ensayista y ciertos senderos, bifurcaciones, cambios de piel y episodios del curso de la historia cultural del país mexicano en el siglo XX. 

Xavier Villaurrutia (c. 1930)
Foto: Manuel Álvarez Bravo
       El evocar a Xavier Villaurrutia, como si el poeta paladeara un trocillo de madeleine remojado en té, no sólo le despierta la reminiscencia de su personalidad y de ciertos encuentros y diálogos que tuvo con él, sino también sus propios inicios como editor, cuando en 1931 era estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria y, junto con otros jóvenes, publica la revista Barandal (1931-1932); recuerda el sitio y la forma en que conoce a Carlos Pellicer, a Salvador Novo, a Efrén Hernández, a Jorge Cuesta y a Xavier Villaurrutia; y cómo éstos dos lo invitan a una comida en El Cisne, un restaurante ubicado frente a una de las entradas del Bosque de Chapultepec, en la que estuvo presente “el grupo de Contemporáneos en pleno”; allí, en 1937, el joven Paz, según dice, asistió a una “suerte de ceremonia de iniciación”: él era el iniciado y Villaurrutia y Cuesta sus padrinos. 

Vale observar que el joven Paz, no obstante su activismo, sólo había publicado tres plaquettes: Luna silvestre (Fábula, 1933), ¡No pasarán! (Simbad, 1936) —un insólito best seller de “3500 ejemplares”— y Raíz del hombre (Simbad, 1937), recién celebrada por Jorge Cuesta en Letras de México. Según Paz, “En los primeros días de enero de 1937 apareció un pequeño libro mío (Raíz del hombre). Jorge escribió un artículo y lo publicó en el número inicial de Letras de México, la revista de Barreda. La nota de Cuesta no fue del agrado de algunos de sus amigos, que veían de reojo mis poemas y mis opiniones. En ese mismo número de Letras de México, y en la misma página, apareció una nota sin firma en la que se juzgaba severamente un poema mío. Supe más tarde que había sido escrita por Bernardo Ortiz de Montellano.” No obstante, según se observa en la edición facsimilar de Letras de México editada por el FCE en 1984, el comentario de Jorge Cuesta sobre Raíz del hombre no se publicó “en el número inicial” (fechado el 15 de enero de 1937), sino en el número 2 (con fecha del primero de febrero de 1937), en las páginas 3 y 9, y junto tal artículo no hay “una nota sin firma” en la que se juzgue severamente un poema de tal librito, ni en ninguna otra parte de la revista. Lo que sí hay es un breve anuncio en la página 1 que reza: “En las Ediciones Simbad acaba de aparecer ‘Raíz del hombre’, libro de poemas de OCTAVIO PAZ, que se comenta en nuestra sección de Poesía.”
Tal olvido y pequeño infundio remiten a un turbio episodio de esa época. Según dice Paz en su ensayo sobre Villaurrutia, “La segunda campaña contra los Contemporáneos, la más violenta, ocurrió durante el régimen del general Cárdenas [...]” Pero lo que Paz no revela, quizá por pudor, es que en el ámbito privado también él se sumó a tal campaña, según lo bosqueja Christopher Domínguez Michael en la página 56 de su biografía Octavio Paz en su siglo (Aguilar, 2014): “En el momento en que estuvo más cerca de afiliarse al Partido Comunista, durante los meses previos al viaje a España cuando organizaba una escuela para trabajadores en Mérida, entre marzo y mayo de 1937, Paz se adhiere en privado a la campaña nacionalista, atizada por los demagogos del régimen, contra los Contemporáneos por cosmopolitas y arte puristas. En una carta a [Elena] Garro dice Paz, nada menos, ‘que los Contemporáneos’ merecían ‘una buena paliza’ por haber traicionado tres veces ‘a su patria, a los obreros y a la cultura’. Se habría avergonzado muchísimo recordando ese exabrupto, pues llegó más lejos, en esa misma carta: dentro de una invectiva generalizada contra todos ‘los zopilotes que engañan al pueblo’ incluye entre esas aves de rapiña a los intelectuales, tímidos zopilotes ‘que viven del cadáver de muchas cosas, surtiéndose con las sobras del banquete’.”
Menos turbio y sí poetizante y automitificador es el hecho de que en 1937, según narra Octavio Paz en Itinerario, estando de vacaciones escolares en Chinchén Itzá (entre marzo y mayo de ese año dio clases en Mérida en una “secundaria para hijos de trabajadores”), recibió, “mientras caminaba por el Juego de Pelota” y de manos de “un presuroso mensajero del hotel”, un telegrama donde su novia Elena Garro le “decía que tomase el primer avión disponible pues se me había invitado a participar en el [II] Congreso Internacional de Escritores Antifascistas que se celebraría en Valencia y en otras ciudades de España en unos días más”. Pues según acota y cita Christopher Domínguez Michael en la página 53 de su biografía: “Paz se abría enterado, por la prensa, de su invitación.”
  

II de III
Octavio Paz, en los dos capítulos iniciales de Xavier Villaurrutia en persona y en obra, no elabora una biografía crítica y minuciosa del protagonista de su ensayo. No introduce al lector en su ascendencia y genealogía familiar, ni desmenuza su infancia y crecimiento e íntimos episodios, ni el trayecto de su formación académica, literaria e intelectual. Con el resumen de las personales vivencias que tienen que ver con él —por ejemplo, las tertulias en el Café París; su comentario a Nostalgia de la muerte (Sur, Buenos Aires, 1938) que inicia sus colaboraciones en Sur, la revista argentina que patrocinaba y dirigía Victoria Ocampo; los polémicos y viscerales sucesos que rodearon la edición de la antología Laurel (Séneca, México, 1941) —que Paz ampliaría en el “Epílogo” a la segunda edición de Laurel publicada por Trillas en 1986; o la noticia del fallecimiento de Xavier Villaurrutia que en París le da el pintor Rufino Tamayo (según la versión oficial murió de un infarto a los 47 años, en la Ciudad de México, el 25 de diciembre de 1950)—, sólo delinea una semblanza, un bosquejo del poeta que no riñe con la imagen pública que tuvo. Pero también Paz, junto al relato de su propio aprendizaje, vierte una serie de comentarios fustigantes que trascienden, incluso, la postura moral, ideológica y política de la generación de Contemporáneos.
 
Colección Linterna Mágica núm. 1, Editorial Trillas
México, julio 22 de 1986
  Escrito con una “prosa que, más de una vez, se acerca al poema” y que al término del ensayo llega a confundirse con la poesía en prosa, Octavio Paz vierte una lectura sintética, fragmentaria, sesgada y crítica de la vida y obra del autor de “Nocturno de la estatua”. Para ello empleó, además de su sentido analítico y crítico, el bagaje libresco, erudito y anecdótico archivado en su memoria y el citado volumen de las Obras reunidas de Xavier Villaurrutia, de cuyos compiladores dice: “Debemos darles las gracias: en México no es frecuente ocuparse de los escritores fallecidos. Nosotros cumplimos al pie de la letra la máxima terrible: ‘hay que matar bien a los muertos’.” Lo cual es un franco yerro. Piénsese en Salvador Díaz Mirón, en Ramón López Velarde, en Manuel Maples Arce, el los poetas de Contemporáneos, etcétera, y sobre todo en el propio Octavio Paz, que ya muerto es fuente inagotable de sucesivos y numerosos libros que conforman una descomunal e incesante biblioteca imposible de leer, completa, por un solo lector.

Página interior del volumen Obras de Xavier Villaurrutia
FCE, 1ª reimpresión, México, octubre 10 de 1974
  Octavio Paz dice que el teatro de Xavier Villaurrutia carece de teatralidad y que es anacrónico y artificial en su vocabulario y por ende no lo salva ni tampoco salva su crítica teatral. De la prosa rescata sólo las páginas escritas a manera de diario y el cuento “Mauricio Leal”. De la crítica literaria, no sin reparos, sólo aprueba algunos ensayos; por ejemplo, “el dedicado a López Velarde” e “Introducción a la poesía mexicana”. De la crítica de arte afirma que “muchos de los textos sobre las artes plásticas son excelentes”; entre ellos la nota sobre la fotografía de Manuel Álvarez Bravo y el artículo sobre Rufino Tamayo. Pone como camote el ensayo “El blanco y el negro de Orozco”; y “Pintura sin mancha” le parece “un ensayo memorable”. No obstante, observa: “A su cultura plástica le faltó la experiencia de los grandes museos europeos. Sin embargo, las reproducciones, los libros y el trato con los pintores mexicanos y sus obras, suplieron en parte esta deficiencia.”

