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lunes, 28 de marzo de 2016

Historia de Mayta


                        
 Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!

Historia de Mayta
(Seix Barral, México, 1985)
Historia de Mayta, novela de Mario Vargas Llosa —Premio Nobel de Literatura 2010—, apareció por primera vez en Barcelona, en octubre de 1984, editada en la serie Biblioteca Breve de la Editorial Seix Barral; y su primera reimpresión mexicana se tiró en enero de 1985. Se trata de una obra crítica, revulsiva, polémica, polifónica, a veces bufa, magistral, repleta de suspense, en la que el propio autor actúa corporificado en un alter ego que al unísono es él y no es él, lo cual marca la tónica de la urdimbre novelística cuyo modus operandi en un pasaje explica así: “Porque soy realista, en mis novelas trato de mentir con conocimiento de causa [...] Es mi método de trabajo. Y, creo, la única manera de escribir historias a partir de la historia con mayúsculas.”
El alter ego de Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), un célebre narrador que tiene su casa en Barranco (al igual que el de carne y hueso), una privilegiada zona de Lima desde donde se otea el mar (y ciertos pestíferos basurales), durante 1983 realiza una serie de andanzas, viajes e investigaciones con el fin de escribir una novela en torno a una serie de hechos ocurridos 25 años antes, en 1958, en Lima y en los pueblitos de Jauja y Quero y en el entorno de la andina quebrada de Huayjaco, donde un grupo de insurrectos (cuatro adultos y siete adolescentes) intentaron iniciar (y por ende desencadenar) nada menos que la histórica primera revolución comunista en el Perú y en América Latina. 
En este sentido, Historia de Mayta oscila, principalmente, entre dos ámbitos temporales (en un mismo párrafo suele ir y venir entre uno y otro). Uno: 1958, desde la militancia izquierdista de Mayta, ya cuarentón, quien no obstante su soterrada homosexualidad y sus pies planos, fue un activo miembro del POR(T), el rimbombante, machista, marginal y clandestino Partido Obrero Revolucionario Trotskista (con sólo siete elementos), escindido del POR (que nunca rebasó los veinte socios), hasta su persecución y detención policíaca (en la que descuella el cabo Lituma, por ser un personaje recurrente en la obra de Vargas Llosa) y su encarcelamiento. El otro: 1983, en un hipotético, miserable, conflictivo y violento Perú donde mal gobierna una Junta de generales dizque de “Restauración Nacional”, quienes, dados los múltiples problemas y las débiles condiciones de las fuerzas armadas del país, se ven impelidos a imponer el toque de queda y a solicitar y recibir del “gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica el envío de tropas de apoyo y material logístico para repeler la invasión comunista ruso-cubano-boliviana”. Así, en medio de la pobreza extrema, del desorden social, de los latrocinios, de la inseguridad, de los bombazos, de los crímenes y asesinatos, ya de la guerrilla, de los terroristas (ídem Sendero Luminoso) , de los escuadrones de la libertad, del fuero común, de los policías, de los marines gringos y de la internacionalizada guerra, el alter ego de Mario Vargas Llosa entrevista a una serie de personas que conocieron a Mayta y a testigos que estuvieron involucrados en el incipiente levantamiento; incluso logra entrevistar al propio Mayta, ex preso en varias cárceles y ahora empleado en una heladería del barrio de Miraflores.
Con su cáustico, documentado, detallista y analítico ojo omnisciente y ubicuo, no exento de humor negro, el autor, al novelizar el subterráneo entramado de la atomizada izquierda clandestina y sobre una patética intentona de guerrilla que en el Perú de los años 50 aspira a crear una sociedad comunista (a imagen y semejanza de los movimientos guerrilleros que en Latinoamérica históricamente se vieron inspirados e influidos por el proceso y triunfo de la Revolución Cubana en enero de 1959, que Vargas Llosa apoyó hasta el “5 de abril de 1971”, día de su renuncia al Comité de la revista cubana Casa de las Américas) y sobre los crímenes, las contradicciones internas y la cruenta beligerancia e inestabilidad social que conlleva la clandestina lucha civil con las armas a principios de los años 80 del siglo XX (que aún era la época de la Guerra Fría y del apoyo de la Unión Soviética a Cuba, a los partidos comunistas del mundo y a varias guerrillas diseminadas en el orbe), articula una crítica y su descrédito de que la violencia armada, no sólo la supuestamente revolucionaria, sea un medio para edificar una sociedad nueva donde impere la justicia, la libertad, la democracia y paulatinamente se borren las iniquidades económicas, sociales y culturales.
Mario Vargas Llosa
En su novelística estratagema de decir mentiras para decir verdades, Mario Vargas Llosa utilizó numerosos hechos, datos y nombres extirpados de la historia y de la geografía del Perú y de la vida real, como son los casos del APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana, partido fundado en 1924 por su apóstol Raúl Haya de la Torre) y de los periodos presidenciales de Manuel Pardo y Ugarteche (1956-1962) y Manuel Arturo Odría (1948-1956) —general que arribó al poder con un golpe militar que derrocó al presidente Luis Bustamante y Rivero (1945-1948), tío de Mario Vargas Llosa. En este sentido, llama la atención que en el virulento e hipotético 1983 de la novela no gobierne Fernando Belaunde Terry, quien en la vida real estaba en medio de su segundo mandato presidencial (1980-1985) —el primero se sucedió entre 1963 y 1968—, sino los militares de la susodicha Junta de Restauración Nacional, nombre que parafrasea el nombre del Gobierno de Reconstrucción Nacional adoptado por los guerrilleros del FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional) después de que el 17 de julio de 1979 el dictador Anastasio Somoza Debayle abandonó Nicaragua. Como se sabe, Belaunde sería aliado de Vargas Llosa cuando éste, entre octubre de 1987 y junio de 1990, fue candidato a la presidencia del Perú por el Frente Democrático, que para tal fin, principalmente, alió al Movimiento Libertad (creado ex profeso por el escritor y un grupo de amigos) a Acción Popular —partido fundado por Belaunde el 7 de julio de 1956 y dirigido por él—, y al Partido Popular Cristiano, liderado por Luis Bedoya Reyes. 
        ¿Pero por qué en Historia de Mayta no figura en la presidencia Fernando Belaunde Terry, si, por ejemplo, Zenón Gonzales, uno de los cuatro adultos conjurados en la insurrección iniciada en la cárcel de Jauja, en 1958, quien entonces estaba preso allí, en 1983 “dirige todavía la Cooperativa de Uchubamba, propietaria de la Hacienda Aína desde la Reforma Agraria de 1971, y pertenece al Partido Acción Popular del que ha sido dirigente en toda la zona”? Sin omitir que en 1982 el “Congreso de la República del Perú le había otorgado la ‘Medalla de Honor del Congreso’ por el conjunto de su obra”, y que Belaunde había apelado a su autoridad moral al nombrarlo, “el 2 de febrero de 1983”, presidente de la Comisión Investigadora de los Sucesos de Uchuraccay (el asesinato de ocho periodistas, más el guía y un comunero uchuraccaíno, ocurrido el 23 de enero de 1983 en tal comunidad), la respuesta parece entreverse en un artículo laudatorio que el narrador escribió y publicó después de la muerte de Belaunde sucedida el 4 de junio de 2002, el cual está compilado en su Diccionario del amante de América Latina (Paidós, Barcelona, 2006); pero sobre todo en su libro de memorias El pez en el agua (Seix Barral, Barcelona, 1993), no sólo porque declara: “Yo había votado por Belaunde todas las veces que fue candidato”; sino más que nada porque, según dice, “a mediados de su segundo gobierno, una noche de un modo intempestivo, Belaunde me hizo llamar a Palacio”. El meollo: las elecciones de 1985 estaban cerca y ante los visos de que el APRA y Alan García las podían ganar (cosa que ocurrió), esto podía evitarse si el escritor aceptaba ser el candidato de AP y del PPC. “Aquel proyecto de Belaunde no prosperó [apunta el memorioso], en parte por mi propio desinterés, pero también porque no encontró eco alguno en Acción Popular ni en el Partido Popular Cristiano, que querían presentarse a las elecciones de 1985 con candidatos propios.” 
Ernesto Cardenal regañado por el Papa Juan Pablo II
Aeropuerto Augusto César Sandio
Managua, marzo 4 de 1983
Mas cuando se trata de argüir en contra de un contrincante político e ideológico, Mario Vargas Llosa, paladín de la libertad, a veces, no tiene pelos en la lengua ni se anda por las ramas: suelta el golpe y tunde con virulencia como todo un gallito del colegio militar Leoncio Prado. Por ejemplo, en El pez en el agua al crítico y académico peruano Julio Ortega lo cuestiona y exhibe (páginas 307 y 308). Y en Historia de Mayta, a través de su alter ego, critica y ridiculiza al poeta y sacerdote Ernesto Cardenal, quien, en la vida real, como Ministro de Cultura de la Nicaragua Sandinista, era figura emblemática de la teología de la liberación (desde que en los años 60 creó una comunidad cristiana en las islas de Solentiname, en el Lago de Nicaragua) y del socialismo que por entonces vertientes de la izquierda latinoamericana aún creían que se podía lograr y construir mediante la insurrección armada. El 4 de marzo de 1983 fue el día en que Su Santidad el Papa Juan Pablo II, en el aeropuerto Augusto César Sandino de Managua y ante las cámaras de la prensa y de la televisión de la aldea global, no dejó que el arrodillado Ernesto Cardenal le besara el anillo y lo regañó con furia blandiendo sobre él su dedo flamígero. Pero en el 1983 de la novela, en medio de la plática con dos monjas (Juanita y María) que auxilian y socorren en el Sector de Bajo el Puente (una zona peligrosa y paupérrima de Lima), narra el alter ego (entre las páginas 91 y 92): “intento volver a Mayta pero tampoco puedo, porque, una y otra vez, interfiere con su imagen la del poeta Ernesto Cardenal, tal como era aquella vez que vino a Lima —¿hace quince años?— e impresionó tanto a María. No les he dicho que yo también fui a oírlo al Instituto Nacional de Cultura y al Teatro Pardo y Aliaga y que a mí también me causó una impresión muy viva. Ni que siempre lamentaré haberlo oído, pues, desde entonces, no puedo leer su poesía, que, antes, me gustaba. ¿No es injusto? ¿Tiene acaso algo que ver lo uno con lo otro? Debe de tener, de una manera que no puedo explicar. Pero la relación existe, pues la experimento. Apareció disfrazado de Che Guevara y respondió, en el coloquio, a la demagogia de unos provocadores del auditorio con más demagogia todavía de la que ellos querían oír. Hizo y dijo todo lo que hacía falta para merecer la aprobación y el aplauso de los más recalcitrantes: no había ninguna diferencia entre el Reino de Dios y la sociedad comunista; la Iglesia se había hecho una puta, pero gracias a la revolución volvería a ser pura, como lo estaba volviendo a ser en Cuba ahora; el Vaticano, cueva de capitalistas que siempre había defendido a los poderosos, era ahora sirviente del Pentágono; el partido único, en Cuba y la URSS, significaba que la élite servía de fermento a la masa, exactamente como quería Cristo que hiciera la Iglesia con el pueblo; era inmoral hablar contra los campos de trabajos forzados de la URSS ¿Por qué acaso se podría creer la propaganda capitalista? Y el golpe de teatro final, flameando las manos: desde esa tribuna denunciaba al mundo que el reciente ciclón en el Lago de Nicaragua era el resultado de unos experimentos balísticos norteamericanos... Aún conservo viva la impresión de insinceridad e histrionismo que me dio. Desde entonces, evito conocer a los escritores que me gustan para que no me pase con ellos lo que con el poeta Cardenal, al que, cada vez que intento leer, del texto mismo se levanta, como un ácido que lo degrada, el recuerdo del hombre que lo escribió.”

