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domingo, 20 de enero de 2013

Miramar



El bosque de las siete telarañas

Después de leer el prefacio de John Fowles que precede a Miramar (cuya primera edición en árabe data de 1967) —novela del egipcio Naguib Mahfouz (nacido en El Cairo el 11 de diciembre de 1911, muerto en París el 30 de agosto de 2006)—, pensado y urdido para la traducción inglesa (impresa en 1978) de Fatma Moussa Mahmoud, en donde alude las dificultades lingüísticas y estilísticas para traducir la literatura árabe, es ineludible que el lector del español no sospeche ante el tipo de versión a la que pronto se aventurará: ¿qué tan fiel es a su espíritu original? Lo más probable es que muy poco. 
Naguib Mahfouz 
Ignorantes del árabe, de sus giros dialectales y coloquiales, y en general de la cultura musulmana en simbiosis con la excesiva europeización, y como parte de la atávica tendencia etnocéntrica y colonialista que distingue a la tradición occidental (de la que Latinoamérica es parte), los lectores del castellano se ven confinados a leer una versión que quizá es más que nada una variante de la obra que la suscitó. Y esto se transluce no sólo en el español ibérico que la estigmatiza, sino también en la caprichosa fórmula para asentar en cursiva algunas palabras cuyo significado y sonido se suponen transcritos del árabe y, por lo consiguiente, portadores de la cosmovisión e idiosincrasia egipcia. Así, por ejemplo, para mala fortuna de los lectores y de las expresiones vernáculas de que supuestamente se trata (incluidos versículos del Corán), Alá no es Alá, sino Dios (vocablo más cercano a la efigie e iconografía judeocristiana). Y el celebérrimo Harún Al-Raschid —que Rafael Cansinos Assens tradujo del árabe como Harunu-r-Raschid en su versión de Las mil y una noches (1955), largamente prologada por él y reeditada por Aguilar, en 1986, en tres tomos de papel biblia—, aquí aparece como Haroun el-Rasheed. 
(Icaria, Barcelona, 1988)
Miramar, en las páginas de la obra, es el nombre de una pensión situada en Alejandría, donde confluyen siete personajes. Dado que los hechos transcurren en los años sesenta del siglo XX, la novela le sirve a Naguib Mahfouz —Premio Nobel de Literatura 1988— no sólo para narrar la interacción que se establece entre ellos al habitar la misma casona, sino también para hacer un registro crítico de la atmósfera social y política de aquel entonces. Esto, que en la obra se da por sobreentendido, para la traducción inglesa ha sido clarificado por las puntuales notas de Omar el Qudsy, académico de la Universidad Americana de El Cairo.
La novela inicia cuando un viejo periodista: Amer Wagdi (que le da nombre al primer capítulo), de más de 80 años de edad, regresa a Alejandría y a la pensión Miramar para pasar tranquilamente sus últimos días. Desde su perspectiva y en primera persona (con diálogos intercalados), narra la convivencia que se desarrolla allí hasta el asesinato de Sarhan el-Beheiry, uno de los inquilinos. 
El siguiente capítulo y el que sigue tienen cada uno el nombre de otros dos de los siete protagonistas: Hosny Allam y Mansour Bahy. E igualmente están narrados a partir de la perspectiva de cada uno y refieren los mismos sucesos (claro que desde ángulos distintos y con sus particularidades propias), para detenerse en el punto de intriga y suspense: el homicidio. Tal procedimiento ineludiblemente evoca a Rashomon (1950), filme de Akira Kurosawa (1910-1998) basado en dos relatos de Ryūnosuke Akutagawa (1892-1927): “En el bosque” y “El pórtico de Rashô” (o “Rashomon”), en donde los personajes narran en torno al crimen (incluido el bandolero y el muerto a través de una bruja-médium), cada uno desde su perspectiva, y por ende la verdad y la mentira se tornan elusivas y equívocas.
Akira Kurosawa
Ryūnosuke Akutagawa
El cuarto capítulo de Miramar tiene el nombre del asesinado. Allí Sarhan el-Beheiry hace su relato de los acontecimientos que conducen a su muerte. Y cuando en el tercer capítulo ya el desocupado lector daba por hecho quién fue el asesino, Sarhan el-Beheiry hace pensar que se trata de un suicido. Intríngulis que se dilucida en el quinto y último capítulo, cuyo rótulo repite el nombre de Amer Wagdi y que es, de algún modo, el epílogo.
