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martes, 13 de febrero de 2024

El lector

Una actitud cómoda y egoísta

 

I de VII

En 1995, en Zúrich, a través de Diogenes Verlag, el escritor alemán Bernhard Schlink (Bielefeld, julio 6 de 1944) publicó en su idioma su novela más célebre: El lector, cuya traducción al español de Joan Parra Contreras fue editada por primera vez en 1997, en Barcelona, por Anagrama. Según pregona esta editorial en la segunda de forros de la Edición Limitada del año 2000, desde el inicio fue recibida “como un gran acontecimiento literario tanto en Alemania como en sus 30 traducciones y se convirtió en un extraordinario best seller internacional, un clásico moderno. Fue galardonada con diversos premios, como el Hans Fallada, el Welt de literatura, el Ehrengabe de la Sociedad Heinrich Heine, así como el Grinzane Cavour en Italia y el Laure Bataillon en Francia.” Rimbombantes reconocimientos a los que se suma The Reader (2008), la sugestiva y poderosa variante cinematográfica en inglés basada en la novela, con guion de David Hare y un estupendo elenco dirigido por Stephen Daldry.



II de VII

La novela El lector comprende tres partes, cada una dispuesta en una serie de numerados capítulos breves y ligeros. Se trata de las reflexivas memorias autobiográficas de Michael Berg en torno a la controvertida personalidad de Hanna Schmitz, una mujer a la que conoció de un modo imprevisto cuando él tenía 15 años y ella 36, y con la que vivió un tórrido anecdotario erótico y un traumático y trascendental romance que duró menos de medio año, súbitamente interrumpido en el verano de 1959. Tal lapso se precisa en la obra porque al inicio de la declaración de ella durante el juicio que la juzga por sus crímenes nazis y que la condena a cadena perpetua a fines de junio de 1966, ella declara tener 43 años y haber nacido “el 22 de octubre de 1922” en “Hermannstadt, actualmente Sibiu, Rumania,” y haber “trabajado en la empresa Siemens en Berlín” (un conglomerado industrial tácita e implícitamente al servicio del Tercer Reich) e “ingresado en las SS en 1943”, para las que sirvió y laboró como guardiana en dos campos de concentración: “hasta la primavera de 1944 en Auschwitz y hasta el invierno siguiente en un campo más pequeño, cerca de Cracovia”, donde había “una fábrica de munición”, y a donde “Cada mes llegaban de Auschwitz unas sesenta mujeres, y debían enviarse de vuelta otras tantas [directo a la cámara de gas y al crematorio], descontando las que hubieran muerto”. Y por ello Hanna Schmitz estaba entre las guardianas cuando los mandos nazis ordenaron desmantelar y abandonar el campo y marchar a pie hacia el oeste custodiando a las presas. Trote o marcha de la muerte en la que los militares y las guardianas conducían en fila india a un total de unas mil doscientas famélicas y harapientas judías endeblemente calzadas, de las que Al cabo de una semana habían muerto casi la mitad: por el hambre, por el cansancio, o por el frío de las bajas de temperaturas y de la nieve; y los varios centenares restantes murieron encerradas en la iglesia de un anónimo pueblo cuando se suscitó un incendio provocado por un bombardeo nocturno que atacó la aguja del campanario, cuyo fuego se propagó, al interior de la nave, al caer sobre la techumbre de tejas del recinto. Según los testimonios, los militares nazis se fugaron durante la noche (bajo la excusa de “llevar a los heridos a un hospital de campaña”) y las cinco guardianas enjuiciadas, ya solas, pudieron abrir las puertas y evitar que todas esas judías encerradas murieran bajo la acción destructiva de las llamas y del humo; pero no chistaron ni movieron un dedo.

Edición Limitada, Editorial Anagrama
Barcelona, 2000

            Según consigna Michael Berg, “Se suponía que ninguna de las prisioneras había sobrevivido al bombardeo nocturno. Pero en realidad había dos supervivientes, madre e hija”, quienes sobrevivieron ocultas en lo alto de la tribuna próxima a las vigas. “La tribuna era estrecha, tanto que las vigas incendiadas apenas la rozaron al caer. La madre y la hija se quedaron acurrucadas contra la pared, viendo y oyendo las llamas. Al día siguiente no se atrevieron a bajar ni a salir de la iglesia. Por la noche tampoco, pues temían perder pie al bajar por la escalera o extraviarse en la oscuridad. Al amanecer del día siguiente, cuando salieron de la iglesia, se encontraron con unos cuantos aldeanos que, pasmados y mudos de asombro, les dieron ropa y comida y las dejaron marchar.” Y esa “hija había escrito [en inglés] y publicado en Estados Unidos un libro sobre el campo de concentración y la marcha hacia el oeste.” Mismo que los participantes en el juicio leyeron en alemán (menos Hanna Schmitz), cuando tal traducción aún no había sido publicada en Alemania. En este sentido, “Los testigos más importantes eran la hija, que había venido a Alemania para el juicio, y la madre, que se había quedado en Israel.” Así que “Para tomar declaración a la madre, los miembros del tribunal, los fiscales y los defensores viajaron a Israel”. Allí estuvieron dos semanas de junio. “La toma de declaración les ocupó sólo unos pocos días, pero el juez y los fiscales quisieron unir lo judicial con lo turístico, y se dieron una vuelta por Jerusalén, Tel-Aviv, el Néguev y el Mar Rojo. Sin duda, no había nada que objetar desde el punto de vista legal, laboral y económico. Pero aun así me pareció fuera de lugar.” Acota Michael Berg; quien como estudiante de derecho y alumno del “seminario de Auschwitz”, asistió, de lunes a jueves, a todas las sesiones del juicio, con excepción de esa única parte. Paréntesis que él aprovechó para ver en persona un campo de concentración. Y puesto que para ingresar a Auschwitz había que conseguir un visado y esperar semanas, se fue de aventón a Alsacia, donde observó los museográficos vestigios del “Campo de concentración Struthof-Natzweiler”; en cuya ruta por carretera lo lleva un camionero bebedor de cerveza y luego un tipo que conducía un Mercedes con guantes blancos, quien, con su acento extranjero, le relata una espeluznante anécdota en torno a una foto de una matanza de judíos en una cantera en Rusia. (“Los judíos esperan en fila, desnudos; algunos están al borde de una fosa, y los soldados se les acercan por detrás y les disparan en la nuca con el fusil.”) Cuyas menudencias lo proyectan, al parecer, en el deshumanizado y rutinario oficio de verdugo e indiferente oficial que daba las órdenes, cumpliendo con su aburrida chamba —“sentado en un hueco de la pared, con las piernas colgando en el aire y fumándose un cigarrillo”—, antes de irse a casa a descansar sin remordimientos.   