Mario Vargas Llosa, Historia de Mayta. Biblioteca Breve, Seix Barral. 1ª reimpresión mexicana. México, enero de 1985. 352 pp.


lunes, 3 de agosto de 2015

La casa verde




Rompecabezas/Modelo para armar
                                   

I de II
Dedicada “A Patricia” (su esposa) e impresa por primera vez en Barcelona, en 1965, en la serie Biblioteca Formentor de la Editorial Seix Barral (cuyas cubiertas fueron ilustradas por Antoni Tàpies), La casa verde —una de las grandes novelas del peruano Mario Vargas Llosa— ganó en 1966 el Premio de la Crítica Española y en 1967 el Premio Nacional de Novela del Perú y en Venezuela el Premio Internacional de Literatura “Rómulo Gallegos”. Desde entonces, en el contexto del boom de la literatura latinoamericana y más allá de él (y en otros idiomas) ha sido reeditada numerosas veces.
       
Mario Vargas Llosa y Patricia Llosa

Portada del estuche que resguarda el volumen de
Mario Vargas Llosa
Obras completas I. Narraciones y novelas (1959-1967),
editado por Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores (Barcelona, 2004)
       Una edición singular es la impresa en Barcelona, en 2004, por Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores. Se trata de su acopio en el tomo I de sus Obras Completas. Narraciones y novelas (1959-1967), que es una “Edición del autor al cuidado de Antoni Munné”, volumen que además reúne su libro de cuentos Los jefes (1959), su novela La ciudad y los perros (1963), su relato Los cachorros (1967), y a manera de “Apéndice”: Historia secreta de una novela, cuya primera edición en español apareció en Barcelona, en 1971, impreso por Tusquets Editor con el número 21 de la serie Cuadernos Marginales, el cual es una conferencia en torno a La casa verde, firmada en “Lluc Alcari, Mallorca, junio de 1971”, “originalmente escrita en un rudimentario inglés [dice el autor en la nota preliminar] que mi amigo Robert B. Knox mejoró, fue leída en Washington State University (Pullman, Washington, el 11 de diciembre de 1968).” Pero la lectura de tal conferencia en el presente volumen y su comparación con la susodicha primera edición (impresa en tinta verde), revela que además de una elemental enmienda, corrigió las fechas correspondientes a los dos periodos que vivió en Piura (1946 y 1952) y por ende están en consonancia con lo que evoca y relata en los capítulos I y IX de su libro de memorias (autobiográficas y políticas) El pez en el agua (Seix Barral, 1993) y en varios textos del Diccionario del amante de América Latina (Paidós, 2006), que es una antología de artículos y notas de Mario Vargas Llosa, previamente publicada por Plon en lengua gala, en 2005, en cuya recopilación y edición participaron su antigua colaboradora Rosario Muñoz-Nájar de Bedoya y su traductor al francés Albert Bensoussan, quien además es el director artífice del volumen misceláneo y colectivo Mario Vargas Llosa. Vida que es palabra (Nueva Imagen, México, 2006), cuya primera edición en francés se tiró en París, en 2003, por Èditions de L’Herne.

