Mostrando entradas con la etiqueta Fotografía. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Fotografía. Mostrar todas las entradas

viernes, 8 de marzo de 2024

Historias de mujeres




Entre evanescentes costillas

En Historias de mujeres, cuya primera edición en Alfaguara data de noviembre de 1995, la española Rosa Montero (Madrid, enero 5 de 1951), periodista y narradora, ha reunido una serie de esbozos biográficos o retratos de mujeres, previamente publicados por entregas en El País Semanal, revista de El País, periódico de España que circula en la Ciudad de México y en algunos puntos de la provincia mexicana, como es el caso de Xalapa, capital del estado de Veracruz. Si la revista limitó la extensión de sus escritos, en el libro fueron ampliados, pero la iconografía, rica y a color en las primeras versiones, se constriñó, en blanco y negro, a una página por texto. 

(Alfaguara, 5ª ed., Madrid, 1996)
Rosa Montero
      
       Enmarcados por un prólogo y un epílogo, Rosa Montero, con afán sintético, boceta en 15 ensayos la vida y obra de Agatha Christie, Mary Wollstonecraft, Zenobia Camprubí, Simone de Beauvoir, Lady Ottoline Morrell, Alma Mahler, María Lejárraga, Laura Riding, George Sand, Isabelle Eberhardt, Frida Kahlo, Aurora y Hildegart Rodríguez, Margaret Mead, Camille Claudel, y las hermanas Brontë. Si en todas estas historias se da por supuesto que hay un trasfondo de documentada investigación (de ahí la bibliografía al pie de cada texto, entre los párrafos e incluso al pie del prólogo), también es cierto que a través de los sesgos subjetivos de la autora sus bocetos se leen como cuentos, sin duda aderezados con buenas dosis de leyenda, chisme y mitificación, pero sobre todo por su amenidad para matizar y narrar. Por ejemplo, de Margaret Mead (1901-1978), controvertida antropóloga que revolucionó su especialidad, dice: “Desde que en 1960 se rompiera una pierna, Margaret llevaba siempre consigo una larga horquilla de castaño. Viéndola en las fotos de esa época, redonda y pigmea hasta lo inverosímil y blandiendo su primitiva vara, la antropóloga parece un personaje de cuento de hadas: un gnomo, una bruja gruñona pero bondadosa, una hechicera arcaica. Una criatura no del todo humana, en cualquier caso, a medio camino entre el chiste y la leyenda.” De María Lejárraga (1874-1974), otro ejemplo, que fue la fiel y cornuda esposa de un famoso dramaturgo español de principios del siglo XX y a quien ella le escribía los libretos, ensayos y artículos que él firmaba y explotaba, apunta: “A los veintitrés años se echó su primero y último novio: Gregorio Martínez Sierra, el hijo de un vecino, un renacuajo de diecisiete años raquítico y tuberculoso (cinco de sus hermanos murieron del bacilo), un chico feísimo, él sí, cabezón, sin barbilla, las orejas desparramadas y todo el aspecto de un ratón. Pero le gustaba el teatro, y escribir poemas, y la literatura.”

Margaret Mead
María Lejárraga
     
        Pero también Rosa Montero, de manera intextricable, vierte una serie de datos y reflexiones de índole feminista (antifalocéntricas, pero no androfóbicas), un conjunto de bosquejos históricos y reivindicatorios de la situación y del papel de la mujer a través del tiempo y de la historia, a lo que se añade una serie de personales puntualizaciones que dan indicios de sus perspectivas e idiosincrasia. Por ejemplo, en un momento dice: “¿Quién podría hoy creer, en su sano juicio, que la literatura sirva para salvar el mundo, o siquiera que el mundo pueda ser susceptible de ser salvado de ningún modo?” O en otro: “el amor, en cualquier caso, consiste en cegarse ante el engaño y en ver al otro no como en realidad es, sino como dice ser, en su representación (igual que una actriz, igual que un actor) del papel que le adjudican nuestros deseos.” Esto ocurre en el prólogo y en el epílogo, en los textos donde habla de mujeres destacadas capaces de ser ellas mismas y contra viento y marea, como son los polémicos y legendarios casos de Agatha Christie, Simone de Beauvoir, George Sand, Margaret Mead, Frida Kahlo y Mary Wollstonecraft. 

Agatha Christie
Simone de Beauvoir
George Sand
Frida Kahlo
Foto: Manuel Álvarez Bravo
Mary Wollstonecraft
Isabelle Eberhardt
Zenobia Campubrí
Zenobia Campubrí y Juan Ramón Jiménez
Laura Riding
Camille Claudell
Lady Ottoline Morrell
Emily Brontë
Las hermanas Brontë
Alma Mahler
  
