Mostrando entradas con la etiqueta García Márquez. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta García Márquez. Mostrar todas las entradas

lunes, 11 de marzo de 2024

La voz de Gabriel García Márquez



Me di cuenta que Mercedes me quería


El 30 de mayo de 1967 se terminó de imprimir en Buenos Aires, editada por Sudamericana, la primera edición de Cien años de soledad, novela central del colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927-México, abril 17 de 2014), Premio Nobel de Literatura 1982. Después de las dificultades (incluidas las amenazas anónimas a él y a los suyos) vividas en Nueva York durante casi seis meses como corresponsal de Prensa Latina, la agencia cubana fundada tras el triunfo de la Revolución, Gabo y Mercedes Barcha Pardo, su mujer desde el 21 de marzo de 1958, y el pequeño Rodrigo, el primer hijo de ambos, quien aún no cumplía los dos años, viajaron en autobuses y en tren rumbo a la Ciudad de México, a donde llegaron a vivir el domingo 2 de julio de 1961 (reza la leyenda), día que de un escopetazo se suicidó Ernest Hemingway. 
 
Detalle de la portada del elepé con la voz de Gabriel García Márquez
leyendo fragmentos de Cien años de soledad.
(UNAM, 3ra. ed., México, 1987)
 
    En 1967, en la capital mexicana, apareció un disco con la voz de Gabriel García Márquez, número 10 de Voz Viva de América Latina, colección de elepés que editaba el Departamento de Voz Viva de Difusión Cultural de la UNAM. En tal elepé la voz de Gabo lee dos bloques de fragmentos de Cien años de soledad (lado A y lado B). Y en el cuaderno adjunto se reproducen éstos, precedidos por una “Presentación” que Emmanuel Carballo fechó en “1967”, lo cual remite al hecho de que apareció cuando la novela “estaba a punto de llegar a librerías de Buenos Aires” (“se distribuyó o publicó el 5 de junio” y en 15 días ya se habían agotado “los ocho mil ejemplares de la primera edición”), y por ende es el histórico “primer ensayo sobre Cien años de soledad” (aparecería también en la Revista de la Universidad de México, correspondiente a noviembre de 1967), lo cual implica que durante el proceso de escritura el crítico mexicano, fallecido el domingo 20 de abril de 2014 (casi a los 85 años), fue uno de sus primeros lectores, pese a que no pertenecía al reducido y entrañable grupo de amigos de Gabo que solían reunirse con él por las noches en su rentada casa de San Ángel Inn (“calle de La loma número 19”), en la Ciudad de México, entre mediados de julio de 1965 y mediados de 1966 (“alrededor de doce o catorce meses”), el tiempo que tardó en redactarla, no obstante que germinó y fermentó en él durante 17 años, anota Dasso Saldívar en García Márquez. El viaje a la semilla. La biografía (Alfaguara, 1997); es decir, desde que la empezara a escribir “en unas tiras largas de papel periódico en Cartagena de Indias a mediados de 1948” —pero Gabo, en Vivir para contarla (Diana, 2002), dice que fue en 1949 durante su convalecencia en Sucre—, cuyo primer título que pensó y perduró hasta 1965: La casa, remite a la casa de sus abuelos maternos, en Aracataca, donde nació y vivió los primeros diez años de su infancia. 
  Las leyendas orales y las biografías de Gabriel García Márquez rezan que si por las noches sus amigos se reunían con él en su casa, durante las mañanas y hasta el mediodía tecleaba en su Olivetti encerrado en su habitáculo: “La cueva de la mafia”, mientras las deudas de él y Mercedes fueron aumentando, pues Gabo abandonó sus empleos relativos al cine y a la publicidad e incluso empeñó el Opel blanco que había adquirido con “los tres mil dólares” del Premio Esso de Novela 1961 que ganara en Bogotá con La mala hora. Al carnicero de La Loma, por ejemplo, le debían cinco mil pesos, y al casero ocho meses de renta. Y cuando a inicios de agosto de 1966 hubo que enviarla por correo a Paco Porrúa, el editor de Sudamericana en Buenos Aires, a Gabo y a Mercedes el dinero sólo les alcanzó para remitir la mitad. Así que unos días después enviaron la otra con lo conseguido en el Monte de Piedad con las “‘tres últimas posiciones militares’: el secador de ella, el calentador de él y la batidora” de los alimentos de los niños.
      En su biografía, Dasso Saldívar apunta sobre las reuniones de Gabo y Emmanuel Carballo con el objetivo de pergeñar el prefacio del elepé: “Normalmente se veían los sábados por la tarde. Cuando García Márquez terminaba un capítulo se lo pasaba, y Carballo se lo devolvía con sus comentarios el sábado siguiente. Estos, como recordaría el mismo Carballo, eran siempre de carpintería menor, pues lo que él le daba era tan depurado, que desde un principio el crítico se encontró ‘frente a una obra maestra’, una obra que fue leyendo ‘con fascinación y gran delectación’. Desde entonces pensó que ‘sería la gran novela de él y una de las mejores novelas de la lengua de la segunda mitad del siglo. Así que nuestras conversaciones, al hilo de lo que yo iba leyendo, eran sobre la atmósfera, los personajes, las imbricaciones de las historias. Pero nada de mis comentarios podía influir en la novela’.”
Estuche con el disco compacto que reproduce la voz de Gabriel García Márquez
leyendo fragmentos de Cien años de soledad. Más un cuadernillo con los
textos y el ensayo ex profeso del crítico Emmanuel Carballo.
(UNAM, 4ta. ed. corregida, México, marzo de 1998)
       La segunda edición del elepé y su cuaderno apareció en 1977 y la tercera en 1987. La cuarta edición, de 1998, es un estuche que contiene un disco compacto con el mismo material leído por el autor en las anteriores ediciones, más un cuadernillo de pastas blandas con los fragmentos de Gabo y el mismo prólogo de Carballo, el cual, amén de su inclusión en antologías críticas sobre el colombiano, lo compiló en Protagonistas de la literatura hispanoamericana, libro editado en 1986 en la serie Textos de Humanidades de Difusión Cultural de la UNAM. 

(UNAM, México, 1986)
        La principal diferencia entre el cuaderno de los elepés y el cuadernillo del disco compacto, radica en que en los primeros los textos de Gabo son exhibidos en dos bloques que corresponden al lado A y al lado B del acetato; mientras que en el cuadernillo a los pasajes se les han intercalado una serie de asteriscos que indican que se trata de distintos fragmentos en cada bloque. En este sentido, se puede apreciar que el track uno del disco compacto (antes lado A) incluye cuatro fragmentos que la voz de Gabriel García Márquez lee de corrido como si fuera un solo párrafo; y el track dos del compacto (antes lado B) comprende un par de fragmentos que la voz lee del mismo modo.

Estuche del disco compacto que reproduce la voz de Gabriel García Márquez
leyendo fragmentos de Cien años de soledad. Más un cuadernillo con los
textos y el ensayo de Emmanuel Carballo; y un DVD con el documental
conmemorativo producido por el Canal 22 del CONACULTA.
(UNAM, 5ta. ed. corregida, México, marzo de 2007)
     La quinta edición: un librito-estuche de pastas duras, datado “en marzo de 2007”, conserva algunos de los asteriscos; pero su trascendencia radica en que se hizo en el contexto celebratorio de los 80 años de Gabo y los 40 años de Cien años de soledad. Así, el diseño de Vicente Rojo Cama, además del uso de varias fotos en blanco y negro que Rogelio Cuéllar le tomó al escritor (en solitario o con miembros de su familia), empleó tipografía y viñetas otrora concebidas por su padre (Vicente Rojo) para ilustrar las cubiertas de la primera edición de la novela, las cuales, como se atrasaron en su viaje de México a Buenos Aires, no fueron aplicadas en la edición príncipe, sino en la segunda, impresa en “junio de 1967”. En las fichas curriculares del novelista y del crítico hay varios yerros; por ejemplo, se dice que Gabo en México “publicó sus primeras novelas Los funerales de la Mamá Grande (1962) y El coronel no tiene quien le escriba (1963)”. Y si en la anterior edición Emmanuel Carballo aún repetía que “Gabriel García Márquez nació en Aracataca, Colombia, el 6 de marzo de 1928” —error repetido durante muchos años por solaperos, críticos, profesores y lectores— en la presente se ha enmendado el gazapo y es lo único que se le cambió.

