miércoles, 20 de agosto de 2014

El hombre que amaba a los perros



Una fusión mortífera de la hoz y el martillo
                                    

I de II
Homónima de un cuento de Raymond Chandler (1888-1959), El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2009) es una de las novelas más laboriosas y voluminosas del prolífico escritor cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955). “Una fascinante historia sobre el asesinato de Trotski”, anuncia el cintillo publicitario, lo cual parece refrendarse con la foto que ilustra el frontispicio: una imagen datada “en Francia en 1933”, donde el otrora líder de la Revolución de Octubre de 1917 y creador del Ejército Rojo, juega con dos pastores alemanes. 
(Tusquets, 1ra. edición mexicana, 2009)
 
Nacido en Ucrania el 7 de noviembre de 1879, Lev Davídovich Bronstein, conocido como León Trotsky, murió a las 19:25 horas del 21 de agosto de 1940 en el hospital de la Cruz Verde de la Ciudad de México tras ser mortalmente herido, la tarde del día anterior, en el estudio de su casa-fortaleza de Coyoacán (Viena 19) —ahora Museo Casa de León Trotsky—, por el golpe de un piolet en el cráneo, el cual le asestó un tal Jacques Mornard (o Frank Jacson, sin k), apócrifa personalidad del catalán Ramón Mercader del Río (1913-1978); crimen urdido y ejecutado por órdenes de José Stalin (1878-1953) por el que pasó 20 años preso (la mayoría en el Palacio Negro de Lecumberri) sin revelar ni aceptar su verdadera identidad (pese a que fue descubierta en 1950 por el criminólogo Alfonso Quiroz Cuarón al cotejar sus huellas dactilares y sus fotos carcelarias con su ficha policial de 1935 resguardada en el Archivo de Identificación de la Dirección General de Seguridad, en Madrid) y sin decir una palabra sobre la trama del magnicidio y sus participantes, por lo cual, ya libre, en la URSS fue acogido y condecorado. Según la novela, “el viernes 6 de mayo” de 1960, el supuesto belga Jacques Mornard Vandendreschs, quien había operado en México con la falsa documentación del supuesto canadiense Frank Jacson, fue puesto en libertad y, con un pasaporte otorgado por el consulado checo, viajó a la URSS en un buque soviético (vía La Habana y Riga). En Moscú, “Rebautizado como Ramón Pávlovich López, fue confinado en un edificio de la KGB, en las afueras de la ciudad, hasta que una mañana le enviaron un traje nuevo y le ordenaron que a las seis de la tarde estuviera listo, porque pasarían a recogerlo. Esa noche Ramón Pávlovich volvió a entrar en el Kremlin [había estado en 1937 durante su entrenamiento, ya con el pasaporte soviético, falsificado en Valencia, con tal nombre] y recibió de manos de Leonid Brézhnev, jefe de Estado, las órdenes de Lenin y de Héroe de la Unión Soviética, la placa que lo acreditaba como miembro del cuadro de honor de la KGB”. Lo curioso es que en el Moscú de 1960 el “jefe de Estado” no era Leonid Brézhnev, sino Nikita Jruschov.
Tal licencia literaria o error histórico, pese a ser una minucia, no es el único yerro. León Trotsky y Natalia Sedova llegaron a la Ciudad de México, vía la estación de Lechería, en el tren proporcionado por el presidente Lázaro Cárdenas tras ser recibidos en el puerto de Tampico, “el 9 de enero de 1937”, por una breve comitiva en la que figuraba Frida Kahlo y por ende ella y Diego Rivera (aún convaleciente de “una infección en el hígado”) les brindaron refugio en la Casa Azul de Coyoacán. Desde que pusieron un pie en territorio mexicano comenzaron las protestas y campañas en contra de su presencia en el país, sobre todo orquestadas por la estalinista CTM (Confederación de Trabajadores de México) y por el estalinista Partido Comunista Mexicano (muy visible en pancartas exhibidas durante el desfile del 1º de mayo de 1940). La madrugada del 24 de mayo de 1940, en Viena 19, se sucedió el primer atentado contra la vida de León Trotsky, fallido asalto en el que participaron una veintena de estalinistas (mexicanos y ex combatientes españoles) disfrazados de militares y policías, entre los cuales estuvo el pintor David Alfaro Siqueiros, quien para eludir a la policía y la cárcel se fue a esconder, con su mujer Angélica Arenal, en el entorno de Hoxtotipaquillo, pueblo minero del estado de Jalisco. En Siqueiros, del paraíso a la utopía (SEC-DF, 2010), Irene Herner dice que “Después de vivir más de cuatro meses prófugo, Siqueiros fue capturado y encarcelado en Lecumberri. Esta vez estuvo preso entre octubre de 1940 y abril de 1941.” Es decir, fue aprendido cuando Trotsky ya había sido asesinado. Lo cual también afirma Isaac Deutscher en Trotsky: el profeta desterrado (1929-1940) (Era, 1969): Siqueiros fue “Arrestado el 4 de octubre de 1940 (después del asesinato de Trotsky)”; y, con otra fecha, esto también se dice en “El asesinato de Trotsky” (Comunidad CONACYT, núm. 121-122, enero-febrero de 1981), reportaje de Eduardo Téllez Vargas, reportero de policía que en primera línea siguió el caso acompañando las investigaciones del coronel Leandro Sánchez Salazar, jefe del servicio secreto de la policía de la Ciudad de México: “Mientras seguía el proceso en el juzgado de Coyoacán, el coronel Sánchez Salazar no cejaba en su idea de localizar y detener a David Alfaro Siqueiros, lográndolo el 26 de septiembre de 1940 —cuando ya había muerto don León Trotsky—, en la población de Hostotipaquillo, Jalisco, donde era protegido por trabajadores mineros y las propias autoridades locales, todas ellas de filiación comunista.”
El reportero Eduardo Téllez Vargas entrevista al pintor
David Alfaro Siqueiros "por el caso Trotsky"
Octubre 5 de 1940

Pues bien, en la novela de Leonardo Padura —que casi inicia con la transcripción de un fragmento del interrogatorio del coronel Sánchez Salazar al asesino material—, el pintor Siqueiros fue hecho preso antes del asesinato, por ende “Sánchez Salazar fue a verle [a Trotski] para informarle que habían detenido a Siqueiros en un pueblo del interior.” Y soltó la lengua, pero negó “la participación de ningún francés o polaco”, el equívoco judío (¿francés o polaco?) del que hablaban sus compinches ya aprendidos e interrogados, el escurridizo agente de la GPU (la policía secreta de Stalin) que organizó el asalto y que en la obra, Ramón Mercader y su mentor Kotov (el agente ruso de mil rostros que en 1937 lo reclutó en la Sierra de Guadarrama), apodan Felipe; y que según Irene Herner era “Jorge Dimitrov, encargado del servicio secreto estalinista de la URSS”; y que según supusieron Alfonso Quiroz Cuarón y José Gómez Robleda en su exhaustivo investigación de “1359 cuartillas” realizada en 1940 —apunta el periodista José Ramón Garmabella en “¿Quién fue Jacson-Mornard?” (Comunidad CONACYT, ídem)— no era otro que el propio asesino de Trotsky (el tal Jacques Mornard o Frank Jacson con su falsificado acento francés), quien, conjeturaron, había conocido a Siqueiros en España durante la Guerra Civil, además de haber “dirigido intelectualmente” el fallido asalto armado del 24 de mayo de 1940.