    Y desde luego, en los casos de las singulares mujeres cuyos destinos resultaron truncos, dolorosos y trágicos; tal es caso de la citada María Lejárraga; el de Isabelle Eberhardt (1877-1904), políglota de ascendencia rusa, incipiente escritora, musulmana conversa en busca de su fanático martirio, de equívocas y oscuras actividades en el norte de África, muerta en la miseria y con el cuerpo roído por la sífilis y el paludismo; el de Zenobia Camprubí (1887-1956), la mujer y musa de Juan Ramón Jiménez (1881-1958), capaz de anularse a sí misma con tal de cumplir con las manías, caprichos y mezquindades de su dueño y señor; el de Frida Kahlo (1907-1954), sorprendida en 1918 por “un golpe en el pie derecho que le causa una atrofia ligera” y por la polio que la arroja a la cama durante nueve meses, y más tarde por el legendario accidente de 1925 y su larga, torturante y complicada secuela; el de Mary Wollstonecraft (1759-1797), narradora, demócrata, liberal y feminista enfrentada a las discriminaciones y miserias antepuestas por los atavismos sociales y machistas de su tiempo, quien antes de morir dio a luz a Mary Shelley (1797-1851), la famosa autora de Frankenstein (1816); el de Hidelgart Rodríguez (1915-1933), niña prodigio educada y asesinada de tres balazos por Aurora (1880-1955), su megalomaniaca y posesiva madre, cuyo patético declive, en la cárcel y en el manicomio (donde estuvo entre 1935 hasta su muerte), la autora también bosqueja; el de Laura Riding (1901-1991), cuyo delirio de bruja y sibila sedujo y arrastró a una cohorte de diocesillos bajunos (“escritores, pintores, fotógrafos”), entre ellos Robert Graves (1895-1985), quien le sirvió de perro y fiel lacayo en la legendaria casita de Deyá, en la isla de Mallorca (“le llevaba todos los días el desayuno a la cama, le liaba los cigarrillos, le hacía los recados, la inundaba de regalos”), pero a la que no obstante le dedicó La Diosa Blanca (1948), dizque inspirado en ella, diciendo en el epílogo: “Ningún poeta adquiere conciencia de la Musa sino por medio de su experiencia con una mujer en la que la Diosa reside hasta cierto punto”; el de Camille Claudel (1864-1943), hermana de Paul Claudel (1868-1955), siempre a la sombra de Auguste Rodin (1840-1917), confinada a la pobreza, a la pérdida y dispersión de su obra escultórica, a la falta de reconocimiento, al olvido y al manicomio durante 30 años, donde murió; el de Lady Ottoline Morrell (1873-1937), anacrónica y dieciochesca mecenas cercana no sólo al grupo de Bloomsbury, mal entendida y despreciada por sus agraciados y coterráneos, pese a la devoción de Bertrand Russell (“fue fundamental para la vida y obra del premio Nobel”), quien terminó solitaria, con su fortuna extinguida, y el rostro desfigurado tras una torpe operación de un cáncer en la cara que le descubrieron a los 55 años; el de Emily Brontë (1817-1848) y su novela Cumbres borrascosas (1847), destinada, por los siglos de los siglos, a atrer mil y un lectores de todos los calibres e idiomas, y por extensión a la lectura y relectura de la vida, obra y avatares de los miembros de su familia; el de Alma Mahler (1879-1964), que se negó por siempre jamás como pianista y compositora ante las obtusas exigencias de Gustav Mahler (1860-1911), su marido durante una década (de 1901 hasta la muerte de éste): “...¿Cómo te imaginas la vida matrimonial de un hombre y una mujer que son los dos compositores?”, le pregunta Gustav Mahler en el fragmentario fragmento de una carta de antología que contiene una serie de risibles y obsolescentes “razones” que Rosa Montero, con exultante espíritu crítico y deportivo, discute y combate una y otra vez a lo largo del libro: “¿Tienes alguna idea de lo ridícula y, con el tiempo, lo degradante que llegaría a ser inevitablemente para nosotros dos una relación tan competitiva como ésa? ¿Qué va a ocurrir si, justo cuando te llega la inspiración, te ves obligada a atender la casa o cualquier quehacer que se presentara, dado que, como tú has escrito, quisieras evitarme las menudencias de la vida cotidiana? ¿Significaría la destrucción de tu vida [...] si tuvieras que renunciar a tu música por completo a cambio de poseerme y de ser mía? [...] Tú no debes tener más que una sola profesión: la de hacerme feliz. Tienes que renunciar a todo eso que es superficial (todo lo que concierne a tu personalidad y tu trabajo). Debes entregarte a mí sin condiciones, debes someter tu vida futura en todos sus detalles a mis deseos y necesidades, y no debes desear nada más que mi amor.”

Rosa Montero


Rosa Montero, Historias de mujeres. Iconografía en blanco y negro. Extra Alfaguara. 5ª edición. Madrid, abril de 1996. 248 pp.


El Paraíso en la otra esquina



 El lobo y la santa 


Para pergeñar su magistral novela El Paraíso en la otra esquina (Alfaguara, 2003), el peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936) estudió y asimiló varias biografías de Paul Gauguin (1848-1903) y de Flora Tristán (1803-1844), abuela materna del pintor, e incluso visitó y deambuló por rincones y vestigios clave en el itinerario de sus protagonistas: Francia, Londres, Arequipa, Lima, Tahití, las islas Marquesas, etcétera; periplo convertido en crónica fotográfica por su hija Morgana Vargas Llosa: Las fotos del paraíso (Alfaguara, 2003), con un texto de Mauricio Bonnett, y que estuvo expuesta en la Casa de América, el Palacio de Linares en Madrid, entre el 29 de marzo y el primero de mayo de 2003.
(Alfaguara, 2003)
       