           

Campo de concentración Natzweiler- Struthof

         A los 18 años de su condena en una cárcel modélica, Hanna Schmitz obtuvo el indulto. O sea: estuvo presa entre 1966 y 1984 (entre sus 43 y 60 años de edad). Y si bien se ahorcó al amanecer del día que saldría en libertad, Michael Berg evoca todo aquello, por escrito, diez años después. O sea: en 1994; de ahí el remanente y la perspectiva temporal con que en un pasaje sopesa y mira el pasado histórico en el contexto en que en un perpetuo continuum se revisa, revisita, divulga y explota hasta la saciedad (y con hartos dividendos) el tópico del Holocausto y del Tercer Reich inmerso en las pesadillas del homo sapiens y en el imaginario colectivo (de la recalentada) aldea global, pese a que su idiosincrasia y a que sus parámetros mentales son muy germanos y localistas:

           

Entrada a Auschwitz con la frase:
El trabajo hace libre

             “Hoy, cuando pienso en aquellos años, me doy cuenta de lo escasa que era la carga visual, de lo escasas que eran las imágenes que documentaban la vida y la muerte (o, mejor dicho, el asesinato) en los campos de exterminio. De Auschwitz conocíamos la puerta principal, con la famosa inscripción ‘El trabajo os hará libres’, las literas de madera, los montones de pelo, gafas y maletas; de Birkenau, el edificio de la entrada, con su torre, sus dependencias laterales y el hueco para que pasaran los trenes; y de Bergen-Belsen, las montañas de cadáveres que los aliados encontraron y fotografiaron cuando liberaron el campo. Conocíamos algunos relatos de prisioneros, pero muchos de ellos salieron a la luz poco después de acabada la guerra y no volvieron a ser publicados hasta los años ochenta, pues durante mucho tiempo no interesaron a las editoriales. Hoy en día hay tantos libros y películas sobre el tema, que el mundo de los campos de exterminio forma ya parte del imaginario colectivo que complementa el mundo real. Nuestra fantasía está acostumbrada a internarse en él, y desde la serie de televisión Holocausto [1973] y películas como La decisión de Sophie [1982] y especialmente La lista de Schindler [1993], no sólo se mueve en su interior, no se limita a percibir, sino que ha empezado a añadir y decorar por su cuenta. Por aquel entonces la fantasía apenas se movía; teníamos la sensación de que la conmoción que había producido el mundo de los campos de exterminio no era compatible con la fantasía. La imaginación se limitaba a contemplar una y otra vez las pocas imágenes que le habían proporcionado las fotografías de los aliados y los relatos de los prisioneros, hasta que se convirtieron en tópicos fosilizados.”

Campo de concentración de Bergen-Belsen (abril de 1945)
Foto: George Rodger

III de VII

En 1959 —en una anónima ciudad del suroeste de Alemania Occidental (de cuyo nombre el memorioso no quiso acordarse)—, a sus 15 años (cumplidos en junio del año anterior) el chaval Michael Berg vivía en el departamento familiar (“el segundo piso de una espaciosa casa de finales del siglo pasado, en la Blumenstrasse”), donde confluían su hermano mayor, sus dos hermanas, su madre y su padre, catedrático de filosofía en la universidad, autor de un libro sobre Kant y otro sobre Hegel; quien durante el Tercer Reich perdió su “puesto de profesor universitario al anunciar un curso sobre Spinoza, por tratarse de un filósofo judío, y que durante la guerra se había mantenido a flote a sí mismo y a toda la familia trabajando en una editorial de mapas y guías para excursionistas”.  

    Un lunes de octubre del 58, de regreso del colegio, Michel Berg se puso a vomitar al pie del portón de una casona en la Bahnhofstrasse. La mujer que lo auxilió y luego lo acompañó a pie hasta su casa (“La Bahnhofstrasse está cerca de la Blumenstrasse”) resultó ser Frau Schmitz, quien vivía en un minúsculo y modesto apartamento en el tercer piso de esa vetusta casona que es un populoso vecindario, donde incluso hay una carpintería. Pero esto sólo lo supo hasta un día de finales de febrero del 59, luego de recuperarse de la hepatitis e ir a agradecerle su auxilio con un ramo de flores.

          

Fotograma de The Reader (2008)

              En la candente relación erótica, Hanna Schmitz, obsesionada con la limpieza y la disciplina, juega un papel mandón y dominante y lleva la batuta en todo: es ella la que impone la voz y las reglas (nunca debe abordarla durante su trabajo en el tranvía) y el orden de los encuentros lascivos, placenteros y clandestinos: baño, lectura, sexo, y holgazanear en la cama. Porque Michael Berg descubrió que a Hanna le entusiasma y embelesa que él le lea en voz alta y es algo que le antepone; del mismo modo que también le antepuso ponerse a estudiar para aprobar el sexto del bachillerato, a punto de perderlo por haber faltado durante su convalecencia. Y esto se lo dijo enfática y colérica: “Fuera —dijo retirando el edredón— Fuera de mi cama. Y no vuelvas hasta que te pongas a estudiar. ¿Dices que ir al colegio es para imbéciles? ¿Para imbéciles? ¡Pero qué sabrás tú! ¿Tú sabes lo que es pasarse el día vendiendo billetes de tranvía?” Y para que le quede claro la mediocridad del día a día de esa labor y lo que le espera si abandona los estudios, hace una pantomima:

 

The Reader (2008)

          “Se puso de pie, desnuda en medio de la cocina y empezó a hacer de revisora. Abrió con la mano izquierda la carterita en la que llevaba los talonarios de billetes, arrancó dos billetes con el dedo pulgar de la misma mano —enfundado en un dedal de goma—, balanceó la mano derecha para agarrar la perforadora que le colgaba de la muñeca y la pulsó dos veces.

   “—Dos a Rohrbach.

   “Soltó la perforadora, extendió la mano, cogió unas monedas, abrió el monedero que llevaba colgado sobre el vientre, metió las monedas dentro, cerró el monedero y devolvió el cambio sacándolo del distribuidor de monedas fijado al monedero.

    “—Billetes por favor.

 “Me miró.

   “—¿Para imbéciles? No tienes ni idea.”

      No obstante, mientras ese ardiente y tormentoso vínculo erótico y afectivo dura hasta finales de junio, Michael Berg no descubre que Hanna Schmitz es analfabeta. Y pese a que esa minusvalía intelectual y cognoscitiva dificulta la movilidad por las calles y las posibilidades de empleo y el ascenso laboral, puede trabajar de uniformada revisora del tranvía e incluso ir al cine, aunque nunca fueron juntos porque ella no quiso ir con él. Según reporta: “A veces hablábamos de películas que habíamos visto los dos. En cuestión de cine, parecía tener los gustos más variopintos: veía toda clase se películas, desde bélicas o folklóricas alemanas hasta la nouvelle vague, pasando por las del Oeste. A mí lo que me gustaba era todo lo que venía de Hollywood, fueran películas de romanos o de vaqueros. Había una del Oeste que nos gustaba especialmente; salía Richard Widmark en el papel de un sheriff que debe afrontar un duelo que no tiene ninguna posibilidad de ganar; al anochecer llama a la puerta de Dorothy Malone, que le ha aconsejado huir, aunque él no le ha hecho caso. Ella abre la puerta. ‘¿Qué quieres? ¿Toda tu vida en una noche?’ A veces, cuando yo llegaba rebosante de deseo, Hanna se burlaba de mí: ‘¿Qué quieres? ¿Toda tu vida en una hora?’”

 


          Vale observar, entre paréntesis, que sin duda se trata de Warlock (1959), western titulado en español El hombre de las pistolas de oro, en el que actúan Richard Widmark (Johnny Gannon) y Dorothy Malone (Lily Dollar); no obstante, la anécdota fílmica no es exactamente así como la evoca Michael Berg.

   

Fotograma de The Reader (2008)

          Y más aún: no lo detecta en abril, cuando una semana después de Pascua, a partir del Domingo de Resurrección, hacen un recorrido de cuatro días en bicicleta por “Wimpfen, Amorbach y Miltenberg”, tres pueblos circunvecinos de la llanura del Rin y de la Selva del Oden, haciéndose pasar por madre e hijo. Según evoca Michael Berg: “Hanna no sólo dejaba en mis manos la tarea de elegir la dirección y la carretera; también me encargaba yo de buscar alojamiento para pasar la noche, de registrarnos como madre e hijo en los formularios, que ella se limitaba a firmar, y de escoger en el menú la comida no sólo para mí, sino también para ella.” ¿Y cómo? Si no sabía ni leer ni escribir.