El reportero de policía Eduardo Téllez Vargas y León Trotsky
en la casa-fortaleza de Coyoacán (Viena 19), sitio donde fue
atacado con un piolet la tarde del 20 de agosto de 1940
En la espléndida y persuasiva novela de Leonardo Padura, Ramón Mercader, antes del asesinato no conoce ni conoció a Siqueiros (ya preso en Lecumberri en algún momento el pintor le envió un cuadro). Según el complot para asesinar a Trotski (la “Operación Pato”), urdido desde la URSS bajo las órdenes y el visto bueno de José Stalin, incluía dos etapas, armadas paralelamente, pero secretas la una ante la otra: el plan A, que fue el fallido atentado del 24 de mayo de 1940, dirigido por el camarada Felipe (dizque judío, francés o polaco); y el plan B, que fue el que ejecutó con el piolet el supuesto belga Jacques Mornard (con falsificados papeles del apócrifo canadiense Frank Jacson).

La mano del reportero Eduardo Téllez Vargas sostiene el piolet utilizado por Jacques Mornard o Frank Jacson (Ramón Mercader del Río) para atacar en el cráneo a León Trotsky. En la novela de Leonardo Padura, si bien el piolet fue escogido por el propio asesino, Kotov, su mentor y agente soviético de mil rostros, lo aprueba “por el simbolismo que encerraba su uso. Era cruel, violento, vengativo: una fusión mortífera de la hoz y el martillo”.
En la novela, lo que salvó y premió a Ramón Mercader del Río fue su disciplinado silencio sobre el intríngulis de la “Operación Pato” y el que no dijera una sola palabra sobre su verdadera identidad y su origen español, probado en 1950 “con huellas dactilares de su ficha policial anterior a la Guerra Civil Española”. Pero además ya había sido identificado cuando aún se realizaban las investigaciones policiales y el juicio: “recordaba como muy difícil el momento en que el juez instructor le habló de las evidencias de que su verdadero nombre era Ramón Mercader del Río, catalán de origen, pues unos refugiados españoles habían reconocido su foto en los periódicos, y hasta le puso delante una instantánea, tomada en Barcelona, donde él aparecía vestido de militar. La existencia de esa prueba conllevó más interrogatorios y torturas con el propósito de arrancarle una confesión, y cientos, miles de veces, le repitió las mismas preguntas (¿Qué cerebro armó su brazo? ¿Quiénes fueron los cómplices del crimen? ¿Quiénes lo mandaron aquí, quiénes lo auxiliaron, quiénes le proporcionaron los medios económicos para preparar el atentado? ¿Cuál es su verdadero nombre?). Sus respuestas, en todos los casos, en todos los años y coyunturas, siempre habían salido de la carta [escrita por el agente Kotov para que la dejara caer en Viena 19 tras matar a Trotski]: nadie lo había armado, no tenía cómplices, había viajado con el dinero que le facilitó un miembro de la IV Internacional cuyo nombre había olvidado, su único contacto en México había sido un tal Bartolo, no recordaba si Pérez o Paris, y él se llamaba Jacques Mornard Vandendreschs y había nacido en Teherán, durante una misión de sus padres, diplomáticos belgas, con los que después había vivido en Bruselas y no sabía nada de ningún Mercader del Río y, aunque se parecieran mucho, él no podía ser el hombre de la foto.”

II de II
Para esbozar y desentrañar el contexto histórico, social y político en que se sucede el asesinato de León Trotski perpetrado por el catalán Ramón Mercader del Río (mano asesina de José Stalin), Leonardo Padura hizo una amplia investigación bibliográfica, hemerográfica, documental, geográfica y arquitectónica (in situ), que implica, en la urdimbre de su novela El hombre que amaba a los perros , un examen y una crítica sin concesiones a la gran mentira y putrefacción genocida y dictatorial en que muy pronto se convirtió la utopía del siglo XX: la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), dizque el primer estado proletario del mundo. Pero también implica una intromisión en los cruentos entretelones de la Guerra Civil Española (1936-1939), cuyo bando republicano era apoyado por armamento ruso y asesores soviéticos infiltrados, incluso, en los “paseos” y en las refriegas fraticidas contra los trotskistas y anarquistas, sin que en ningún momento tal apoyo haya contemplado el triunfo de la República ante el avance de los fascistas de Francisco Franco, sino urdir el trasfondo expansionista que implicó el pacto de no agresión firmado en septiembre de 1938 entre la Rusia de José Stalin y la Alemania de Adolf Hitler. Pero también la novela implica una radiografía más —rasgo distintivo en la narrativa del cubano Leonardo Padura— sobre la miseria (social, individual, educativa, cognoscitiva, ideológica, literaria, libertaria) fermentada y empantanada en la Cuba socialista, tanto cuando era satélite del imperio de la Unión Soviética, como cuando tras la disolución de ésta en 1991 se agudizaron la crisis y las múltiples carencias. 
Leonardo Padura y El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2009)
En este sentido, la novela El hombre que amaba a los perros, dividida en tres partes y treinta capítulos, discurre por tres principales ámbitos, cuyas tramas y sucesos se desarrollan de manera alterna y paralela. Uno gira en torno al cubano Iván Cárdenas Maturell, quien tras la dramática muerte de Ana (su última mujer), ocurrida el 16 de septiembre de 2004 en su mísero y agrietado departamento de Lawton, empieza a cavilar en el miedo que le impidió escribir una tétrica historia que se remonta al 19 de marzo de 1977, cuando, a sus 28 años, en la playa de Santa María del Mar conoció a un avejentado y enfermo extranjero, al cual, por sus dos galgos rusos (Ix y Dax), apodó “el hombre que amaba a los perros”. Y a partir del primer encuentro concertado por éste (quien dijo llamarse Jaime López) y hasta el último, sucedido el 22 de diciembre de 1977, le contó, de forma oral, la historia del asesino y del asesinato de Trotski, sin que por entonces tuviera cabal idea, información y conocimiento de quién era Ramón Mercader del Río y quién había sido ese histórico prócer de la Revolución de Octubre, expulsado por Stalin y perseguido por “traidor”.
En 1983, aún en la casa familiar de Víbora Park (otrora construida por su finado padre) donde vivía con Raquelita, su mujer de entonces (embarazada de su segundo vástago), recibió, de manos de “una mujer, negrísima y alta”, una larga carta (más de 50 hojas manuscritas) guardada “desde mediados de 1978” (el año que Ramón se fue de Cuba y murió), donde el tal Jaime López refrendó su historia y entonces a Iván le dio el pálpito o la casi certeza de que éste no era otro que Ramón Mercader del Río. Cosa que pudo corroborar hasta que vio las fotos en la biografía de éste, publicada en España y escrita entre Luis Mercader del Río y el periodista Germán Sánchez, la cual en 1993 le fue enviada de manera anónima. Conjunto de incentivos para que por fin concluya la historia siempre postergada, los cuales casi culminan con la imprevista visita, en 1996, del negro alto y flaco que en 1977 custodiaba y auxiliaba al enfermo Jaime López durante sus encuentros en la playa de Santa María del Mar, quien además de brindarle algunos datos y de revelarle que fue él quien le remitió la carta y la biografía, le entrega la herencia que le dejó Ramón Mercader: su fosforera de bencina (quizá para que le dé fuego a todo el bagaje). 
El segundo ámbito narrativo delinea el orbe y los movimientos de Ramón Mercader del Río, desde que en 1937 es un joven miliciano que en la Sierra de Guadarrama combate contra los fascistas que pretenden la toma de Madrid, donde, a través de Caridad, su madre, lo recluta Kotov (su mentor y agente soviético), pasando por su entrenamiento en Rusia (ex profeso para asesinar a Trotski), sus estancias en Europa y Estados Unidos (particularmente en París y Nueva York) como parte de la “Operación Pato”, hasta el instante de la tarde del martes 20 de agosto de 1940 en que golpea, con el piolet, el cráneo de León Trotski.
Caridad, madre de Ramón Mercader del Río
Pero además de los entretelones de la conspiración y del espionaje para asesinar a Trotski y su entronque con el fallido atentado de “los mexicanos” (entre los que figuró David Alfaro Siqueiros), tal vertiente también bosqueja aspectos personales, sentimentales y psicológicos de la vida íntima y de la idiosincrasia de Ramón Mercader del Río y de su truculenta madre, quien también es parte de la “Operación Pato”; cuyo carácter despiadado y manipulador se advierte cuando, el día que recluta a Ramón en la Sierra de Guadarrama, sin decir agua va y delante de su otro hijo (Luis, de apenas 14 años), de un balazo en la frente le mata al Churro, su perrito lanudo adoptado en la trinchera. Amén de que en otro episodio le vocifera una especie de declaración de principios que la signa: “a los enemigos no se les golpea cuando están de pie, sino cuando se han arrodillado. ¡Y se les golpea sin piedad, carajo!”.
El tercer ámbito narrativo traza el periplo del exilio —y su intrincada problemática, la vida doméstica y familiar (incluso la lejana), y el activismo político e ideológico— de León Trotski, desde que el “20 de enero de 1929”, tras un año de confinamiento en Alma Atá (capital de Kazajstán) con Natalia Sedova y su hijo Liova (Liev Sedov), reciben el folio de la GPU donde se les informa que se ha decretado su expulsión del país y que deben abandonarlo “en un plazo de 24 horas”.