Fotos: Morgana Vargas Llosa
        
      Basado, además, en una implícita investigación bibliográfica que contextualiza los entornos, los usos, los hábitos, las costumbres, las idiosincrasias, las ideologías y los movimientos político-sociales decimonónicos que aborda (como el cartismo inglés y las sectas derivadas de Saint-Simon y de Charles Fourier), en fechas, nombres y datos históricos, y en episodios y lugares legendarios, Mario Vargas Llosa imagina con fluidez y seducción los últimos períodos de la triste, dramática y vertiginosa vida de sus dos personajes y los intrincados hechos anteriores que los sustentan.
Así, en un conjunto de XXII capítulos alternos (que conforman dos novelas paralelas en una misma novela) el narrador desarrolla y contrasta las antagónicas semblanzas de Paul Gauguin y de Flora Tristán.

Paul Gauguin (París, c. 1895)
     
Flora Tristán
(1803-1844)
         
         En “La odisea de Flora Tristán”, un ensayo que Mario Vargas Llosa firmó en “Marbella, julio de 2002” y que se puede localizar en la web y leer en el Diccionario del amante de América Latina (Paidós, 2005), antología de Mario Vargas Llosa coordinada por Albert Bensoussan, el novelista dice que Stéphane Michaud (“profesor de literatura comparada en la Sorbona, presidente de la Sociedad de Estudios Románticos del Diecinueve y autor, recientemente, de un libro notable sobre Lou Andreas-Salomé, que conjuga la erudición con la claridad expositiva y la amenidad”, y de “Flora Tristán. La Paria et son rève, la cuidadosa edición de su correspondencia”) “es probablemente el mejor conocedor de la vida y la obra de Flora Tristán, que rastrea desde hace años con obstinación de sabueso y ternura de enamorado. Sus estudios sobre ella y los coloquios que ha organizado en torno a su gesta intelectual y política han contribuido de manera decisiva a sacar a Flora Tristán del injusto olvido en que se hallaba, pese a esfuerzos aislados, como el admirable libro que escribió sobre ella, en 1925, Jules Puech.”
(Alfaguara, México, 2003)
   
 Pero El Paraíso en la otra esquina, en el ámbito de la lengua española (y quizá en otros idiomas), también ha tenido la virtud de desempolvar y revitalizar lo que de histórico y precursor implica la vida y la obra de Flora Tristán, normalmente omitida por los estudiosos de las utopías del siglo XIX, de la génesis de las ciencias sociales, de la historia del movimiento obrero y de la reivindicación de los derechos de la mujer y de los niños, como bien lo indica el libro impreso en México por Editorial Colibrí: Mi vida (2003), cuyo sonoro y publicitario subtítulo: De París al Perú: el viaje iniciático de la precursora del feminismo moderno, alude el autobiográfico y cáustico libro que le brindó cierta celebridad entre la intelligensia parisina de la época: Peregrinaciones de una paria (1838).


Mario Vargas Llosa leyendo el diario de Flora Tristán
Foto: Morgana Vargas Llosa
   

        En lo que concierne a las vicisitudes, a las menudencias de su delirio mesiánico y redentor y a los detalles de la vida, de los libros y la personalidad de Flora Tristán, en El Paraíso en la otra esquina, pese a que su prédica empezó en la capital francesa el “4 de febrero de 1843” ante “un grupo de trabajadores parisinos”, su último trecho, con una bala cercana al corazón y con la salud paulatinamente mermada, comienza el “12 de abril de 1844”, que es cuando inicia su gira por pueblitos, puertos y ciudades del sur de Francia, con el fin de inocular y propagar entre los obreros y artesanos el ideario de su doctrina-manifiesto: La Unión Obrera (editado en París en junio de 1843) —que antecede a la edición del Manifiesto del Partido Comunista (“publicado por primera vez en Londres en febrero de 1848”)— y la formación seminal de una serie de comités de la Unión Obrera, que según supone Flora, traerá, con una revolución pacífica de filiación cristiana (pero no católica), bienestar, trabajo, educación, salud, justicia y seguridad en la vejez a los miserables inscritos en los Palacios Obreros. Y concluye el 14 de noviembre de 1844, día en que acaba de agonizar en la casa de Charles y Elisa Lemonnier, sus protectores sansimonianos, a partir de que “el nefasto 24 de septiembre de 1844” perdiera el conocimiento durante el concierto que el compositor y pianista Franz Liszt daba en el Grand Théâtre de Burdeos.  
Paul Gauguin, dos amigos y la javanesa
(París, c. 1893-1894)
       
Por su parte, el último trayecto de la vida del pintor Paul Gauguin, repleto de excesos, locuras, contradicciones, quimeras, padecimientos de la sífilis y de su cojera y de ciertos pasajes en los que el lector lo ve pintar e introducirse en varios de sus famosos cuadros que se pueden cotejar en un libro iconográfico o en páginas de la web —por ejemplo: Nevermore (1897), Manao Tupapau (1892), La visión tras la prédica (1888) y Vicent van Gogh pintando girasoles (1888)—, empieza “el amanecer del 9 de junio de 1891”, día que desembarca en Papeete, en Tahití; y termina con su muerte, acaecida el 8 de mayo de 1903, en Atuona, diminuta isla de las Marquesas, en cuya tumba, además de colocar una flor roja a los pies, Mario Vargas Llosa se sentó a escribir notas (“con esa máscara de infinita concentración y pocos amigos que asume cuando escribe”), según lo ilustra una de las fotos a color tomadas por su hija Morgana, nacida en Barcelona, en 1974, y que desde 1996 se ha desempeñado como fotógrafa en distintos ámbitos (incluso bélicos) y medios impresos, como El País, El País semanal, Paris Match, Caretas, Gente y Gato pardo.