(Nueva Imagen, México, 2006)
  Pero además, el presente tomo de sus Obras completas está precedido por un largo prólogo ex profeso: “Contar historias”, firmado en “Lima, febrero de 2004”, especie de autobiográfica declaración de principios, en la que afirma: “La literatura era el aire que respiraba cada día, lo que aderezaba y justificaba la vida, mi razón de ser. La Casa Verde, que escribí después de La ciudad y los perros, de principio a fin en París, así como el relato Los cachorros, son un canto de amor a la literatura, desde su primera hasta la última frase, un reflejo muy exacto de ese ‘estado de literatura’ en que creo haber vivido todos mis años de París [1961-1967].” Al cual se suman dos breves prólogos: el que antecede a La ciudad y los perros, firmado en “Fuschl, agosto de 1997”, y el que preludia a La casa verde, firmado en “Londres, septiembre de 1998”, el cual dice a la letra:

“Me llevaron a inventar esta historia los recuerdos de una choza prostibularia, pintada de verde, que coloreaba el arenal de Piura el año de 1946, y la deslumbrante Amazonía de aventureros, soldados, aguarunas, huambisas, shapras, misioneros y traficantes de caucho y pieles que conocí en 1958, en un viaje de unas semanas por el Alto Marañón.
“Pero, probablemente, la deuda mayor que contraje al escribirla fue con William Faulkner, en cuyos libros descubrí las hechicerías de la forma de la ficción, la sinfonía de puntos de vista, ambigüedades, matices, tonalidades y perspectivas de que una astuta construcción y un estilo cuidado podían dotar a una historia. 
“Escribí esta novela en París, entre 1962 y 1965, sufriendo y gozando como un lunático, en un hotelito del Barrio Latino —el Hôtel Wetter— y en una buhardilla de la rue de Tournon, que colindaba con el piso donde había vivido el gran Gérard Philipe, a quien el inquilino que me antecedió, el crítico argentino Damián Bayón, oyó muchos días, ensayar, horas enteras, un solo parlamento de El Cid de Corneille.”
(Seix Barral, 18ª ed., Barcelona, 1979)
        A estas alturas del siglo XXI, en medio de la proliferación y expansión de la web, difícilmente un lector novicio atraído por la extensa obra de Mario Vargas Llosa iniciará la lectura de La casa verde sin ningún tipo de información sobre ésta y él. No obstante, quizá podría darse el caso. Y una de las primeras sorpresas con que se encontrará es lo intrincado de la trama (que es un conjunto de tramas paralelas, fragmentarias, polifónicas, que se suceden en varios lugares y tiempos, yendo y viniendo del presente al pasado y viceversa), lo cual podría desconcertarlo y hasta desanimarlo. Pero una vez metido en la obra, construyendo y armando el rompecabezas, ya no habrá quien lo detenga, es decir, cuando al unísono esté familiarizado con los personajes, con sus voces, con el vocabulario, y con las técnicas narrativas que una y otra vez utiliza y varía el autor para urdir el conjunto de las historias (que tienen como principales y antagónicos polos geográficos a la arenosa Piura y al pueblito Santa María de Nieva enclavado en la selva amazónica del Alto Marañón), los fragmentarios y dosificados suspenses, los equívocos, tintes y tonos difusos y no, los continuos cambios de tiempos y de personajes, de sitios y de diálogos en un mismo párrafo, y párrafo tras párrafo, capítulo tras capítulo. 




II de II
Una de tales intrincadas, laberínticas, fragmentarias y polifónicas historias es la que oscila en torno al prostíbulo que alude el título de la novela La casa verde. La primera Casa Verde, edificada en los aledaños arenales de Piura, la construyó don Anselmo, un hombretón entonces joven y fornido, con dinero (quien parece surgido de la nada), aficionado al trago y al arpa. Ésta desaparece con el fallecimiento de Toñita, la infantil, tierna y dulce adolescente (ciega y sin lengua) que don Anselmo se robara y encerrara en la torre de la Casa Verde, pues la noticia de su muerte (antes de acabar de parir a la futura Chunga), desvela —ante los ojos de la comunidad de Piura y de Juana Baura (la humilde lavandera de la Gallinacera que la prohijara tras el espeluznante asesinato de los Quiroga, los ricos padres adoptivos de la pequeña)— la identidad del furtivo rufián que, de la Plaza de Armas que colinda con La Estrella del Norte, se la había robado y secuestrado, y por ende, una airada multitud, precedida por el Padre García, marcha hasta la Casa Verde y la incendia. 
Estuche que resguarda el disco compacto donde la voz de
Mario Vargas Llosa lee pasajes de La casa verde (1965),
más un cuadernillo prologado por José Emilio Pacheco
(Voz Viva de América Latina, UNAM, 2ª ed., México, 1998)
       Vale recordar que pasajes de tal fragmentaria y trágica historia figuran seleccionados y leídos por la voz de Mario Vargas Llosa en la grabación editada por la UNAM en la serie Voz Viva de América Latina, cuya primera edición en elepé data de 1968 y la segunda, en disco compacto, de 1998, en cuyo cuadernillo adjunto, además de los pasajes leídos por la voz del autor, se halla un largo y erudito ensayo preliminar que José Emilio Pacheco firmó en la “Universidad de Essex, enero de 1968”, a quien el peruano le dedicó, junto a su esposa Cristina Pacheco (antes Romo), su Historia de un deicidio (Barral Editores/Monte Ávila Editores, Caracas, 1971), el voluminoso ensayo que escribió sobre la vida y milagros de Gabriel García Márquez, cuyas posibles reediciones al parecer fueron prohibidas tras el legendario pleito, sucedido “el 12 de febrero de 1976” en el aeropuerto de la Ciudad de México, que truncó la amistad personal que desde 1967 cultivaban Gabo y Mario. No obstante, sí permitió su inserción en el tomo VI de sus Obras completas, Ensayos literarios I (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2005) y que breves fragmentos fueran incluidos entre los prefacios de la Edición Conmemorativa de Cien años de soledad (¡un millón de ejemplares!), impresa en Colombia en “marzo de 2007”, por la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española. 

Un vagabundo del alba y Mario Vargas Llosa

Portada del estuche que resguarda el volumen de
Mario Vargas Llosa
Obras completas VI. Ensayos literarios I,
editado por Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores (Barcelona, 2005)
       Pero además, en su citado Diccionario del amante de América Latina (Paidós, 2006) —amén de las varias elogiosas alusiones—, figura un apologético ensayo sobre Cien años de soledad (que abarca la obra y la leyenda biográfica acuñada y propagada por el propio Gabo) y una nota sobre Aracataca, el pueblito donde éste nació el 6 de marzo de 1927.

(Paidós, Barcelona, 2006)
  La segunda Casa Verde la edifica la Chunga —alrededor de 25 o 30 años después del incendio de la primera—, mujer fría, seca, adusta, estricta, tildada de marimacho, quien se lleva a trabajar allí a don Anselmo, su padre (pese a que no lo trata con sentimentalismo, mas sí con respeto), cuando ya es un anciano ciego que vive en el populoso y miserable barrio de la Mangachería, pero que con intrínseco talento toca el arpa (pintada de verde) en una orquesta que en realidad sólo es un trío que integran él y sus discípulos: el Bolas, percusionista, y el Joven, quien rasca la guitarra y canta sus propias melancólicas composiciones. 