“León Trotsky y su esposa Natalia Sedova en la Casa Azul. Coyoacán, ca. 1938 . Imagen incluida en Frida Kahlo. Sus fotos (RM, 2010), tomo con “Edición y puesta en página de Pablo Ortiz Monasterio”.
Tal peregrinaje (por Turquía, Francia, Noruega y México), que en la obra concluye con el asesinato de Trotski, está marcado por las constantes intrigas, infundios, espionajes y acosos de Stalin y sus esbirros, reflejado en una serie de asaltos, detenciones, condenas, deportaciones, fugas, muertes y asesinatos, y en las cruentas purgas en la URSS y en los siniestros procesos de Moscú de 1937 y 1938.

León Trotsky, Diego Rivera y André Breton
(México, c. julio de 1938)
La “Tercera parte” de la novela, denominada “Apocalipsis” e integrada por los capítulos finales (el 29 y el 30), es el epílogo, el cual no esboza el destino de Natalia Sedova ni el su nieto Sieva Vólkov (de 14 años) y su perrito Azteca, sobrevivientes en la casa-fortaleza de Coyoacán, ni el de la atomizada y famélica IV Internacional, ni el del ideario bibliográfico y hemerográfico legado por León Trotski. Sólo se centra en las otras dos vertientes narrativas.
El capítulo 29, titulado “Moscú, 1968”, bosqueja la vida de Ramón Mercader en la URSS, a donde llegó, tras ser liberado, en mayo de 1960, y donde le refrendaron la identidad de Ramón Pávlovich López. Y además de sus medallas (“Héroe de la Unión Soviética y de la Orden de Lenin”), que le sirven para no hacer filas y proveerse de servicios y víveres (algunos sólo para extranjeros y diplomáticos), desde hace dos años vive (con su mujer mexicana, dos hijos adoptados ya adolescentes y un par de cachorros borzoi: Ix y Dax) en un pequeño pero privilegiado departamento en un edificio desde cuya altura, “si miraba al sur, veía los edificios de la universidad y de la iglesia de San Nicolás; si volteaba al norte, divisaba el puente Krymski, por donde solía cruzar hacia el parque Gorki, y más allá podía entrever las torres y los palacios más altos del Kremlin”. No obstante, sus movimientos están limitados y vigilados por la KGB; y pese que sueña con regresar a Barcelona, no ve la posibilidad de que lo dejen salir de la URSS. 

Ramón Mercader del Río, condecorado por la URSS
El 23 de agosto de 1968, mientras lee una nota sobre la invasión rusa en Praga, recibe una llamada de Kotov, a quien no escuchaba ni veía desde agosto de 1940. A partir del día siguiente, Kotov, a quien no le fue tan bien (le quitaron sus medallas, pasó 12 años preso y subsiste en la diminuta ratonera de un horrendo y marginal multifamiliar), le comienza a revelar una serie de oscuras minucias implícitas o en torno al asesinato de Trotski, entre lo cual le corrobora lo que Ramón ya había entrevisto: que “había sido utilizado para cumplir una venganza”, que era “una pieza más que prescindible”, pues “el plan era [le dice] que tú mataras a Trotski y que los guardaespaldas te mataran a ti”.
El capítulo 30, el último, titulado “Réquiem”, se vincula al primero, rotulado “La Habana, 2004”. Pero no está abordado por la voz y la perspectiva de Iván Cárdenas Maturell, sino por la de Daniel Fonseca Ledesma, el amigo más cercano de Iván, quien otrora, para documentarse sobre Trotski, le consiguió tres libros proscritos y clandestinos en Cuba: la trilogía biográfica urdida por Isaac Deutscher (“‘el profeta’: desarmado, armado y desterrado, en ediciones publicadas en México a finales de la década de los sesenta”); quien además, con el Pontiac 1954 heredado de su padre, lo acompañó al cementerio a enterrar a Ana. De hecho, dice, la última vez que vio con vida a Iván fue el 19 de septiembre de 2004, unos días después del entierro. Día que le habló de su inminente necesidad (intrínseca, neurótica, moral y existencial) de concluir el postergado libro sobre Ramón Mercader. Pero además de decirle que se lleve las sobadas hojas manuscritas de éste (con anotaciones de Iván), le anunció que no buscaría publicarlo y que lo haría depositario de las cuartillas para que haga con ellas lo que considere debido. A través de unos amigos se había enterado de que Iván “no quiere ver a nadie”, pues al parecer “está terminando de escribir algo”. El caso es que hasta el 22 de diciembre de 2004 (exactamente 27 años después de la última charla de Iván y Mercader), Daniel decide buscarlo, a eso de las tres de la tarde, en el mísero departamentito de Lawton, para invitarlo a que con él y su esposa pase la Nochebuena. No lo halla y un vecino le dice que desde “hace tres días” no lo ha visto. Luego de buscarlo en varios sitios y de preguntar a varias personas, es hasta la noche cuando retorna al departamentito. “Frente a la puerta [dice] me envolvió una atmósfera hedionda que no había advertido esa tarde, y la premonición se convirtió en evidencia.” Ya adentro describe el dramático escenario: los puntales de madera que sostenían el techo cedieron y en la cama, bajo “los pedazos de madera, concreto y yeso”, advierte el cuerpo de Iván y el del Truco, su perro de “pelambre amarilla”. Ve también, dice, “una caja de cartón, rotulada con mi nombre, donde estaban todos aquellos papeles escritos por él y Ramón Mercader”. Pero Daniel Fonseca no es Max Brod y por ende no se propone la póstuma edición, sino tras cerrar el “ataúd de mi amigo”, dice, “la cruz del naufragio (de todos nuestros naufragios) y esta caja de cartón, llena de mierda, de odio y de toneladas de frustración y de mucho miedo, se irán con él: al cielo o a la podredumbre materialista de la muerte. Quizá a un planeta donde todavía importen las verdades.”