Y en “El dormido despierto”, el tercer capítulo del ensayo, donde bosqueja y analiza los poemas de Villaurrutia, además de aludir una serie de relaciones, paralelismos y distancias entre éste y Giorgio de Chirico, Jules Superville, Rainer Maria Rilke, Martin Heidegger, José Gorostiza, Bernardo Ortiz de Montellano y otros, sostiene que en sus “poemas el tema de la muerte está asociado estrechamente al del sueño y ambos a la noche”; y que “en la segunda sección de Nostalgia de la muerte se encuentran probablemente los mejores poemas de Villaurrutia”, entre los que menciona el “Nocturno en que habla la muerte”, el “Nocturno de los ángeles”, el “Nocturno rosa” y el “Nocturno mar”. 
Vale observar que en la edición príncipe de Nostalgia de la muerte, editada en 1938, en Buenos Aires, por Sur (gracias a los oficios de Alfonso Reyes), Villaurrutia integró los diez Nocturnos editados por Fábula, en México, en 1931, según se lee en la “Bibliografía” de Obras; plaquette que Paz fecha en 1933, cuyos diez poemas, dice, son “el núcleo” de tal libro, cuya segunda y definitiva edición aumentada se editó en 1946, en México, por Ediciones Mictlán.
  Y entre las postreras reflexiones de Paz que iluminan y trastocan la manera de leer la poesía de Villaurrutia, apunta que “Villaurrutia no se propuso en sus poemas la transmutación de esto en aquello —la llama en hielo, el vacío en plenitud— sino percibir y expresar el momento del tránsito entre los opuestos. El instante paradójico en que la nieve comienza a obscurecerse pero sin ser sombra todavía. Estados fronterizos en los que asistimos a una suerte de desdoblamiento universal. En ese desdoblamiento no somos testigos, como quería Nicolás de Cusa, de la coincidencia de los opuestos sino de su coexistencia. La palabra que define a esta tentativa es la preposición entre. En esa zona vertiginosa y provisional que se abre entre dos realidades, ese entre que es el puente colgante sobre el vacío del lenguaje, al borde del precipicio, en la orilla arenosa y estéril, allí se planta la poesía de Villaurrutia, echa raíces y crece. Prodigioso árbol transparente hecho de reflejos, sombras, ecos.
“El entre no es un espacio sino lo que está entre un espacio y otro; tampoco es tiempo sino el momento que parpadea ente el antes y el después. El entre no está aquí ni es ahora. El entre no tiene cuerpo ni substancia. Su reino es el pueblo fantasmal de las antinomias y las paradojas. El entre dura lo que dura el relámpago. A su luz el hombre puede verse como el arco instantáneo que une al esto y al aquello sin unirlos realmente y sin ser ni el uno ni el otro —o siendo ambos al mismo tiempo sin ser ninguno. El hombre: dormido despierto, llama fría, copo de sombra, eternidad puntual... El estado intermedio, que no es ni esto ni aquello pero que está entre esto y aquello, entre lo racional y lo irracional, la noche y el día, la vigilia y el sueño, la vida y la muerte, ¿qué es? [...]”



III de III

Xavier Villaurrutia en su casa de la Avenida Juárez
Foto: Lola Álvarez Bravo
La primera de las susodichas cuatro fotos que Lola Álvarez Bravo le hizo a Xavier Villaurrutia está datada en 1939, donde se le ve, de medio cuerpo, asomado a la ventada de “su casa de la avenida Juárez”. En la cuarta está sentado, con la mirada sesgada y los brazos cruzados, en un sillón de “las oficinas de Bellas Artes, en 1951”. Tal imagen recuerda, por su leve parecido y el singular detalle de las afeminadas uñas de las delicadas manos, el retrato pictórico (óleo sobre tela) que Juan Soriano realizó en 1940.
Xavier Villaurrutia en las oficinas de Bellas Artes (1951)
Foto: Lola Álvarez Bravo
       
Retrato de Xavier Villaurrutia (1940)
Óleo sobre tela de Juan Soriano
Colección Museo Nacional de Arte
     


   
Xavier Villaurrutia en el supuesto “parque Díaz Mirón de Jalapa, Ver., en 1942
Foto: Lola Álvarez Bravo
       La segunda es el célebre retrato donde Xavier Villaurrutia está sentado, en una banca de madera, en medio de la floresta y con una flor entre las manos; imagen incluida, sin fecha de la toma, en Escritores y artistas de México, libro de retratos fotográficos en blanco y negro (con aceptable aunque no impecable resolución e impresión) que Lola Álvarez Bravo realizó entre 1930 y 1980, editado por el FCE en “julio de 1982 con un tiraje de tres mil ejemplares, el cual tendría que reeditarse y ampliarse —al igual que el acervo retratístico antologado en Kati Horna. Recuento de una obra (CENIDIAP, etc., 1995), pues las nuevas generaciones desconocen todo ese excelente y valioso bagaje, pero con una impecable y óptica resolución y no con la media que se observa en el libro que antologa un conjunto de retratos de escritores, en blanco y negro, concebidos por el fotógrafo Rogelio Cuéllar: El rostro de las letras (La Cabra Ediciones/CONACULTA, 2014). Y la tercera foto es la citada al inicio de la nota, donde figuran, de pie y entre la floresta, Jorge González Durán, Villaurrutia y el joven Paz, cuyos pies rezan que fueron tomadas “en 1942”, “en el parque Díaz Mirón de Jalapa, Ver.” En su ensayo, Octavio Paz apunta que hicieron un pequeño viaje a Xalapa; pero no relata (frente al insomnio, la ansiedad y el desconcierto de la mitología xalapeña) a qué fueron, quiénes iban, cuánto duró el viaje y cuál fue el itinerario. 

  En el libro Octavio Paz, entre la imagen y el hombre (CONACULTA, 2010), iconografía en blanco y negro seleccionada y comentada por Rafael Vargas, se aprecia tal imagen (con mayor amplitud y con mucho mejor resolución que en el libro de Paz y que en su citado volumen 4 de sus Obras completas. Edición del autor), donde también está datada en “1942”, “en el Parque Salvador Díaz Mirón”, “en Xalapa”. Según dice Rafael Vargas en su prólogo, Paz y Lola Álvarez Bravo “se conocieron alrededor de 1939, por la misma época en que comenzó la amistad entre Paz y Juan Soriano, para quien Lola, trece años mayor, se había convertido en una suerte de confidente y hermana protectora.
Jorge González Durán, Xavier Villaurrutia y Octavio Paz en el
supuesto 
 “parque Díaz Mirón de Jalapa, Ver., en 1942
Foto: Lola Álvarez Bravo
      “Lola fotografía a Octavio Paz por primera vez en septiembre de 1942 en el parque Salvador Díaz Mirón, en Xalapa, ciudad a la que ambos habían viajado junto con Xavier Villaurrutia, Jorge González Durán y algunos otros escritores, como parte de las giras culturales por los estados organizadas por Benito Coquet, entonces jefe del Departamento de Educación Extraescolar y Estética, de la Secretaría de Educación Pública.