IV de VII

Cuando Michael Berg egresó de la carrera de derecho tenía nulas o grises opciones profesionales para él, que empezaron a encaminarse cuando “el catedrático de historia del Derecho” le “ofreció una plaza de interino en su departamento”. Y de ahí saltó a un centro de investigación en el que pudo dedicarse a la historia del Derecho, donde, dice, “Una de mis áreas de investigación era el Derecho en la época del Tercer Reich”. No obstante, cuando era un jovencillo eligió esa carrera por no saber qué otra cosa escoger. Y se matriculó en el “seminario de Auschwitz” por pura curiosidad, sin saber que Hanna Schmitz estaba entre las cinco guardianas nazis enjuiciadas (en una ciudad vecina a su ciudad) hasta que oyó su nombre en una audiencia. Según narra: “No la reconocí hasta que la llamaron, se puso de pie y dio un paso adelante. Por supuesto reconocí el nombre de inmediato: Hanna Schmitz. Luego reconocí la figura, la cabeza, que me resultaba extraña con el pelo recogido en un moño, la nunca, las anchas espaldas y los brazos robustos. Estaba muy erguida. Se mantenía firme sobre las dos piernas. Los brazos le colgaban relajados. Llevaba un vestido gris de manga corta. La reconocí, pero no sentí nada. No sentí nada.”

           

Guardianas nazis enjuiciadas

          No obstante, sí sintió algo mucho más que la sorpresa y el desconcierto, el hielo en las venas, y el autoinculpatorio devaneo moral y leguleyo, cuyo meollo se agudiza cuando a través de las declaraciones infiere que Hanna Schmitz era y es analfabeta. Es decir, que por esa vergüenza, para ella sumamente vergonzosa, intrínseca e intolerable, súbitamente renunció a su puesto de revisora de tranvías (quince días antes el responsable del departamento de personal de la compañía tranviaria le había ofrecido hacer un cursillo para ascender a conductora; y por ello también renunció, deduce, al “ascenso en Siemens y se convirtió en guardiana de campo de concentración”), cerró el contrato de renta del minúsculo departamento amueblado donde vivía, y se largó sin decirle a él nada: ni mu ni pío, ni good bye, baby. Quien por entonces se culpaba de haberla traicionado por no revelarla y mostrarla ante sus amigos y amigas de la adolescencia y de la piscina veraniega; más aún porque el último día que la vio él estaba en la alberca con el grupo y sólo la miró y se puso de pie sin atreverse tan siquiera a saludarla. Según evoca, Hanna “Estaba a unos veinte o treinta metros, con pantalones cortos y una blusa desabrochada, anudada en la cintura, y me miraba. Yo la miré a ella. A aquella distancia no pude interpretar la expresión de su cara. En vez de levantarme de un salto y correr hacia ella, me quedé quieto preguntándome qué hacía ella en la piscina, si acaso quería que yo la viera, que nos vieran juntos, si quería yo que nos viesen juntos. Nunca nos habíamos encontrado casualmente y no sabía qué hacer. Y entonces me puse de pie. En el breve instante en que aparté la vista de ella al levantarme, Hanna se fue.

            “Hanna con pantalones cortos y blusa anudada a la cintura, mirándome con una cara que no consigo interpretar: otra imagen que me ha quedado de ella.”

            Pero el intríngulis, para él, más íntimo y trascendente de la oculta condición de analfabeta de Hanna Schmitz se le desvela en el juicio, cuando, confabuladas contra ella las otras guardianas y sus abogados defensores (belicosos ex nazis) la acusan de tener favoritas entre las presas, de apapacharlas por un tiempo, y luego destinarlas con frialdad entre las 60 mujeres que regresarían a morir en Auschwitz. Acusación que incita a que la hija sobreviviente, ya instalada entre el público, se ponga de pie y desde allí amplíe su declaración:

 

Guardianas nazis

          “—Sí, tenía favoritas, siempre alguna de las más jóvenes, alguna chica débil y delicada. Las ponía bajo su protección y se encargaba de que no tuvieran que trabajar [en ese campo las mujeres no eran obreras en la fábrica de munición, sino que se dedicaban a la reconstrucción de la nave], las alojaba en sitios más cómodos y las alimentaba y las mimaba, y por la noche se las llevaba a su habitación. Les tenía prohibido contar lo que hacían con ella por la noche, y todas pensábamos que... Estábamos convencidas de que se divertía con ellas y luego cuando se cansaba, las metía en el siguiente envío. Pero no era así; un día una de las chicas habló, y nos enteramos de que sólo las obligaba a leerle libros, noche tras noche. No era tan malo como nos lo habíamos imaginado... Y también eran mejor que tenerlas en la obra trabajando hasta reventar, debí de pensar que era mejor, si no no se me habría olvidado tan fácilmente. Pero ahora me pregunto si de verdad era mejor.

       “Y se sentó.

            “Entonces Hanna se volvió y me miró. Su mirada me localizó de inmediato, y comprendí que ella había sabido todo el tiempo que yo estaba allí. Se limitó a mirarme. Su cara no pedía nada. Se mostraba, eso era todo. Me di cuenta de lo tensa y agotada que estaba. Tenía ojeras, y las mejillas cruzadas de arriba abajo por una arruga que yo no conocía, que aún no era honda, pero ya la marcaba como una cicatriz. Al verme enrojecer, apartó la mirada y volvió a fijarla en el tribunal.”

     Pero entre lo que Michael Berg cavila y sopesa sobre esa escena,  aletea lo que supone debió preguntarle a Hanna Schmitz su abogado defensor y que transluce el probable, subyacente y minúsculo grumo humanitario de la servil, disciplinada, limpísima y obediente guardiana, quien para oír y acatar la sentencia final portó un impecable atavío (quizá de revisora de tranvía) que recuerda o semeja el uniforme de una fiel, gruñona y severa celadora nazi:

   

Guardianas nazis luego de su arresto (abril de 1945)

         “Pregúntele si escogía a las chicas más débiles y delicadas porque sabía que no resistirían el trabajo en la obra y de todos modos iban a volver a Auschwitz en el siguiente envío, y ella quería hacerles más grato el último mes de su vida. Díselo, Hanna. Diles que por eso escogías precisamente a las más delicadas y débiles. Que no había otro motivo ni podría haberlo.

            “Pero el abogado no preguntó nada, y Hanna también calló.”

            Y no dijo una sola palabra porque el obtuso e inveterado prejuicio existencial de Hanna Schmitz es ocultar su analfabetismo a toda costa y al precio que sea, ya sea como sádica operadora en el sanguinario genocidio sistémico, supremacista, xenofóbico, paramilitar y militar del Tercer Reich, o confinada en una cárcel por el resto de sus días. Tal es así que cuando en el rifirrafe y en la virulencia del juicio es señalada y acusada de ser la guardiana que decidía, la que mandaba, la que tenía la sartén por el mango, y la única que escribía los reportes y, por ello, de ser la única que redactó el informe sobre lo sucedido en la matanza de las judías durante el incendio en la iglesia, para eludir que el análisis de un grafólogo revele su analfabetismo y por ende la exhiban y pongan en ridículo en ese canibalesco círculo concéntrico (solitario punto central del círculo solitario), ella asume la responsabilidad y la culpa de todo: “No hace falta que llamen a ningún experto. Confieso que el informe lo escribí yo.” Dando por resultado que las otras guardianas fueran condenadas a penas menores y ella a perpetuidad.

 V de VII

Evoca Michael Berg que “Cuando estaba trabajando en la tesina, murió el catedrático que había organizado el seminario de Auschwitz.” Y fue al sepelio, pese a que no le gustan los entierros y a que, dice, “aquel profesor y yo nunca nos habíamos entendido muy bien”. Y se casó con Gertrude, una condiscípula de la carrera de derecho de su generación, porque ella se quedó embarazada cuando ambos estaban haciendo las prácticas. Y se divorciaron, dice, “sin amarguras”, cuando su hija Julia cumplió cinco años. Y según revela: “Nunca conseguí dejar de comparar lo que sentía cuando estaba con Gertrude con lo que sentía con Hanna, y una y otra vez, cuando andábamos cogidos del brazo, me asaltaba la sensación de que algo fallaba, concretamente en ella: no tenía el tacto ni las vibraciones adecuadas, ni el olor ni el sabor adecuado. Pensaba que con el tiempo se me pasaría. Sinceramente, lo esperaba. Quería librarme de Hanna. Pero esa sensación de que algo fallaba no desparecía.”