Leonardo Padura, El hombre que amaba a los perros. Colección Andanzas (700), Tusquets Editores. 1ª edición mexicana. México, noviembre de 2009. 576 pp.




jueves, 14 de agosto de 2014

Hijos de la medianoche


 ¡Bim-bam Bombay!              

A imagen y semejanza del escritor Salman Rushdie, Saleem Sinai, el protagonista de su novela Hijos de la medianoche, nace en Bombay, en 1947. Pero a diferencia del autor, quien nació el 19 de junio, el personaje lo hace al filo de la medianoche del 15 de agosto, es decir, en el preciso instante en que el gigantesco monstruo policéfalo y multitudinario de la India inaugura el mito de su independencia de Gran Bretaña. 
La fecha es trascendente y significativa, como lo es también el hecho de que Saleem Sinai, contra todas las apariencias que implica su alcurnia musulmana, en realidad es un híbrido, un bastardo angloindio, engendro de William Methwold, un inglés que se ve impelido a rematar sus propiedades y a retornar a Inglaterra, y cuyo nombre es el mismo nombre que tuvo un funcionario de la East India Company, que un día de 1633 soñó con un Bombay británico.
 
Salman Rushdie
(Londres, 1988)
Foto: Horts Tape
          Hijos de la medianoche —cuya primera edición en inglés data de 1980 y en español de 1984— es una novela voluminosa y prodigiosa, que a pesar de que no reproduce el ritmo y los matices sonoros del anglohindú que empleó Salman Rushdie, sí capta, debido a la excelente traducción de Miguel Sáenz, lo vertiginoso y desbordante de sus giros imaginarios y lingüísticos. Cabe subrayar que el traductor incluyó al final un glosario que, siendo insuficiente, facilita la comprensión del significado de vocablos del hindi, urdu y árabe, lo cual sentó un precedente imitado por los traductores de los siguientes libros de Salman Rushdie. 

         Saleem Sinai está por cumplir 30 años de edad, dirige la fábrica de Encurtidos Braganza situada en Bombay, y allí, convertido en un especialista de chutneys que se consumen incluso en Inglaterra, escribe el recuento de su vida y de su urdimbre iluminado por un charco de luz y frente a una fémina de brazos musculosos llamada Padma, nombre de la diosa del estiércol. El protagonista parte del supuesto de que al nacer quedó maniatado a la historia y por ende: su destino personal y familiar inextricablemente encadenado al destino de su país. Sin embargo, la recuperación del pasado y de su árbol genealógico que se remonta a principios de siglo XX, es, antes que nada, un acto mágico, mnemónico, una efervescencia obsesiva y mórbida impregnada de egocentrismo, hipocondría y megalomanía, dado que además de aludir un padecimiento que poco a poco lo carcome, raja y desgarra, y que constantemente lo obliga a apresurar su escritura para concluirla antes de que su mal le anuncie la llegada inequívoca del Ángel Negro, él, Saleem Sinai, se siente el responsable, el punto nodal, tanto de la tragedia que persigue a sus familiares, como de los sucesos históricos que marcan el rumbo de la India, de Pakistán, de Cachemira y de Bangladesh. 
En este sentido, Salman Rushdie no escribió una obra que transcribiera o reconstruyera con fidelidad los acontecimientos registrados por la historia. Hizo una novela que deforma y caricaturiza los hechos trastocados por el decurso paradójico de la modernidad, y los engarza a una serie de resabios y remanentes culturales (sobre todo en lo que concierne al significado de los nombres y sus conjugaciones y ciclos) que devienen de las antiguas mitologías brahmánica, hinduista, budista, musulmana y cristiana, todo imbricado en el devenir de una antigua tradición de cuentero oral, verborreico, incontinente y callejero que brota de las páginas de Las mil y una noches y de sus inagotables combinaciones fantásticas e idiomáticas, pero también de Lawrence Sterne y sus constantes digresiones y juegos, de François Rabelais y lo bufo, grotesco, paródico y popular, de Denis Diderot y la variación del eterno presente.
        
Lawrence Sterne
(1713-1768)
       
François Rabelais
(c.1494-1553)
       
Denis Diderot
(1713-1784)
          Si Hijos de la medianoche es una aventura del lenguaje y de la imaginación y una suma y resta de las literaturas, mitos y tradiciones que la hicieron posible, es también una crítica de la historia, pero cuyo sentido trágico, cruento y absurdo resulta fascinante, quimérico y risible. Episodios históricos como el nacimiento de Pakistán que encabezó Muhammad Ali Jinnah el 14 de agosto de 1947; los éxodos masivos de hindúes y musulmanes que la partición territorial impuso; el asesinato de Mahatma Gandhi el 30 de enero de 1948; las manifestaciones por el idioma; el golpe militar en Pakistán que perpetró Ayub Khan el 27 de octubre de 1958; la disputa de Cachemira; el combate indo-paquistaní de 1965; la guerra entre el Pakistán Occidental y el Oriental, la independencia de éste y el nacimiento de Bangladesh el 26 de marzo de 1971; las leyes militares de emergencia que dictó Indira Gandhi durante 1975 y 1976 y la campaña de control de la natalidad implicada en ella; éstos y otros sucesos, como la vida cotidiana que no puede desprenderse de la herencia británica ni de los prejuicios racistas y religiosos, no son reconstruidos ni mencionados con el rigor y la meticulosidad de un novelista serio y rígido y con formación de historiador, que con el criterio y la meticulosidad de un hermeneuta se asiste de documentos y datos fehacientes y comprobables, sino con el subjetivismo y la fantasía chocarrera, desbordante y burlesca de un Saleem Sinai que se considera el ombligo del pestilente y alharaquiento mundo, que retuerce y trastoca los hechos, quien una y otra vez anuncia que va a morir (incluso planea la hora y el día), que cuenta lo que quiere contar o considera necesario para narrar la otra historia, la sucia, la que se vivía en los suburbios, en las calles, en las casas y en los campos de batalla.