Mario Vargas Llosa en la tumba de Paul Gauguin
Foto: Morgana Vargas Llosa


Morgana Vargas Llosa
       
Si la construcción del fraterno paraíso obrero para Flora Tristán implicaba su papel mesiánico, la congruencia entre sus ideas y sus actos y la entrega total (de ahí que ante Olimpia Maleszewska renuncie a las delicias del amor lésbico y no obstante a que desatiende sus responsabilidades de madre frente a su hija Aline, quien sería la madre de Paul), el paraíso del pintor es una visión individualista, egocéntrica, hedonista y erótica que pretendía encontrar, idealizando, mitificando y autoengañándose, en un ámbito salvaje, primigenio y virginal, donde el supuesto anquilosamiento del arte del viejo Occidente y los atavismos de la idiosincrasia europea no hubieran hecho mella, mismo que fantaseando empezó a buscar en Pont-Aven y luego a soñar durante su tensa y malhadada convivencia con Vincent van Gogh en La Casa Amarilla, en Arles, entre octubre y diciembre de 1888. 
 
Vincent van Gogh pintando girasoles (1888)
Óleo sobre lienzo de Paul Gauguin
      
      Y si en Panamá y en la Martinica se tropezó con experiencias y enfermedades que lo volcaron de nuevo a Europa marcado para siempre, tanto en Tahití como en Atuona sobran los claros indicios de que ese entorno “salvaje” no era tal. Gauguin debió haberlo supuesto, pues la Polinesia, pese a la lengua, a la cultura, a lo desinhibido y a los vicios de los indígenas maoríes, era una colonia de la monarquía francesa ya minada por el gobierno de la metrópoli y por las costumbres de Europa y por la moral y las creencias de las misiones católicas y protestantes. Sin embargo, si en un momento se desencantó de Tahití y supuso que en las islas Marquesas estaban los verdaderos maoríes en estado salvaje, semidesnudos y conocedores de los antiguos dioses, de los ritos de la antropofagia y de los arcanos de los tatuajes, cuando ya está en sus últimos momentos, también desilusionado de la isla de Atuona, sentenciado a tres meses de cárcel y 500 francos de multa, semiciego e inválido, con las piernas llagadas y pestilentes y sometido a la inconsciencia o semiinconsciencia a la que lo sumergía la morfina, fantasea o alucina que lo que buscaba está en el idilio nipón: “A veces, se veía, no en las islas Marquesas, sino en Japón. Allí debías haber ido a buscar el Paraíso, Koke, en vez de venir a la mediocre Polinesia. Pues, en el refinado país del Sol Naciente todas las familias eran campesinas nueve veces al año y todas eran artistas los tres meses restantes. Pueblo privilegiado, el japonés. Entre ellos no se había producido esa trágica separación del artista y los otros, que precipitó la decadencia del arte occidental. Allí, en Japón, todos eran todo: campesinos y artistas a la vez. El arte no consistía en imitar a la Naturaleza, sino en dominar una técnica y crear mundos distintos del mundo real: nadie había hecho eso mejor que los grabadores japoneses.”

Manao tupapau  (1892)
Óleo sobre lienzo de Paul Gauguin

 
Nevermore  (1897)
Óleo sobre lienzo de Paul Gauguin
        
      Y más aún, en la secuencia de sus moribundas cavilaciones de morfinómano “lobo en el bosque”, de “lobo sin collar” (según decía él, pero nunca dejó de comulgar y depender de Europa y de sus atavismos e idiosincrasia europea), colige que no logró ser “un salvaje cabal”, pues pese a su efímero y secreto encuentro sodomita con Jotefa, “el leñador de Mataiea”, quien era un mahu, un hombre-mujer que utilizó de modelo para su cuadro Pape moe (1893), concluye que debió aparearse y hacer su mujer a un individuo de tales hermafroditas características.

Pape moe (1893)
Óleo sobre lienzo de Paul Gauguin


Mario Vargas Llosa, El Paraíso en la otra esquina. Alfaguara. México, 2003. 488 pp.



miércoles, 6 de diciembre de 2023

Smoke & Blue in the face

El acto de leer y contar, el punto zen y lo único

 

I de III

El día de la Nochebuena de 1990, en San Francisco, California, Wayne Wang, director de cine de origen chino, leyó en el New York Times el “Cuento de Navidad de Auggie Wren”, escrito por el norteamericano Paul Auster, a quien no conocía ni como lector ni en persona. Pero el texto lo emocionó y le gustó tanto, que se propuso leer sus libros y sobre todo hacer una película basada en tal relato. En mayo de 1991, Wayne Wang visitó a Paul Auster en su estudio de Park Slope, el barrio neoyorquino en Brooklyn, donde entonces residía el novelista desde hacía más de quince años. Tal visita incluyó un tour repleto de relatos y leyendas que le contaba Paul Auster sobre la urbe, el barrio y su gente. Un almuerzo en el Jack’s, el restaurante donde Auggie Wren le narra el Cuento de Navidad al Paul del relato que publicó Paul Auster en el New York Times; y entre otros ejemplos de futuras localizaciones extraídas del cuento, una visita al verdadero estanco ubicado en el centro de Brooklyn que inspiró al verdadero Paul, sitio donde el escritor suele adquirir sus latas de Schimmelpennincks, los puritos holandeses que le place fumar. 