  Además del disco compacto que preserva la voz que Gabo tenía en 1967, figura un DVD con el programa televisivo que el Canal 22 (el canal del CONACULTA) sumó a los aniversarios, cuyo epicentro tuvo lugar el lunes 26 de marzo de 2007, en Cartagena de Indias, Colombia, durante el homenaje que se le rindió en la apertura del IV Congreso Internacional de la Lengua Española, cuando el escritor recibió el primer ejemplar (de un millón) de la Edición Conmemorativa de Cien años de soledad (con correcciones suyas ex profesas), editada por la Real Academia Española, la Asociación de Academias de la Lengua Española y Alfaguara. 
  Tal programa televisivo: Muchos años después... Gabo en México, cuyo productor y realizador es Jordi Arenas, si bien es laudatorio y levemente crítico, no es de lo mejor. Pero entre la recitada o más o menos actuada lectura de fragmentos de Cien años de soledad (por la actriz María Isabel Benet), y entre el puzzle de las diversas y fragmentarias opiniones y testimonios (Fabrizio Mejía, Raúl Renán, Carlos A. de la Sierra, Emmanuel Carballo, María Luisa Elío, Carlos Monsiváis, David Martín del Campo, Claudio Isaac, José María Pérez Gay, Gonzalo Celorio, Oscar Chávez, María Luisa Mendoza, Margo Glantz, Guadalupe Loaeza y Homero Aridjis), descuella la imagen y la voz del propio Gabriel García Márquez, quien en su primera aparición declara: “yo hacía tiempo que tenía la idea de que debía escribir una novela en la cual sucediera todo. Y sabía que en ese suceder todo, debía estar toda esa memoria de Aracataca, las fantasías, las supersticiones”.
 En la entrevista de “Septiembre de 1973” que Elena Poniatowska le hizo a Gabriel García Márquez y que ella compiló en el tomo I de Todo México (Diana, 1990), Gabo cuenta que “el libro ejerció un poder mágico sobre todos aquellos que de un modo u otro estuvieron en contacto con él”; y entre ello descuella su testimonio del hechizo que causó con una lectura de varios fragmentos de Cien años de soledad ante un público heterogéneo y que ahora se puede palpar oyendo su voz grabada en el disco compacto. Según Gabo, a sus amigos no les leía nada:
Elena Poniatowska y Gabriel García Márquez
 
    “Nunca les leí nada porque yo no leo absolutamente nada de lo que estoy escribiendo; los borradores jamás los he dejado ni tocar, ni leer, ni los leo yo, pero sí hablaba mucho de lo que estaba haciendo y ellos, enloquecidos con lo que yo les contaba cada noche decían: ‘¡Esto va a ser sensacional!’. Y hubo un momento en que pensé: ‘¡Caramba, a lo mejor, todos estos gritos de Álvaro y estos entusiasmos de María Luisa Elío me han hipnotizado y estoy trabajando en esto apasionadamente, sin darme cuenta que de pronto me he metido en una nube de fantasía acompañado por estos amigos, y esto no sirve para nada ni le va interesar a nadie!’. Entonces, yo, que nunca me había presentado y todavía ahora nunca me presento en público ni doy conferencias ni hago lecturas ni nada, me llamaron causalmente en esos días al OPIC, —es algo como la sección cultural de la Secretaría de Relaciones Exteriores—, y me preguntaron si quería dar una conferencia y yo les dije que no, que una conferencia no, pero sí quería hacer una lectura de capítulos de una novela en preparación. Para ello, hice una cosa muy curiosa: una lista de gente muy disímil; las personas que conocí cuando hice las revistas Sucesos y La Familia, en las que jamás escribí una línea, sí, sí, las de Gustavo Alatriste, Elena, las dirigí durante dos años, los obreros tipógrafos y linotipistas de un taller de imprenta en el cual también trabajé, secretarias, estudiantes y toda la gente que había conocido en alguna parte, en el cine, en la publicidad, además de mis amigos los intelectuales, personas de todos los niveles culturales y sociales, ¿verdad?, y realmente configuré un público disímbolo. En el OPIC no lo supieron. No llevé un sólo capítulo de Cien años de soledad, sino que seleccioné párrafos de distintos capítulos porque tenía interés de saber si era buena la idea y no algo que Álvaro Mutis me había metido en la cabeza. Yo quería saber si valía la pena seguirla escribiendo porque ya no veía nada; tenía la impresión de que no había en el mundo más que lo que escribía y quería poner los pies sobre la tierra. Me senté a leer en el escenario iluminado; la platea con ‘mi’ público seleccionado, completamente a oscuras. Empecé a leer, no recuerdo bien qué capítulo, pero yo leía y leía y a partir de un momento se produjo un tal silencio en la sala y era tal la tensión que yo sentía, que me aterroricé. Interrumpí la lectura y traté de mirar algo en la oscuridad y después de unos segundos percibí los rostros de los que estaban en primera fila y al contrario, vi que tenían los ojos así —los abre muy grandes— y entonces seguí mi lectura muy tranquilo.
“Realmente la gente estaba como suspendida; no volaba una mosca. Cuando terminé y bajé del escenario, la primera persona que me abrazó fue Mercedes, con una cara —yo tengo la impresión desde que me casé que ese es el único día que me di cuenta que Mercedes me quería— porque me miró ¡con una cara!... Ella tenía por lo menos un año de estar llevando recursos a la casa para que yo pudiera escribir, y el día de la lectura la expresión en su rostro me dio gran seguridad de que el libro iba por donde tenía que ir.”

Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha Pardo


Gabriel García Márquez, Cien años de soledad. Estuche-librito de 72 páginas; prólogo de Emmanuel Carballo; fragmentos de Cien años de soledad; iconografía en blanco y negro. Más un disco compacto y un DVD. Serie Voz Viva de América Latina, Difusión Cultural de la UNAM. 5ª edición. México, 2007. 


*********


viernes, 8 de marzo de 2024

Aquellos tiempos con Gabo



       Mi personaje inolvidable: 
crónica de una amistad anunciada

Como el lector recordará, el 8 de diciembre de 1982, en Estocolmo, Suecia, el colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927) recibió el Premio Nobel de Literatura 1982. En mayo de ese año había aparecido en Colombia, impreso por La Oveja Negra con un tiraje de doscientos mil ejemplares, El olor de la guayaba, libro, aderezado con fotos en blanco y negro, que reúne un conjunto de entrevistas y crónicas biográficas que el también colombiano Plinio Apuleyo Mendoza (Tunja, 1932) le hizo a Gabriel García Márquez, el celebérrimo autor de Cien años de soledad (Sudamericana, Buenos Aires, 1967). Casi simultáneamente, El olor de la guayaba fue coeditado en México por La Oveja Negra y Diana, con un tiraje de cincuenta mil ejemplares. Y otro tanto, más o menos semejante, ocurrió en España a través de Bruguera y La Oveja Negra, además de que (gracias a la fama del entrevistado) fue traducido a diecisiete idiomas. 

(La Oveja Negra/Diana, México, 1982)
       Contando con la aprobación y la complicidad de Gabriel García Márquez, El olor de la guayaba es el reconocimiento y el tributo que un entrañable y viejo amigo (periodista y narrador) le hace a otro (también periodista y narrador), cuya novela central (Cien años de soledad) lo convirtió con rapidez en un escritor masivamente traducido a muchas lenguas del orbe, además de rico, amigo de “las criaturas del poder supremo” (presidentes, generales y fauna por el estilo), y rutilante estrella de la jet set internacional. Cuando en El olor de la guayaba, García Márquez le responde a Plinio que nunca se ha puesto un frac y que no se lo pondría si llegara a ganar el Premio Nobel, el lector puede recordar que cumplió su palabra, pues en Estocolmo, ante el Rey y la Reina, Gabo asistió a la ceremonia de entrega “vestido de blanco liqui-liqui de algodón” y con una rosa amarilla en la mano, similar a las rosas amarillas que entre los centenares de desconocidos y celebridades que había en los palcos, los amigos de García Márquez (entre ellos Plinio) lucían en las solapas del frac (algunos rentados “por doscientas coronas en una sastrería de Estocolmo”), mismas que Mercedes Barcha Pardo (Magangué, noviembre 6 de 1932), la esposa de Gabo desde el 21 de marzo de 1958, les entregó a cada uno a modo de talismán de la buena suerte.
 
Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha Pardo 
Gabriel García Márquez coronado con
Cien años de soledad (Sudamericana, 2da. ed., Buenos Aires, 1967)
        Si el lector quiere leer el discurso que Gabriel García Márquez dijo en Estocolmo durante la recepción del Premio Nobel, puede consultar el volumen Cultura y creación intelectual en América Latina (Siglo XXI, México, 1984), antología de ensayos bajo la coordinación de Pablo González Casanova, donde se halla ampliado con el título “Fantasía y creación artística en América Latina y el Caribe” [o tal cual: “La soledad de América Latina”, antologado en su libro Yo no vengo a decir un discurso (Random House Mondadori, México, 2010)]. Pero en cuanto a lo que implican y significan las rosas amarillas, en El olor de la guayaba el cataquero dice que en la casa del mundo donde se encuentra siempre hay flores amarillas: “Mientras haya flores amarillas nada malo puede ocurrirme. Para estar seguro necesito tener flores amarillas (de preferencia rosas amarillas) o estar rodeado de mujeres.” Lo cual, según afirma, le sirve para desencadenar o incentivar la imaginación y la creatividad, pues se da por entendido que Mercedes Barcha pone siempre en su escritorio una rosa amarilla: “Siempre. Me ha ocurrido muchas veces estar trabajando sin resultado; nada sale, rompo una hoja de papel tras otra. Entonces vuelvo a mirar hacia el florero y descubro la causa: la rosa no está. Pego un grito, me traen la flor y todo empieza a salir bien.”