(Alfaguara, 6ª edición, Madrid, diciembre de 1984)
       Pese a que no se trata de una ardua, voluminosa y erudita edición anotada a imagen y semejanza de las urdidas a partir de los cartapacios redactados en caracteres árabes del siglo XVII por Cide Hamete Benengeli, quizá alguna institución filantrópica (pública o privada) esté dispuesta a otorgar becas para leer, cómodamente culiatornillados, el ladrillesco y grueso volumen Hijos de la medianoche. Saleem Sinai estará encantado de contar con nuevos acólitos entregados de tiempo completo a la lectura. Allí les narrará las mil y una historias de camaleón que enriquecen su autobiografía. Lo verán subir escaleras de caracol y bajar por serpientes-escaleras y viceversa; conocerán el instante en que el descubrimiento de un Mango Negro frotado por unas manos morenas le da la certeza de que los Arcángeles hablaron con él y luego sabrán de su capacidad telepática para convocar y conectar al unísono a todas las voces de los Hijos de la medianoche (el veloz e instantáneo chat de la web mental del futuro); tendrán noticia de las monstruosidades y virtudes que distinguen a éstos niños marcados por la hora de las horas: el non plus ultra de la hora nodal: el nacimiento de la India; sabrán más tarde cómo Saleem Sinai, después de que le drenan la nariz, adquiere un poder olfativo semejante al que posee Jean-Baptiste Grenouille, el monstruoso genio del olfato que el alemán Patrick Süskind dio vida y muerte en El perfume. Historia de un asesino (1985), no sólo apoyado en Alain Corbin, el historiador que pergeñó la investigación histórica El perfume o el miasma. El olfato y lo imaginario social. Siglos XVIII y XIX (1982), sino también, según parece, en Salman Rushdie; sabrán, entre numerosos relatos, de las transformaciones de la Cantante Jamila; de la bruja Parvati-Laylah; de la obtusa Reverenda Madre y su eterno “como se llame”; del pecado que la señorita Mary Pereira cometió pensando en Joseph D’Costa; del concurso nacional que ganó Saleem Sinai; de las profecías de Ramram Seth; del itinerario de la escupidera de plata labrada y con incrustaciones de lapislázuli; del Buda extraviado en la movediza selva de los Sundarbans; de las rodillas nudosas de Shiva, el perpetuo rival de Saleem; del hijo, que tampoco es hijo de su padre, mudo y de grandes orejas a imagen y semejanza del dios Ganesh cabeza de elefante; de la última batalla de Singh Retratos, “El hombre Más Encantador Del Mundo”; del tipo de estrellato que la Viuda (Indira Gandhi), asistida por los horóscopos y por el delirio de la deificación marmórea, les impuso a los Hijos de la medianoche, dejándolos castrados y sin esperanza, listos para la muerte, como sin duda lo está el protagonista y los sobrevivientes que antes habitaban las fétidas casuchas enclavadas a un lado de la Mezquita del Viernes, en Delhi.




Salman Rushdie, Hijos de la medianoche. Notas y traducción del inglés al español de Miguel Sáenz. Ediciones Alfaguara (136). 6ª edición. Madrid, diciembre de 1984. 664 pp.




  Trailer de Hijos de la medianoche (2012), película dirigida por Deepa Mehta, basada en la novela homónima de Salman Rushdie.        

  Documental sobre Hijos de la media noche (2012), filme dirigido por Deepa Mehta, basado en la novela homónima de Salman Rushdie.     


domingo, 13 de julio de 2014

Frida: una biografía de Frida Kahlo




Complementos de la vida abierta

Se dice que Frida: una biografía de Frida Kahlo, de la norteamericana Hayden Herrera, es la más completa de la aldea global y que ha sido abrevadero de numerosos lectores, ensayistas, críticos, historiadores, curadores, marchantes y biógrafos. La primera edición en inglés, tirada en Nueva York por Harper & Row, data de 1983; y de “abril de 1985” la primera traducción al español de Angelika Scherp, impresa en México por Editorial Diana.
(Diana, 9ª impresión, México, 1991)
Portada
   
(Diana, 9ª impresión, México, 1991)
Contraportada
        Mi libro es de los tres mil ejemplares de la novena impresión, concluida el “28 de marzo de 1991”. Y en el ángulo izquierdo de la parte superior de la portada ostenta un falaz cintillo que se volvió anacrónico: “Incluye cartas y documentos originales”.


(Oasis, 1ª edición, México, agosto 30 de 1983)
Portada
      
(Oasis, 1ª edición, México, agosto 30 de 1983) Contraportada

     
Primera edición en Diversa, corregida y aumentada
(UNAM, México, noviembre de 1998)
 
La novia que se espanta de ver la vida abierta (1943)
Óleo sobre tela (63 x 81.5) de Frida Kahlo
       Frida Kahlo. Una vida abierta
, de Raquel Tibol, fue impreso en México, en 1983, por Editorial Oasis, con una nota de Carlos Monsiváis [1938-2010] en la cuarta de forros. Y en “noviembre de 1998”, corregido y aumentado, se lo publicó la UNAM con el número once de la serie Diversa de la Coordinación de Humanidades, y en él Tibol le adjuntó una “Addenda” con nueve artículos y ensayos dispersos, entre ellos su crítica a la biografía de Hayden Herrera: “La biógrafa que se espantó de una vida abierta”, la cual había aparecido “en la sección ‘Libros’ del periódico La Jornada, noviembre 9 de 1985”. Allí se leen un conjunto de razonables cuestionamientos que en buena parte remiten a las páginas donde se localizan los yerros y por ende el lector puede realizar de inmediato el cotejo. Extrañamente tal herramienta (junto con la sarcástica cafeína del rótulo) fue extirpada por Raquel Tibol en su biografía —reelaboración de Frida Kahlo. Una vida abierta— impresa por Lumen con flamantes y distinguidas erratas: Frida Kahlo en su luz más íntima (2005).

(Lumen, 1ª edición, México, agosto 30 de 2005)
         En su crítica, Raquel Tibol dijo que “Lo más sobresaliente en el libro de Hayden Herrera es la publicación de gran cantidad de cartas, nunca divulgadas con anterioridad, escritas por Frida a médicos, amigos, amantes. Con lenguaje muy personal (desparpajado, gracioso, populachero, imaginativo, enérgico y emotivo) Frida descubre sin inhibiciones, con asombrosa sinceridad, poniendo como en sus cuadros el corazón desnudo, todos los recovecos de su fuerte e hipersensible personalidad. Las cartas al doctor Leo Eloesser son verdaderas joyas. Bueno sería localizar toda la correspondencia de Frida y conjuntarla en una antología definitiva. Sería un testimonio monumental de una vida abierta.”

Raquel Tibol
         
(UNAM, 1ª edición, México, marzo de 1999)
     
(3ª edición ampliada y 1ª edición en Plaza & Janés, México, abril de 2004)
     


     
Frida con esfera (1938)
Foto: Manuel Álvarez Bravo
   
(1ª edición en Lumen,  México, febrero de 2007)
       Con el tiempo, la misma Raquel Tibol participó en tal rastreo y acopio, pues en “marzo de 1999”, con el número 13 de la citada serie Diversa, publicó Escrituras. Frida Kahlo, cuyo “Selección, proemio y notas” son de ella. Y la “Tercera edición ampliada y primera edición en Plaza y Janés”, con el título Escrituras de Frida Kahlo, data de 2004 y comprende, por primera vez, el prólogo del reputado filólogo Antonio Alatorre [1922-2010]. Tales libros permiten realizar una lectura comparativa, pues en algunos casos los textos reproducidos por Hayden Herrera (bajo la traducción de Angelika Scherp) y los antologados por Raquel Tibol difieren en ciertos términos y palabras y no sólo en los comentarios que ambas hacen, amén de que entre lo que cita la norteamericana a veces sólo se trata de fragmentos o textos incompletos. 