Esta segunda Casa Verde es la que conocen y frecuentan “los inconquistables” de Piura: Lituma y los León: sus primos José y el Mono, mangaches del barrio de la Mangachería, y Josefino Rojas, gallinazo del extinto barrio de la Gallinacera, compinches bohemios, vividores y alharaquientos, que suelen vociferar y variar un lépero himno con el que pregonan la desfachatez de su mezquina identidad: “eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo chupar, sólo timbear, eran los inconquistables y ahora iban a culear”. 
El punto de contacto entre Piura y Santa María de Nieva lo corporifican Lituma y Bonifacia, quien termina de habitanta (con el apodo de la Selvática) en la segunda Casa Verde, pues en una de las fragmentarias vertientes narrativas, Lituma es un honorable policía (un cachaco) que labora en Santa María de Nieva, en el Alto Marañón, donde conoce a Bonifacia (la futura Selvática) y se casa con ella en la iglesita y a toda orquesta, una indígena aguaruna de ojos verdes (quien en Piura dice ignorar su lengua nativa) llevada a vivir de pequeña a la Misión, en Santa María de Nieva, donde unas monjas católicas se dedican a evangelizar a un grupo de niñas indias, a enseñarles el español y ciertas labores manuales, costumbres, hábitos e idiosincrasia que las convierten en unas inadaptadas en sus originarias comunidades y por ende, dado el embrollo de corrupción que impera y domina allí entre el poder (gubernamental, militar, policíaco) y los traficantes y comerciantes de caucho y pieles, suscita que las indígenas “civilizadas” a la fuerza (las monjas las cazan y secuestran con el auxilio de los guardas civiles), terminen su infame destino en el esclavizante servicio doméstico en alguna ciudad (Iquitos, por ejemplo) y, en el peor de los casos, en los burdeles. 
 
Niños aguarunas de una comunidad nativa del Alto Marañón
Imagen que se observa a todo lo largo y ancho de la página 133 del volumen colectivo e icnográfico Mario Vargas Llosa. La libertad y la vida (Pontificia Universidad Católica del Perú/Editorial Planeta. Lima, 2008), armado con fotos y documentos de la muestra homónima, exhibida en la Casa Museo O’Higgins de la capital peruana, entre “agosto y septiembre de 2008”, “organizada por el Centro Cultural de la Pontificia Universidad Católica del Perú”.
        En este sentido, un gran y hormigueante cause narrativo de La casa verde traza, de un modo fragmentario, paralelo y alterno al mundo de Piura, todo un orbe —salvaje, corrupto, violento— enclavado en la selva amazónica del Alto Marañón y en los laberínticos márgenes del río homónimo, donde pululan las aldeas indias (aguarunas, huambisas, shapras, etc.). En tal ámbito descuella el modus operandi que tipifica a los hombres de la metrópoli y del poder (el cacique Julio Reátegui y sus aliados y comerciantes: los “patrones”), pues a través de manipular el gobierno y los destacamentos armados (militares y policías), se dedican a saquear a los ignorantes y vulnerables indios (sobre todo aguarunas) por medio de un inmoral y ventajoso trueque que recuerda el histórico vandalismo de los españoles de la Conquista: les intercambian baratijas y algunos instrumentos de trabajo (hachas y machetes) por pieles y caucho (que llaman jebe), cuyo auge se sucede en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. En tal entorno, el sádico castigo a Jum (un aguaruna de Urakusa que intentó la autonomía de su comunidad) es indicio de que será destruida toda cooperativa indígena que busque independizarse del sistema impuesto por “los patrones”. 

(Tusquets, Barcelona, 1971)
          Y compitiendo con tal saqueo y expoliación, deambula por allí un sanguinario bandido, prófugo de la justicia: Fushía, quien añoso, enfermo y pestífero, a lo largo de la novela, en sus correspondientes fragmentos, es llevado por el viejo Aquilino, oculto en la barca de buhonero de éste, a través del laberíntico río Marañón, de la usurpada ínsula del bandolero a San Pablo, un lugar donde por una suma aíslan y procuran a los leprosos. Más intrincado en esto, se relatan episodios de su origen brasileño, ascenso y apogeo: manipulando el odio de una horda de huambisas hacia los aguarunas, se dedicó a robar y a ultrajar sus aldeas (caucho, pieles, mujeres) y por ende llegó a poseer la citada isla, su guarida, donde además de Lalita —una niña cristiana adquirida en Iquitos a sus doce años (que además de su mujer llegaría a ser mujer del práctico Nieves y luego del Pesado)—, tuvo un harén de escuinclas indias.


Mario Vargas Llosa, La casa verde, en Obras Completas I. Narraciones y novelas (1959-1967), p. 509-916, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. 1ª edición. Barcelona, 2004.



Las palmeras salvajes




Entre la pena y la nada elijo la pena
                               


I de III
En 1939, diez años antes de recibir el Premio Nobel de Literatura, el norteamericano William Faulkner (1897-1962) publicó en inglés su libro Las palmeras salvajes. Recién salido del horno y aún fresca la tinta, Jorge Luis Borges (1899-1986) lo leyó en ese idioma y elaboró una minúscula reseña (con ciertos reparos) para la bonaerense revista de señoras elegantes El Hogar, donde apareció el “5 de mayo de 1939” en su apartado “Libros extranjeros”. En 1944 su traducción al español de Las palmeras salvajes fue impresa en Buenos Aires, por primera vez, por Editorial Sudamericana en la Colección Horizonte. Y en una encuesta sobre los “Problemas de la traducción” y “El oficio de traducir” reproducida por la revista Sur (Buenos Aires, Nº 338-339, enero-diciembre de 1976), previamente publica en La Opinión Cultural (Buenos Aires, domingo 21 de septiembre de 1975), Borges dijo: “¿Si me gustó más traducir poesía que a Kafka o a Faulkner? Sí, mucho más. Traduje a Kafka y a Faulkner porque me había comprometido a hacerlo. Traducir un cuento de un idioma a otro no produce gran satisfacción.” 
  
Jorge Luis Borges en 1984
Universidad de Barcelona
     
(Sudamericana, Buenos Aires, 1944)
        Sin embargo, su traducción al español de Las palmeras salvajes, sucesivamente reeditada por distintas editoriales y en diferentes partes del mundo, no es menos legendaria y canónica que su traducción de Orlando. Una biografía (Sur, Buenos Aires, 1937), novela que la británica Virginia Woolf (1882-1941) publicó en 1928, y de varias de las narraciones que el checo Franz Kafka (1883-1924) escribió en alemán, reunidas en La metamorfosis (La Pajarita de Papel núm. 1, Editorial Losada, Buenos Aires, 1938), donde aparecieron con un prólogo suyo 
—posteriormente antologado en su libro Prólogos con un prólogo de prólogos (Torres Agüero, Buenos Aires, 1975)— y donde figura como el único traductor; pero Nicolás Helft, en Jorge Luis Borges: bibliografía completa (FCE, Buenos Aires, noviembre de 1997), anota que Fernando Sorrentino (La Nación, Buenos Aires, marzo 9 de 1997) hizo ver a la crédula aldea global que Borges no tradujo “La metamorfosis” ni “Un artista del hambre” ni “Un artista del trapecio”, sino sólo “La edificación de la Muralla China”, “Una cruza”, “El buitre”, “El escudo de la ciudad”, “Prometeo” y “Una confusión cotidiana”. 
Gabriel García Márquez
        Entre los crédulos que leyeron ese “librito de cubierta rosada” estuvo el entonces joven y mal estudiante de derecho Gabriel García Márquez (“el caso perdido”), quien a “mediados de agosto de 1947”, en una “pensión de costeños” en Bogotá —según narra Dasso Saldívar en su biografía García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997)— leyó el legendario e inmortal íncipit y “pegó un grito de fascinación” al evocar que en Aracataca así hablaba su abuela materna y se le espantaba el sueño; pero al abrirlo “vio que estaba traducido por Jorge Luis Borges, de quien aún no conocía nada”. Muchos años después, frente al masivo pelotón de sus deslumbrados lectores, Gabriel García Márquez, en su libro de memorias Vivir para contarla (Diana, México, 2002) y ya con sobrado conocimiento de causa, habría de recordar la lejana tarde que leyó por primera vez “La metamorfosis de Franz Kafka, en la falsa traducción de Borges publicada por la editorial Losada de Buenos Aires, que definió un camino nuevo para mi vida desde la primera línea”.