“En realidad, esa imagen es menos un retrato que el afortunado producto fotográfico de tal circunstancia, pero es importante tenerla presente para señalar el trato y la cercanía entre ambos.”
Vale acotar que en Xalapa, la capital del Estado de Veracruz, no existe ningún “Parque Salvador Díaz Mirón” y que es probable que se trate del parque Los Berros, si es que la foto no fue tomada en el jardín interior de la Quinta Rosa, a donde pudo ir el grupo de visita, y donde ahora hay una moderna casa central y dispersos bungalows amueblados que se rentan a estudiantes y extranjeros, cuyo amplio jardín interior, en los años 40 del siglo XX, tenía otras características y dimensiones. Desde el siglo XIX el lugar donde se trazó e hizo el parque Los Berros ya era conocido por tal mote. Pese a que tiene por nombre “Miguel Hidalgo y Costilla”, nadie lo llama así (la monumental efigie del cura de Dolores data del 8 de mayo de 1955); sólo lo hacen los políticos y funcionarios cuando frente a la estatua del Padre de la Patria (que enarbola el estandarte de la Virgen de Guadalupe), frente a uniformados niños de primaria en posición “de firmes” (acarreados allí ex profeso), lanzan discursos, cantan el Himno Nacional y conmemoran los días prescritos por el santoral patriótico-nacionalista. Quizá el error de Octavio Paz (si es que es un error) lo suscitó el hecho de que en la calle Hidalgo, frente al parque Los Berros —que nunca se ha llamado Díaz Mirón— se encuentra el muro exterior de la Quinta Rosa que otrora habitó el autor del compungido y lacrimoso “Paquito”, en cuya entrada hay un anónimo busto del poeta y una placa que reza: 
“En esta casa vivió el insigne poeta veracruzano Salvador Díaz Mirón, cuando escribió Lascas. Publicada en esta ciudad en 1901. Gracias a la amistosa intervención de don Teodoro A. Dehesa, gobernador del Estado.
“Placa colocada durante la gestión del H. Ayuntamiento de Xalapa, año 1960.”
Cabe añadir que una de las calles que circundan al parque Los Berros, que no es muy grande, se llama Salvador Díaz Mirón y en ella está la primaria homónima, inaugurada el 20 de noviembre de 1956 por Marco Antonio Muñoz, entonces gobernador del Estado de Veracruz.
Octavio Paz observa en su libro: “El Gobierno mexicano, gran embalsamador y petrificador de celebridades, ha mostrado una soberana indiferencia ante la obra y la memoria de Villaurrutia. Tal vez haya sido mejor así: se ha salvado de la estatua grotesca y de la calleja con su nombre. (En México las grandes avenidas y las plazas pertenecen por derecho propio, iba a decir: por derecho de pernada, a los ex presidentes y a los poderosos. Las calles de nuestras ciudades, como si fueran reses, han sido herradas con nombres no pocas veces infames.)” 
No le faltan razones a Octavio Paz (piénsese en el nombre del autoritario genocida Gustavo Díaz Ordaz); no obstante, el nombre del poeta y ensayista, Premio Nobel de Literatura 1990, es el nombre de bibliotecas, centros culturales, librerías, escuelas, aulas, auditorios y calles en numerosos puntos del país. El rescate y la edición de los escritos y dibujos de Xavier Villaurrutia y el establecimiento de un premio nacional de literatura que desde 1955 lleva su nombre, fue obra, en primera instancia, de intelectuales y escritores, y no del gobierno; aunque ahora éste lo subsidia con una suma a través del INBA y del llevado y traído CONACULTA. 
Pero si Octavio Paz hubiera contado con suficientes pormenores la anécdota de la visita a Xalapa y de las fotografías tomadas por Lola Álvarez Bravo en el supuesto “parque Díaz Mirón”, quizá hubiera ocurrido algo para el regocijo y el divertimento memorial y visual de los xalapeños, advenedizos y turistas culturales que no muy despistados arriban a la “gloriosa” y “egregia” Atenas Veracruzana, donde no nada más hay desfalcos en el erario y en fondos públicos (el Instituto de Pensiones del Estado es un escandaloso e impune ejemplo), matan a periodistas, secuestran y desaparecen gente y donde, según el gobernador Javier Duarte de Ochoa, las finanzas públicas están sanas y boyantes y sólo hay robos de frutsis y pingüinos en las tiendas Oxxo. Además del busto de piedra de Salvador Díaz Mirón que se observa en la entrada de la Quinta Rosa (hay otro de bronce en el Paraninfo de viejo Colegio Preparatorio de Xalapa y una estatua suya en la avenida Díaz Mirón del puerto de Veracruz en cuyo dedo flamígero la canalla le suele colgar un yoyo o un calzón), hubo un busto del poeta y diplomático Manuel Maples Arce que se veía desde “noviembre de 1981” en la minúscula plaza que se ubica a un costado de la Biblioteca de la Ciudad, en pleno Centro Histórico, y del que desde fines de febrero de 2005, luego de ser robado por el metal (pese a los rondines policíacos y a la cercanía del Cuartel de Policías San José), sólo queda la solitaria, desconsolada, polvorienta y sucia base de piedra (regularmente pintarrajeada de grafitis) en cuyo hueco, donde estuvo la placa de metal alusiva, el negligente municipio priísta colocó otra que sólo rebuzna: “Plaza Manuel Maples Arce”, “Estridentópolis 2012”.
Yo, inmortalizado en la base donde estuvo la cabeza de Manuel Maples Arce
Xalapa, marzo 26 de 2009
  Por otra parte, en la histórica Ex Hacienda de El Lencero, en las cercanías de Xalapa, hay una casona-museo donde se erigió una “charamusca” que evoca la figura y la estancia de Gabriela Mistral (1889-1957), Premio Nobel de Literatura 1945; en este sentido, tal vez a las bancas del parque Los Berros, o a las “callejas” del mismo, algún Honorable Ayuntamiento ya las hubiera bautizado, con su correspondiente y fulgurante plaquita, con los nombres de “Xavier Villaurrutia”, “Octavio Paz”, “Lola Álvarez Bravo” y “Jorge González Durán”, en memoria y celebración de su impronta y de ese singular y efímero paseo. Ni tarda ni perezosa, la canalla (“infame turba de nocturnas aves” de rapiña) ya habría hecho de las suyas.   


Octavio Paz, Xavier Villaurrutia en persona y en obra. Dibujos y fotografías en blanco y negro. FCE. México, agosto 25 de 1978. 104 pp.

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Enlace a "Amor condusse noi an una morte", poema de Xavier Villaurrutia en la voz de Alberto Dallal. Introducción de Tedi López Mills.

lunes, 9 de marzo de 2015

Lituma en los Andes


El cóndor pasa

I de II
El escritor peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936) obtuvo en España el Premio Planeta 1993 por su novela Lituma en los Andes. La primera reimpresión mexicana, de doscientos diez mil ejemplares, se concibió como un fulgurante éxito de ventas. Por ello, a estas alturas del siglo XXI aún resulta reprochable y reprobable la escandalosa estafa y la burla que la transnacional Editorial Planeta pergeñó en contra de los lectores-coleccionistas: como si fuese la inmoral y voraz United Fruit Company enclavada en un esquilmado y empobrecido país bananero, les vendió un libro cuyas pastas blandas a la primera de cambios se desprendieron y que se deshojó a imagen y semejanza de una apestosa baratija de rancho tropical y bicicletero, por el simple hecho de que sólo las unía (cuasi lamida de perro) una untada de goma. Mario Vargas Llosa, cuya previa fama y prestigio internacional aseguraba el remate masivo, no se lo merecía, pero tampoco los lectores que compramos la obra.
Mario Vargas Llosa
        El autor concursó con pseudónimo, pero es improbable que el jurado no reconociera su estilo y las tildes y guiños que distinguen su escritura desde hace muchos años. Tal jurado estuvo constituido por Alberto Blecua, Ricardo Fernández de la Reguera, José Manuel Lara, Antonio Prieto, Carlos Pujol, Martín de Riquer y José María Valverde, quien fue jurado del Premio Biblioteca Breve 1962 —galardón que catapultó al entonces joven Mario Vargas Llosa a nivel internacional— y quien además prologó la primera edición de La ciudad y los perros (Seix Barral, Barcelona, 1963) y quien le destinó un buen bosquejo (con imágenes) en el segundo volumen de su Historia de la literatura latinoamericana (Planeta, México, 1974). No obstante, no sólo se premió a un novelista con renombre mundial, sino también a una obra digna de la presea. 

      Lituma en los Andes es una novela de aventuras, reflexiva, placentera, polifónica, multianecdótica, en cuya pulsión y nervadura abundan los alientos y las expresiones coloquiales, las majaderías y los peruanismos estilizados que Mario Vargas Llosa suele manejar con destreza y magnetismo. En la variedad de los procedimientos narrativos destaca la forma de intercalar, en un mismo párrafo, dos tiempos y dos lugares distintos, presente en un buen número de sus obras, y que por igual lo identifica y esgrime con maestría. Lituma —además de protagonista— es un personaje sonoro y recurrente que habita varias de ellas, por ejemplo, en “Un visitante”, cuento de Los jefes (Editorial Rocas, Barcelona, 1959), en sus novelas La Casa Verde (Seix Barral, Barcelona, 1965), La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, Barcelona, 1977), Historia de Mayta (Seix Barral, Barcelona, 1984), ¿Quién mató a Palomino Molero? (Seix Barral, Barcelona, 1986) y El héroe discreto (Alfaguara, México, 2013), y en el libreto teatral La Chunga (Seix Barral, Barcelona, 1986).
     
Colección Autores Españoles e Hispanoamericanos
Editorial Planeta, 
1ª reimpresión mexicana, noviembre de 1993
Ilustración de la portada:
El Minotauro (1933), grabado de Pablo Picasso
       En la presente novela, Lituma, costeño de Piura, un cabo con principios morales que termina de sargento, se halla en Naccos a cargo del puesto de la Guardia Civil, una casucha de techo de calamina y piso de tierra que comparte con su único adjunto: el guardia Tomasito Carreño. Naccos son los restos de un caserío que tuvo cierto auge cuando la mina Santa Rita era explotada. La rutina de los serruchos que lo habitan en unos barracones —indígenas que hablan el quechua y el español (puro hombre, ninguna mujer)— gira en torno a la cantinilla de Dionisio y su mujer, y la incierta construcción de una carretera. Naccos se localiza en la zona de emergencia de los Andes: el sitio donde pululan los delincuentes subversivos: los terrucos de Sendero. 