Gabriel García Márquez y las rosas amarillas
         Como el rótulo del libro lo anuncia: Aquellos tiempos con Gabo (Plaza & Janés, Barcelona, 2000) es otro tributo y reconocimiento más que Plinio Apuleyo Mendoza le rinde a Gabriel García Márquez, donde retoma ciertas anécdotas contadas en El olor de la guayaba, en La llama y el hielo (Planeta, Bogotá, 1984) y en crónicas dispersas. Así, Aquellos tiempos con Gabo es un libro de memorias a través del cual el autor evoca y narra una serie de episodios y sucesos trascendentes en la vida de ambos (pues básicamente los vivieron los dos en calidad de amigos y compadres), a lo que se añade el hecho de que ciertos acontecimientos, vivencias, perspectivas ópticas e ideológicas le conciernen única y exclusivamente a la vida y al pensamiento de Plinio Apuleyo Mendoza. 

(Plaza & Janés, Barcelona, 2000)
La portada del libro tiene, bajo la reproducción del rostro de Gabo, un falaz slogan que a la letra dice: “Hallazgo de un García Márquez desconocido”. Pues a estas alturas del año 2000 ya han corrido tantos ríos y ríos de tinta sobre la vida y milagros del hijo del telegrafista de Aracataca, que casi nada de lo que rememora Plinio Apuleyo Mendoza sobre su personaje inolvidable lo ignora un anónimo lector, un minúsculo hijo de vecino metido (o no) a reseñista de libros en un semanario de Xalapa, la provincia jarocha donde a Gabo, la Universidad Veracruzana, le publicó su cuarto libro: Los funerales de la Mamá Grande (1962), cuando aún estaba recién llegado en la Ciudad de México (arribó por tierra desde de Nueva York, con Mercedes Barcha y Rodrigo, el primer hijo de ambos, “el domingo 2 de julio de 1961”, día del suicidio de Ernest Hemingway), libro dedicado “Al cocodrilo sagrado” (su mujer), que además contiene el cuento en que se basó la película homónima dirigida por el chileno Miguel Littin: La viuda de Montiel (1979), con guión de éste y José Agustín, protagonizada por Geraldine Chaplin (Adelaida, viuda de Montiel) y Nelson Villagra (José Chepe Montiel), rodada en locaciones de Tlacotalpan y Xalapa, Veracruz. Pero también, tal libro comprende el cuento en que está basado el filme homónimo En este pueblo no hay ladrones (1964), dirigido por Alberto Isaac en base al guión de éste y Emilio García Riera, entre cuyo notable reparto de escritores, pintores y cineastas haciendo pequeños papeles, figura, de fugaz boletero de cine, el propio Gabriel García Márquez. Protagonizada por Julián Pastor (Dámaso) y la entonces bellísima bailarina Rocío Sagaón (Ana), están allí, por ejemplo, Juan Rulfo y Carlos Monsiváis de jugadores de dominó; Leonora Carrington entre los fieles de la pequeña iglesia donde Luis Buñuel, el cura, dicta un furioso sermón contra los ladrones y pecadores de toda laya; José Luis Cuevas de jugador de billar; Emilio García Riera de experto en billar; María Luisa la China Mendoza de cabaretera; Héctor Ortega, que sí era actor, de mesero gay, amanerado y algo cómico. La pintoresca imagen de Gabo como boletero de cine, remite, quizá ineludiblemente, al rol que desempeñó en Roma, Italia, cuando en su fracasado intento por estudiar guión en el Centro Experimental de Cinematografía durante noviembre y diciembre de 1955 (quería convertirse en el Cesare Zavattini del Caribe), logró ser el flamante “tercer asistente del director Alexandro Blasetti en la película Lástima que sea un canalla”, según apunta Dasso Saldívar en García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997), su biografía de Gabriel García Márquez. Pero Gabo no pudo ni siquiera acercarse al oscuro objeto de su deseo: Sofía Loren, la estrella del filme, puesto que su chamba “consistió, durante un mes, en sostener una cuerda en la esquina para que no pasaran los curiosos”.

Gabriel García Márquez, Geraldine Chaplin y Miguel Littin
durante el rodaje de La viuda de Montiel (1979)
Abel Quezada y Juan Rulfo tomado cerveza
Fotograma de la película En este pueblo no hay ladrones (1964)
En la barra: Abel Quezada y Juan Rulfo
Jugando dominó: don Luis M. Rueda y Carlos Monsiváis
Fotograma del filme En este pueblo no hay ladrones (1964)
      Lo singular, entonces, de las memorias y episodios de Aquellos tiempos con Gabo estriba en que la voz que evoca y narra fue (y es) un entrañable amigo del más notable y popular de los escritores latinoamericanos del boom, y por ende lo que recuerda, relata y comenta le atañe hasta la médula. Los hechos y las anécdotas que Plinio Apuleyo Mendoza rememora en su libro tienen un desglose más o menos cronológico; es decir, parten del año en que Plinio y Gabo se vieron por primera vez en Bogotá (Plinio no precisa la fecha, pero pudo ser en 1947 o en 1948), y casi concluyen con el bosquejo de lo ocurrido el 8 de diciembre de 1982, en Estocolmo, cuando Gabo recibió el Premio Nobel de Literatura. Pero la remembranza y la voz van y vienen por el tiempo y por el espacio, según el parecer del autor. 

(Alfaguara, Madrid, 1997)
Conforme a los registros que Dasso Saldívar consultó para El viaje a la semilla, Gabriel García Márquez se matriculó en el primer curso de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional, ubicada en Bogotá, el “25 de febrero de 1947”, y la abandonó en el segundo curso el “9 de abril de 1948”. En 1947 o en 1948, la vez que se vieron por primera vez en un cafetín de Bogotá, Gabo tendría 20 ó 21 años y Plinio 15 ó 16, y fue cuando Luis Villar Borda, condiscípulo de García Márquez en la Facultad de Derecho, le colgó el letrero de “caso perdido”: 
 “Es un masoquista típico. Un día aparece por la universidad diciendo que tiene sífilis. Otro día habla de una tuberculosis. Se emborracha, no presenta exámenes, amanece en burdeles.
  “Villar se queda contemplando taciturno el humo del cigarrillo que acaba de encender. Su tono es el de un médico que da un diagnóstico severo, irremediable.
 “—Lástima, tiene talento. Pero es un caso absolutamente perdido.” 
Anécdota (contada antes en La llama y el hielo) que Dasso Saldívar pone en tela de juicio diciendo: “Aunque estas palabras pueden traducir una opinión generalizada entre los compañeros del entonces estudiante de Derecho Gabriel García Márquez, parecen más bien una exageración de la memoria de Plinio Mendoza puesta en boca de Villar Borda, pues, como se ve, éste debió tener en la más alta estima a quien fue, sobre todo, su compañero de lecturas literarias y aventuras periodísticas.”
Pero tal imagen vuelve a ser recordada cuando casi al concluir Aquellos tiempos con Gabo, Plinio evoca la noche de la ceremonia del Premio Nobel, “con las cámaras de televisión de 52 países fijas” en Gabriel García Márquez: “La imagen queda fija, y yo vuelvo ahora atrás, al principio, al muchacho demacrado con un vistoso traje color crema que 35 años atrás, en un café sombrío de Bogotá, sin pedirnos permiso se ha sentado a nuestra mesa. El muchacho flaco y bohemio, con una carrera de derecho abandonada, secreto devorador de libros en pensiones de mala muerte, pasajero de tranvías dominicales que no van a ninguna parte, ardoroso fabricante de sueños desesperados, considerado por su padre y sus amigos un caso perdido.”
Gabriel García Márquez durante la recepción del Premio Nobel de Literatura 1982
Sin embargo, la amistad de Plinio y Gabo no empezó allí, en Bogotá, sino en París, a fines de diciembre de 1955, pues Gabriel García Márquez había llegado al Viejo Continente a mediados de julio de ese año como corresponsal en Europa de El Espectador, diario bogotano, para quedar varado en la Ciudad Luz a inicios de 1956 en medio del frío, el hambre, la pobreza y las crecientes deudas, pues el dictador Gustavo Rojas Pinilla clausuró el diario (y El Independiente, que lo sustituyó, cerró sus puertas el 15 de abril de 1956) y para Gabo no fue fácil conseguir empleo para sobrevivir después de que se le acabó el dinero del boleto de regreso que el diario le envió (entre otras cosas, “recogió botellas, revistas y periódicos viejos y los cambió por algunos francos”, cantó rancheras a dúo en un club nocturno y “llegó el día en que tuvo que pedir un franco en el metro”). No obstante, pese a las penurias y a las deudas de la rentada buhardilla en el séptimo piso del astroso Hotel de Flandre, en la Rue Cujas del Barrio Latino, Gabriel García Márquez (que a fines de 1956 dejó la estrecha buhardilla y se fue “a la Rue d’Assas, donde compartió una chambre de bonne [cuarto de criada] con Tachia Quintana”, una vasca que sobrevivía de actriz de teatro y empleada doméstica), no dejó de teclear por las noches (hasta el amanecer) en la máquina portátil roja que alguna vez Plinio le vendió por 40 dólares, y entre mediados de 1956 y enero de 1957 concluyó su segundo libro, mismo que escribió nueve veces: El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, Medellín, 1961), que muchos años después, en 1999, conocería una homónima, libre y somnífera adaptación fílmica, rodada en locaciones de Chacaltianguis, pueblo a orillas del río Papaloapan, Veracruz, con guión de Paz Alicia Garciadiego y la dirección de Arturo Ripstein. 