 
(Losada, Buenos Aires, 1938)
Por su parte, Mario Vargas Llosa, quien en su libro de memorias El pez en el agua (Seix Barral, México, 1993) recuerda que siendo estudiante de letras y de derecho en la Universidad de San Marcos en Lima (1953-1958), “Junto con Sartre, Faulkner fue el autor que más admiré en mis años sanmarquinos; él me hizo sentir la urgencia de aprender inglés para poder leer sus libros en su lengua original” [...] “desde la primera novela que leí de él —Las palmeras salvajes, en la traducción de Borges—, me produjo un deslumbramiento que aún no ha cesado. Fue el primer escritor que estudié con papel y lápiz a la mano, tomando notas para no extraviarme en sus laberintos genealógicos y mudas de tiempo y de puntos de vista, y, también, tratando de desentrañar los secretos de la barroca construcción que era cada una de sus historias, el serpentino lenguaje, la dislocación de la cronología, el misterio y la profundidad y las inquietantes ambigüedades y sutilezas psicológicas que esa forma daba a las historias.” Confesión y observación que implica y transluce una simiente nodal de su estilo narrativo, llevado al extremo de la complejidad en su novela La casa verde (Seix Barral, Barcelona, 1965).
 
   
Mario Vargas Llosa leyendo Las palmeras salvajes,
de William Faulkner, en la traducción del inglés al español de
Jorge Luis Borges, publicada en Buenos Aires, en 1944, por
la Editorial Sudamericana en la Colección Horizonte.
       Y curiosamente, según se divulgó a través de distintos medios con páginas
web, el martes 11 de enero de 2011, ya en calidad de distinguido Premio Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa, con su esposa Patricia y su hijo Álvaro, visitaron, en Montevideo, Uruguay, la reputada y legendaria Librería Linardi y Risso (ubicada en Juan Carlos Gómez 1435), en cuyo apartado de “Libros antiguos & raros” el escritor se pasó “tres cuartos de hora” hojeando rarezas e inencontrables primeras ediciones, donde halló un flamante ejemplar de la susodicha primera edición de La metamorfosis editada en 1938 por Losada, con las traducciones y el prólogo de Borges, y pagó por ella 350 dólares.


II de III
Con la célebre traducción del inglés al español de Jorge Luis Borges, Las palmeras salvajes, de William Faulkner, fue reeditado en Madrid, en 2010, por Ediciones Siruela, con el número 4 de la serie Tiempo de Clásicos y un vago prólogo de Menchu Gutiérrez. En la preliminar página donde se acreditan los correspondientes copyright, si bien se omite el año de la susodicha primera edición en Editorial Sudamericana, se pregona a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada, frágil y virulenta aldea global que se trata de un “Papel 100% procedente de bosques bien gestionados”; o sea que en medio del mundanal orbe encarrerado en la masiva destrucción del planeta que tipifica al predador género humano, el lector, tenga o no una postura ecologista, hojea un libro “verde”, que además es el color que predomina en los forros con solapas, cuyo diseño gráfico se debe a Gloria Gauger. 
  
(Siruela, Madrid, 2010)
       Las palmeras salvajes comprende dos historias: “Palmeras salvajes” y “El Viejo”, dos novelas cortas desglosas en forma intercalada y paralela (con largas frases, interpolaciones y circunloquios a veces engorrosos y asfixiantes). De modo que cinco capítulos se denominan “Palmeras salvajes” y entreverados entre ellos figuran otros cinco capítulos titulados “El Viejo”. Las historias nunca llegan a tocarse: una se sucede entre 1937 y 1938, y la otra en 1927. No obstante, el epicentro geográfico e idiosincrásico que predomina es el ámbito que circunda y oscila entre la zona sur del río Mississippi y Nueva Orleáns. 

Cada historia dibuja un círculo y cada una es un drama de visos muy personales, de personajes jóvenes, aún en la segunda década de su vida, que trazan, casi sin pensarlo y doblegándose, su individual leitmotiv y el azaroso e impredecible destino de su vida inmediata.
  Yendo del presente al pasado y viceversa, el primer capítulo de “Palmeras salvajes” narra el dramático preludio que signa el aún más áspero y dramático final que en el quinto capítulo cierra el círculo. Éste se abre en Nueva Orleáns, cuando en 1937, el joven y pobretón Harry Wilbourne —quien ya cursó medicina y sólo le faltan dos meses para completar los dos años de interno en un hospital que le permitirían titularse—, por ser el día de su 27 aniversario es invitado —por casualidad y hasta le prestan un traje (el primero que viste)— a una fiesta en la casa de Carlota y Francis Rittenmeyer, un matrimonio con un par de niñas, sostenido por la boyante posición de éste. Es allí donde se inocula el germen de una pasión amorosa que los induce, con celeridad, a romper con los parámetros y rutas que llevan y a alejarse de Nueva Orleáns en un tris. Ruptura marcada por la preponderancia de Carlota, por las iniciativas que toma y deshecha, y por el hecho de que en el trágico cenit de un aborto con funestas secuelas acude, un año después de haberse ido, al auxilio de Francis Rittenmeyer, quien en todo momento, pese a la cornamenta, no pierde la compostura, incluso cuando al inicio, en la estación del tren de Nueva Orleáns, entrega a su esposa al amante como si entregara a una novia. Y más aún: cuando acude a la cárcel a pagar la fianza de Henry Wilbourne y le ofrece ayuda y dólares para que se escape y huya a México. Luego, ya muerta Carlota, espontáneamente se presenta al juicio para tratar de incidir en la menor condena; pero también, oscura o paradójicamente, le deja cianuro.
William Faulkner tecleando
  Los prejuicios sociales son tales, que puritanos y no puritanos siempre notan (como si tuvieran una marca de fuego en la frente) que Henry Wilbourne y Carlota Rittenmeyer no son casados. Su triste y desventurado periplo —marcado por los estragos que dejó la Gran Depresión suscitada con el crac de 1929— los llevó de Nueva Orleáns a Chicago, donde logran una estabilidad económica a la que él renuncia para dizque no convertirse en un esposo; de ahí a Wisconsin (a una cabaña frente a un invernal y edénico lago); luego a Utha (a una miserable, fraudulenta y fantasmagórica mina con una temperatura que oscila entre los 14 y los 41 grados bajo cero); de allí a San Antonio, Texas, con la inminencia del aborto, donde Henry, pese a su oposición, se ve inducido y coaccionado por ella a aplicarlo con un instrumental que Carlota dice haber esterilizado; luego de regreso a Nueva Orleáns para ver a las niñas y a Francis Rittenmeyer (quien la aceptaría de nuevo) para pedirle el susodicho apoyo ante los fatídicos acontecimientos que se avecinan (un continuo sangrado le hace pensar a ella en una septicemia); después a una cabaña frente a la playa con rumorosas palmeras y cercana a una aldea donde él es denunciado por un ruco ñoño y empistolado y hecho preso por la policía y ella, que sangra, es trasladada en una ambulancia a un hospital. Y por último su muerte y la carcelaria negativa de él para no huir a México ni envenenarse con el cianuro y asumir el castigo: “Entre la pena y la nada elijo la pena”, que también resulta ser el aforismo que cifra todo su aventurado y azaroso destino (una mixtura de causalidad y casualidad) al seguir en pos de ella. 