Mientras transcurren los capítulos, se desgrana una serie de episodios en los que Lituma y Tomasito Carreño sostienen un diálogo que avanza y se interrumpe noche tras noche. En la charla, con puntos suspensivos, el adjunto le cuenta al cabo los detalles de la desventura amorosa que ha llagado su vida; es decir, la plática entre ellos está entreverada por los diálogos y las escenas que otrora le sucedieron a Tomasito Carreño. Así, la dosificación y las interrupciones incitan el suspense; y dado sus lindes melodramáticos se ubican dentro de la tradición de los folletines y de las radionovelas seriadas. 
Por lo que se dice en tales conversaciones, sobre todo al mencionar a Mercedes, la piurana que erosionó al adjunto, Lituma evoca a “los inconquistables” de Piura, sus compinches, con los que asistía al burdel La Casa Verde y al barcito de La Chunga, la lesbiana, donde Josefino, uno de ellos, para seguir jugando una partida, alquiló a Meche a La Chunga. Meche era una trigueña de maravilla que Lituma conoció de churre, la cual, después de quedar depositada esa noche en el barcito, desapareció sin que nadie supiera más de su destino. 
Estos asuntos, que una y otra vez evoca Lituma, no sólo remiten —como saben lectores de Mario Vargas Llosa— a La Casa Verde y al libreto teatral La Chunga, sino que además, al término de la fragmentaria serie y de Lituma en los Andes, todo parece indicar que la Mercedes que azotó a Tomasito Carreño es la misma que el cabo Lituma conoció en Piura.
       Pero mientras tal trama se desarrolla y completa, ocurren otras historias, paralelas, cercanas y distantes a la vez. Las primeras conforman una disección del abigarramiento ideológico, quezque revolucionario, que anima y manipula la crueldad y los asesinatos (dizque juicios y ajusticiamientos populares) y los robos de los terrucos de Sendero, lo cual contrasta con los hurtos, las torturas, las desapariciones, la corrupción, los nexos con los narcos que también caracterizan a los policías y a los soldados. 
       En este sentido, hay capítulos que ejemplifican (crítica implícita) el fanatismo, la inmoralidad y la cruenta y cruel ceguera de los terrucos de Sendero: el asesinato a pedradas, cerca de Andahuaylas, de la petite Michèle y de Albert, dos franceses que viajaban por el Cusco en un bus guajolotero; ella en calidad de dama de compañía y él en el papel de un profesor estudioso de los incas y del Perú, quien había ahorrado para hacer el recorrido. La matanza de vicuñas en la reserva de Pampa Galeras. La lapidación de la señora D’Harcourt y de su discípulo amado (más otros dos de un balazo); ella era una mujer noble, tan idealista como ecologista, con 30 años de actividades humanitarias, varios libros, artículos en El Comercio, conferencias en foros internacionales, que había pugnado durante cuatro años por los auspicios de la FAO y de Holanda para la reforestación de las sierras de Huancavelica, cuyos primeros resultados se proponía verificar. La toma de Andamarca y los juicios populares y los sangrientos ajusticiamientos con que involucran, a la fuerza, a toda la población. El homicidio y el robo en la mina La Esperanza, cercana a Naccos, de donde se llevaron explosivos, dinero y medicamentos, pese a que se pagaban cupos revolucionarios.
     
Abimael Guzmán
Líder de Sendero Luminoso
        Pero aunque el lector supone que lo que orilla a esas bestiales hordas de hombres, mujeres y niños (pobremente vestidos y armados) a cometer esos asaltos y espeluznantes crímenes (que aluden los crímenes que en la vida real cometía Sendero Luminoso, la secta maoísta del Perú que lideraba el mediático Abimael Guzmán) es el hambre, la pobreza, la ignorancia y la desesperación, a Mario Vargas Llosa, a diferencia de las víctimas de su novela, no le interesó explorar ni ahondar ni particularizar en los íntimos motivos ni en las obnubiladas y ciegas razones de los terrucos de Sendero, salvo en algunos rasgos y matices y, parcialmente, en la mujer que el albino Huarcaya había dejado embarazada, la cual, al parecer, lo ajustició de un plomazo. 




II de II
Las otras historias de Lituma en los Andes (Planeta, 1993), la novela de Mario Vargas Llosa, giran en torno a tres desapariciones forzadas ocurridas en Naccos: la del mudito Tinoco; la de Demetrio Chanca (Medardo Llantac, el gobernador de Andamarca que escapó de los ajusticiamientos); y la del albino Casimiro Huarcaya. Las tres forzadas desapariciones desvelan e intrigan a Lituma. Primero supone que fueron víctimas de los sangrientos terrucos de Sendero y que muy probablemente tenían cómplices entre los serruchos que laboran en la constructora. Poco a poco, sin embargo, conjetura que tales desapariciones son diferentes de las que efectúan los terrucos. 
Sus preguntas y su necedad (más que sus investigaciones policíacas) y las casualidades: el encuentro con Stirmsson, un sabio peruanólifo que da clases en Odense, conocedor de las costumbres, de los mitos y de la historia antigua, autor de libros que habla con soltura el español, el quechua —en sus variantes cuzqueña y ayacuchana— y un poquillo de aymara; pero también el huayco (un derrumbe) que cae sobre Naccos y así acelera su exterminio. Todo ello lo enfrenta e introduce a una atmósfera enrarecida, equívoca, donde sobreviven vestigios de antiguos mitos, tradiciones y supersticiones, mistificados por la fantasía y las locuras de Dionisio y su mujer, la bruja que, según ella, lee las cartas, las hojas de coca, las manos, que puede ver el pasado y el futuro, que dizque distingue los cerros machos y los cerros hembras, qué piedras son paridoras y cuáles no, que sabe de pishtacos (diablos), de mukis (diablos de las minas), de las huacas, y en fin, de todo lo que dizque proviene y se relaciona con lo ancestral, atávico y oscuro.
Y dada sus herejías y naturaleza disoluta, ambos llegan a oficiar, entre los serruchos de la constructora, como los heresiarcas de unos cruentos ritos que dizque pretendían apaciguar a los apus (los espíritus de las montañas que se trasforman en cóndores), ofreciendo esas tres vidas en medio de una bacanal que no excluye la borrachera, el baile, el manoseo entre hombres y la antropofagia. Todo esto para que no cayera el huayco (el derrumbe) y para que no se interrumpiera la construcción ni se quedaran sin trabajo; males que, no obstante, ocurren y propician la diáspora de los últimos sobrevivientes de Naccos.
     
Mario Vargas Llosa, con su hija Morgana, en la campaña electoral
Cajamarca, agosto 12 de 1989
        Es imposible comprimir y embutir en esta azarosa ciberreseña toda la riqueza narrativa de la novela Lituma en los Andes. Allí están los capítulos que tratan de lo vivido por el mudito Tinoco; o aquellos donde confluye lo mítico y supersticioso, siempre plagado de fantasías, como son los monólogos donde la bruja, al persuadir a los serruchos, cuenta su vida y la de Dionisio. Se supone, no obstante, que algo hay de cierto en lo que saben y vivieron, puesto que Stirmsson, el sabio peruanófilo, los conoció años atrás en calidad de informantes. Sin embargo, como suele ocurrir entre los poseedores de las tradiciones orales, mucho de lo que relatan ha sido deformado por sus prejuicios y cosecha; por ejemplo, cuando la bruja supone que el sebo humano que extraen los pishtacos, cuyas reservas dizque amontonan en las grutas de los cerros de por allí, lo utilizan en Lima o en los Estados Unidos para aceitar máquinas o los cohetes que los gringos mandan a la Luna. 

Dioniso
       En tal difuso sentido es como pregonan la exaltación de su propia leyenda. Se dice que Dionisio, de joven (y así rinde tributo a la mítica pátina que implica la asonancia de su nombre que parafrasea y evoca al Dioniso de la mitología griega), a imagen y semejanza de un semidiós del sexo, del vino, de la locura, del desenfreno y de todos los placeres mundanos, era famoso en los Andes y deseado por todas la mujeres habidas y por haber. Viajaba de pueblo en pueblo, de feria en feria. Una fiesta no comenzaba sin su presencia: vendía pisco, chicha, cantaba, bailaba, se disfrazaba de oso, tocaba el charango, la quena y quizá el bombo; pero también era seguido por una circense horda de danzantes, músicos, locas, equilibristas, cuenteros, magos y fenómenos. 