El joven periodista Gabriel García Márquez
      
    En el verano de 1957 los amigos viajan por Alemania Oriental y luego por la URSS (Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas), recorridos recordados en forma muy parcial y resumida por el autor, donde según éste pierden la “inocencia respecto del mundo socialista”, pese a que Gabo en el otoño de 1955 ya la había perdido al viajar por Polonia y Checoslovaquia, a lo que se añade la circunstancia de que al retornar del tal viaje por la URSS, ambos se separaron en Kiev y García Márquez vive quince días en Hungría, donde aún eran visibles los vestigios del levantamiento húngaro y de la invasión rusa de octubre de 1956. Gabo, además, daría constancia de tal experiencia en la serie de diez reportajes (“90 días en la Cortina de Hierro”) que escribió en 1957 al regresar a París; y pese a que ese mismo año se los envió a su colega Ulises (Eduardo Zalamea Borda) para que los publicara en el resurgido El Independiente, sólo los pudo dar a conocer en la revista Cromos, de Bogotá, entre julio y septiembre de 1959. 
A fines de 1957, Plinio, quien ya estaba en Caracas, Venezuela, recién nombrado jefe de redacción de la revista Momento, celebra las virtudes periodísticas de García Márquez y gracias a la locura del loco MacGregor, el dueño, éste le paga a Gabo el boleto de avión de Londres a Caracas, lo cual, sin que el par de amigos pudieran preverlo, los hizo vivir, de cerca y como periodistas, la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez, ocurrida entre el primero y el 23 de enero de 1958.

Gabriel García Márquez y Plinio Apuleyo Mendoza
(París, 1981)
Como periodistas, primero en Caracas y luego en La Habana, en enero de 1959 los dos participan en la efervescencia que suscita la recién estrenada Revolución Cubana. Poco después, en Bogotá, con Plinio a la cabeza, a ambos les toca organizar la corresponsalía de Prensa Latina, sucursal de la agencia noticiosa de Cuba, entonces dirigida desde La Habana por el argentino Jorge Ricardo Masetti. Según se sabe y confirma el autor, su paso por Prensa Latina implica uno de los episodios más controvertidos vividos por el par, pues fueron testigos (y chivos expiatorios) de cómo la elemental ortodoxia y el ciego sectarismo de la burocracia comunista prosoviética se apoderó de Prensa Latina, lo que propició la renuncia del dúo dinámico, cuando ya Gabo, desde inicios de 1961 estaba en Nueva York como corresponsal de la agencia cubana (allí lo alcanzó Plinio), enfrentando una serie de amenazas telefónicas que incluían a su mujer Mercedes Barcha y al pequeño Rodrigo, hijo de los dos, quien había nacido en Bogotá, el 24 de agosto de 1959, apadrinado por Plinio y bautizado por Camilo Torres, el cura, amigo de Gabo desde la época en que fueron estudiantes de Derecho en 1947, año en que Luis Villar Borda y Camilo Torres le publicaron a García Márquez dos poemas en el suplemento estudiantil La Vida Universitaria, editado en el periódico La Razón; pero luego, anota Dasso Saldívar en El viaje a la semilla, Camilo Torres “abandonó el primer curso de derecho y se fue al Seminario Mayor de Bogotá”. Y en 1964 (siendo el prominente sociólogo graduado en 1958 en la Universidad de Lovaina, Bélgica, fundador de la Facultad de Sociología, en Bogotá, el año que bautizó al bebé Rodrigo) Camilo Torres se convirtió en un militante del Ejército de Liberación Nacional, lo cual lo haría morir en su papel de guerrillero durante su primer enfrentamiento con el ejército colombiano (el 15 de febrero de 1966 en Patio Cemento, Santander) cuando apenas tenía cuatro meses de empuñar las armas.
El sacerdote Camilo Torres
El guerrillero Camilo Torres
Fidel Castro y Gabriel García Márquez
           Además de las razonables críticas que hace Plinio Apuleyo Mendoza a la Revolución Cubana, al dictador Fidel Castro, a los comunistas del partido y a los pseudocomunistas antropófagos de café, tal vertiente se entronca con otro hecho ocurrido en 1971, en París, cuando Plinio, gracias a las recomendaciones de Gabo —quien vivía en Barcelona y escribía El otoño del patriarca (Plaza & Janés, Barcelona, 1975)—, recién estaba a cargo de la coordinación de la revista latinoamericana Libre (aún en gestación y que sólo duraría hasta 1973), dirigida por Juan Goytisolo y financiada la Patiño (Albina du Boisrouvray), célebre productora de cine y heredera de un imperio minero boliviano, quien además “había realizado para el Nouvel Observateur un reportaje en Bolivia con motivo de la muerte del Che Guevara” (fue ejecutado el 9 de octubre de 1967). Según Plinio, Libre, con un directorio de plumas de primer nivel en América Latina y Europa, estaba “destinada a agrupar a todos los escritores en lengua castellana”, y “daría voz a la izquierda amordazada del mundo hispano”. Pero los problemas empezaron, dice, cuando en reuniones previas Julio Cortázar anteponía reparos, como exigir “una declaración política en la que explícitamente se diera respaldo a la Revolución Cubana”. Lo cual se agudizó, escribe Plinio, cuando el célebre “caso Padilla” les estalló “en las manos como una granada antes de que apareciera el primer número de Libre, dividiendo para siempre en dos bandos a los escritores de lengua castellana”. 
Ante tal controversia que también polariza la ideología de los dos amigos, destaca el hecho de que pese a ello (y a la distancia y a ciertos legendarios y oscuros equívocos) nunca han dejado de ser los grandes cuates, y que el reconocimiento que Plinio le rinde a Gabo implica mencionar las múltiples veces en que la amistad de García Márquez con Fidel Castro y su filiación por la Revolución Cubana, le ha servido al Premio Nobel de Literatura para auxiliar y rescatar de las mazmorras cubanas a escritores y a otras personas caídas en desgracia. 

Julio Cortázar
Pero Julio Cortázar, pese a la estima que suscitaba en Plinio, más de una vez es cuestionado y no sale sin un chichón en el trazo que hace de él: “Salvo en el humor y en la cortante ironía porteña que fulguraban a veces sus palabras, Cortázar no se parecía a Horacio Oliveira, el personaje central de Rayuela. Astrológicamente Oliveira tiene toda la pinta satánica, amarga y tierna de un escorpión, mientras que Julio, ordenado, ingenuo, sensitivo, con su vida, pese a todo, puesta como una camisa bien planchada en el ropero, con una prodigiosa capacidad de acumulación de conocimientos diversos y una fina aptitud hacia la especulación intelectual era un auténtico virgo. Un virgo fascinante por el que uno tenía sin remedio mucho afecto. Pero en política, por Dios, era como un boyscout confiado y limpio, con su silbato y su bastón, internándose sin saberlo, atrevidamente, en los parajes en donde reina Maquiavelo.”

Plinio Apuleyo Mendoza hojeando su libro
Gabo. Cartas y recuerdos (Ediciones B, Barcelona, 2013)
       Como el lector supondrá, muchos detalles, intríngulis, pasajes y anécdotas no están reseñados en la presente nota, como lo vivido por Plinio con Marvel Moreno, su hermosa ex esposa, ya fallecida, quien mucho antes de ser escritora, fue reina del carnaval en Barranquilla, Colombia, con la que tuvo dos hijas y con quienes vivió en “una vieja casa de piedra en un pueblo de Mallorca, Deyá, con un fantasma en el desván y un limonero en el traspatio”. Mientras Plinio y Marvel escribían, sus hijas, “muy pequeñas, iban a su escuelita a través de un paisaje de cuento de hadas hasta un torrente que bajaba rápido de la montaña y corría entre casas y jardines por la parte baja del pueblo”. 
Cabe observar, para concluir, que Aquellos tiempos con Gabo carece de una iconografía que lo hubiera hecho más atractivo y memorable.



Plinio Apuleyo Mendoza, Aquellos tiempos con Gabo. Plaza & Janés Editores. Barcelona, 2000. 224 pp. 