      Pena que plantea un tácito, futuro y posible encuentro con el protagonista de “El Viejo” (eso le toca al lector decidirlo o no), pues el juez vocifera ante el jurado y el presunto culpable —antes de emitir su veredicto contra Harry Wilbourne— “una sentencia a trabajos forzados en la Penitenciaría del Estado de Parchman por un período no menor de cincuenta años”.

III de III
“El Viejo” —la otra entreverada novela corta que en cinco capítulos homónimos se lee en Las palmeras salvajes, libro del norteamericano William Faulkner (1897-1962) traducido del inglés al español por el argentino Jorge Luis Borges (1899-1986)— abre el círculo, precisamente, en la Penitenciaría del Estado de Mississippi (históricamente conocida como Granja Parchman), donde el protagonista (sin nombre) es un preso alto, de 25 años, quien lleva ya siete años de su condena a cinco lustros por su ingenuo e infantil intento de asaltar un tren siguiendo las “instrucciones” aprendidas en los folletines que leía. 
   
William Faulkner con pipa
       En varios fragmentarios diálogos diseminados en los capítulos de “El Viejo” se relata que ya regresó a la cárcel, que a sus quince años de condena se le han añadido diez años más por un presunto (e infundado) “intento de huida”, y que las aventuras de su itinerario (que el lector está leyendo) se las está narrando en su celda a un corro de presos. Circunstancia aderezada por la ubicua y omnisciente voz narrativa, la cual revela un trasfondo que ignora el preso: que esa década más que le endilgaron es otra kafkiana injusticia urdida por la arbitrariedad de tres burócratas que encubren el chambismo de un agente (con influencias) que emitió un parte que registra su muerte y la entrega de su cuerpo a la cárcel.
     
James Joyce en 1928
Foto: Berenice Abbot
        La presente edición de Las palmeras salvajes no es una edición crítica y anotada, pero sí ostenta varias notas al pie de página que dan luces sobre algunas minucias, como ciertos “Retruécanos intraducibles a la manera de James Joyce” (en “Palmeras salvajes”), o varias alusiones a personajes históricos o el hecho de que “El Viejo” es también el entrañable apodo del río Mississippi. En este sentido, faltó una mínima ficha sobre Herbert  Clark Hoover (1874-1964), quien fue Presidente de Estados Unidos entre el 4 de marzo de 1929 y el 4 de marzo de 1933. Esto porque el epicentro del relato que se narra en “El Viejo” ocurre durante la histórica inundación causada por el desbordamiento del río Mississippi en mayo de 1927. Es decir, el meollo del relato se desencadena cuando se sucede tal inundación. Todavía no ocurre el traslado de los presos a un campamento de damnificados, pero aún en la cárcel tienen noticia del desastre, que ya se desató (y que no tarda en llegar allí y por ende los evacuan y trasladan encadenados en camiones): “llegó mayo y los periódicos del capataz dieron en hablar con titulares de dos pulgadas de alto, esos palotes de tinta negra que, juraríamos, hasta los analfabetos pueden leer: ‘La ola pasa por Menfis a medianoche. Cuatro mil fugitivos en la cuenca de Río Blanco. El gobernador llama a la Guardia Nacional’. ‘Se declara el estado de sitio en los siguientes distritos’. ‘Tren de la Cruz Roja sale de Washington esta noche con el presidente Hoover’ [...]” Y es allí donde figura el yerro o la licencia que se permitió William Faulkner, pues Herbert Clark Hoover en mayo de 1927 aún no era Presidente, sino Secretario de Comercio (lo fue entre el 5 marzo de 1921 y el 21 agosto de 1928), mientras el verdadero Presidente era John Calvin Coolidge (1872-1933), quien gobernó entre el 2 de agosto de 1923 y el 4 de marzo de 1929, año en que se desató, entre septiembre y octubre, el susodicho e histórico crac.

Herbert Clark Hoover (1874-1964)
Presidente de Estados Unidos
entre el 4 de marzo de 1929
y el 4 de marzo de 1933
 
John Calvin Coolidge (1872-1933)
Presidente de Estados Unidos
entre el 2 de agosto de 1923
y el 4 de marzo de 1929
     El caso es que el preso alto, “entre la pena y la nada”, también eligió “la pena” (menos cruel para él), pues pudiendo escapar y rehacer su vida, por sí mismo regresó a la cárcel (el ámbito de los hábitos y costumbres aprendidos y arraigados en su adultez) y cerró el círculo.

      En el antedicho campamento de damnificados lo envían en un esquife oficial, junto a un preso bajo y gordo, a rescatar a un hombre subido en el tejado de una hilandería y a una mujer en “un islote de cipreses”. Por el azar de una intempestiva y violenta corriente el preso alto, que se queda solo en el esquife, se ve impelido a salvar a la fémina, que está embarazada. Si en “Palmeras salvajes” Henry Wilbourne y Carlota Rittenmeyer muestran cierta nobleza y cierto sentido humanitario al revelarles a los misérrimos y delirantes mineros polacos la índole del fraudulento y deshumanizado engaño que los esclaviza y explota en los sucios y miserables subterráneos de esa mina en Utah e incluso al realizar, “por amor”, el aborto de la esposa del administrador de la mina (una humilde y joven pareja con quienes comparten cabaña), el preso alto resulta un buenazo, pues en las venturas y desventuras durante la inundación, subsistiendo y viviendo novelescos episodios en agrestes y salvajes sitios y pese a que varias veces desea e intenta deshacerse de la mujer y a que más de una vez añora el regreso al seguro y estable orbe carcelario, siempre la protege y auxilia, incluso cuando en medio de las carencias, de la amenazante agua, de lo montaraz e insalubre nace el bebé (“color terracota”) gracias a las nociones de parto que ella tiene (y no él). 
      Sus prejuicios, su sentido del deber, su corta cosmovisión, su intrínseca bonhomía y su postura moral son tales que nunca abusa de ella; siempre la respeta. Pese a que hace dos años en la cárcel tuvo amoríos (“los domingos de visita”) con “una negra ya no joven” (la mujer de un preso recién asesinado por un guarda y ella lo ignoraba) y a que durante la travesía de la inundación, en un aserradero cercano a Bâton Rouge (donde encontró un buen trabajo temporal), se metió con “la mujer de un tipo” y él y su protegida (con el bebé) tuvieron que huir de allí a salto de mata, ésta no llega a ser su hembra ni la corteja ni se enamoran y al cerrar el círculo, volviendo a vestir su raída pero limpia ropa a rayas, la entrega, con el deber cumplido, a los oficiales de la Penitenciaría del Estado de Mississippi, junto con el esquife oficial, del que asombrosamente tampoco nunca se deshizo: “ahí está su bote y aquí está la mujer. Pero no di con ese hijo de perra en la hilandería”. 
     La fémina es un enigma. Por razones inescrutables no se separa del preso y con sumisa resignación acepta su ayuda, su amparo, el rumbo y el tiempo que se tome, y los alimentos que les brinda a ella y al bebé.