De Dionisio y su cohorte se contaba lo peor: que vivían en una constante orgía, en un desenfrenado aquelarre, metiéndose unos con otros, y no sólo cuando bajaban a la playa, donde se les veía borrachos y desnudos a la luz de la Luna. De hecho, todas las fiestas patrias y las de los santos patronos de los pueblos de sus andares, en las que el baile y la bebida duraban días y noches enteras, eran desenfrenos dionisíacos, carnavalescos, promiscuos, en los que se perdían las diferencias entre indios y mestizos, ricos y pobres, hombres y mujeres, asuntos de lejanas y ancestrales resonancias griegas, del Medioevo, que con enorme erudición estudió y puntualizó el filósofo ruso Mijail Bajtin (1895-1975) en su clásico: La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais (Alianza, 1987). 
(1ª reimpresión en Alianza Universidad, Madrid, 1988)
      Pero también en ciertos pasajes se leen y escuchan residuos y ecos de antiguas mitologías fundidas a leyendas no menos lejanas y muchas veces variadas y reescritas en el ubicuo e incesante palimpsesto de la historia y de la literatura, como ese episodio que refiere la leyenda de un pishtaco gigantón, un ogro comedor de carne humana, que vivía en una gruta de Quenka, exigiendo la entrega periódica de mujeres que él escogía. Timoteo Fajardo es el héroe que se introduce en ese oscuro laberinto cargado de gases y pestilencias. Allí encuentra al minotaúrico y descomunal ogro durmiendo la mona entre sus mujeres y restos de malolientes cuerpos colgados de unos ganchos, mientras en varias pailas borbotea el humeante y pestilente sebo humano. De un machetazo el valiente Timoteo Fajardo le corta la cabeza al ogro y sólo logra salir de allí gracias a un escatológico, fétido y risible hilo de Ariadna: montoncitos de su propio excremento que, para no perderse, fue dejando en el camino (a la Pulgarcito o a la Hansel y Gretel), que él puede olisquear gracias a su poderosa narizota, pero sobre todo al chupe espeso que le preparó su joven Ariadna, con quien se va de allí por siempre jamás. 

Alfarero de Juchitán (c. 1983)
Foto: Rafael Doniz
      Otro pasaje, magnético e hilarante, es el caso de la epidemia de pichulitis (mal parecido al de Priapo). A los hombres de Muquiyauyo les ardía y crecía hasta romper braguetas. No había manera de hacerlas dormir. Incluso un cura les dijo una misa e intentó exorcizarlos. Sólo Dionisio pudo conjurar el padecimiento: “organizó una procesión alegre, con baile y música. En vez de un santo, pasearon en andas una gran pichula de arcilla que modeló el mejor alfarero de Muquiyauyo. La banda le tocaba un himno marcial y las muchachas la adornaban con guirnaldas de flores. Siguiendo sus instrucciones, la zambulleron en el Mantaro. Los jóvenes atacados de la epidemia se echaron al río, también. Cuando salieron a secarse, ya eran normales, ya la tenían arrugadita y dormidita otra vez.”


Mario Vargas Llosa, Lituma en los Andes. Colección Autores Españoles e Hispanoamericanos, Editorial Planeta. 1ª reimpresión mexicana. México, noviembre de 1993. 320 pp.


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Enlace a "El cóndor pasa", versión de Inti Illimani.
Enlace a "El cóndor pasa", Uña Ramos en la quena.

jueves, 5 de marzo de 2015

Lejos de Veracruz


En tus ojeras se ven las palmeras borrachas de sol

La novela Lejos de Veracruz implica un tributo que el escritor catalán Enrique Vila-Matas (Barcelona, marzo 31 de 1948) brinda a sus amigos mexicanos (representados por Sergio Pitol y Juan Villoro), a México (país donde tiene fervorosos lectores), y a ciertas tildes, estereotipados y no, de la cultura mexicana.
     
Narrativas hispánicas núm. 177
Editorial Anagrama (Barcelona, 1995)
       Nacido en Barcelona en 1966, Enrique Tenorio, el protagonista de Lejos de Veracruz, se halla, durante 1993, en S’Estanyol, un pueblo de Palma de Mallorca. Allí su cotidianidad oscila, de un modo inextricable, entre las superficiales y mexicanizadas relaciones que establece con una familia vecina, la angustia y el insomnio que padece en el interior de la horrible casa que habita, y lo que anota en el especie de diario que se encuentra escribiendo en un cuaderno con tres tucanes en la portada; cuaderno adquirido en México el mes pasado.

     
Enrique Vila-Matas
        El cuaderno de Enrique Tenorio (que en sí es la novela de Enrique Vila-Matas) resulta un lacrimoso, melodramático, existencialoide y complaciente libro del desasosiego. En éste el héroe (de las mil y una máscaras), quien siempre es el meollo, traza un círculo. Lo abre al evocar ciertas anécdotas vividas en México el mes anterior y lo cierra con los mismos pasajes (ligeramente ampliados), y promete abrir otros (que quizá —por su pesimismo fúnebre, de vejete desahuciado al borde del suicidio— nunca inicie o no concluya): “Escribiré, mentiré a la luz de la luna de la antigua Villa Rica de la Vera Cruz, que me hará señas de plata sobre el muro blanco.”

       Según Enrique Tenorio, fue invitado a Guadalajara, donde en un congreso se le rindió pleitesía a su hermano Antonio, nacido en 1954, en el puerto de Veracruz, célebre autor de libros de viajes, recién suicidado en Barcelona. De regreso a la Ciudad de México, en el Hotel Majestic, frente al Zócalo, quezque oyó “una voz misteriosa” que lo indujo a escribir el relato “Es que soy de Veracruz”. Así, ante el dolor que significaba el retorno a España, decidió prolongar su estancia en México al oír hablar de Sergio Pitol y del “ambiente de Xalapa” (sic), el preámbulo de su ida a Veracruz, sitio del que pese a la nostalgia, dice y repite con meloso sentimentalismo a la Agustín Lara, que a sus playas lejanas no piensa volver. 
     
Sergio Pitol
       Este pasaje en el que no falta una folclórica dosis de arpa y de “La Bamba” (incluso de la película Danzón) lo empieza con un influjo y un eco rulfiano: “Fui a Xalapa como quien va a Comala. Fui a Xalapa porque me dijeron que ahí andaba quedándose a vivir Sergio Pitol, que había sido un buen amigo de mi hermano Antonio.” Tal impronta no es fortuita. A lo largo de sus numerosas quejas y tristes historias, Enrique Tenorio narra, repite y se regodea hasta el delirio en sus nefastos rasgos: manco, solitario, neurótico, misógino, insomne; a sus 27 años se siente viejo, un derrotado en la vida, un muerto ambulante. 

Según él —dado que despreciaba el tufo de la cultura y “la peste de la tradición artística de la familia”—, aspiró solamente a vivir, a que su obra maestra fuera su vida de viajero incorregible. Pero luego, pese a sus trotes por el mundo, después de haber sido un grandísimo burro, resultó que el cúmulo de sus desventuras y fracasos lo transformaron en un voraz lector: dizque en los últimos dos años ha leído “cerca de dos mil libros (tres por día)”. 
En este sentido, parece consecuente que ante los primeros libros leídos (Robinsón Crusoe, la Odisea, La metamorfosis, el Quijote) a sí mismo se diga: “en mi vida de lector el verdadero gran acontecimiento me iba a llegar a través de un librito titulado Pedro Páramo...”; “...me dije, ‘requetebién, porque es verdad lo que suponía. Estoy muerto.’” Así, definido por tal síndrome fantasmal y mortuorio (“la vida no es más que nostalgia de la muerte”, se dice con aliento villaurrutiano), llega a Xalapa y busca a Sergio Pitol y con él viaja a Veracruz, el maloliente puerto donde desciende a los bajos fondos del infierno de sí mismo; es decir, en medio de una conjura de sus fobias, incitadas por el tequila y el mezcal, asesina a Dios (en el cuerpo de un marino), el culpable de todas sus desgracias e infortunios.
        En este sentido, si El descenso es el título del libro sobre los Tenorio que iba a escribir el suicidado Antonio, el rótulo le queda como anillo al dedo a lo escrito en el cuaderno (dizque secreto) por el manco de Barcelona, lo cual implica que quedó un poco atrás ese “apotegma de dispéptico” que se dijo al iniciar su vida de lector: los libros o el suicidio; y que se encuentra navegando en el ojo del huracán de la frase hallada en su Robinsón Crusoe, su iniciático libro: “Después de tantos años de infortunios sentí vivos deseos de relacionarme con aquella tribu” (que para el caso es la rapaz tribu de los lectores y escritores). Así, si hace unos años ignoraba quién era el tal Valle-Inclán o el tal Canetti, ahora resulta que se las sabe de todas a todas, que las baraja al derecho y al revés, de la A a la Zeta.
       Sin embargo, no puede decirse lo mismo de su evocación turística y literaria del puerto de Veracruz. Ahí está el somero, carnavalesco y folcloroide ambiente que mira y describe en Los Portales y en La Parroquia. Y el hecho de que al hablar de La Antigua, dice “Antigua”, donde según él dizque “Hernán Cortés mandó edificar su primer fortín” (pero La Antigua no es precisamente Chalchiuecan ni mucho menos el sitio en el que se halla el histórico fuerte de San Juan de Ulúa), donde dizque barrenó las naos, de las cuales quezque allí “quedan, y emociona verlas, las anclas todavía” —quizá etílico delirio derivado del final de Cinema Paradiso, por lo que se podría corear con Agustín Lara: 

          y en tus ojeras
         se ven las palmeras
         borrachas de sol.
     