*********


jueves, 10 de febrero de 2022

Los crímenes de Alicia

La memoria de Carroll

(o los pelotudos de la mesa redonda)

 

I de VII

Con su novela Crímenes imperceptibles, el narrador y matemático argentino Guillermo Martínez (Bahía Blanca, julio 29 de 1962) obtuvo en su país el Premio Planeta Argentina 2003, cuya edición príncipe se publicó ese año en Buenos Aires. Y el 4 de marzo de 2004 apareció en España con el rótulo Los crímenes de Oxford, publicada por Ediciones Destino. Título más pegajoso y sonoro y a todas luces mucho mejor, el cual sirvió de base para The Oxford Murders (2008), filme en inglés dirigido por el cineasta español Álex de la Iglesia, quien elaboró el guion a cuatro manos con Jorge Guerricaechavarría. Y de nuevo en España obtuvo el Premio Nadal de Novela 2019 con Los crímenes de Alicia, publicada en abril de ese mismo año por Editorial Planeta Mexicana en la Colección Áncora y Delfín de Ediciones Destino; en cuya cuarta de forros se lee una breve y falaz reseña (¡desde luego intrigante! y salpimentada con una alabanza de ligas mayores y estelares) que el matemático Arthur Seldom, proclive a la falacia y al sofisma, quizá pudo pergeñar y publicitar en el Oxford Times:

           

Guillermo Martínez y
Los crímenes de Alicia

         “Oxford, 1994. La Hermandad Lewis Carroll decide publicar los diarios privados del autor de Alicia en el país de las maravillas. Kristen Hill, una joven becaria, viaja para reunir los cuadernos originales y descubre la clave de una página que fue misteriosamente arrancada. Pero Kristen no logra llegar con su descubrimiento a la reunión de la Hermandad. Una serie de crímenes se desencadena con el propósito aparente de impedir, una y otra vez, que el secreto de esa página salga a la luz.

            “¿Quién quiere matar al mensajero? ¿Cuál es el verdadero patrón que se esconde tras esta sucesión de crímenes? ¿Quién y por qué está utilizando el libro de Alicia para matar?

            “Para desentrañar lo que ocurre, el célebre profesor de Lógica Arthur Seldom, también miembro de la Hermandad Lewis Carroll, y un joven estudiante de Matemáticas unen fuerzas para llegar al fondo de la intriga, y serán peligrosamente arrastrados por unos crímenes impredecibles, en una investigación que combina la intriga con lo libresco.

            “Con una prosa tersa y precisa, Guillermo Martínez, autor de Los crímenes de Oxford, ha escrito una novela fascinante que en la tradición de Borges y Umberto Eco lleva el relato policial al terreno literario.”

Umberto Eco

II de VII

Los crímenes de Alicia es continuación de Los crímenes de Oxford. Es decir, la voz narrativa es la misma voz del joven matemático argentino becado en el Instituto de Matemática de Oxford. (No obstante, ni por equivocación o descuido, dado su asumido pacto de silencio, menciona a la asesina Beth y a la abuela asesinada, ni la actividad teatral, escenográfica y manipuladora de Arthur Seldom para encubrir ese asesinato. Pero sí evoca el falaz teorema, y lógico autoelogio, con que Seldom justificó y maquilló sus oscuros actos: “El crimen perfecto no es el que queda sin resolver, sino el que se resuelve con un culpable equivocado.”) En la primera novela los hechos se desarrollan en el verano del 93 y el narrador tiene 22 años; y en la segunda tiene ya 23 e inicia en el verano del 94. En la primera ocurre un asesinato; el primero (y el único) de una supuesta serie de crímenes cometidos por un supuesto asesino serial que supuestamente, desde la sombra y el enigma, reta y confronta al profesor Arthur Seldom, supuesto “paradigma de la inteligencia” y de las matemáticas. Y en la segunda ocurre un intento de asesinato, seguido por dos asesinatos que parecen cometidos por “alguien”, que desde la sombra y el camuflaje, parece querer impedir que la Hermandad Lewis Carroll dé cauce a la exhumación y difusión de un controvertido y oculto capítulo de la vida íntima del reverendo Charles Dodgson (Lewis Carroll), y, al unísono, denunciar una elitista y clandestina red de voyeristas pedófilos. Pero en ambas novelas juega un papel protagónico el consabido dúo dinámico: el becario argentino del Instituto de Matemática y su mentor Arthur Seldom, pues desarrollan juntos (y separados) varias especulaciones y pesquisas detectivescas; más aún en la segunda. De tal modo que configuran aún más una variante (diría el profesor Borges ante un multitudinario auditorio de la UBA) de los arquetipos inaugurados en 1841 por Edgar Allan Poe con The Murders of the Rue Morgue; es decir, el brillante y marisabidillo raciocinador es, sobre todo, el lógico y matemático Arthur Seldom; y su acompañante, epígono y admirador de sus virtudes intelectuales y cognoscitivas, es quien reporta, transcribe su voz (y las otras voces) y relata al desocupado lector.

           

Borges en el catafalco de Edgar Allan Poe
(Baltimore, 1983)

           En este sentido, descuella el hecho de que en la primera novela el joven becario narre que el matemático y lógico Arthur Seldom es autor de un
best seller sobre “las series lógicas”; y en la segunda de una Estética de los razonamientos, pues en el culmen de la trama los presuntos demiurgos de la mesa redonda, es decir, los “miembros plenos” de la selecta Hermandad Lewis Carroll (entre ellos Arthur Seldom), confabulados en el Sanctum Sanctorum del Christ Church College, exponen de viva voz, y en secreto, sus inferencias y razonamientos en torno a los hechos delictivos y subrepticios que los han orillado a reunirse, de nuevo, casi al final de la obra. Y entre sus voces (incluida la raciocinadora voz del inspector Peterson y la raciocinadora voz de Kristen Hill a través de una carta post mortem) el más chipocludo y luciente raciocinador, analista y detective es, desde luego, Arthur Seldom.

 

III de VII

La novela Los crímenes de Alicia comprende veintinueve capítulos, un “Epílogo” y una nota de “Aclaraciones y agradecimientos”. Pese a su matiz realista y al recurrente palimpsesto sobre ciertos pormenores de la biografía y leyenda de Lewis Carroll y su obra fotográfica y literaria (incluidos sus legendarios y censurados diarios) es, sobre todo, una obra de ficción, extremadamente amena, que conforma un ingenioso puzle repleto de anécdotas, detalles, subtemas, digresiones, matices, vueltas de tuerca, y giros sorpresivos e inesperados. 

     

Colección Áncora y Delfín, Ediciones Destino
México, abril de 2019

        En la vida real pudiera ser que el Príncipe de Gales, el heredero del trono del Reino Unido, galán de la
jet set y rutilante estrella de la chismografía rosa, fuera el presidente honorario de la Hermandad Lewis Carroll. Pero resultaría muy ingenuo, desenfocado e hilarante suponer que su nominación simbólica sólo fue conseguida por Sir Richard Ranelagh, el presidente de la Hermandad —según le dice el verborreico Seldom al inspector Petersen—, “para que pudiéramos impresionar a nuestros corresponsales en el exterior e intercambiar materiales con universidades y círculos carrollianos alrededor del mundo”; de tal modo que, fuera de una vieja fotografía inaugural donde se ve al entonces joven Príncipe con el pleno de la Hermandad y de que nunca ha asistido a sus reuniones, sólo usan y pronuncian “su nombre” —en el mismo tenor inverosímil— cuando deben “recurrir al escudito para pedir alguna publicación universitaria extranjera”
.

           

Lewis Carroll
(1832-1898)

          Pero lo que resulta no menos inverosímil (o quizá más aún) es la hiperrelevancia que los “miembros plenos” de la Hermandad (un conjunto de vejestorios que llevan décadas escrudiñando y analizando vertientes, escondrijos, secretos y minucias de la vida y obra de Lewis Carroll) le dan a la edición, presuntamente autorizada y definitiva, de los sobrevivientes y expurgados diarios del reverendo Charles Dodgson: nueve (de trece) cuadernos archivados y catalogados en la Casa Museo de Guildford. Y más todavía al papel sustraído de allí por la veinteañera Kristen Hill del “ítem que dice Páginas cortadas del diario”; pues aún sin haberlo visto ni leído suponen que resquebrajará y hará trizas (y quizá polvo) el sentido, la arquitectura o el rumbo de toda la bibliografía biográfica existente sobre Lewis Carroll. 

       

Última página del manuscrito de Lewis Carroll:
Aventuras subterráneas de Alicia (1864)

          Lo cual el desocupado lector confirma cuando la frase medular de ese papel es desvelado casi al final de la novela; pero, no obstante su brevedad y banalidad (relativa al motivo de la pelea entre la madre de Alice Liddell y el diácono Charles Dodgson), le sirvió a Kristen Hill para escribir a vuela pluma o a veloz maquinazo, no una adenda o una peculiar nota al pie de página de la biografía más voluminosa y “total” de Lewis Carroll (que en la novela es la escrita por Thornton Reeves, “miembro pleno” de la Hermandad, del que ella era asistente y además compiladora de datos y folios para todos los “miembros plenos”), sino un libro de probable (o no) edición póstuma: Ina in Wonderland. 