     


        Pero lo más importante es que a partir de tal encuentro empezaron a concebir el proyecto que, no sin vicisitudes, derivaría en lo que es la película Smoke (1995), guionizada por Paul Auster y dirigida por Wayne Wang filme que en la Berlinale de ese año obtuvo el Premio Especial del Jurado y al año siguiente el Premio Independent Spirit al Mejor primer guion— y que suscitó el rodaje de Blue in the face (1995), codirigido por Wayne Wang y Paul Auster, en base a ciertas “Notas para los actores” escritas por éste, las cuales sirvieron de arranque para las libres interpretaciones y espontáneas improvisaciones hechas por el reparto notable por los sucesivos e instantáneos cameos, lo que suscitó que Peter Newman, uno de los productores, la calificara de “un proyecto en el que los internos asumen la dirección del manicomio”.  

 

Wayne Wang, Harvey Keitel y Paul Auster

Smoke & Blue in the face, p. 208


          Entre el reparto de Blue in the face figura Harvey Keitel, quien en Smoke también caracterizó a Auggie Wren, el dependiente de la tabaquería; Mel Gorham, repitiendo a Violet, que ya no es la ligue latina de Auggie, sino la mujer con quien sale; Victor Argo, de nuevo en el papel de Vinnie, el dueño del estanco donde despacha Auggie; y entre los que no estuvieron en Smoke: el guitarrista, compositor y cantante Lou Reed, monologando (en el sitio que le corresponde a Auggie tras el mostrador) una serie de hilarantes razones y sinrazones de índole existencialoide y pseudofilosóficas; Madonna, en un fugaz aleteo de cantarina-mensajera; y el cineasta Jim Jarmusch, notorio en su papel de Bob, el fotógrafo que asiste al estanco para fumarse con Auggie su último cigarrillo; pero sobre todo por ser el director de Extraños en el Paraíso (1984), Bajo el peso de la ley (1986), Hombre muerto (1995), Coffee and Cigarettes (2003), entre otros filmes.

 

Harvey Keitel y Jim Jarmusch

Smoke & Blue in the face, p.245


         Y si una detallada enumeración de los participantes implica citar a Harvey Wang, fotógrafo que filmó una serie de secuencias documentales en video súper 8, de cuyas imágenes varios fragmentos fueron insertados entre el total de fragmentarias secuencias que conforman la película, tampoco es posible ignorar a Christopher Ivanov, el montador, a quien Paul Auster reivindica diciendo: “Wayne y yo pasamos incontables horas en la sala de montaje con Chris, probando docenas de ideas diferentes en una conversación triangular continuada, y su energía y paciencia fueron inagotables. En todos los sentidos de la palabra, él es coautor de la película.”

       

Panorama de narrativas núm. 339, Editorial Anagrama, 3ª ed.,
Barcelona, noviembre de 1996

         
En este sentido, el libro Smoke & Blue in the face, profusamente ilustrado con anónimas fotos y fotogramas en blanco y negro
—cuya primera edición de Anagrama data de noviembre de 1995 (el mismo año que en Nueva York apareció en inglés coeditado por Hyperion y Miramax)— inicia con un prólogo en el que Wayne Wang alude su descubrimiento de Paul Auster, el inicio de la amistad, y su consecuente y mutua colaboración en ambos filmes. Y enseguida el libro se divide en los dos principales apartados: Smoke y Blue in the face.  

 

Lou Reed

Smoke & Blue in the face, p. 221

        La sección de Smoke comprende tres partes: “Cómo se hizo Smoke”, una entrevista a Paul Auster realizada por Annette Insdorf, “Catedrática del Departamento de Cine de la Escuela de las Artes de la Universidad de Columbia y autora de François Truffaut”; Smoke, el guion escrito por Paul Auster, precedido por los créditos de la película, pese a que el filme y el texto difieren; y el “Cuento de Navidad de Auggie Wren”, que el narrador escribió en 1990 para el New York Times.

     

Cintillo

           
La sección de Blue in the face también comprende tres partes: “Esto es Brooklyn. No seguimos el reglamento”, un prefacio de Paul Auster en el que bosqueja ciertos incidentes y anécdotas que dieron origen a este divertimento fílmico que, sin ser continuación de Smoke, está intrínsecamente emparentado, tanto por el hecho de que el estanco
el sitio donde despacha Auggie Wren es la locación principal (el interior o la esquina que da a la calle) y por ende donde se desarrollan la mayoría de las azarosas, fragmentarias, delirantes y risibles secuencias que la constituyen, como por la circunstancia (ya mencionada) de que varios de los actores que estuvieron en el anterior reparto, repiten la caracterización que les correspondió. En este sentido, si Blue in the face es “un buñuelo relleno de aire, una hora y media de canciones, bailes y disparates”, “un himno a la gran República Popular de Brooklyn” según la define Paul Auster, la tabaquería donde despacha Auggie, ubicada en la víscera cardiaca de tal sector neoyorkino, es una bufa y distendida idealización de la vida cotidiana en Brooklyn y de los destinos cruzados que se dan cita en el estanco; es decir, sin la crudeza, la violencia y la marginación que se fermenta y empantana por allí.