Hayden Herrera
        Pero además ahora se cuenta con otros volúmenes que enriquecen, incluso iconográficamente, la lectura comparativa y complementaria, tales como Nunca te olvidaré... De Frida Kahlo para Nickolas Muray. Fotografías y cartas inéditas (RM, 2004), Querido doctorcito. Frida Kahlo y Leo Eloesser. Correspondencia (El Equilibrista, 2007), El ropero de Frida (Museo Dolores Olmedo, 2007) y Frida Kahlo. El círculo de los afectos (Cangrejo Editores, 2007), donde Luis-Martín Lozano objeta repetidos errores (incluso por Hayden Herrera) relativos al origen familiar y al entorno religioso del fotógrafo Guillermo Kahlo (1871-1941), el padre de Frida, además de brindar ciertas anécdotas, fotos, cartas y ciertos rasgos no sólo sobre las medias hermanas de la pintora (María Luisa y Margarita Kahlo Cardeña) y de incluir la transcripción de dos textos un tanto legendarios, implícitos en la biografía de Hayden Herrera: “Manuel, el Chofer de Diego Rivera, Encontró Muerta Ayer a Frida Kahlo, en su Gran Cama que Tiene Dosel de Espejo”, que Bambi (Ana Cecilia Treviño) publicó, el miércoles 14 de julio de 1954, en el Excélsior; y los “Fragmentos para una vida de Frida Kahlo” que Raquel Tibol dio a conocer el 7 de marzo de 1954 en México en la Cultura, suplemento del extinto periódico Novedades. 

(La vaca independiente, México, septiembre de 1995)
        Y desde luego se cuenta con la edición facsimilar, anotada y comentada por Sarah M. Lowe, del Diario de Frida Kahlo. Autorretrato íntimo (La vaca independiente, 1995), pues Hayden Herrera lo cita y describe sus páginas varias veces (no sólo para esbozar el declive de la pintora y la última etapa de su vida), resguardado por el Fideicomiso creado en 1955 por Diego Rivera (1886-1957), visible desde julio de 1958 en el Museo Frida Kahlo (la Casa Azul de Coyoacán), y sólo objeto de consulta por pocos investigadores aprobados por el Comité Técnico que presidía Dolores Olmedo [1908-2002]; no obstante, hay que tomar en cuenta el reparo de Raquel Tibol dicho en una entrevista que le hizo Elena Poniatowska (La Jornada, julio 18 de 2004): “el llamado Diario de Frida, que no es un diario, son escritos poéticos, los más surrealistas que ha hecho Frida, y siempre echaré dos lagrimitas por la cantidad de alteraciones que sufrió: se le arrancaron páginas, se le agregaron otras imitando a Frida; un verdadero crimen cultural”.

La susodicha crítica a la biografía de Hayden Herrera, Raquel Tibol la concluye señalando que “La traducción del inglés es bastante irregular, pareciera hecha por una persona no muy familiarizada con las cosas mexicanas. Extraño resulta que se haya tomado el trabajo de traducir, y en consecuencia alterar, textos muy conocidos y muy accesibles en español.” De nuevo tiene razón. Lo cual exacerba la lectura interactiva, pues además de que, por ejemplo, donde se lee “balada” debe leerse “corrido” (o donde se lee “blusa” debe leerse “huipil”), el libro editado por Diana está plagado de erratas y las ilustraciones son pésimas, tanto en blanco y negro, como en color. Y esto no es cualquier cosa, dado que Hayden Herrera suele hacer citas, lecturas y análisis de un conjunto de obras de la pintora (que a veces no están allí, incluidos ciertos retratos fotográficos y obras de otros artistas que refiere), por lo que el lector tiene que valerse de varios volúmenes iconográficos y optar por los títulos, fechas y datos que le resulten más fehacientes.
Salvador Novo (c. 1930)
Foto: Manuel Álvarez Bravo
 
Xavier Villaurrutia (c. 1930)
Foto: Manuel Álvarez Bravo
     
Antonieta Rivas Mercado en 1929
Foto: Tina Modotti
        Cabe subrayar que las críticas y objeciones que Raquel Tibol le hizo a la biografía escrita por Hayden Herrera no agotan los mil y un yerros y anacronismos que se van encontrando a lo largo de sus 25 capítulos. Por ejemplo, en la página 35 la biógrafa dice que “Frida tenía amigos en varias pandillas de la preparatoria. Entre los ‘contemporáneos’, un grupo literario, conocía al poeta Salvador Novo y al ensayista, poeta y novelista Xavier Villaurrutia [...] Los anales de la literatura mexicana recuerdan a los ‘contemporáneos’ como elitistas, puristas y de vanguardia, con muchas miras a lo europeo (les encantaban Gide, Cocteau, Pound y Eliot).” Pero si Frida estudió en San Ildefonso entre enero de 1922 y el 17 de septiembre de 1925 (día del fatal accidente) y fue miembro de la pandilla los Cachuchas, Salvador Novo (1904-1974) y Xavier Villaurrutia (1903-1950) —quien no era ni fue novelista— ya no eran alumnos de San Ildefonso (en 1920 ambos ingresaron a Leyes y luego la abandonaron), aún no publicaban los 6 números de la revista Ulises (1927-1928), financiada por la filántropa Antonieta Rivas Mercado (1900-1931), ni mucho menos habían aparecido los 41 números de la revista Contemporáneos (1928-1931), la cual bautizó a tal consabido archipiélago de soledades. En 1924, Diego pintó el rostro de Novo en Día de muertos, panel del Patio de las fiestas, en la planta baja de la SEP (Secretaría de Educación Pública); en 1928 lo pintaría con orejas de burro, caído y pateado por el trasero en El que quiera comer que trabaje, donde la triste ricachona Antonieta Rivas Mercado recibe una escoba, panel del Corrido de la Revolución Proletaria, en el segundo piso de la SEP. Y en 1925, Novo —quien por la tutela del dominicano Pedro Henríquez Ureña (1884-1946) ya había publicado cuatro antologías y desde 1921 impartía cursos en la Escuela de Verano y en San Ildefonso (quizá allí a Frida le dio clases de literatura mexicana)— dio a la imprenta: Ensayos (teatro, ensayo, poesía, traducción) y su primer poemario: XX poemas, y Villaurrutia lo haría al siguiente año: Reflejos. Y según consigna Guillermo Sheridan en la página 79 de Contemporáneos ayer (FCE, 1985), Novo y Villaurrutia fueron esporádicos colaboradores de Policromías, Órgano de la Sociedad de Alumnos de la Escuela Nacional Preparatoria, Seminario Humorístico de Estudiantes, que antes de morir de inanición, logró 20 números entre mayo de 1919 y agosto de 1921, “cuyo director era Ramón Rueda Magro, pero el verdadero responsable fue Antonio Helú”.

Día de Muertos (1924)
Panel del Patio de las fiestas, en la planta baja de la SEP
Diego Rivera se autorretrató seguido por Guadalupe Marín,
mientras que el rostro de Salvador Novo se aprecia a la mitad de lado izquierdo
     
El que quiera comer que trabaje (1928)
Panel del Corrido de la Revolución Proletaria,
en el segundo piso de la SEP.
Antonieta Rivas Mercado recibe una escoba
y Salvador Novo, caído y con orejas de burro,
es pateado en el trasero
     
En el arsenal (1928)
Panel del Corrido de la Revolución Proletaria,
en el segundo piso de la SEP.
En el centro, Frida repararte armas. Del lado izquierdo, Siqueiros observa con una estrella roja
en el sombrero. Y del lado derecho, Tina Modotti le entrega una carruchera al líder cubano
Julio Antonio Mella.
       