   

Fotograma de The Reader (2008)

         Y no despareció ni logró librarse de Hanna Schmitz. Nunca. Cuando recién se fue y la buscaba por todas partes, elegía y abría un libro preguntándose “si sería una buena lectura para Hanna”. Y luego, según dice: “Acabé reconociendo que, para poder sentirme a gusto al lado de una mujer, necesitaba que tuviera un tacto y unas vibraciones un poco como los de Hanna, que su olor y su sabor se parecieran a los de Hanna. Y empecé a hablarles de ella a otras mujeres.” E incluso les habló de sí mismo hasta que se le agotó el regusto de ser escuchado y comprendido.

   

Fotograma de The Reader (2008)

       En este sentido, Hanna Schmitz siguió estando en él entre ceja y ceja, en sueños, pesadillas y divagaciones. Resulta consecuente entonces, para él, que averiguara la dirección de la cárcel donde Hanna Schmitz cumplía su condena, con el objetivo de enviarle un aparato reproductor de casetes para que ella oyera su voz leyéndole una serie de libros. (No narra si sólo leía y grababa con ciertas inflexiones o hacía lecturas dramatizadas impostando voces.) Tarea que hizo durante diez años: entre 1974 y 1984. O sea: a partir del octavo año de su condena, hasta el decimoctavo, que fue cuando obtuvo el indulto. Pero ella se ahorcó.

 

Fotograma de The Reader (2008)

            Según reporta, en una libreta llevó un registro de los libros que le leía en voz alta y le enviaba grabados: “En conjunto, los títulos en la libreta encajan en el sólido candor de los gustos de la burguesía culta. Tampoco recuerdo haberme planteado nunca ir más allá de Kafka, Max Frisch, Uwe Johnson, Ingebor Bachmann y Siegfried Lenz; nunca grabé literatura experimental, esa literatura en la que no soy capaz de identificar una historia y no me gusta ninguno de los personajes. Para mí estaba claro que con lo que experimenta la literatura experimental es con el lector, y eso era algo que Hanna y yo podíamos prescindir perfectamente.”

     Pero además, dice que también le envió grabaciones de textos escritos por él; con lo cual narra que, además de investigador de “la historia del Derecho”, se hizo escritor. Y más aún: que en el epicentro del proceso creativo y del punto final, listo para enviar el manuscrito a la editorial, siempre estaba Hanna Schmitz:

   

Bernhard Schlink

         “Cuando empecé a escribir yo, le leía también cosas mías. Esperaba hasta haber dictado el manuscrito y revisado la versión escrita a máquina, hasta que tenía la sensación de que aquello ya estaba acabado. Al leer en voz alta sabía si conseguía el efecto deseado. Si no lo conseguía, podía revisarlo todo y volver a grabar encima de lo que ya estaba grabado. Pero no me gustaba hacerlo. Quería cerrar el círculo de la grabación. Hanna se convertía en la entidad para la que ponía en juego todas mis fuerzas, toda mi creatividad, toda mi fantasía crítica. Luego podía enviar el manuscrito a la editorial.”

     No obstante, Michael Berg no se propuso establecer con Hanna Schmitz un vínculo recíproco, más personal, afectivo e íntimo. Pues además de que nunca la visitó motu proprio, nunca le escribió ni le leyó grabada una sola carta escrita por él. Según dice sobre su particular y antepuesta ley del hielo: “No hacía ningún comentario personal en las cintas; ni le preguntaba a Hanna cómo le iban las cosas, ni le contaba cómo me iban a mí. Leía el título, el nombre del autor y el texto. Cuando se acababa el texto, esperaba un momento, cerraba el libro y pulsaba la tecla de parada.” Es decir, asumió una actitud cómoda y egoísta, cuyo egocentrismo él mismo puntualiza: “Le había reservado a Hanna un rincón, un rincón que para mí era importante, que me aportaba algo y por el que estaba dispuesto a hacer algo, pero no a concederle un lugar en mi vida.”

     Incluso no quebrantó su ley del hielo cuando al cuarto año de enviarle los audiolibros con su voz, Hanna Schmitz le remitió un mensaje redactado por ella misma, indicio de que ya ha aprendido a escribir, y donde lo llama con el cariñoso apelativo con que se dirigía a él cuando tenía 15 años y vivieron su tórrido romance: “La última historia me ha gustado mucho, chiquillo. Gracias. Hanna.”

     Michael Berg atesoró cada uno de los mensajes que Hanna Schmitz le escribió y envió durante seis años y fue observando la evolución de su escritura: “Tengo guardados todos sus saludos por escrito. La escritura va cambiando. Empieza forzando a las letras a alinearse todas en la misma dirección oblicua y a adoptar la altura y anchura correctas. Una vez conseguido eso, se hace más ligera y más segura. Nunca suelta. Pero adquiere algo de la severa belleza propia de la letra de los ancianos que han escrito poco en su vida.” Y entre las líneas que comenta de Hanna, antologa algunos elogios literarios y ciertas pullas (cuchillos sin hoja a los que les falta el mango, diría Lichtenberg): “Sus observaciones sobre literatura eran a menudo asombrosamente acertadas. ‘Schnitzler es perro ladrador y poco mordedor, y Stefan Zweig lleva el rabo entre las patas’, o ‘Keller lo que necesita es una mujer’, o ‘Las poesías de Goethe son como pequeñas estampas enmarcadas en oro’, o ‘Estoy segura que Lenz escribe a máquina’.”

 VI de VII

Esa rutina, cómoda y egoísta, de sólo enviarle los audiolibros con su voz tiene visos de interrumpirse cuando la directora de la prisión le escribe una carta donde le anuncia que Hanna Schmitz, el año próximo, saldrá en libertad “después de una estancia de dieciocho años en nuestra institución”. Y en resumidas cuentas le solicita que apoye y guíe a Hanna al salir de la cárcel, no sólo en lo que concierne a una vivienda, a un trabajo y al ocio. Pero además le dice: “ahora es imprescindible que venga usted a verla antes de que recupere la libertad. Le ruego que en tal caso no deje de pasar por mi despacho.” Sin embargo, si bien Michael Berg le buscó y amuebló una casita, le encontró trabajo con un sastre griego, y planeó para ella algunas actividades recreativas y culturales, pasó el año y no visitó la prisión. Y sólo fue hasta que la directora le habló por teléfono y le dijo que “Hanna iba a salir en una semana.”

            Así que el domingo siguiente, Michael Berg fue a la cárcel. Y ya en el interior, la vio sentada, a la sombra de un castaño, en uno de los bancos del jardín con árboles y césped, bastante concurrido:

     “¿Hanna? ¿La mujer del banco era Hanna? Pelo blanco, hondos surcos verticales en la frente, en las mejillas, alrededor de la boca, y un cuerpo pesado. Llevaba un vestido azul celeste que le venía pequeño y le marcaba el pecho, el vientre y los muslos. Tenía las manos en el regazo, sosteniendo un libro. No lo leía. Miraba por encima de la montura de sus gafas de lectura a una mujer que echaba migajas de pan a los gorriones. Luego se dio cuenta de que la miraba y giró la cara hacia mí.

            “Vi la emoción en su rostro, lo vi resplandecer de alegría al reconocerme, vi sus ojos tantear toda mi cara. Y cuando me acerqué los vi buscar, preguntar, y enseguida volverse inseguros y tristes, hasta que se apagó el resplandor. Cuando llegué junto a ella, me sonrió con amabilidad, pero con gesto cansado.