     

Smoke & Blue in the face, p. 303

         La segunda parte correspondiente a la sección Blue in the face, son las “Notas para los actores” escritas por Paul Auster, divididas en dos segmentos: “Julio” y “Octubre”; lo cual alude el hecho de que las escenas fueron rodadas durante tres días de cada mes. Cada una de las “Notas para los actores”, ya sea que haya sido suprimida en el filme o no, está acompañada, al pie, por una serie de anecdóticos comentarios del mismo Auster, escritos después de realizada la película. Y por último, con los créditos por delante, figura la transcripción del filme Blue in the face; es decir, de lo pergeñado entre el guionista (que aquí, pese a él, se revela como un creador de gags), los directores, actores, fotógrafos, montador, etcétera.

       

Paul Auster y Wayne Wang

Smoke & Blue in the face (Anagrama, 1996)
p. 217

          
Es evidente que a través de la entrevista a Paul Auster
—Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2006—, de los prólogos, los guiones, las notas y los comentarios, se desvelan y comprenden algunos intríngulis que oscilan alrededor y detrás de los procesos de rodaje y montaje y del resultado final de ambos filmes, como es, en Smoke, la relevante particularidad del Cuento de Navidad que en el Jack’s le narra Auggie Wren al escritor Paul Benjamin (el alter ego de Auster que también tiene su estudio en Park Slope y que fue caracterizado por William Hurt) para que éste lo publique en el New York Times, cuyas retrospectivas imágenes en blanco y negro y la voz en off de Auggie, serían, según el guion, intercaladas entre el diálogo que tête à tête sostienen en el Jack’s. (Vale observar, entre paréntesis, que Benjamin es el segundo nombre de Paul Auster y el pseudónimo con que en 1976 publicó su primera novela: Juego de presión.) Pero luego las dificultades para sincronizar el alterno montaje de los fragmentos de ambas secuencias paralelas, hizo que primero se montara la secuencia de la charla en el restaurante y después sin la voz en off de Auggie, pero con una rolita de Tom Waits de fondo: Innocent when you dream (78), la retrospectiva secuencia en blanco y negro de las escenas del Cuento de Navidad que a Paul Benjamin le relata Auggie Wren.

II de III

Tanto Wayne Wang, como Paul Auster, narran que desde el primer día que se vieron y deambularon por Brooklyn tuvieron la certeza de que iban a ser grandes amigos. Quizá esto fue una especie de elemento premonitorio y de buen augurio que signó el hecho de que en la trama de Smoke, pero también en la de Blue in the face, la calidez humana y el valor de la amistad tienen gran trascendencia. Si no hubiera sido así, el papel de Auster en Smoke hubiera concluido con su guion; es decir, en contra de la costumbre siguió de cerca el rodaje y el montaje, tanto, que el hecho de estar ahí y de meter su cuchara una y otra vez, es una de las razones por las que él y Wang empezaron a pergeñar el plan y las notas de lo que luego sería Blue in the face. La atmósfera amistosa, según Auster, se hizo extensiva entre el equipo de producción y el reparto. (Daniel Auster, el hijo que el escritor y guionista tuvo con la escritora Lydia Davis, su primera esposa, hizo un fugaz cameo como ladrón de libros.) Así, cabe decir que la cálida complicidad de Siri Hustvedt, la segunda esposa de Auster desde 1981, también está presente en las ideas que dieron origen al primer guion de Smoke que escribió el novelista, y detrás del cuestionario de Blue in the face ubicado en la secuencia denominada “Fundación Bosco”, concebida en un momento en que Paul Auster sentía que el cansancio lo había dejado sin una gota de creatividad.

     

Smoke & Blue in the face, p. 49

            En principio Smoke es una celebración del acto de fumar, marcada por la circunstancia de que los personajes (no todos fumadores empedernidos) se dan cita en ese minúsculo recodo de Brooklyn: el estanco donde despacha Auggie Wren. Esto es así, pese a que no falta algún sesgo moralista en contra de tal placentero y pernicioso hábito, como es, por ejemplo, el que encarna Vinnie, el dueño de la tabaquería, que ya lleva dos infartos, pero que sin embargo no puede dejar sus adorados puros. “Estos cabrones me matarán cualquier día”, dice, llevándose una buena dosis. O el que corporifica el propio Auggie en una escena que se lee en el guion (eliminada en la película), donde al disponerse a proseguir su lectura de Crimen y castigo, en obvia connotación con el título, sufre un ataque de “tos de fumador profunda y prolongada. Se golpea el pecho. No le sirve. Se pone de pie, aporreando la mesa mientras el ataque de tos continúa. Empieza a tambalearse por la cocina. Maldiciendo entre jadeos. Movido por la rabia, tira todo lo que hay sobre la mesa: vaso, botella, libro, restos de la cena. La tos se calma, luego vuelve a empezar. Él se agarra al fregadero y escupe dentro.”