Enrique Vila-Matas
       Entre las melodramáticas y folletinescas adversidades que rememora el héroe, se halla lo relativo a su hermano Máximo, pintor doméstico, el genio de la familia Tenorio, feo, despreciado por el padre, introvertido, pero que sin embargo, dada su herencia, se casa con Rosita Boom Boom Romero, una mulata para morirse, “reina del bolero, la guaracha y el cha-cha-chá”; la cual, por su afición al juego y su complicidad con un dizque chulo de Badajoz, propicia, en la isla de Beranda, en el mero Caribe, el asesinato de Máximo. No obstante la mulata, aún sabiéndola asesina de su hermano, también desquicia y empobrece a Enrique Tenorio hasta dejarlo sin un céntimo. 

      Otra azarosa aventura es la que Enrique Tenorio vivió en África, donde además de experimentar en carne propia el famoso aforismo sartreano: “el infierno son los otros”, aprendió que “el hombre es un lobo para el hombre”; es decir, que “hay que matarlos si pretenden ellos matarte a ti”. 
Una aventura más es la que narra la pérdida de Carmen, la mujer con quien se casó. O aquella que se remonta a la India, país que visitó, ciego e ignorante, y que fue el ámbito que lo convirtió en el manco de Barcelona, lo cual signa su condición de solitario, de enterrado en sí mismo al pie de un famélico Cancerbero, de insomne y chillón. Una nostálgica, barrigona y triste figura que en nada se parece a la acuñada por el célebre e ingenioso manco de Lepanto


Enrique Vila-Matas, Lejos de Veracruz. Serie Narrativas hispánicas (177), Editorial Anagrama. Barcelona, 1995. 240 pp.


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Enlace a "Palmeras", canción de Agustín Lara cantada por Pedro Vargas.
Enlace a "Palmeras", canción de Agustín Lara en las voces de Toña la Negra y Pedro Vargas.

domingo, 1 de marzo de 2015

El héroe discreto




Nunca te dejes pisotear por nadie


Con un tiraje de 44 mil ejemplares, en junio de 2013 se terminó de imprimir, por Alfaguara, la primera edición mexicana de El héroe discreto, la última novela del peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), Premio Nobel de Literatura 2010, la cual, al unísono, en varios países del idioma español empezó a venderse en las librerías el jueves 12 de septiembre pasado, luego de que un día antes fuera presentada por Pilar Reyes y el autor en la Casa de América, en Madrid. Ubicada en el Perú de la época actual (con la ebullición de la web, de los blogs, de los celulares), si bien un lindero temático implica y refleja extendidos conflictos delincuenciales que trastocan vidas individuales y familiares y la paz social, como es el secuestro de una persona y la coercitiva exigencia de cupos a comerciantes y empresarios por parte de mafias organizadas, El héroe discreto es un divertimento novelístico, urdido con maestría y amenidad, con el que Mario Vargas Llosa retoma sus raíces peruanas (signadas por un florido vocabulario salpimentado de sonoros piruanismos y peruanismos) y recrea su propia obra. Dedicada a la memoria del piurano Javier Silva Ruete (1935-2012), amigo de la infancia del autor y ministro de Economía y Finanzas en tres gobiernos del Perú, El héroe discreto tiene por epígrafe una línea de “El hilo de la fábula”, poema en prosa de Borges reunido en Los conjurados (1985), que semeja una especie de declaración de principios narrativos del novelista: “Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo.” Y por ende evoca unas palabras dichas por él casi al término del coloquio de presentación: “Lo importante es vivir como si uno fuera inmortal, como si la muerte no existiera, como si no fuera a morir, aunque secretamente sepamos que eso no va a ocurrir [...] Para mí, escribir es abolir ese aspecto tan negativo de la temporalidad. Me hace vivir intensamente, anula la preocupación [...] Me gustaría mucho morirme escribiendo”. 
Mario Vargas Llosa 
  Dividida en XX capítulos, El héroe discreto discurre por dos vertientes alternas y paralelas que llegan a tocarse y a coincidir sin perder su distancia y paralelismo. Una gira en torno a los problemas que empieza a confrontar Felícito Yanaqué, un empresario de Piura, de 55 años, dueño de Transportes Narihualá, a raíz de que recibe un mensaje anónimo (firmado con el dibujo de una arañita) donde una mafia le anuncia que tendrá que empezar a pagarle 500 dólares mensuales con tal de dizque protegerlo ante la delincuencia y otras mafias. Vale recordar que Vargas Llosa vivió de niño en Piura y que de ello habla en Historia secreta de una novela (1971), en El pez en el agua (1993) y en el Diccionario del amante de América Latina (2005). La otra vertiente narrativa se desarrolla centralmente en Lima (allí Vargas Llosa se licenció en la Universidad de San Marcos y se lió con su tía Julia), donde don Rigoberto —protagonista, junto con su esposa Lucrecia y su hijo Fonchito, de las novelas Elogio de la madrastra (1988) y Los cuadernos de don Rigoberto (1997)—, de 62 años, es gerente de una compañía de seguros y vive en el penthouse de un edificio ubicado en Barranco (donde Vargas Llosa tiene una casa familiar que fue sede operativa del Frente Democrático durante su campaña por la presidencia del Perú). A un paso de jubilarse (después de 30 años) y emprender un añorado viaje a Europa con Lucrecia y Fonchito, Rigoberto es citado por Ismael Carrera, el octogenario y acaudalado dueño de la compañía, quien le pide que, junto con el negro Narciso, su chofer, sea testigo de su inminente y furtiva boda con Armida, su sirvienta, chola, humilde y 38 años menor que él. Casorio que provocará, y provoca, con prejuicios racistas, la codicia y la sucia virulencia de Miki y Escobita, los mellizos que tuvo con su difunta esposa.

Felícito Yanaqué tiene como principal divisa moral la única herencia que le dejó su padre, el yanacón Aliño Yanaqué, quien lo educó pese a su analfabetismo y pobreza extrema: “Nunca te dejes pisotear por nadie, hijo.” Así que Felícito, pequeño y frágil, les responde a los mafiosos, con un aviso en El Tiempo, diciéndoles que no recibirán de él ni un clavo. Presionados por el coronel Ríos Pardo, jefe policial de la región, el capitán Silva, comisario en Piura, y su adjunto el sargento Lituma, se ven impelidos a indagar el caso. Y aquí vale recordar que Lituma es un personaje recurrente en la obra de Mario Vargas Llosa, desde su tarea en “Un visitante”, cuento de Los jefes (1959), su primer libro, destacado, incluso, en el título de una de sus novelas: Lituma en los Andes (1993). Y que como pareja policíaca (Lituma y Silva) tienen una breve pero clave aparición en Historia de Mayta (1984) y protagonismo en ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986). Pero el papel más memorable y entrañable de Lituma se sucede en la intrincada y laberíntica La Casa Verde (1966), cuando en Piura, de jovenzuelo y joven, fue de “los inconquistables”, tres mangaches de la Mangachería: él y sus primos los León: José y el Mono, más Josefino, un gallinazo de la Gallinacera, que se les unió, y quienes frecuentaban la segunda Casa Verde, regentada por la Chunga —y por ende son protagonistas del libreto La Chunga (1986)—, hombruna e hija natural de don Anselmo, el arpista ciego y fundador de la primera Casa Verde, incendiada por un grupo de airadas beatas encabezadas por el padre García. Y es que tales pormenores de antaño (y otros, como el lépero himno que a gaznate pelado solían rebuznar “los inconquistables”) los rememora el sargento Lituma ante el capitán Silva cuando más o menos recuerda que uno de “los inconquistables” todo el tiempo dibujaba arañitas y por ende podría ser el mafioso que firma los amenazantes anónimos con el dibujo de una arañita. Tal ingrediente se engarza al suspense en torno al descubrimiento de los criminales que acechan al metódico y disciplinado Felícito Yanaqué, quien inicia cada día con una mañanera rutina de lentos ejercicios chinos que le ayudan a encontrar su centro, que suele consultar a una estrafalaria “santera” y clarividente cuyas infalibles “inspiraciones” inciden en el rumbo de su vida, quien tiene una religiosa, callada y resignada esposa, dos hijos que trabajan de choferes e inspectores en Transportes Narihualá, una joven amante a la que le puso casa chica, y una colección de discos de Cecilia Barraza que lo embelesan y fascinan, lo cual implica un claro homenaje que el narrador le rinde a tal gloria de la canción popular peruana. 
Cecilia Barraza con El héroe discreto (2013)
  Don Rigoberto, por su parte, pese a ser un oscuro abogado a punto de jubilarse, sigue siendo un cultísimo lector y melómano, que suele refugiarse en su secreto e individual “espacio de civilización” (su estudio) a hojear sus exquisitos libros de arte y literatura y a oír una refinadísima música; y un incorregible erotómano que preludia sus ayuntamientos con Lucrecia susurrando, entre ambos, disparatas fantasías sexuales. Mientras que Fonchito, con sus 15 años, sigue siendo un rubicundo escuincle con una perspicacia e inteligencia un poco más allá de lo común, con virtudes histriónicas y picarescas teñidas de humor negro, de modo que urde un oscuro juego que trastoca la tranquilidad y la cotidianeidad de sus padres, donde un tal Edilberto Torres, más o menos de la edad de Rigoberto, dizque se le aparece en los lugares más inesperados y cuya presunta omnisciencia y ubicuidad, aunada a supuestas y casi postreras historias sexuales y de autoflagelación quezque le narra al chaval, dan visos de que se trata del mero diablo o de un pedófilo, según colige Rigoberto, quien también llega a pensar en una psicosis. Pero según la psicóloga Augusta Delmira Céspedes, “Fonchito es el niño más normal del mundo”. Y según deduce el inocente y sugestionado padre O’Donovan, se trata de una experiencia espiritual que les sucede a pocas personas, pues dizque el niño sí ve al tal Edilberto Torres y representa para él “todo el sufrimiento humano”.  