        En la página 88, Hayden Herrera dice que Diego, “En 1928, representó a Frida como militante comunista en el lienzo intitulado Insurrección, que formaba parte de la serie de murales Balada de la Revolución Proletaria, pintada en el tercer piso del edificio de la Secretaría de Educación.” En realidad se trata del panel: En el arsenal (algunos lo llaman El reparto de armas), que es parte del conjunto pintado al fresco: Corrido de la Revolución Proletaria, el cual se halla (ya lo dijimos) en el segundo piso y no en el tercero.
Entre las páginas 77 y 78, Hayden se equivoca al decir que “Rivera nació en 1887 en Guanajuato [fue en 1886], hijo de un maestro (masón y librepensador) y su esposa, una piadosa mujer dueña de una tienda de dulces. Desde niño se consideró como prodigio a Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de la Rivera y Barrientos Acosta y Rodríguez. A los diez años pidió que lo mandaran a una escuela de arte. Mientras continuaba su educación primaria de día, tomaba clases nocturnas en la escuela de arte más prestigiosa de México, la Academia de San Carlos. Ganó premios y becas, pero en 1902 las técnicas académicas le parecían demasiado limitadas y abandonó la escuela para seguir trabajando por su cuenta.
“En esa época sólo existía un sitio adecuado para un estudiante de arte con ambiciones, y Rivera zarpó para Europa en 1907, armado de una pensión concedida por el gobernador de Veracruz. Después de pasar un año en España, se estableció en París, donde se quedó, con excepción de varios viajes, hasta su regreso a México en 1921. En Europa dejó a una amorosa compañera rusa, Angelina Beloff, a una hija ilegítima que tuvo con otra mujer rusa y a muchos amigos, sobre todo entre los círculos bohemios: Picasso y Gertrude Stein, por ejemplo, Guillaume Apollinaire, Elie Faure, Ilya Ehrenburg y Diaghilev.”
(Lumen, 1ª edición, México, marzo de 2007)

    Como una elemental pesquisa bibliográfica lo puede revelar, el decurso de las cosas no fue precisamente así como las resume Hayden Herrera. Visos sobre tales legendarios e iniciales capítulos de la trayectoria del muralista se pueden leer en Diego Rivera, luces y sombras (Lumen, 2007), de Raquel Tibol, donde se tiene noticia de que en 1902 no dejó la Academia, y que durante el periodo en Europa, debido a los compromisos adquiridos por la beca que recibía del gobernador veracruzano Teodoro A. Dehesa (“hombre muy cercano a Porfirio, pero con iniciativas más democráticas”), medió un breve regreso a México para exponer en la Escuela de Bellas Artes dentro de los porfirianos festejos del Centenario de la Independencia, cuya inauguración, apunta Tibol, ocurrió “el domingo 20 de noviembre de 1910”.
Diego y Frida en el comedor de la Casa Azul de Coyoacán

Hayden Herrera, Frida: una biografía de Frida Kahlo. Traducción del inglés al español de Angelika Scherp. Iconografía a color y en blanco y negro. Editorial Diana, 9ª impresión. México, 1991. 440 pp.






sábado, 12 de julio de 2014

Paisaje de otoño



A lo mejor contigo vuelvo a la perritud

Firmada en “Mantilla, noviembre 1996-marzo 1998”, Paisaje de otoño, novela de Leonardo de la Caridad Padura Fuentes (La Habana, octubre 9 de 1955), se editó en Barcelona en “septiembre de 1998” (y en México el siguiente mes) con el número 345 de la Colección Andanzas de Tusquets Editores. Paisaje de otoño obtuvo, en España, el Premio Internacional Dashiell Hammett 1998 y en Francia el Premio de las Islas 2000. Según dice en su preliminar “Nota del autor”, la empezó a escribir “un año y medio después” de publicada Pasado perfecto (1990-1991) —quizá en Cuba, pues Tusquets la editó hasta febrero de 2000—, la novela policial que transcurre en el “Invierno de 1989”, donde, dice, aparece por primera vez el detective Mario Conde; así, apunta, Paisaje de otoño la comenzó a urdir ya con el objetivo de conformar “Las cuatro estaciones”, una tetralogía de novelas a las que se sumarían (y se sumaron): Vientos de Cuaresma (1992) —“Primavera de 1989”— y Máscaras (1994-1995) —“Verano de 1989”—, también publicadas por Tusquets: en 2001 y en 1997.

Leonardo Padura con su perro
Los hechos centrales del presente de Paisaje de otoño ocurren en La Habana durante unos cuantos días de octubre de 1989 y se desarrollan en dos ámbitos narrativos, ambos trastocados por la crisis laboral y existencial que vive el teniente investigador Mario Conde, quien el miércoles 9 de octubre de 1989 cumplirá —y cumple— 36 años de edad, día que lo celebra con sus compinches de siempre en casa del Flaco Carlos y su madre Josefina con sus proverbiales dotes culinarias, y que coincide con su último día de policía, con el arribo del huracán Félix, y con su feliz y fraterno encuentro con Basura —“un perro lanudo y sucio que dormitaba sobre un montón de basura, bajo uno de los bancos de espera” de la guagua—, cuando, ya vestido con sus prendas menos astrosas y en medio del viento y la lluvia que preludian el virulento e inminente azote del fenómeno, se dirigía a la cena de su cumpleaños. 
El jueves 3 de octubre de 1989, Mario Conde, luego de una década de policía, solicitó su licenciamiento de la Central de Investigaciones Criminales. La razón: en el interior de ésta se sucedió una purga que puso en tela de juicio a un grupo de policías corruptos; pero también suscitó el retiro obligado del mayor Antonio Rangel, quien durante 28 años fue el jefe de la Central, puesto de patitas en la calle y en su casa, no por corrupto, sino porque se da por puesto que él permitió que se fermentara y engendrara tal corrupción. El mayor Rangel, sibarita de los mejores habanos, del buen ron y del buen whisky, tenía a Mario Conde, pese a sus yerros y peculiaridades, por su mejor detective y ambos han cultivado una amistad y se estiman. Así que Mario Conde decidió irse porque aunada a la pérdida del mayor, entre los policías corruptos hay varios en cuya honestidad él creía. 
Incitado por tal depresivo y desmoralizante marasmo (“nunca se sintió un verdadero policía, y prefería andar sin pistola y sin uniforme y odiaba hasta la idea de tener que aplicar la violencia”), se encerró en su cochambrosa casa “con siete botellas de ron y doce cajetillas de cigarros”. Y el siguiente lunes 7, tras recibir el domingo 6 la inesperada visita de tres de sus compinches alarmados por su silencio y ausencia de tres días, con una mañanera taza de café y frente a su mugrosa y vieja Underwood da los teclazos del inicio de un cuento; es decir, en su primer día libre se dispone a entregarse a su recóndito ideal siempre postergado: escribir, ser un escritor, el prolegómeno de su sueño guajiro: tener una “casa de madera y tejas, frente al mar, donde viviría escribiendo”, y donde obviamente estaría el sucesivo pez peleador Rufino, el perrito Basura (o algún semejante por el estilo), y una fémina “bien linda y bien buena” (que no tiene) y que podría ser Tamara, la inasible y evanescente mujer de sus ensueños durante 15 años, y con quien apenas hace unos meses tuvo un primer y único encuentro sexual. Pero lo interrumpen los toquidos del sargento Manuel Palacios, su adjunto en las investigaciones, quien le lleva el perentorio mensaje de que el nuevo jefe de la Central quiere verlo. 
El pulcro y odorífico coronel Alberto Molina, el nuevo jefe, carece de experiencia policíaca; es un burócrata que viene de la Dirección de Análisis e Inteligencia Militar, donde, le dice al Conde, se pasó “veinte años en una oficina” soñando “con ser espía”. No obstante, acredita que el mayor Antonio Rangel “es el hombre que más sabe en este país de investigaciones y procesos”, y que Mario Conde es el mejor investigador policíaco. Así que le propone que le resuelva un último caso e ipso facto le firma la baja. Mario Conde le solicita poder consultar al mayor Rangel. Y tras hacerlo, el coronel Molina le da tres días para que aclare el crimen (cuyo tercer día coincidirá con el 36 aniversario del Conde), pues el asesinado, pese a su nacimiento en Cuba, tiene pasaporte norteamericano y teme que “se desate el escándalo en Miami y acusen al gobierno de haberle hecho lo que le hicieron”. 
El cuerpo de Miguel Forcade Mier, a sus 53 años, a eso de las 23 horas del sábado 5 de octubre de 1989, fue descubierto por unos pescadores “en la Playa del Chivo, a la salida del túnel de la bahía”. Sus ojos ya habían sido comidos por los peces. Y según el forense, murió “a causa de un golpe en la cabeza que le dieron con un objeto contundente”: “un bate de jugar pelota”, “de madera”. Pero además “le habían cortado el pene y los testículos, al parecer con un cuchillo contundente y no muy afilado”. El jueves 3 salió de su casa paterna en El Vedado manejando el Chevrolet del 56 de su cuñado Fermín Bodes y no regresó. Pero además no era un hombre común: “fue en los años sesenta el segundo jefe de la dirección provincial de Bienes Expropiados, y era subdirector nacional de Planificación y Economía cuando se quedó en Madrid en 1978, en una escala de regreso de la Unión Soviética”.
Al igual que numerosas novelas y filmes policíacos, la descripción del cuerpo del asesinado figura casi al inicio de la obra. Y para no desvelar los pormenores y vericuetos de la investigación, del suspense, de las digresiones, de los engaños al lector (entre ellos el presunto cuadro de Matisse homónimo de la novela) y de los giros sorpresivos que llevan al descubrimiento del culpable y sus oscuras razones, baste decir que Paisaje de otoño —en tal ámbito narrativo— es un artificio de relojería, urdido con amenidad y destreza, no exento de entresijos secretos y rudimentarios planos del tesoro, que al unísono implica una mirada crítica ante el saldo de la Revolución Cubana y su progresivo fracaso, reflejado en las numeras carencias y frustraciones sociales e individuales, en la obsolescencia de la importada economía socialista y su esclerótica e inútil bibliografía, en la falta de libertades y en los impedimentos para salir de la isla, en la corrupción de los hombres encumbrados en la burocracia y en el poder —como son los casos de Miguel Forcade Mier, el de su cuñado Fermín Bodes (preso diez años “por malversación continuada, tráfico de prebendas desde su posición en un organismo central del Estado y falsificación de documentos”), y el de Gerardo Gómez de la Peña, el impune ex jefe del muerto cuando desertó de Cuba en 1978 y a quien fue a visitar el día que fue ultimado. 
Premio Hammett 1998 (España)
Premio de las Islas 2000 (Francia)
(Tusquets, 1ª edición mexicana, octubre de 1998)
          En 2006, Leonardo Padura obtuvo, por La neblina del ayer (Tusquets, 2005) 