       

Mira Sorvino

Smoke & Blue in the face, p. 20
4

          En cuanto a que la calidez humana y el valor de la amistad es un ingrediente cualitativo que se desliza y trasmina a lo largo de Smoke, esto se puede observar en las siguientes particularidades: Auggie Wren no es un tipo del todo ejemplar: hace alrededor de diecinueve años robó una alhaja para Ruby MacNutt, su único verdadero amor; fechoría que lo obligó a renunciar a la universidad, abandonándose, a través de la marina, durante cuatro años en el azar de la guerra, con tal de no ir a la cárcel. Y otro de sus latrocinios, según dice, data de 1976, cuando se hizo de su primera y única cámara fotográfica; y en 1990
el presente hace lo posible por vender al margen de la ley (o sea: de contrabando) varias cajas de puros cubanos. No obstante es, con todo y su humor negro y su cáustica lengua bífida y aceitada, un buenazo, un tipo de buen corazón y sin grandes aspiraciones. Sin necesitarlo, tiene empleado a Jimmy Rose, un disminuido mental que aporta ciertos cómicos matices. Por hacerle un gratuito favor al escritor Paul Benjamin emplea, también sin necesitarlo, a Rashid, un negro de diecisiete años. Ruby MacNutt, la citada ex mujer de Auggie que otrora lo traicionara con otro, le llega, después de dieciocho años y medio de no verla, con el cuento de que él es el padre de Felicity, una joven de dieciocho años que subsiste en un mísero agujero no muy lejos de allí enfrascada con un inepto y lo peor: con un embarazo de cuatro meses y sujeta al infierno del crack. No obstante, Auggie, después de varios estiras y aflojas, de ciertos giros inesperados y de intuir que Felicity no es su hija, no duda en donarle a Ruby MacNutt cinco mil dólares en efectivo, quizá para la efímera recuperación de la chica en una clínica de desintoxicación; cantidad que representa la única fortuna que poseía, un ahorro de tres años, con la que tal vez hubiera podido reactivar o potenciar su contrabando de puros cubanos.

         

Smoke & Blue in the face, p. 82

           
En este sentido, sólo por pasar un buen rato y por celebrar y ayudar a un amigo que no halla el tema y la resolución de un relato, Auggie Wren le narra a Paul Benjamin el Cuento de Navidad que éste necesita escribir para su inminente publicación en el New York Times. Y sea el relato verdad o mentira, o una mezcla de ambas cosas, en éste, Auggie, donde también es protagonista, por igual es un buenazo que no se raja con la policía cuando un negro mozalbete se roba del estanco unas revistas de mujeres desnudas; esto sólo por el hecho de conmoverse y deducir, a través de ciertas fotos infantiles y de la licencia de manejo que halla en la cartera que el ladronzuelo dejó caer en su apresurada huida, que se trata de “Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte”. 

         

Smoke & Blue in the face, p. 157

         Y cuando el mero día de Navidad por fin decide devolverle la cartera, guiándose por la dirección de la licencia, y quien le responde desde el interior y le abre la puerta es la abuela Ethel
una anciana ciega, se deja llevar en un juego de mutua complicidad y mutuos aparentes engaños, cuyo trasfondo implica hacer lo posible aportando víveres, calidez, ternura y muchos cuentos para que la abuela Ethel pase una buena tarde y una agradable cena de Navidad, pese a que Auggie, al ver en el baño un grupo de seis o siete cámaras fotográficas de 35 milímetros (robadas, sin duda), no puede eludir la tentación de robarse una.

       

Smoke & Blue in the face, p. 42


        
Rashid, el negro adolescente que casi sin pensarlo hurtó el botín (¡cinco mil ochocientos catorce dólares!) de un par de verdaderos y peligrosos delincuentes, sin que se lo pidan, salva al distraído de Paul Benjamin de morir atropellado o de convertirse en un tullido o en un imbécil vegetal. Paul Benjamin, para corresponderle, le invita unas limonadas y le da cobijo en su departamento de Park Slope, pese a que después de tres noches ya esté harto de que la presencia del negro trastoque su intimidad y su tiempo de escritor. Sin embargo, más adelante no elude la posibilidad de ayudarlo a resolver sus problemas personales y familiares, y ante los rateros que de pronto, al buscar a Rashid para recuperar el botín, le propinan una golpiza marca diablo; es decir, Paul Benjamin resiste el embate y no delata al negro.

 

Smoke & Blue in the face, p. 305

          Pero es ante el infortunio de Auggie Wren donde se hace todavía más patente el valor de la amistad. Auggie, sin necesitarlo y por apoyar a ambos, le dio empleo a Rashid en el estanco. El negro, absorto en la contemplación de una revista porno, provoca que Auggie pierda, por un derrame de agua, sus cajas de Montecristos, los puros cubanos con los que pretendía doblar su inversión de cinco mil dólares, su única fortuna ahorrada en tres años. Paul Benjamin, al enterarse y pese a que Rashid alega que el botín confiscado a los vándalos constituye todo su futuro, lo induce a entregarle a Auggie cinco mil dólares, de ese botín, para saldar la pérdida de las cajas de puros. “Mejor conservar a los amigos que preocuparse por los enemigos”, le dice. “Ahora tienes amigos, ¿recuerdas? Pórtate bien y todo saldrá bien.”