            “—Te has hecho mayor, chiquillo.

            “Me senté a su lado y ella me cogió la mano.”

            Y luego de evocar (en un intercalado pasaje) las menudencias eróticas y lascivas del olor y los efluvios odoríficos que de ella le fascinaban cuando él era el chaval quinceañero en ebullición, dice del aroma a viejecita que percibe: “Ahora, sentado junto a Hanna, olí a una anciana. No sé de dónde sale ese olor que conozco de las abuelas y las tías entradas en años, y que flota como una maldición en las habitaciones y los pasillos de los asilos. Hanna era demasiado joven para aquel olor.” Quizá, pero el próximo 21 de octubre de 1984 hubiera cumplido 61 años.

            Ese breve y melancólico encuentro y parco diálogo concluye con el acuerdo de ir por ella “la semana que viene”, “sin hacer ruido”. Y según dice él: “La abracé, pero fue como abrazar algo inanimado.” Así que un día antes de pasar por Hanna, Michael Berg le habla por teléfono para saber qué le apetece hacer mañana: “¿Quieres que te lleve a casa directamente o prefieres ir a dar un paseo por el bosque o por la orilla del río?” Ella le responde con su voz aún juvenil: “Me lo pensaré.” Pero nada grato ocurrió. “A la mañana siguiente, Hanna estaba muerta. Se había ahorcado al amanecer.”

 VII de VII

El mazazo de su muerte fue lo que recibió a Michael Berg al ir a recogerla a la cárcel. Entre el conjunto de recriminaciones, testimonios y preguntas que le formula la directora del penal, le echa en cara, como un balde de agua hirviendo, que nunca le escribió una carta: “Tenía ganas de que usted le escribiera... Sólo recibía correspondencia de usted, y cuando repartían el correo preguntaba: ‘¿No hay carta para mí?’, y le aseguro que no se refería al habitual paquete de cintas. ¿Por qué no le escribió nunca?”

            Michael Berg, sin contestarle, aguantándose el llanto y haciendo de tripas corazón, le pide ver el cadáver y la directora se lo muestra en la enfermería. Pero también le resume el declive anímico y físico de Hanna y su tiempo en esa cárcel, donde vivió una especie de mediodía de aprecio entre las presas: “Con las otras mujeres era amable pero distante, y ellas le tenían mucho respeto. Es más, tenía autoridad, le pedían consejo cuando había problemas, y cuando había alguna disputa ella intervenía y todas decían amén. Hasta que hace unos años empezó a abandonarse.” También le dice que trabajaba en la sala de costura y que “hizo una vez una huelga de brazos caídos hasta que se retiró el proyecto de reducir el presupuesto de la biblioteca”. Y que “solía prestarle cintas al servicio de ayuda a los internos invidentes”. Y esto se lo dice cuando lo ha llevado a observar las minucias personales de la celda donde Hanna dormía, oía los casetes, tomaba café o té, y donde aprendió a leer y a escribir auxiliándose con las cintas que él le enviaba, cuyo método de autoaprendizaje le resume; bastante rápido e inverosímil, por cierto, —pero es una novela—. Proceso en el que la directora la apoyó con la reparación del reproductor de casetes, cuando se averiaba, y con un libro de caligrafía. Y al mirar los recortes de frases e imágenes con que Hanna decoró su estrecho hábitat, Michael Berg dice: “En una foto recortada de un periódico aparecían un hombre mayor y otro más joven, vestidos de oscuro, dándose la mano, y en el joven, que hacía una reverencia ante el mayor, me reconocí a mí mismo. Acababa de terminar el bachillerato, y la foto era de la ceremonia correspondiente, en la que el director me entregó un premio. Fue bastante después de que Hanna se marchara de la ciudad. ¿Podía ser que ella, la analfabeta, estuviera suscrita al periódico local en el que había aparecido la foto? En cualquier caso, algún esfuerzo debía haber hecho para averiguar que la foto existía. ¿Y la tenía durante el juicio? ¿La llevaba encima, quizá?”

            Allí en la celda, Michael Berg descubre y entrevé que Hanna Schmitz, como lectora, pensaba, examinaba, estudiaba y conjeturaba sin él y tenía sus propias expectativas intelectuales, éticas e ideológicas, pues según reporta: 

         

La Trilogía de Auschwitz de Primo Levi

         “Me acerqué a la estantería. Primo Levi, Elie Wiesel, Tadeusz Borowski, Jean Améry: la literatura de las víctimas y, junto a ella, las memorias de Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz, el ensayo de Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén [1963] y varios libros sobre los campos de exterminio.” Bagaje que lo induce a preguntarle a la directora: “¿Hanna leía estas cosas?” Y ella le responde: “Por lo menos cuando pidió los libros sabía muy bien lo que hacía. Hace varios años ya me pidió que le diera bibliografía general sobre los campos de exterminio, y luego, hace un año o dos, me preguntó si había libros sobre las mujeres de los campos, tanto las prisioneras como las guardianas. Escribí al Instituto de Historia Contemporánea y me enviaron una bibliografía especial sobre el tema. Lo primero que se puso a leer Frau Schmitz cuando aprendió fueron libros sobre los campos de exterminio.”

           

Hannah Arendt

            Pero también la directora, allí en la celda, luego de tomar en sus manos un bote de té de hojalata, le lee el breve fragmento de una carta testamentaria que Hanna le dejó a ella y que le concierne a él:

            “En el bote de té de color lila hay más dinero. Déselo a Michael Berg para que él se lo entregue, junto con los siete mil marcos de mi libreta de ahorro, a la hija superviviente del incendio. Que haga con el dinero lo que quiera. Y a él dele recuerdos de mi parte.”

            Así que Michael Berg luego cumple su misión en Nueva York, donde vive la hija “en una calle pequeña cerca de Central Park”. La hija le hace preguntas sobre él y su vínculo con Hanna Schmitz, la guardiana nazi de las SS. Pero, por ser una dolida víctima del Holocausto, no acepta el dinero, porque, le dice: “me parece como una especie de absolución, y yo no puedo ni quiero darla”. No obstante, sí se queda con la lata de té porque se parece a una que le robaron en el campo de concentración y que contenía, le dice, “lo típico: un mechón de mi perro, entradas de la ópera a las que me había llevado mi padre, un anillo ganado no sé dónde o que reglaban con algún producto... No me lo robaron por el contenido. En el campo un bote era un objeto de valor por sí mismo y por lo que se podía hacer con él.”

            Así que por iniciativa de Michael Berg, y con la anuencia de la hija, acuerdan donar el dinero, a nombre de Hanna Schmitz, a una sociedad o fundación benéfica judía que apoye a los “analfabetos que quieren aprender a leer y escribir”, pese al miope y ampuloso prejuicio que expresa ella: “Aunque, eso sí, el analfabetismo no es precisamente un problema que afecte a los judíos.” En este sentido, Michael Berg reporta en el fragmento que cierra su memoria:

            “En cuanto volví de Nueva York, envié el dinero de Hanna, a su nombre, a la Jewish League Against Illiteracy. Recuerdo una breve carta escrita con ordenador, en la que la Jewish League agradecía a Mrs. Hanna Schmitz su donativo. Con la carta en el bolsillo me fui al cementerio, a la tumba de Hanna. Fue la primera y la única vez que estuve ante su tumba.”

 

Bernhard Schlink, El lector. Traducción del alemán al español de Joan Parra Contreras. Edición Limitada, Editorial Anagrama. Barcelona, 2000. 204 pp.