William Faulkner, Las palmeras salvajes. Prólogo de Menchu Gutiérrez. Traducción del inglés al español de Jorge Luis Borges. Tiempo de Clásicos (4), Ediciones Siruela. Madrid, 2010. 280 pp.


lunes, 9 de marzo de 2015

Lituma en los Andes


El cóndor pasa

I de II
El escritor peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936) obtuvo en España el Premio Planeta 1993 por su novela Lituma en los Andes. La primera reimpresión mexicana, de doscientos diez mil ejemplares, se concibió como un fulgurante éxito de ventas. Por ello, a estas alturas del siglo XXI aún resulta reprochable y reprobable la escandalosa estafa y la burla que la transnacional Editorial Planeta pergeñó en contra de los lectores-coleccionistas: como si fuese la inmoral y voraz United Fruit Company enclavada en un esquilmado y empobrecido país bananero, les vendió un libro cuyas pastas blandas a la primera de cambios se desprendieron y que se deshojó a imagen y semejanza de una apestosa baratija de rancho tropical y bicicletero, por el simple hecho de que sólo las unía (cuasi lamida de perro) una untada de goma. Mario Vargas Llosa, cuya previa fama y prestigio internacional aseguraba el remate masivo, no se lo merecía, pero tampoco los lectores que compramos la obra.
Mario Vargas Llosa
        El autor concursó con pseudónimo, pero es improbable que el jurado no reconociera su estilo y las tildes y guiños que distinguen su escritura desde hace muchos años. Tal jurado estuvo constituido por Alberto Blecua, Ricardo Fernández de la Reguera, José Manuel Lara, Antonio Prieto, Carlos Pujol, Martín de Riquer y José María Valverde, quien fue jurado del Premio Biblioteca Breve 1962 —galardón que catapultó al entonces joven Mario Vargas Llosa a nivel internacional— y quien además prologó la primera edición de La ciudad y los perros (Seix Barral, Barcelona, 1963) y quien le destinó un buen bosquejo (con imágenes) en el segundo volumen de su Historia de la literatura latinoamericana (Planeta, México, 1974). No obstante, no sólo se premió a un novelista con renombre mundial, sino también a una obra digna de la presea. 

      Lituma en los Andes es una novela de aventuras, reflexiva, placentera, polifónica, multianecdótica, en cuya pulsión y nervadura abundan los alientos y las expresiones coloquiales, las majaderías y los peruanismos estilizados que Mario Vargas Llosa suele manejar con destreza y magnetismo. En la variedad de los procedimientos narrativos destaca la forma de intercalar, en un mismo párrafo, dos tiempos y dos lugares distintos, presente en un buen número de sus obras, y que por igual lo identifica y esgrime con maestría. Lituma —además de protagonista— es un personaje sonoro y recurrente que habita varias de ellas, por ejemplo, en “Un visitante”, cuento de Los jefes (Editorial Rocas, Barcelona, 1959), en sus novelas La Casa Verde (Seix Barral, Barcelona, 1965), La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, Barcelona, 1977), Historia de Mayta (Seix Barral, Barcelona, 1984), ¿Quién mató a Palomino Molero? (Seix Barral, Barcelona, 1986) y El héroe discreto (Alfaguara, México, 2013), y en el libreto teatral La Chunga (Seix Barral, Barcelona, 1986).
     
Colección Autores Españoles e Hispanoamericanos
Editorial Planeta, 
1ª reimpresión mexicana, noviembre de 1993
Ilustración de la portada:
El Minotauro (1933), grabado de Pablo Picasso
       En la presente novela, Lituma, costeño de Piura, un cabo con principios morales que termina de sargento, se halla en Naccos a cargo del puesto de la Guardia Civil, una casucha de techo de calamina y piso de tierra que comparte con su único adjunto: el guardia Tomasito Carreño. Naccos son los restos de un caserío que tuvo cierto auge cuando la mina Santa Rita era explotada. La rutina de los serruchos que lo habitan en unos barracones —indígenas que hablan el quechua y el español (puro hombre, ninguna mujer)— gira en torno a la cantinilla de Dionisio y su mujer, y la incierta construcción de una carretera. Naccos se localiza en la zona de emergencia de los Andes: el sitio donde pululan los delincuentes subversivos: los terrucos de Sendero. 

Mientras transcurren los capítulos, se desgrana una serie de episodios en los que Lituma y Tomasito Carreño sostienen un diálogo que avanza y se interrumpe noche tras noche. En la charla, con puntos suspensivos, el adjunto le cuenta al cabo los detalles de la desventura amorosa que ha llagado su vida; es decir, la plática entre ellos está entreverada por los diálogos y las escenas que otrora le sucedieron a Tomasito Carreño. Así, la dosificación y las interrupciones incitan el suspense; y dado sus lindes melodramáticos se ubican dentro de la tradición de los folletines y de las radionovelas seriadas. 
Por lo que se dice en tales conversaciones, sobre todo al mencionar a Mercedes, la piurana que erosionó al adjunto, Lituma evoca a “los inconquistables” de Piura, sus compinches, con los que asistía al burdel La Casa Verde y al barcito de La Chunga, la lesbiana, donde Josefino, uno de ellos, para seguir jugando una partida, alquiló a Meche a La Chunga. Meche era una trigueña de maravilla que Lituma conoció de churre, la cual, después de quedar depositada esa noche en el barcito, desapareció sin que nadie supiera más de su destino. 
Estos asuntos, que una y otra vez evoca Lituma, no sólo remiten —como saben lectores de Mario Vargas Llosa— a La Casa Verde y al libreto teatral La Chunga, sino que además, al término de la fragmentaria serie y de Lituma en los Andes, todo parece indicar que la Mercedes que azotó a Tomasito Carreño es la misma que el cabo Lituma conoció en Piura.
       Pero mientras tal trama se desarrolla y completa, ocurren otras historias, paralelas, cercanas y distantes a la vez. Las primeras conforman una disección del abigarramiento ideológico, quezque revolucionario, que anima y manipula la crueldad y los asesinatos (dizque juicios y ajusticiamientos populares) y los robos de los terrucos de Sendero, lo cual contrasta con los hurtos, las torturas, las desapariciones, la corrupción, los nexos con los narcos que también caracterizan a los policías y a los soldados. 
       En este sentido, hay capítulos que ejemplifican (crítica implícita) el fanatismo, la inmoralidad y la cruenta y cruel ceguera de los terrucos de Sendero: el asesinato a pedradas, cerca de Andahuaylas, de la petite Michèle y de Albert, dos franceses que viajaban por el Cusco en un bus guajolotero; ella en calidad de dama de compañía y él en el papel de un profesor estudioso de los incas y del Perú, quien había ahorrado para hacer el recorrido. La matanza de vicuñas en la reserva de Pampa Galeras. La lapidación de la señora D’Harcourt y de su discípulo amado (más otros dos de un balazo); ella era una mujer noble, tan idealista como ecologista, con 30 años de actividades humanitarias, varios libros, artículos en El Comercio, conferencias en foros internacionales, que había pugnado durante cuatro años por los auspicios de la FAO y de Holanda para la reforestación de las sierras de Huancavelica, cuyos primeros resultados se proponía verificar. La toma de Andamarca y los juicios populares y los sangrientos ajusticiamientos con que involucran, a la fuerza, a toda la población. El homicidio y el robo en la mina La Esperanza, cercana a Naccos, de donde se llevaron explosivos, dinero y medicamentos, pese a que se pagaban cupos revolucionarios.
     
Abimael Guzmán
Líder de Sendero Luminoso
        Pero aunque el lector supone que lo que orilla a esas bestiales hordas de hombres, mujeres y niños (pobremente vestidos y armados) a cometer esos asaltos y espeluznantes crímenes (que aluden los crímenes que en la vida real cometía Sendero Luminoso, la secta maoísta del Perú que lideraba el mediático Abimael Guzmán) es el hambre, la pobreza, la ignorancia y la desesperación, a Mario Vargas Llosa, a diferencia de las víctimas de su novela, no le interesó explorar ni ahondar ni particularizar en los íntimos motivos ni en las obnubiladas y ciegas razones de los terrucos de Sendero, salvo en algunos rasgos y matices y, parcialmente, en la mujer que el albino Huarcaya había dejado embarazada, la cual, al parecer, lo ajustició de un plomazo. 