—también protagonizada por Mario Conde—, el Premio Internacional de Novela Dashiell Hammett, otorgado por la Asociación Internacional de Escritores Policíacos durante la anual Semana Negra de Gijón —en el Principado de Asturias, España— a la mejor novela policíaca escrita en español. No extraña que ya antes, en 1998, haya obtenido el Premio Hammett con Paisaje de otoño. Y curiosamente, en el centro de la dedicatoria de ésta, se lee: “Para Dashiell Hammett, por El halcón maltés”, pues en la urdimbre narrativa de su obra le rinde tributo a tal novela y al unísono a la versión fílmica dirigida por John Huston, protagonizada por Humphrey Bogart y Mary Astor. En este sentido, si en la obra de Hammett el valor pecuniario de la antigua efigie (acuñada en 1530 como regalo a Carlos V, Rey de España) es lo que mueve a los confabulados en robarla, Padura, a través del erudito padre del muerto, también pergeña el histórico y legendario itinerario, repleto de robos y extravíos, de una antigua pieza: un Buda de oro, una “estatua extraordinaria, creada mil años antes” en China, que de Manila llegó a La Habana “el 3 de diciembre de 1631” (debió llegar a su destino: Madrid, como obsequio a Felipe IV, Rey de España). Pero si en la obra de Hammett los ladrones (en 1929, en San Francisco) se topan con la falsedad del halcón, en la novela de Padura la verificación de la autenticidad del Buda queda en puntos suspensivos, pues el Conde deja la policía antes de que los peritos de Patrimonio emitan su dictamen.  
Paralelo y entreverado en los episodios de la investigación policíaca, se sucede el otro ámbito narrativo de Paisaje de otoño. Y este traza la cotidianeidad humana de Mario Conde en el contexto de su vida íntima y doméstica, entroncada con el destino de su maltrecha generación. “Somos una generación de mandados y ése es nuestro pecado y nuestro delito”, dice Andrés en una perorata con desbordada acritud, quien es médico, con esposa y dos hijos, y quien tras la cena y bebida por el aniversario del Conde, le revela al corro su acendrado drama personal y existencial, resumido en el hecho de que se irá de Cuba, con todo y familia, y por ende les dice: “sé que ahora debo ir a un policlínico de barrio hasta que me den la carta de liberación, así mismo como suena, la carta de liberación, y me permitan salir, eso va a demorar como uno o dos años, no sé cuántos, pero no me importa...”
El caso es que luego de oír la revelación de Andrés y sus dolorosas, frustrantes y añejas minucias, Mario Conde, en medio del agua y de la ventolera del huracán Félix, deja a Tamara en su casa (ansiosa de ser poseída y querida) y él se va a la suya, donde al día siguiente, el jueves 10 de octubre de 1989, sentado frente a la Underwood, aún bajo el flagelo del ciclón, con un poso de cuasi café y el perrucho Basura sucio, húmedo y sin desayuno (“El animal seguía asustado y miraba con insistencia hacia las ventanas, removidas cíclicamente por el empuje del agua y del viento”), se dispone a teclear una historia (“escuálida y conmovedora”), pero ya no la que había iniciado (sobre “ese amor entre los hombres”: el drama del Flaco Carlos, su mejor amigo, cautivo en una silla de ruedas por una bala que le dio en la columna cuando la Cuba socialista y prosoviética hizo suya una beligerancia ajena: la Guerra de Angola), sino la que le despertó el relato de Andrés, que pretende ser la historia “de toda una generación escondida”, la suya, y que va a titular Pasado perfecto —que es también el título (y quizá la misma obra o su doble) de una de las citadas novelas de Leonardo Padura—; “sí, así la titularía, se dijo, y otro estruendo, llegado de la calle, le advirtió al escribano que la demolición continuaba [parece que Félix se empeña en destruir las pobres y vetustas ruinas de La Habana, por lo pronto, ‘la vieja mata de mangos sembrada más de cincuenta años atrás por su abuelo Rufino, yacía en el suelo, con sus gajos dislocados y cubiertos por ramas ajenas, de hojas incongruentes, venidas de cualquier parte’], pero él se limitó a cambiar de hoja para comenzar un nuevo párrafo, porque el fin del mundo seguía acercándose, pero aún no había llegado, pues quedaba la memoria.”

Leonardo Padura, Paisaje de otoño. Colección Andanzas (345), Tusquets Editores. 1ª edición mexicana. México, octubre de 1998. 264 pp.