Los capítulos no son monólogos interiores, no obstante insertan entre los fragmentos que los constituyen algunas líneas en cursiva que refieren conversaciones evocadas o que pertenecen al pasado o que ocurren en su intimidad.
Con dicha estructura, que ventila y contrapone el trasfondo de las actitudes y comportamientos de los personajes, se contrasta qué tanto se desconocían entre sí. Esto hace suponer que la obra pudo haber sido más rica si hubiese dado acceso a los intríngulis y a las maneras de pensar y ver de Mariana, Zohra y Tolba Marzuq.
Es evidente que lo que cobra un peso singular en esta novela de Naguib Mahfouz es la crítica que implica. Los personajes representan diferentes latitudes de asumir y asistir al fracaso sociopolítico y a las contradicciones del curso de la historia. Mariana, extranjera de procedencia griega y dueña de la pensión, es una anciana católica que vive añorando las glorias de su pretérito. Y el anciano Amer Wagdi, quien ha vivido los principales sucesos del siglo XX, fue simpatizante del Wafd y después vivió su desilusión ante él; y ahora está decepcionado, pese a su bondad y estoicismo, frente al presente.
Tolva Marzuq y Hosny Allam pertenecen a la clase de los terratenientes cuyos bienes, en buena medida, fueron expropiados por la Revolución Socialista que en julio de 1952 lideró Gamal Abdel Nasser y que puso término a la monarquía, al Wafd y a la ocupación inglesa. Zohra es una joven campesina que ha emigrado a Alejandría con el afán de eludir los atavismos y las tradiciones coercitivas de su círculo comunal y familiar. La belleza que la define exacerba los impulsos sexuales de los machos que la rodean. Su integridad moral y su fortaleza para superarse configuran la esperanza en medio de un pestífero marasmo en el que proliferan y hacen agua los desencantados.
Pero quienes resultan más dramáticos son Sarhan el-Beheiry y Mansour Bahy. Ambos son unos burócratas beneficiados por el régimen, cuyos conflictos y conductas son verdaderos nudos de discrepancias. El primero es el típico arribista cuya prerrogativa es ascender en la escala burocrática y social. Como jefe del departamento de contabilidad de una fábrica textil, miembro del Sindicato Socialista Árabe y uno de los representantes de los trabajadores ante la administración de la empresa, junto con un ingeniero, planea la venta ilícita y periódica de un cargamento de lino. Su anhelo de poseer una onírica casa de campo, una mujer con estatus y el dinero suficiente para solventar sus obligaciones familiares, así como sus hábitos donjuanescos, lo hacen aparecer, junto con Hosny Allam, como un engendro semejante a los que ya perfilan la aparición de una nueva burguesía que el dizque “socialismo” no pudo impedir (“Detrás de cada gran fortuna hay un crimen”, reza el aforismo de Balzac que preludia la célebre novela sobre la mafia de Mario Puzo).
Mansour Bahy, locutor y guionista en los Servicios de Radiodifusión de Alejandría, es un ex militante del Partido Comunista que tuvo el acierto de renunciar a éste, antes de que dicha agrupación fuera prohibida y perseguida. Y tanto su cobardía, como los meollos de su locura, no son menos interesantes (novelísticamente hablando).
Miramar, obra de Naguib Mahfouz que exhibe y yuxtapone la incapacidad moral del ser humano para organizarse social y políticamente de un modo ejemplar e íntegro. Testifica el naufragio de las utopías del siglo XX; por ende: la desilusión y la desesperanza son síndromes crónicos e incurables en medio de un perpetuo desasosiego y de una permanente decadencia que flota en el agrio, supurante, mórbido y deletéreo pantano.


Naguib Mahfouz, Miramar. Traducción del inglés al español de Magdalena Martínez Torres revisada a partir de la edición árabe de M. Alomar Saffour. Prólogo de John Fowles. Notas de Omar el Qudsy. Icaria Editorial (35). Barcelona, 1988. 248 pp.