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Trailer oficial de The Reader (2008), película dirigida por Stephen Daldry, basada en la novela homónima de Bernhard Schlink.


sábado, 20 de agosto de 2022

Job



Nunca te vayas sin decir amén

Joseph Roth (1894-1939) tenía 36 años cuando Job. La novela de un hombre sencillo inició un éxito vertiginoso. Esto lo anota José María Pérez Gay en el ensayo que le destina (a su vida y obra) en El imperio perdido (Cal y Arena, 1991), donde también apunta que en 1933, en el momento en que Joseph Roth abandona Alemania, “Job había vendido más de 70 mil ejemplares”, pues en 1931 se tradujo del alemán al inglés y en Nueva York “el Círculo de Lectores la declaró en noviembre Book-of-the Month”. La revista Time la celebró como un best-seller. Basada en ella, Otto Brower dirigió la película Sins of man (1936). Y “Marlene Dietrich aseguró que era su libro favorito”; lo cual quizá implica que encontró lógicos, dentro de la obra, los prejuicios y atavismos que en torno a la mujer repite Mendel Singer, el protagonista: la mujer, por el hecho de serlo, a veces tiene el diablo en el cuerpo; no necesita ser inteligente; e incluso: “las mujeres no valen nada”; “Que Dios las proteja y amén”. Ante esto, cabe suponer que Marlene Dietrich simpatizó con la libertad sexual de Miriam, la hija de Mendel Singer.

El abuelo judío de Joseph Roth (Brody, 1884)
      
         El protagonista de la novela encarna el arquetipo de los judíos pobres que vivían discriminados y bajo la amenaza de los pogroms de la Rusia zarista, territorio que Joseph Roth conoció desde dentro, puesto que había nacido y vivido en Brody, “a unos cinco kilómetros de la frontera rusa”, un pueblo de Galicia, que era “la provincia más extensa del imperio austro-húngaro”. “A finales del siglo XIX” —apunta José María Pérez Gay— “Brody era la capital del contrabando en Europa. La mercancía más valiosa fueron los judíos del imperio ruso, ávidos de escapar a la conscripción obligatoria o, en el peor de los casos, a los pogroms”. A esto se agrega el hecho de que en 1924 Joseph Roth recorrió Galicia como cronista del Frankfurter Zeitung, “el periódico más prestigiado en la Europa de los años veinte”, donde Job apareció por entregas por primera vez, “entre el 14 de septiembre y el 21 de octubre de 1930”. Asimismo, las características de la familia de Mendel Singer y las de éste, que es moreno (a imagen y semejanza de la estampa que ilustra una foto de 1884 tomada en Brody al abuelo de Joseph Roth), reproducen, con sarcasmo y verismo crítico, el arquetipo de esos judíos rusos sin un cópec (algunos posteriormente enriquecidos a base de mil y una artimañas) que durante las primeras décadas del siglo XX emigraron tras los efluvios del american dream: “América era el God’s own country, el país de Dios, como en otros tiempos lo fue Palestina, y Nueva York era the wonder city, la ciudad de los milagros, como la antigua Jerusalén...”; “El inglés, el idioma más bello del mundo. Los americanos eran sanos y las americanas, bonitas...”

Ilustración de la portada:
detalle de un estudio de La toma de rapé (1912),
óleo sobre tela de Marc Chagall.
(Bruguera, Barcelona, 1981)
Además del nombre homónimo, el subtítulo de la obra parece aludir el primer versículo del Job de la Biblia (en español). Roth, no obstante, no hizo una reescrituración o un palimpsesto del Job bíblico. Sin embargo, la resonancia no es fortuita ni desatinada. Mendel Singer vive en Zuchnow, pueblo ruso que después de la caída del Zar pertenecería a Polonia. Es un judío de caftán y gorrita de reps, con 30 años, humilde, temeroso de Dios y extremadamente cumplido con los preceptos judaicos, que se dedica —en el cuartucho que es su casa y por unos cuantos rublos que apenas le aseguran la sobrevivencia— a enseñarles la Biblia hebrea a un grupo de escuincles (quienes parlan en yidish, se colige). Tiene tres hijos: Jonás, Schemarjah y Miriam. Y Deborah, su esposa, se halla embarazada de Menuchim, el niño que nace inválido, deforme, epiléptico y deficiente mental, cuya única palabra, aún a los diez años, es “mamá”, el cual corporifica uno de los centros neurálgicos que trastornan y agudizan la miseria y el estoicismo religioso y familiar. Deborah lleva a Menuchim ante un rabino de Kluczyk dizque milagroso, pero éste sólo dice que sanara dentro de muchos años y cifra un presagio que parece fuego fatuo, vil y vulgar verborrea, el consuelo que se le dice a una madre dolorosa y desesperada: “Menuchim, hijo de Mendel, sanará. En todo Israel no habrá muchos como él. El dolor lo hará sabio, la fealdad lo hará bondadoso, la amargura lo hará dulce y la enfermedad lo hará fuerte. Sus ojos serán grandes y profundos, y sus oídos, claros y musicales. Su boca callará, pero cuando abra los labios anunciará cosas buenas. No tengas miedo y vuelve a casa.”
       Años después, cuando Jonás y Shemarjah tienen la edad de ser conscriptos, el ejército del Zar exige su acuartelamiento. Y puesto que su credo judío dizque les prohíbe la guerra, Deborah, que siempre toma la iniciativa para las cuestiones prácticas, extrae sus ahorros que esconde bajo una tabla del piso y acude a Kapturak, el contrabandista de hombres, dueño de las conexiones para sobornar la vigilancia fronteriza; pero sus fondos sólo le alcanzan para uno de sus hijos y éste resulta ser Shemarjah, quien se marcha de allí con sólo dos rublos en el bolsillo, en tanto Jonás inicia su incorporación militar. 
Más tarde y ante las pulsiones hormonales de su cuerpo, Miriam se ve a hurtadillas con varios cosacos. Su padre la descubre con uno, quien además no es judío; por ende decide, apoyado por la invitación y los dólares que su hijo Shemarjah le envía desde Nueva York, pagar el papeleo y el cohecho a través de Kapturak y los boletos que los lleven en tren y en barco a América, “la tierra de la gran promesa”. Mendel Singer, Deborah y Miriam se trasladan a América, pero dejan a Menuchim, el idiota y tullido, quien es encomendado a un joven matrimonio.
      En Nueva York, a los 59 años, Mendel Singer vive cierta estabilidad que le hace sentir que Dios, por fin, se fijó en él y en los suyos. Habita, con Deborah, un edificio astroso de la Essex Street, en un gueto judío. Todos los días asiste a la tienda de gramófonos, discos, partituras, cancioneros e instrumentos musicales que tiene el viejo Skovronnek, sitio de reunión de otros ancianos inmigrantes. Su hijo Shemarjah se ha mudado al barrio de los ricos, con su esposa y el vástago de ambos. Miriam vive con éstos y además trabaja en la tienda de Shemarjah y le muestra al padre el respeto que nunca le tuvo. 
      Jonás, en el otro lado del mundo, es ahora soldado del Zar y está contento. Deborah se halla un poco tranquila, sin que esto signifique que no recuerde el abandono de Menuchim, del que según se dijo en una carta que les enviaron los Billes, pudo hablar en medio de un incendio y ha sido llevado a San Petersburgo, porque grandes doctores quieren estudiar su caso. 
En el momento en que disponen traer a Menuchim a Nueva York, estalla en Europa la Gran Guerra en 1914 y con ello una serie de infortunios: el traslado de Menuchim se hace imposible y disminuyen sus posibilidades de sobrevivir. Jonás desaparece en la batalla. Shemarjah, pese a que en América lo tiene todo y no ha sido llamado a filas, se enlista en el ejército norteamericano y muere en Europa. La noticia de su muerte provoca la conmoción y el fallecimiento de Deborah y tales desastres incitan la locura de Miriam, quien es internada en un manicomio. 
En medio de ese dramático y mortuorio marasmo, Mendel Singer pierde la fe y la esperanza: intenta quemar su departamento y el saquito rojo donde guarda las filacterias judaicas, su manto litúrgico y su gastado libro de oraciones. No se atreve: aún conserva cierto temor de Dios; pero con tales llamas blasfema y reniega contra él y su cruel, dura e inescrutable voluntad. Imagina que lo incendia. Y abandona, para el resto de sus días que vivirá a imagen y semejanza de una sarna maligna, la serie de ritos, ceremonias, salmos y rezos que antes efectuaba al pie de la letra, día a día, con profunda piedad. 
Sus amigos: Menkes, el del comercio de verduras; Skovronnek, el de la tienda de instrumentos musicales; Rottenberg, el copista de la Biblia; y Groschel, el zapatero, acuden a él y tratan de reconfortarlo. 
Ante su mísera suerte, Rottenberg le recuerda el destino del Job bíblico; pero Singer le discute la inutilidad de la historia porque ya no suceden milagros como los que se narran allí. 
Mendel Singer se queda a vivir en la trastienda de Skovronnek. Poco a poco se transforma en un viejecillo peor vestido, sin dinero, huraño, silencioso, que es sirviente tanto en la tienda de instrumentos musicales, como en la casa del patrón, donde la señora Skovronnek, además de despreciarlo, le arranca el Míster” y sólo le ordena o lo acusa con su nombre. 
Mendel Singer ya no espera nada. Hace varios años que en el otro lado del océano terminó la guerra. Ya no gobierna el Zar. Pero Singer sólo sueña con morir en Rusia, tal vez allá sepa de su hijo Menuchim, el tonto y tullido; y quizá de Jonás, aunque es probable que nunca consiga ni ahorre el dinero del pasaje. 
En tal resignación se halla en espera de la muerte. Llega el día en que los judíos celebran la primera noche de Pascua. Mendel Singer es invitado a la ceremonia que organizan en su casa los Skovronnek. Participa en ella como el sirviente que es. Después de que la puerta ha sido abierta y cerrada por si quería entrar el profeta Elías (así lo expresan con el rito y sus cantos litúrgicos), llaman a la puerta y todos, a la expectativa, esperan que ocurra un milagro. Y en efecto, ocurre. Pero el recién llegado no es el profeta Elías, sino nada menos que Menuchim, quien llega convertido en Alexei Kossak, un famoso compositor y director ruso de paso por Nueva York, cuya orquesta ha interpretado una serie de melodías hebraicas, entre ellas la Canción de Menuchim, de su autoría, que ya había seducido a su padre al oírla en el gramófono de la tienda de instrumentos musicales, sin que supiera cómo se llamaba la pieza y quién era el compositor. 
Menuchim narra los milagros que definen sus misteriosas virtudes humanas y con ello confirma el cumplimiento del lejano presagio cifrado a su madre por el rabino milagroso de Kluczysk. Menuchim se lleva a su padre. La caja de Pandora se vuelve a abrir: quizá Miriam recupere la razón, tal vez Jonás no haya muerto en la sangrienta trinchera. Todo es como un sueño en el que Dios se manifiesta y premia al doliente y al justo. No sería extraño que Mendel Singer muriera a los 140 años de edad rodeado por la alharaquienta tribu de sus nietos, “satisfecho de la vida, como estaba escrito en el libro de Job”.