Rigoberto confronta los embates, las amenazas y los insultos de los mellizos mientras Ismael Carrera se halla oculto en Europa disfrutando su luna de miel. Pero cuando regresa a Lima después de tres meses, luego de explicarle el secreto plan urdido por él para derrotar y dejar prácticamente sin nada a los torpes y codiciosos mellizos, muere de un infarto casi a los 82 años. Y el día que el testamento se lee en dos partes, Armida, convertida ahora en una elegante viuda, huye con extremo sigilo rumbo a Piura, pues es hermana de Gertrudis, la retaca y silenciosa esposa del flaquito y menudo Felícito Yanaqué, quien se enteró de su existencia días antes de su breve matrimonio.
Cuando Armida arriba a Piura a esconderse en la casa de su hermana y del dueño de Transportes Narihualá, bulle en la ciudad, con amarillista escándalo mediático, el caso de Felícito Yanaqué, pues primero se hizo célebre, reconocido y condecorado por haber enfrentado a la mafia con valentía y dignidad (recibió, por ejemplo, “la medalla de Ciudadano Ejemplar” otorgada por el Rotary Club y “la Sociedad Cívico-Cultural-Deportiva Enrique López Albújar lo declaró El Piurano del Año”) y luego celebérrimo por el hecho de que uno de los malhechores resultó ser nada menos y nada más que uno de sus hijos (el ojiazul y blanquiñoso), conchabado con la querida del transportista, de quien también era amante desde hacía dos años y medio. Y dado que Ismael Carrera era un distinguido empresario en Lima y en el Perú, cuyas exequias convocaron a una rutilante fauna de principales empresarios y políticos del país, al desaparecer la ricachona viuda, el propio ministro del Interior tomó cartas en el asunto para hallarla o rescatarla, pues se piensa que se trata de un secuestro y que los secuestradores reclamarán un rescate. 
No obstante, Armida, la mujer más buscada en el Perú, pasó inadvertida siete días y siete noches oculta en la casa de Felícito Yanaqué, quien por petición de su cuñada, hace venir a Piura a Rigoberto (quien viaja en avión con Lucrecia y Fonchito) para urdir una estrategia ante la ambición y los golpes bajos de los mellizos. 
(Alfaguara, México, 2013)
  La novela no narra las menudencias de tal estrategia ni cómo fue que los mellizos por fin se aplacaron (debió mediar una sustanciosa cantidad y quizá algún peligro o inconveniencia para ellos). Pero la viuda pudo irse a Italia a residir y a disfrutar su fulgurante fortuna, mientras que la muerte de Ismael Carrera liberó a Rigoberto de las demandas judiciales y agilizó su trabada jubilación, preámbulo de su pospuesto viaje a Europa en compañía de Lucrecia y Fonchito.

Y en lo que concierne a Felícito Yanaqué sí se cuentan coloridas minucias sobre cómo el transportista, siempre con entereza y comprensible coraje, urde el modo de poner en su lugar a los mafiosos de la arañita (al siete leches de su ex hijo, encarcelado, le da una buena zarandeada verbal y con furia y litigio le arranca el apellido Yanaqué; mientras que su ex querida, con libertad condicional, la deja con el crédito cortado y de patitas en la calle). 
El curioso y lúdico corolario de todo el embrollo novelístico, que mucho tiene de peliculesco (meollo que cada uno por su cuenta advierten los propios protagonistas Felícito y Rigoberto), además de la lúdica jugarreta de Fonchito con la supuesta, terrorífica, inesperada y fugaz reaparición de Edilberto Torres, es el hecho de que al partir rumbo a Europa, Rigoberto y su familia paralelamente coinciden, en la sala de espera y en el avión, con Felícito Yanaqué y su esposa Gertrudis, quienes también viajan al Viejo Continente, invitados por la viuda Armida, quien los espera en su residencia en Roma, donde llevará a Gertrudis, ahora muy parlanchina, “a la Plaza de San Pedro cuando el Papa salga al balcón”. No extrañaría, entonces, que en ese planificado y culto viaje de 31 días de Rigoberto y los suyos (“Cuatro semanas, una en Madrid, otra en París, otra en Londres y, la última entre Florencia y Roma”), vuelvan a coincidir en la casa que Armida tiene en la capital italiana, pues los ha invitado a un banquete.


Mario Vargas Llosa, El héroe discreto. Alfaguara. México, 2013. 390 pp.

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Presentación de El héroe discreto en la Casa de América en Madrid (septiembre 11 de 2013)


Viernes o los limbos del Pacífico




Una islita delicada y suave...