II de II
Las otras historias de Lituma en los Andes (Planeta, 1993), la novela de Mario Vargas Llosa, giran en torno a tres desapariciones forzadas ocurridas en Naccos: la del mudito Tinoco; la de Demetrio Chanca (Medardo Llantac, el gobernador de Andamarca que escapó de los ajusticiamientos); y la del albino Casimiro Huarcaya. Las tres forzadas desapariciones desvelan e intrigan a Lituma. Primero supone que fueron víctimas de los sangrientos terrucos de Sendero y que muy probablemente tenían cómplices entre los serruchos que laboran en la constructora. Poco a poco, sin embargo, conjetura que tales desapariciones son diferentes de las que efectúan los terrucos. 
Sus preguntas y su necedad (más que sus investigaciones policíacas) y las casualidades: el encuentro con Stirmsson, un sabio peruanólifo que da clases en Odense, conocedor de las costumbres, de los mitos y de la historia antigua, autor de libros que habla con soltura el español, el quechua —en sus variantes cuzqueña y ayacuchana— y un poquillo de aymara; pero también el huayco (un derrumbe) que cae sobre Naccos y así acelera su exterminio. Todo ello lo enfrenta e introduce a una atmósfera enrarecida, equívoca, donde sobreviven vestigios de antiguos mitos, tradiciones y supersticiones, mistificados por la fantasía y las locuras de Dionisio y su mujer, la bruja que, según ella, lee las cartas, las hojas de coca, las manos, que puede ver el pasado y el futuro, que dizque distingue los cerros machos y los cerros hembras, qué piedras son paridoras y cuáles no, que sabe de pishtacos (diablos), de mukis (diablos de las minas), de las huacas, y en fin, de todo lo que dizque proviene y se relaciona con lo ancestral, atávico y oscuro.
Y dada sus herejías y naturaleza disoluta, ambos llegan a oficiar, entre los serruchos de la constructora, como los heresiarcas de unos cruentos ritos que dizque pretendían apaciguar a los apus (los espíritus de las montañas que se trasforman en cóndores), ofreciendo esas tres vidas en medio de una bacanal que no excluye la borrachera, el baile, el manoseo entre hombres y la antropofagia. Todo esto para que no cayera el huayco (el derrumbe) y para que no se interrumpiera la construcción ni se quedaran sin trabajo; males que, no obstante, ocurren y propician la diáspora de los últimos sobrevivientes de Naccos.
     
Mario Vargas Llosa, con su hija Morgana, en la campaña electoral
Cajamarca, agosto 12 de 1989
        Es imposible comprimir y embutir en esta azarosa ciberreseña toda la riqueza narrativa de la novela Lituma en los Andes. Allí están los capítulos que tratan de lo vivido por el mudito Tinoco; o aquellos donde confluye lo mítico y supersticioso, siempre plagado de fantasías, como son los monólogos donde la bruja, al persuadir a los serruchos, cuenta su vida y la de Dionisio. Se supone, no obstante, que algo hay de cierto en lo que saben y vivieron, puesto que Stirmsson, el sabio peruanófilo, los conoció años atrás en calidad de informantes. Sin embargo, como suele ocurrir entre los poseedores de las tradiciones orales, mucho de lo que relatan ha sido deformado por sus prejuicios y cosecha; por ejemplo, cuando la bruja supone que el sebo humano que extraen los pishtacos, cuyas reservas dizque amontonan en las grutas de los cerros de por allí, lo utilizan en Lima o en los Estados Unidos para aceitar máquinas o los cohetes que los gringos mandan a la Luna. 

Dioniso
       En tal difuso sentido es como pregonan la exaltación de su propia leyenda. Se dice que Dionisio, de joven (y así rinde tributo a la mítica pátina que implica la asonancia de su nombre que parafrasea y evoca al Dioniso de la mitología griega), a imagen y semejanza de un semidiós del sexo, del vino, de la locura, del desenfreno y de todos los placeres mundanos, era famoso en los Andes y deseado por todas la mujeres habidas y por haber. Viajaba de pueblo en pueblo, de feria en feria. Una fiesta no comenzaba sin su presencia: vendía pisco, chicha, cantaba, bailaba, se disfrazaba de oso, tocaba el charango, la quena y quizá el bombo; pero también era seguido por una circense horda de danzantes, músicos, locas, equilibristas, cuenteros, magos y fenómenos. 

De Dionisio y su cohorte se contaba lo peor: que vivían en una constante orgía, en un desenfrenado aquelarre, metiéndose unos con otros, y no sólo cuando bajaban a la playa, donde se les veía borrachos y desnudos a la luz de la Luna. De hecho, todas las fiestas patrias y las de los santos patronos de los pueblos de sus andares, en las que el baile y la bebida duraban días y noches enteras, eran desenfrenos dionisíacos, carnavalescos, promiscuos, en los que se perdían las diferencias entre indios y mestizos, ricos y pobres, hombres y mujeres, asuntos de lejanas y ancestrales resonancias griegas, del Medioevo, que con enorme erudición estudió y puntualizó el filósofo ruso Mijail Bajtin (1895-1975) en su clásico: La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais (Alianza, 1987). 
(1ª reimpresión en Alianza Universidad, Madrid, 1988)
      Pero también en ciertos pasajes se leen y escuchan residuos y ecos de antiguas mitologías fundidas a leyendas no menos lejanas y muchas veces variadas y reescritas en el ubicuo e incesante palimpsesto de la historia y de la literatura, como ese episodio que refiere la leyenda de un pishtaco gigantón, un ogro comedor de carne humana, que vivía en una gruta de Quenka, exigiendo la entrega periódica de mujeres que él escogía. Timoteo Fajardo es el héroe que se introduce en ese oscuro laberinto cargado de gases y pestilencias. Allí encuentra al minotaúrico y descomunal ogro durmiendo la mona entre sus mujeres y restos de malolientes cuerpos colgados de unos ganchos, mientras en varias pailas borbotea el humeante y pestilente sebo humano. De un machetazo el valiente Timoteo Fajardo le corta la cabeza al ogro y sólo logra salir de allí gracias a un escatológico, fétido y risible hilo de Ariadna: montoncitos de su propio excremento que, para no perderse, fue dejando en el camino (a la Pulgarcito o a la Hansel y Gretel), que él puede olisquear gracias a su poderosa narizota, pero sobre todo al chupe espeso que le preparó su joven Ariadna, con quien se va de allí por siempre jamás. 

Alfarero de Juchitán (c. 1983)
Foto: Rafael Doniz
      Otro pasaje, magnético e hilarante, es el caso de la epidemia de pichulitis (mal parecido al de Priapo). A los hombres de Muquiyauyo les ardía y crecía hasta romper braguetas. No había manera de hacerlas dormir. Incluso un cura les dijo una misa e intentó exorcizarlos. Sólo Dionisio pudo conjurar el padecimiento: “organizó una procesión alegre, con baile y música. En vez de un santo, pasearon en andas una gran pichula de arcilla que modeló el mejor alfarero de Muquiyauyo. La banda le tocaba un himno marcial y las muchachas la adornaban con guirnaldas de flores. Siguiendo sus instrucciones, la zambulleron en el Mantaro. Los jóvenes atacados de la epidemia se echaron al río, también. Cuando salieron a secarse, ya eran normales, ya la tenían arrugadita y dormidita otra vez.”


Mario Vargas Llosa, Lituma en los Andes. Colección Autores Españoles e Hispanoamericanos, Editorial Planeta. 1ª reimpresión mexicana. México, noviembre de 1993. 320 pp.


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Enlace a "El cóndor pasa", versión de Inti Illimani.
Enlace a "El cóndor pasa", Uña Ramos en la quena.