Joseph Roth
(Brody, Galitzia, Imperio Austrohúngaro, septiembre 2 de 1894-
París, mayo 27 de 1939)
       
        Job. La novela de un hombre sencillo es un drama extraordinario, conmovedor. Sus frases cortas, el conocimiento de las contradicciones, de las miserias y debilidades humanas, la transparencia poética, el milagro de la obra, prueban por qué el crítico, periodista y narrador Joseph Roth es uno de los grandes novelistas del siglo XX. 
La serie de escenas en que transcurre y le dan movimiento, dan visos —y no únicamente por el éxito editorial ni por el xenófobo “problema judío” que angustiaba hasta el insomnio y el fanatismo no sólo a quienes de cerca y en carne propia veían bullir y multiplicarse al cruel y monstruoso nazismo de mil cabezas—, del por qué, en los años 30, fue adaptada y lleva al cine por la Twenty Century Fox. 


Joseph Roth, Job. La novela de un hombre sencillo. Traducción del alemán al español de Bernabé Eder Ramos. Bruguera/Libro amigo. Barcelona, 1981. 192 pp.


sábado, 19 de diciembre de 2015

La leyenda del Santo Bebedor


 La última y nos vamos

Escrita en alemán, La leyenda del Santo Bebedor es una obra póstuma, una nouvelle concluida el mismo año de su publicación, poco antes de que Joseph Roth, su autor, muriera, a los 45 años, el 27 de mayo de 1939, atado a una cama del parisino Hospital Necker (para menesterosos), corroído por los males que en su cuerpo y mente propició y agudizó la falta del alcohol. Es por ello, y por el protagonismo de un alcohólico incurable, que ciertos lectores la consideran su testamento literario. Sin embargo, viéndolo bien, éste es el conjunto de sus escritos, de los cuales, La leyenda del Santo Bebedor es una minúscula parte, espléndida, célebre, y hasta adaptada al cine en italiano por Tullio Kezich y Ermanno Olmi para un homónimo filme de 1988 dirigido por éste, el cual, en Italia, ganó el León de Oro y cuatro premios David di Donatello. No obstante, tal nouvelle de Joseph Roth carece de las virtudes y la riqueza narrativa de, por ejemplo, Job. La novela de un hombre sencillo (1930) y La marcha de Radetzky (1932).
       
Joseph Roth
(Brody, Imperio Austrohúngaro, septiembre 2 
de 1894-
París, mayo 27 de 1939)
        Además de vivir en los altos del Café Tournon, éste era el sitio de tertulia parisina donde Joseph Roth oficiaba, bebía y escribía. Allí, frente a los escombros del Hotel Foyot (su casa entre 1933 y 1937), fue donde escribió su último libro y el sitio donde la muerte lo visitó con sus segundas llamadas. Sobre ello, en El imperio perdido (Cal y Arena, 1991), apunta José María Pérez Gay (1944-2013) en el ensayo que le destina a su vida y obra: “tenía la pierna derecha casi inmóvil, los pies hinchados y una infección estomacal crónica. No soportaba la luz. Lo estremecía el dolor de cabeza. Lo recorrían calosfríos y sentía náuseas. El cognac era el responsable. Cinco años antes se había internado en una clínica para alcohólicos, pero después de cuatro semanas de terapia fracasó y volvió a beber con mayor ansiedad. Sus paseos se limitaron entonces a una sola calle, su pequeña república de Tournon.”

     
Panorama de narrativas núm. 6, Editorial Anagrama, 3ª edición
Barcelona, 1989
        La leyenda del Santo Bebedor se sucede durante la primavera de 1934. Andreas Kartak, el protagonista, es, como Joseph Roth, un alcohólico incorregible; ambos, en París, son un par de inmigrantes, exiliados circunstanciales y decadentes que proceden del centro de Europa: Joseph Roth nació el 2 de septiembre de 1894 en Brody (hoy en Ucrania), pueblo de Galicia, “la provincia más extensa del Imperio Austro-Húngaro”, colindante con la Rusia zarista; mientras que Andreas Kartak es un ex minero de Olschowice, población de la Silesia polaca, cuyo permiso de residencia caducó. Andreas Kartak subsiste perdido y difuminado entre los clochards que se refugian y esconden su infortunio bajo los puentes del río Sena. La conjunción misteriosa o divina que define y ennoblece sus últimos días en una especie de delirium tremens, está signada por una serie de milagros que mucho tienen de fantasía onírica y etílica, de intrínseco deseo inconsciente y crepuscular, tal vez porque Joseph Roth (por lo desdichado que era, pese a su inteligencia e imaginación creativa) suponía que sólo un milagro lo salvaría del naufragio irremediable: la ruina de su cuerpo, el alcoholismo, la esquizofrenia de Friedl Reichler (su esposa desde los años veinte) y su confinamiento en el manicomio estatal de Viena al abandonarla en 1933, el desamor, y la nostalgia de la idealizada y derrumbada monarquía de los Habsburgo: el Imperio Austro-Húngaro, cuya casta dominó Europa entre marzo de 1867 y noviembre de 1918.