Publicada en francés, en 1967, por Éditions Gallimard, Viernes o los limbos del Pacífico (cuya traducción al español de Lourdes Ortiz data de 1986) es la reescritura que Michel Tournier (París, diciembre 19 de 1924) hizo de Robinson Crusoe (1719), novela del británico Daniel Defoe (c. 1660-1731). Se ha dicho —el mismo Tournier lo recuerda en un ensayo reunido en El viento paráclito (Alfaguara, 1994)— que una de las historias que posiblemente incidieron en la imaginación de Daniel Defoe es la del escocés Alexander Selkirk, quien un día de la primera década del siglo XVIII fue abandonado en una isla desierta del archipiélago Juan Fernández, en el Pacífico, frente a las costas de Chile. Allí vivió 4 años y 4 meses. Defoe, se piensa, pudo haber leído lo que se escribió sobre Alexander Selkirk y tal vez haya hablado con él. Pero el Robinson de York, el personaje de Daniel Defoe, naufraga en una isla del Caribe, cerca de la desembocadura del Río Orinoco, en el Atlántico, en la que vive 28 años. Así, el Robinson de Michel Tournier, también nacido en York, Gran Bretaña, el 19 de diciembre de 1737, naufraga el 30 de septiembre de 1759, a los 22 años, en una de las islas Juan Fernández. Allí, casi al término de la obra, al arribar una goleta mercante, se entera que es el 30 de septiembre de 1787; es decir, han transcurrido 28 años, 2 meses, 19 días, y tiene 50 años.
Daniel Defoe
(Londres, c. octubre 10 de 1660, ibídem, abril 21 de 1731)
       Mientras estalla una tormenta, a bordo del Virginia, en el camarote de Van Deyssel, el capitán, con las cartas del tarot, le cifra al joven Robinson Crusoe los episodios de su destino. Al terminar de leer cada uno de los arcanos, ocurre el naufragio. Sólo al final de la novela, el lector y el propio náufrago, podrán conocer los alcances de tales predicciones. En un primer momento, Robinson Crusoe bautiza a la isla con el nombre de Desolación y emprende la tarea de construir el Evasión, un navío que, sólo al concluirlo, advierte la imposibilidad de moverlo; es decir, como si inconscientemente hubiera esperado que las aguas llegaran a él, tal como ocurrió con el Arca de Noé. Así, roído por el abandono, la soledad y el pesimismo, le da por tirarse en una charca lodosa, hasta que una serie de espejismos (con reminiscencias infantiles) amenazan con trastornar su cordura. Y es aquí, en medio de ese limbo al margen de la historia y del tiempo, cuando empieza a germinar un Robinson Crusoe que es, él solo, la suma de todos los hombres de la civilización occidental. Concibiéndose elegido por la Providencia, rebautiza a la isla con el nombre de Speranza (“la esperanza es una de las tres virtudes teologales”). Y siempre envuelto en la Biblia y nostálgico ante el mundo humano, semeja una especie de solitario Adán que inicia y construye una pequeña ciudad-estado hecha a imagen y semejanza del orbe que lo acuñó; su objetivo: dizque vencer la deshumanización que provoca el entorno salvaje. 
Robinson Crusoe
No obstante su juventud y el breve lapso que vivió entre los suyos, Robinson Crusoe es un tipo con numerosos conocimientos, oficios y virtudes: en la agricultura, arquitectura, ganadería, etcétera, etcétera, por lo que descuella (quizá por su tácita salud de hierro) que no refiere nociones de herbolaria y farmacopea. Sólo dos veces sufre una misma dolencia: indigestión, una por comer filetes de tortuga con arándanos y otra debido a conservas y carne en salsa; y sólo una vez alude alimentos para prevenir el escorbuto. Él mismo (un modelo de orden, rigor, avaricia, raciocinio, locura y perversiones) organiza y escribe sus propias leyes, se nombra gobernador, administrador, general. Y dado que es excesivamente ritualista y religioso, es también el pontífice que oficia sus propias ceremonias religiosas, el pensamiento que, al ritmo de la clepsidra, preside, estipula y sanciona cada uno de los actos de cada día y de cada semana. Así, el log-book que escribe es un acto sagrado, ritual, narcisista, en el que registra lo trascendente de los acontecimientos y de sus meditaciones, que llegan a ser, muchas veces, además de exhibicionismo mnemónico e intelectual, breves devaneos y disquisiciones teologales, metafísicas y filosóficas sobre distintos tópicos, todo lo cual ilustra los tintes de su demencia solipsista.
Michel Tournier
       Una de las vertientes más atractivas de esta novela de Michel Tournier es la que concierne a la vida sexual de Robinson Crusoe. Speranza, además del sentido sacro, tiene, para él, implicaciones femeninas: su nombre le recuerda a una italiana de la Universidad de York. Y al trazar el mapa de ella, observa que sus contornos son la silueta de una mujer sin cabeza, en cuya actitud “resultaba difícil separar lo que había de sumisión, de miedo o de simple abandono”. 
Seducido por la naturaleza femenina de la isla, es atraído por el “foco de Speranza, de donde partían radialmente todas las terminaciones nerviosas de aquel gran cuerpo”; desciende a la gruta, y a través de un orificio, luego de una especie de penetración, cae a una pequeña cripta, allí observa una flor mineral de erógeno aroma, pero lo más magnético es un alvéolo, donde se acomoda en postura fetal. En esa comunión erótica, edípica, genésica, iniciática, descuella, una y otra vez, su reflexión narcisista: “Se hallaba suspendido en una eternidad feliz. Speranza era un fruto que maduraba al sol, cuyo hueso desnudo y blanco, recubierto por mil capas de corteza, de cáscara y de peladuras, se llamaba Robinson.” Tales episodios se interrumpen cuando una gota de su semen le hace verse, desde su óptica devota, como un monstruo incestuoso. Más adelante, al no poder eludir la sensualidad de la isla ni sus propias pulsiones sexuales, empieza a penetrar un árbol, un quillai: allí “su sexo se aventuró en la pequeña cavidad musgosa que se abría en el punto de unión de las dos ramas”. Pasa dichosos meses con la quillai, hasta que en pleno acto sexual la picadura de una araña en su miembro le dicta una nueva restricción: la picadura equivale al mal francés, una enfermedad venérea que le advertía de los peligros de la vía vegetal. Sin embargo, la apoteosis lasciva ocurre al descubrir una zona lúbrica que llama loma rosa: unos arenales en cuya geografía ve protuberancias y formas femeninas. Allí siente que se halla en otra isla, que al penetrarla “tenía el cuerpo de la isla bajo sí” y que moría en los momentos culminantes: “He cavado mi tumba con mi sexo y he muerto de esa muerte pasajera que tiene por nombre voluptuosidad”. 
Así, evocando, reescribiendo y reinterpretando fragmentos de la Biblia (del Cantar de los Cantares, por ejemplo), celebra su boda con Speranza. Poco después observa que, en los sitios donde había enterrado su simiente, primero desaparecen las hierbas y las gramíneas, y luego brotan una serie de mandrágoras (que nunca antes había visto en la isla), sus hijas, puesto que, según el mito, esas flores suelen surgir al pie de los cadalsos, allí donde los ajusticiados dejaron caer “sus últimas gotas de licor seminal”; es decir, “son, en suma, producto del cruce del hombre y de la tierra”.
       Pero es un araucano, una mezcla de negro e indio, que Robinson Crusoe bautiza con el nombre de Viernes, el que empieza a trastocar tanto el statu quo edificado por su desvarío fundacional (civilizador-conquistador), como sus perversiones en loma rosa. Al principio, Viernes exacerba sus atavismos de hombre blanco. Desde su religiosidad egocéntrica, megalómana y automitificadora, Viernes es un negro del nivel más bajo de la escala humana, un salvaje cercano a los animales, enviado para él, por Dios, para que le sirva de esclavo. Así, además del desinterés por lo que piensa y siente el negro araucano, se la pasa reprobando su ocio y conducta lúdica e infantil. 
(Alfaguara/CONACULTA, México, 1994)
Uno de los episodios críticos ocurre cuando Robinson Crusoe descubre que en loma rosa ha brotado una mandrágora acebrada, pues el maldito y odioso negro se la ha fornicado; por ende divaga y fantasea, incluso, con las formas de su muerte. En este sentido, al tropezar con las “dos pequeñas nalgas negras bajo las hojas” en plena fornicación de loma rosa, arremete a golpes contra Viernes. Hojeando la Biblia, busca al azar y halla versículos que interpreta, siempre automitificándose, como la condenación de tal sacrilegio. Pero también renuncia a volver a loma rosa.
       Luego de una serie de trastornos que Viernes, el esclavo, engendra en el dizque civilizado orden de la isla, éste, accidentalmente, hace estallar los 40 toneles de pólvora que Crusoe atesoraba en la gruta y así destruye los edificios y atributos de la pequeña ciudad del amo. Robinson queda a merced de Viernes, pero más que nada porque así lo desea el inglés, porque intrínsecamente espera que nazca en él el hombre nuevo, el habitante de la otra isla, del limbo, de la eternidad que a veces vislumbraba y vislumbra. Viernes deja de ser su esclavo, lo trata de hombre a hombre (siempre distintos y antagónicos), se esmera por comprender sus hábitos, su ocio, su risa y sus juegos infantiles (nunca rituales). Al meditar, lo mitifica. E incluso comparten instantes de éxtasis cuando oyen la música elemental que emiten los instrumentos eólicos (un arpa y un tambor) pergeñados por el negro con los restos de un gran carnero. Sin embargo, Robinson Crusoe nunca logra acceder al mundo interior y cosmogónico del araucano.
       Mientras que Viernes continúa con sus juegos y obsesión eolia, Robinson, que sigue siendo narciso y religioso, empieza a vivir sobre una araucaria y a adorar al sol. Cuando aparece un barco, el Whitebird, Viernes, con facilidad, se integra a la tripulación; pero Crusoe comienza a experimentar aversión hacia los hombres y hacia la cultura que tales europeos representan. Así, para permanecer en el dizque nivel superior, en ese trozo de eternidad (que sólo concibe y conceptualiza su solipsismo idealista, poético y mitificador), en el limbo intemporal poblado por seres inocentes (sólo dos), Robinson, sin consultar al negro, decide que ambos se quedarán en Speranza por siempre jamás. 
(Alfaguara, Madrid, 1994)
Pero al día siguiente, cuando la goleta se ha marchado, descubre que Viernes se escapó llevándose todos los objetos de su mundo interior. Deprimido ante el abandono, Robinson Crusoe envejece en un segundo y decide morir en el alvéolo de la derruida gruta. Pero al disponerse a hacerlo es sorprendido por un niño: el pelirrojo grumete del Whitebird, quien dejó el barco para quedarse con él, cuya aura humana y afectiva lo revive e induce a revivir su adoración solar. 
Mas nuevamente, con su tendencia sacerdotal, patriarcal, egocéntrica, pese a que el escuincle se llame Jaan Neljapäev, lo unge con sus palabras: “Te llamarás Jueves. Es el día de Júpiter, dios del Cielo. Es también el domingo de los niños.”


Michel Tournier, Viernes o los limbos del Pacífico. Traducción del francés al español de Lourdes Ortiz. Serie Fin de Siglo, Alfaguara/CONACULTA. México, 1992. 272 pp.