 

Edith, Lorina y Alice Liddell
(Oxford, verano de 1858)
Foto: Lewis Carroll

        Ina, vale apuntarlo, era la mayor de las tres hermanas Liddell: Lorina, Alice y Edith (de 13, 10 y 8 años de edad), a quienes el diácono Charles Dodgson, profesor de lógica y de matemáticas en el Christ Church College de Oxford, les contó de manera oral e improvisada, “el 4 de julio de 1862”, remando una barca en las aguas del río Támesis (o Isis), con su amigo el reverendo Robinson Duckworth y rumbo a una excursión a Godstow, las simientes de las Aventuras subterráneas de Alicia; las cuales, luego de la versión manuscrita con portada y dibujos suyos y con un postrero retrato (en ovalito) tomado por él a la niña homónima y preferida —misma que en 1864 le enviara a su casa como regalo de Navidad—, se convertiría, en 1865, en el inmortal libro infantil traducido a todos los idiomas del globo terráqueo y desde entonces sucesivamente reeditado y vivito y coleando en los sueños, las fantasías y los recuerdos no sólo de todas las chiquillas y chiquillos del mundanal orbe: Alicia en el país de las maravillas, con las célebres ilustraciones de John Tenniel; tan únicas y distintivas que cada “miembro pleno” de la Hermandad tiene su correspondiente tarjeta donde se ve al Conejo Blanco observando su reloj de leontina.

 

El Conejo Blanco
Ilustración: John Tenniel

IV de VII

Los miembros de la Hermandad Lewis Carroll no pretenden superar las ediciones anotadas de las dos Alicias urdidas por Martin Gardner (“Las dos Alicias no son libros para niños: son libros en los que nos convertimos en niños”, reza el teorema de Virginia Woolf); sino que cada uno, como si fuera un superlativo e inigualable hermeneuta, va a revisar y a anotar, con sesudas, exhaustivas y eruditas disquisiciones, los nueve cuadernos íntimos de Charles Dodgson (será “una authoritative edition”, declara con petulancia sir Richard Ranelagh), cuyos originales obran en la Casa Museo Lewis Carroll de Guildford; y en conjunto (un monstruoso cancerbero de nueve cabezas —el número de los círculos del Infierno—), quizá, en el oscuro trasfondo de su inconsciente colectivo y mancomunado, busquen configurar a mano (por aquella llevada y traída premisa de que toda lectura reescribe el texto) una especie de Pierre Menard, autor de los diarios de Lewis Carroll; y quizá, ineludiblemente y en su chochez, terminen pareciéndose a la mejor lectora de Cien años de soledad habida y por haber, según le contó Gabo a su amigo del alma Plinio Apuleyo Mendoza: 

     

Gabriel García Márquez y Plinio Apuleyo Mendoza
(París, 1981)
Foto: Fina Torres

           “Una amiga soviética encontró una señora, muy mayor, copiando todo el libro a mano, cosa que por cierto hizo hasta el final. Mi amiga le preguntó por qué lo hacía y la señora le contestó: ‘Porque quiero saber quién es en realidad el que está loco: si el autor o yo, y creo que la única manera de saberlo es volviendo a escribir el libro’.”

            Fisgona y caprichosa tarea de subalterno diosecillo bajuno (como retorcerle el cogote a Cronos con un lúdico pero insustancial crucigrama) que evoca el vaciadero de basuras que alude Funes el memorioso sobre las menudencias de su descomunal memoria indeleble: el recordar un día (y revivirlo minuciosamente en la memoria) le lleva exactamente un día (un funesday). Pero el non plus ultra de la quintaescencia de un escritor es la obra y no el consubstancial vaciadero de basuras que conlleva e implica el día a día de un ser humano de carne y hueso. Ese vaciadero, desde luego, puede interesar a los biógrafos, a los curiosos, fisgones y cotillas de las debilidades, de las patologías, de las fobias, de los fracasos, de las dudas, de las confesiones, de los secretos más íntimos, contradictorios, innombrables y polémicos. Pero, vale reiterarlo, lo trascendente y relevante en un escritor suele ser la obra, y no sus memorias, su autobiografía, sus entrevistas, sus cartas o sus diarios personales. No obstante, mucho depende, también, de la calidad angular, analítica y filosófica de su pensamiento y de su prosa poética (o no), y de lo que exponga y revele sobre sus creaciones artísticas y estéticas (o antiestéticas).  

Borges en Grecia

        La pretensión de ser la voz autorizada y definitiva de la memoria de Carroll trasvasada en sus diarios íntimos evoca el sentido de los consabidos versos de Borges que cantan: “Si (como el griego afirma en el Cratilo)/ el nombre es arquetipo de la cosa,/ en las letras de rosa está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo.” Lo que equivale a dar por supuesto que todo Carroll está en la palabra Carroll; tal y como ocurre con esa especie de inasible, evanescente e indeleble sustancia mágica y cognitiva que es la memoria de Shakespeare (una especie de aleph circunscrito a los días y a las noches del poeta y dramaturgo), codiciable, sobre todo, entre los especialistas y biógrafos entregados a escudriñar la vida y obra del autor de El mercader de Venecia. Según se revela en el homónimo cuento de Borges, esa especie de sustancia mágica y cognitiva se otorga y transmite sólo con decir: “¿Quieres la memoria de Shakespeare?” O algo amplificado, rimbombante y respetuoso: “Le ofrezco la memoria de Shakespeare desde los días más pueriles y antiguos hasta los del principio de abril de 1616.” Y el humanoide, el homúnculo o el especialista que la recibe únicamente debe asentirlo y pronunciar: “Acepto la memoria de Shakespeare.”

(Emecé, 2004)

                 Antes de recibirla en torno a un congreso shakespeariano, el alemán Hermann Soergel ya había redactado una “Cronología de Shakespeare” con cierta reputación en varios idiomas, incluido el español. Y Daniel Thorpe, el que le otorgó la memoria, escribió con ella “una biografía novelada que mereció el desdén de la crítica y algún éxito comercial en los Estados Unidos y en las colonias.” Y ya encarrerado el gato y en posesión de la memoria de Shakespeare, antes de que terminara por anular la memoria de su identidad individual, Hermann Soergel pensó en una biografía (nunca realizada) que se sumó a su trunca traslación al alemán de Macbeth. Pero al inició, previo a la posesión de esa especie de infinitesimal aleph, refiere un aprehensivo e ilusorio anhelo que al parecer adecuarían y suscribirían los “miembros plenos” de la Hermandad (el codicioso cancerbero de nueve cabezas), poniendo Carroll donde se lee Shakespeare:

Borges y el aleph

         “Shakespeare sería mío, como nadie lo fue de nadie, ni en el amor, ni en la amistad, ni siquiera en el odio. De algún modo yo sería Shakespeare. No escribiría las tragedias ni los intrincados sonetos, pero recordaría el instante en que me fueron reveladas las brujas, que también son las parcas, y aquel otro en que me fueron dadas las vastas líneas: [...]”.  

    Sin embargo, inextricable a la creciente, angustiosa y fóbica pérdida y anulación de su memoria personal (“Todas las cosas quieren perseverar en su ser, ha escrito Spinoza. La piedra quiere ser una piedra, el tigre un tigre, yo quería volver a ser Hermann Soergel.”), éste resume el vaciadero de basuras que implica y conlleva la posesión de la memoria de Shakespeare:

    “La memoria de Shakespeare no podía revelarme otra cosa que las circunstancias de Shakespeare. Es evidente que éstas no constituyen la singularidad del poeta; lo que importa es la obra que ejecutó con ese material deleznable.

Borges saludando a monseñor

        “Ingenuamente, yo había premeditado, como Thorpe, una biografía [...] ese libro sería inútil. El azar o el destino dieron a Shakespeare las triviales cosas terribles que todo hombre conoce [‘Todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre. Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare’... y no]; él supo transmutarlas en fábulas, en personajes mucho más vívidos que el hombre gris que los soñó, en versos que no dejarán caer las generaciones, en música verbal. ¿A qué destejer esa red, a qué minar la torre, a qué reducir a las módicas proporciones de una biografía documental o de una novela realista el sonido y la furia de Macbeth?”