     
Friedl Reichler, esposa de Joseph Roth
         Andreas Kartak, el andrajoso clochard, se tropieza con un caballero elegante que le ofrece doscientos francos con la condición, única y exclusiva, de que los reponga en la alcancía de la estatuilla de Santa Teresita de Lisieux que se halla en la iglesia de Sainte Marie des Batignolles. Esto es así porque el caballero elegante, gracias a los favores de la Santa, dice, recién ha sido poseído por el milagro de la conversión al cristianismo, y como gratitud se ha abandonado a repartir su dinero, que es mucho, para encauzar así la infravida de los indigentes. Andreas Kartak, cuyos bolsillos desde hace tiempo no albergan tal cantidad, acepta el dinero porque dice ser un hombre de honor. Y lo es, puesto que sin ser cristiano, pero sí creyente de las señales y de los designios de Dios, una y otra vez intenta restituir el dinero ante los dichosos pies de Santa Teresita de Lisieux.

       Puro delirio etílico resultan los milagros que persiguen a Andreas Kartak, arquetipo de clochard, infeliz, desahuciado, sin ventura y sin esperanza. Son tan imposibles como ese fantaseo que una y otra vez imaginan y repiten ciertos alcohólicos que añoran les ocurra un prodigio sobrenatural, santificado, que cambie por siempre jamás el curso de su miserable vida. Así, algo tienen del anhelo de los borrachos que quieren dejar de serlo, salir de su abandono, pero que saben, dado su mórbido metabolismo, que nunca dejarán el alcohol como el alcohol no los dejará a ellos.
     
Stefan Sweig y Joseph Roth
(Ostende, Bélgica, 1936)
       Después del primer caballero, en un abrir y cerrar de ojos, se le aparece otro, que por un irrisorio trabajo de cargador, le ofrece otros doscientos francos. En una serie de rápidos absurdos se gasta el dinero, puesto que el sinsentido de tales actos, risibles y patéticos, más que la reminiscencia y recuperación efímera de un hedonismo imposible o tal vez perdido, son la confirmación del sinsentido de su vida trunca, aleatoria y fugaz, derruida y sepultada hace mucho entre el alcohol barato del Tari-Bari, su viejo bar ruso-armenio, y los periódicos que lo cubren bajo los puentes del río Sena. 

Y así como se le aparece Caroline, su ex amante y compatriota, para recordarle, con su presencia, que vivió dos años en la cárcel tras haber asesinado al marido de ésta, así también, más adelante, cuando supone que los milagros han concluido su cauda, descubre mil francos más en la cartera usada que había comprado en una tienda, para, absurdamente, resguardar y dignificar la posesión del dinero.
     Pese a la melancolía y al desamparo que rezuma y transpira Andreas Kartak, el lector no accede a los meollos que propiciaron tal decadencia y quebranto. En el ligero, infantil e irreflexivo desprendimiento con que derrocha y pierde el dinero, tal como si pensara que la vida es una enfermedad incurable a punto de esfumarse en un tris, se advierte su psicosis, su ansiedad, su angustia, su vacío, y lo poco que lo valoriza. Pero también, el tenerlo en la mano, contante y sonante, le da firmeza a sus actos (imaginaria, ridícula y absurdamente) y, al unísono, la palpable certidumbre (a un tiempo inasible y evanescente) de brindar y brindarse bebidas y cosas que de otra forma no podría adquirir en el fragor de la voraz sociedad capitalista y de consumo exprés.
       De este modo, para que los milagros empiecen a concluir la inescrutable cifra de su destino, se encuentra o se le aparece Kaniak, un famoso y enriquecido futbolista, su ex compañero de banca en la primaria, allá en el país de ambos, que se lo lleva de juerga al café de las furcias de Montmartre, le paga una habitación en un hotel de lujo y le envía dos trajes. 
      Y si bien los misteriosos designios cósmicos que parece consentir Dios con una sonrisa y su omnisciente y ubicuo ojo avizor, premian a Andreas Kartak con el encuentro (en el hotel) de una bella, disponible y joven dizque bailarina (que sin duda resucitaría al muerto con los consabidos siete masajes), esto también conlleva su retorcida y enroscada parte maldita, porque la mujer, que a todas luces es una prostituta, al parecer le robó buena parte de los mil francos. Así, también Woitech, otro paisano, le arrebata el dinero recién hallado en otra cartera que le entregó un policía confundiéndolo con el dueño y con el cual se disponía, por fin, cumplir su deuda ante la estatuilla de Santa Teresita de Lisieux. Pero creyéndose bendecido por el favor celeste, descubre y queda hechizado por una joven vestida de un azul, como sólo puede ser el cielo, quien dice llamarse Teresa y que Andreas Kartak confunde con la Santa que ha descendido, en persona, a cobrarle el préstamo. Pero la muchacha, sorprendida, le dice que no es tal, que espera a sus padres, y le regala a Andreas cien francos más, para, finalmente, ser “redimido” al depositar su vida, a imagen y semejanza de un deshecho social, frente a los socorridos pies de Santa Teresita de Lisieux.
     
Autorretrato de Joseph Roth, fechado en París el 3 de noviembre de 1938, donde
dijo de sí mismo: Así soy realmete: maligno, borracho, pero lúcido.
        El libro, cuya primera edición en la serie Panorama de narrativas, de Editorial Anagrama, data de 1981, incluye la reproducción de un dibujo, un autorretrato fechado en París, el 3 de noviembre de 1938, donde Joseph Roth se autocelebra y echa porras declarando a los cuatro pestíferos vientos de la ahora recalentada aldea global: “Así soy realmente: maligno, borracho, pero lúcido”. Lo cual revela, que además de excelente narrador y cronista periodístico, también poseía cualidades para el dibujo y la caricatura. 

Hermann Kesten
(1900-1996)
  A esto se añade un epílogo del novelista y dramaturgo alemán Hermann Kesten (1900-1996), transcrito y traducido de Meine Freunde die Poeten (Kindler Verlag, Munich, 1959), donde el autor refiere su afecto por Joseph Roth y el hecho de que en 1939, poco antes de que falleciera, le contó, en una mesa del parisino Café Tournon, que acababa de escribir La leyenda del Santo Bebedor

Carlos Barral
(1928-1989)
  Mientras que el prólogo ex profeso del legendario editor barcelonés Carlos Barral (1928-1989), fechado el 27 de julio de 1981, además de ser una apología de La leyenda del Santo Bebedor y de Joseph Roth, y muy dogmático y rígido al referir las virtudes etílicas, es también una página autobiográfica sobre su propio alcoholismo, y un panfleto con el que ataca a las nada indefensas legiones de abstemios habidas y por haber. Le daban asco, según se lee, y además afirma: “Son, en general, gentes dignas de lástima, a menudo enfermas de alergia”. O sea, todo sobre la suya, para puntualizarlo con humor cantinero.



Joseph Roth, La leyenda del Santo Bebedor. Traducción del alemán al español de Michael Faber-Kaiser. Panorama de narrativas núm. 6, Editorial Anagrama. 3ª edición. Barcelona, 1989. 96 pp.


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Enlace a La leyenda del Santo Bebedor (1988), película dirigida por Ermanno Olmi, doblada al francés, basada en la novela homónima de Joseph Roth.