 

Shakespeare

V de VII

Curiosamente, entre los “miembros plenos” de la conspirativa mesa redonda de la Hermandad Lewis Carroll, no hay o no descuellan los filólogos ni los lingüistas. Arthur Seldom es lógico y matemático y al parecer también lo es Raymond Martin, el compilador de los acertijos lógicos de Charles Dodgson; y quizá también lo es Thornton Reeves, el citado biógrafo y ex condiscípulo del otrora joven Arthur Seldom, pues su joven auxiliar, Kristen Hill, no es egresada de letras inglesas, sino de matemáticas, graduada a los 19 años y ex alumna del profesor Seldom, pero con su tesis inconclusa. El doctor Albert Raggio es siquiatra y Laura, su esposa, es sicóloga y autora de “un libro muy sorprendente sobre la lógica del sueño y los simbolismos de cada animal en la historia de Alicia”. Henry Haas, un peculiar enano con “aspecto de un Peter Pan envejecido y tímido”, es el compilador de “la correspondencia de Carroll con todas sus amigas niñas”, el organizador del “archivo de todas las fotos que les sacaba a esas niñas”, y antólogo y comentarista de una iconografía de esas imágenes elegidas por su diminuto dedo flamígero. 

       

Alice Liddell como La mendiga
(Oxford, verano de 1858)
Foto: Lewis Carro
ll

         Pero además, cultiva en secreto una sospechosa y artística inclinación con la que emula a Lewis Carroll: con alguna juguetería (y quizá utilería) se provee de un trato amistoso con niñas menores de doce años y las retrata, pero no con la cámara y el proceso del colodión, sino a lápiz; por ende, escondida en su casa, preserva una rica galería de esos espléndidos dibujos de fina y meticulosa calidad. 

         

Xie Kitchin
(Christ Church Studio, Oxford, julio 1 de 1876)
Foto: Lewis Carroll

         Josephine Grey —anciana notoriamente decrépita (necesita auxilio y apoyo para caminar con lentitud, pero fue una intrépida corredora de autos en su juventud y ahora tiene un antiguo y abollado Bently que maneja su chofer y criado pakistaní o hindú)—, también es biógrafa del autor de Alicia, sin que se diga si es literata o matemática. No obstante, el más controvertido de esa variopinta fauna no es el supuestamente reprimido retratista de niñas con visos de pedófilo dizque encadenado por la opaca o translúcida moralina o ética de sí mismo, sino el viejo Sir Richard Ranelagh, el presidente de la Hermandad, pues amén de que es un escritor “muy reconocido de novelas de espionaje”, “Fue viceministro de Defensa del Reino Unido durante muchos años” (el verdadero poder tras bambalinas, colige el becario argentino). Quizá con estudios matemáticos; y quizá también con instrucción militar (y con diplomados en interrogatorios y técnicas de tortura), policíaca y leguleya, pues ante el fallido y dramático intento de matar a Kristen Hill atropellándola (en el Radcliffe se recupera con increíble celeridad del coma y de la trepanación en el cráneo, pero pierde el movimiento de las piernas y la capacidad de engendrar hijos), seguido del envenenamiento del editor de los libros de la Hermandad, de la desaparición del periodista Anderson, y de las manipuladas y retocadas fotos de niñas desnudas (y no) que “alguien”, al parecer, les remite desde la sombra y el anonimato a cada uno de los “miembros plenos” (incluido el Príncipe), se revela como una especie de arcaica y apestosa larva durmiente, espía encubierto y activo agente del M15; o sea: del servicio secreto y de la inteligencia del poder monárquico del Reino Unido, ante el cual, su eminencia Arthur Seldom, resulta ser su ineludible oreja y utilitario informante y hablantín de cabecera.  

 

VI de VII

Es tal la intrínseca codicia y el arribismo de los boludos de la mesa redonda de la Hermandad Lewis Carroll, que con la publicación de la edición anotada y supuestamente definitiva de los nueve diarios íntimos de Charles Dodgson cavilan forrarse (de por vida) al mejor postor y al unísono traicionar y defenestrar a Leonard Hinch, “el editor de Vanished Tale y de todos los libros de la Hermandad” desde el inicio. Es decir, según le revela Arthur Seldom al becario argentino (rayando en lo inverosímil): “tuvimos una oferta difícil de rechazar de una de las editoriales más grandes de Estados Unidos. Basta decir que por el mismo trabajo que estábamos dispuestos a hacer ad honoren cada uno en nuestro tiempo libre, ahora nos ofrecen una pequeña fortuna y además, quizá más importante, un porcentaje de los royalties futuros, algo así como una renta vitalicia.” Es decir, al unísono de las especulaciones en torno al papel sustraído por Kristen Hill, los “miembros plenos” debaten si deben venderse a la editorial gringa o proseguir con su editor histórico, quien además de publicarles sus libros (entre ellos uno de Arthur Seldom: A través de los silogismos y lo que Carroll encontró allí), ha cedido “parte de los derechos para gastos de la Hermandad”. Pero en el chismorreo del ínterin, como parte de la conspiración, los “miembros plenos” han puesto en entredicho la moral y la conducta de Leonard Hinch, pues tiene fama de acosador sexual de jovencitas. No obstante, el editor, que no es “miembro pleno”, no se queda de brazos cruzados: ronda las reuniones secretas de los pelotudos de la mesa redonda en el Sanctum Sanctorum del Church Christ College; y para no verse descarrilado del negocio, hipoteca su casa e iguala la suma ofrecida por la editorial norteamericana. Mientras los boludos discuten en secreto la defenestración o no de Leonard Hinch, éste, disgustado y ansioso (y devorando bombones), dialoga con el becario argentino en un pasillo aleñado al Sanctum Sanctorum donde se observa “la colección completa” de los ilustres títulos publicados por su editorial y le resume una cáustica radiografía de lo que piensa sobre “los máximos expertos en Carroll” y sobre esos libros publicados por él:

           

Xie Kitchin y sus hermanos en San Jorge y el Dragón
(Christ Church Studio, Oxford, junio 24 de 1875)
Foto: Lewis Carroll

           “Cada uno que terminaba su librito sobre Carroll venía corriendo a mí. Me pedían, me insistían, me adulaban. Fíjese la cantidad de títulos y titulitos. Avergonzarían a cualquier otro editor: libros sobre las obras de teatro infantiles de Carroll, sobre su tartamudeo, sobre sus callos; sobre sus sermones, sobre sus cuentas de lavandería y sobre cada hojita de Oxford que pisó. Y después, por supuesto, el segundo aluvión: libros sobre los libros sobre Carroll, el catálogo de los catálogos. A todos les dije que sí. Y cuando por fin hay un libro, uno, que me permitiría recobrar algo de todo lo que perdí con ellos, así me lo agradecen: ¡al pasillo, como lacayo! ¿Sabe que tuve que hipotecar mi casa, lo único que logré comprar en toda una vida dedicada a esos malditos libros? Y todo para emparejar una oferta demencial. Es injusto: una editorial internacional tiene toda la eternidad para recuperar la inversión; a mí, en cambio, no me quedan tantos años por delante... Pero en fin —suspiró—, supongo que hay cosas mucho peores. Basta pensar en esa pobre chica [Kristen Hill]. Usted fue con Arthur al hospital [Radcliffe], ¿no es cierto? ¿Pudo verla después? Uno tiente a suponer que la gente joven se conoce toda entre sí.”

           

Beatrice Hatch
(Christ Church Studio, Oxford, marzo 24 de 1874)
Foto: Lewis Carroll

            Sin embargo, pese a su incertidumbre y malestar viperino, sir Richard Ranelagh, el presidente de la Hermandad, le comunica la resolución estipulada por el pleno de los pelotudos de la mesa redonda: “Querido Leonard: me alegra decirte que la votación fue unánime. Cada uno de nosotros recordó su libro en tu colección y todo lo que te debemos.”

            No obstante, todo indica que Leonard Hinch pretende cobrarse la revancha con la bilis y las tripas de cada uno de los pelotudos, pues a través de la TV nacional y del periodista “del canal cultural universitario” que le sigue los pasos (y las ocultas y controvertidas huellas), esa noche anuncia los burlescos entretelones de su plan editorial, mismo que reporta el becario argentino desde su covacha del college:

            “Recordé de pronto que saldría en el noticiero la nota sobre la edición de los diarios y pasé los canales hasta dar con la emisora de la universidad. La nota ya estaba empezada. El periodista —que se llamaba Anderson finalmente— sostenía el grueso micrófono delante de Leonard Hinch y detrás se veían, avejentados y ruinosos, los miembros de la Hermandad. Seldom parecía casi un refuerzo juvenil entre ellos. Hinch hablaba sobre cómo se dividirían el trabajo y explicó que se irían publicando los volúmenes a razón de uno por año, con una investigación exhaustiva de todos los nombres de la época que aparecían mencionados por Carroll. El periodista preguntó, algo perplejo, cuántos años llevaría entonces todo el proyecto. Nueve volúmenes: nueve años, dijo Hinch con orgullo, y la cámara volvió a pasear, de izquierda a derecha, casi con ironía, por los rostros huesudos y descarnados, como si el hombre tras la cámara se estuviera preguntando, igual que yo, cuántos de ellos vivirían para verlo.”


Alice Liddell en 1870
Foto: Lewis Carroll


 

VII de VII

En la urdimbre de Los crímenes de Alicia, a través de las pesquisas, de los vaivenes de las pistas falsas, de las evidencias, de las deducciones, de los engaños, de los equívocos, y del coro de los argumentos y razonamientos, se desvela, casi hasta el final de la obra, el trasfondo que explica el intento de matar a Kristen Hill atropellándola (y su posterior suicidio), el envenenamiento del editor Leonard Hinch y la decapitación del periodista Anderson. (Salpimentado el embrollo con el supuesto sentimiento de culpa, quizá falso, del sofista Arthur Seldom, debido a la verborreica superstición personal de que donde mete las narices, la cuchara, la cola o la pata, ocurren cosas dramáticas y monstruosas.) Asimismo, por qué esos tres crímenes (ejecutados por distintas manos) parecen referir, y casi escenificar, anecdóticos detalles indelebles que se narran por siempre jamás en el libro de Alicia. (Lo cual da pie a que el becario argentino, ansioso por verse, otra vez, en el laberinto de la intriga y el misterio de otra supuesta serie de crímenes, le pregunte a su mentor: “¿Quiere decir que quizá sea esta la serie? ¿Muertes basadas en escenas del libro de Alicia? ¿Crímenes arrancados del País de las Maravillas?”). Y por qué, con las fotos de niñas desnudas (y no) enviadas a los pelotudos de la mesa redonda (incluido el Príncipe), parece que ese “alguien” es un cruzado, o un puritano (quizá psicótico) que ataca y protesta contra la presunta pedofilia del fotógrafo de niñas Lewis Carroll; y luego, también, contra el tráfico de pornografía infantil que produce y comercia, desde la clandestinidad y con una elitista clientela, nada menos que el editor histórico de los libros publicados por la Hermandad.    

           

Xie Kitchin dormida en el sofá (1873)
Foto: Lewis Carroll

        Pero además, en esa misma urdimbre se observa que la sustracción del papel de la Casa Museo de Guildford saca a la palestra, y pone en evidencia, la encarnizada rivalidad y las egocéntricas ambiciones de los investigadores que hurgan lo más íntimo, escabroso y morboso de los secretos de la vida privada de Lewis Carroll; es decir, Kristen Hill descubrió el papel y lo ocultó, para sí, porque al unísono de que sabía que el crédito y los intereses del copyright se los podía arrebatar y agandallar el biógrafo Thornton Reeves, ella entrevió la posibilidad de pasar a la historia primero con un artículo y luego con el libro que escribió con rapidez antes de suicidarse. Y Thornton Reeves confiesa en secreto, ante los pelotudos de la mesa redonda, que él también leyó el papel en el ítem Páginas cortadas del diario; pero ante la eminente publicación de su biografía “total” (que ya estaba en prensa), optó por omitirla. Lo cual transluce que, pese a su presunta experiencia y trayectoria, actuó como un simple mercachifle y tontorrón del octavo día. Pues nada le hubiera costado exponer en separata lo que hubiera que argumentar, enmendar y debatir, incluso contra sí mismo.

           

Ilustración de Lewis Carroll incluida en su manuscrito:
Aventuras subterráneas de Alicia (1864)

         Pero lo más dramático y pestilente de todo ese marasmo de condiciones y debilidades humanas es lo que manipula, ningunea, oculta y superpone sir Richard Ranelagh en su papel de operador del M15 al servicio de la presunta integridad moral del Príncipe y del poder monárquico del Reino Unido (después de todo fue como si lo hubiera ordenado la propia Reina de Corazones). El inspector Peterson, honroso (y torpón) sabueso rastreador de Scotland Yard, había descubierto que el periodista Anderson (trunco alumno de matemáticas y ex alumno de Seldom) chantajeaba por una periódica cantidad al enano Henry Haas, el secreto dibujante de niñas menores de doce años. Y Anderson, indagando el envenenamiento de Leonard Hinch, se enteró de que agentes de la policía habían hallado en la editorial una serie de fotos de niñas desnudas (con apariencia decimonónica) y una encriptada lista de clientes de alta posición social (¡el intocable alto pedorraje de los polimorfos perversos del Reino Unido!) Y estaba por publicar un reportaje sobre ello en el Oxford Times. Pero, debido a la poderosa y estratégica intervención de sir Richard Ranelagh, nunca llegó a hacerlo y su cabeza apareció decapitada en la zona del río donde otrora paseaba en barca el cuentacuentos Lewis Carroll con las tres hermanas Liddell; ámbito donde hace tiempo, un día antes de cumplir los doce años, se suicidó la hija de los Raggio, fanática lectora del libro de Alicia y onírica sabedora de las minucias de la vida y leyenda de Lewis Carroll en relación a su amistad con niñas menores de doce años; y donde el enano Henry Haas, con su inofensivo aspecto de viejecito Peter Pan que no mata una mosca ni muerde un plátano, suele deambular y fisgonear con algún juguetito para seducir alguna niñita incauta y dibujarla a placer.

           

Puente del Magdalen College de Oxford
(verano de 1861)
Foto: Lewis Carroll

          Para no involucrar ni salpicar la quesque impoluta reputación del Príncipe, nada se publicará del envío de fotos de niñas desnudas a los pelotudos de la mesa redonda, ni del consumo de pornografía infantil entre la clase pudiente del Reino Unido. No habrá más investigación policial (el inspector Peterson dice que presentará su renuncia), pero dizque se romperá la red pedófila. Sin embargo, no se revelará la identidad de los clientes (encriptada en un código inventado por Lewis Carroll); y al parecer, dado el elocuente caso omiso, tampoco se indagará ni revelará la identidad de quienes producían las imágenes para venderlas en ese exclusivo mercado negro. Ni tampoco se divulgará la verdad sobre la decapitación del periodista Anderson (le metieron en la garganta las trizas de la foto de una niña desnuda) y dónde quedó su cuerpo desaparecido; lo harán figurar como una víctima de “una célula de espionaje serbia” a la que dizque estaba investigando para un reportaje en el Oxford Times. Tampoco se dirá nada sobre el envenenamiento de Leonard Haas (era diabético y engullía bombones); ni nada sobre el intríngulis del suicidio de Kristen Hill (y quizá su libro nunca se publique, dada la influencia y el obtuso y retorcido envanecimiento del biógrafo Thornton Reeves). Para comprar su silencio y complicidad de simples y oscuros diosecillos bajunos (bajo el maquillaje de presunta “seguridad nacional” y “máximo secreto”), sir Richard Ranelagh (emisario de la monarquía y del M15) les anuncia, en la mesa redonda del Sanctum Sanctorum del Church Christ College, que los miembros de la Hermandad Lewis Carroll serán “nombrados caballeros reales como él” y las viejecitas Josephine Grey y Laura Raggio “se convertirán en Dames”.

           

Ilustración: John Tenniel

         Ante tales hechos y determinaciones irrefutables (¡Dios salve a la Reina!), resulta matemáticamente lógico que el viejo Arthur Seldom le diga a su pupilo argentino que votó en contra por ser escocés (¿será verdad?) y que su vida corre peligro, que debe irse de inmediato de Inglaterra y que él mismo puede comprarle el boleto de avión y hablar con Emily Bronson, su supervisora académica en el Instituto de Matemática. Pero el joven becario, antes de hacer las maletas e irse al día siguiente en un vuelo nocturno, hace un breve viaje en tren a Guildford, donde a las afueras del pueblo la madre de Kristen Hill cultiva su huerto contiguo a su solitaria casa, quien le transmite otros pormenores de los últimos pensamientos y actos de su única hija. Y por ello le entrega, para su sorpresa, un sobre blanco donde se lee la letra G y que contiene el papel hurtado de la Casa Museo, que Kristen le dejó de regalo junto con una breve carta de despedida. Pero el boludo tiene sus algoritmos éticos; así que antes de regresar en tren a Oxford, va a pie a la Casa Museo Lewis Carroll, no muy lejos de la cima donde se hallan los restos del castillo de Guildford, con el propósito de restituirlo en el sitio que le corresponde en el ítem Páginas cortadas del diario. De modo que lo cambia por el papel que, debido a las maquinaciones y órdenes trasbambalinas y subterráneas del decrépito pero poderoso sir Richard Ranelagh, el jipioso matemático Leyton Howard, ex alumno de Arthur Seldom y perito calígrafo de “la sección científica del Departamento de Policía”, había falsificado ex profeso (y verificado la supuesta autenticidad con el software corrido y manipulado por el becario argentino para verificar, en una mastodóntica computadora del sótano del Instituto de Matemática, la autenticidad del papel sustraído por Kristen Hill).

 

 

Guillermo Martínez, Los crímenes de Alicia. Premio Nadal de Novela 2019Colección Áncora y Delfín, Ediciones Destino (Editorial Planeta Mexicana). México, abril de 2019. 334 pp.    

*********

"Borges y yo", poema en prosa de Borges recitado por él mismo.

Les Luthiers: "Teorema de Thales" ilustrado.