III de III

Pero también Smoke es una celebración del acto de leer y contar en forma hablada y escrita. Auggie Wren, pese a ser un simple empleado de un estanco de barrio, siempre está leyendo un buen libro; el de Dostoievski, por ejemplo. Pero además, como pícaro y maestro del improvisado y evanescente cuento oral, inventa eróticos prodigios sobre los puros a un ingenuo e inminente papá (escena suprimida en la versión fílmica). “Una mujer es sólo una mujer, pero un cigarro puro es fumar”, le recita al despedirlo asegurándole que son “inmortales palabras de Ruyard Kipling”. “¿Qué quiere decir eso?”, le pregunta el joven papá. “Ni puta idea. Pero suena bien, ¿no?” Es la respuesta.  

   

Smoke & Blue in the face, p. 36

       Pero lo más notable es el
Cuento de Navidad que Auggie Wren le narra y le regala a Paul Benjamin en el Jack’s, cuyo origen e intríngulis, ya lo apuntó el reseñista de marras, resulta ambiguo: entre la posible mentira y la probable verdad. Ante tal equívoco, Paul Benjamin le canta: “La mentira es un verdadero talento, Auggie. Para inventar una buena historia, una persona tiene que saber apretar todos los botones adecuados. (Pausa) Yo diría que tú estás en lo más alto, entre los maestros.” Calificación superlativa que no tarda en ganarse el negro Rashid, pues todo el tiempo se la pasa cambiándose de nombre y contando mil y una mentiras que son viles y vulgares cuentos de nunca acabar; pero además, como lector, se devora Las misteriosas barricadas, de Paul Benjamin. Y dado que es un dibujante nato, el día que cumple sus 17 añotes escoge de regalo varios libros con imágenes de Rembrandt y Edward Hopper, y las cartas de Van Gogh. Cyrus Cole, por su parte, le narra a Rashid la historia de la pérdida de su brazo izquierdo como si fuera una parábola religiosa y moralista. Paul Benjamin, lector y escritor que había dejado de escribir desde la trágica muerte de su esposa, recupera su voz: vuelve a entregarse a la escritura, además de darle forma escrita al Cuento de Navidad que le narra Auggie. Pero también, en medio de ciertas charlas, cuenta de manera oral algunas historias, como la de Sir Walter Raleigh y la fórmula con que resuelve el modo de medir el peso del humo. La del joven que al esquiar en los Alpes, por una inescrutable coincidencia, halla bajo el hielo el cuerpo intacto de su progenitor extraviado hace veinte años y por ende ahora su padre es más joven que él. La de Bajtín atrapado en Leningrado en 1942, con mucho tabaco y sin papel para forjarlo; así, quizá en la antesala de la muerte, poco a poco se fuma su libro: las hojas del manuscrito en el que había invertido diez años de trabajo.

     

Smoke & Blue in the face, p. 155

            Difícil es concebir de carne y hueso a un empleado de una minúscula tabaquería de Brooklyn que lee atentamente Las investigaciones filosóficas de Ludwig Wittgenstein, mientras a su alrededor berrean y dicen burradas los vagos y castradores de Cronos de la OTB (Oficina de apuestas). Y también resulta dudoso que Auggie o Vinnie
el dueño del estanco, que es un vulgar comerciante, haya (o hayan) colocado entre la estantería (como si tuvieran el ojo clínico de un decorador o escenógrafo de un set cinematográfico) varios retratos de iconos fumando que rinden tributo al cine y al tabaco: “Groucho Marx, George Burns, Clint Eastwood, Edward G. Robinson, Orson Welles, Charles Laughton, el monstruo de Frankenstein, Leslie Caron, Ernie Kovacs.” En este sentido, quizá hubiera sido mucho más coherente que los retratos fueran de los legendarios peloteros de los Brooklyn Dodgers (tal vez en pose de fumadores) que habitaron en el barrio.  

   

Smoke & Blue in the face, p. 209

       


          Pero lo que sí persuade y descuella es el singular rasgo de Auggie Wren: su curiosa afición fotográfica. No hace la foto de cualquier cosa, ni es un disparador locuaz, compulsivo e incontinente. Todos los días coloca el trípode y su cámara fotográfica frente a “la esquina de la calle 3 con la Séptima Avenida”, el sitio su sitio donde se ubica el estanco. Enfoca; espera que den las ocho de la mañana y hace una única toma. Corre el año 1990 y tal afición la empezó en 1977. Tiene ya catorce álbumes. En cada página coloca seis fotos, cada una con la fecha en una etiqueta colocada en la parte superior derecha. Esto lo hace día a día: llueva, nieve o truene. “Es mi proyecto”, dice, “la obra de mi vida”. “Por eso no puedo cogerme vacaciones nunca. Tengo que estar en mi sitio todas las mañanas. Todas las mañanas en el mismo sitio a la misma hora.” 

 


      Aparentemente se trata, siempre, de la misma imagen: “más de cuatro mil fotos del mismo sitio”. Pero en realidad plantea y desarrolla, desde un mismo encuadre directo y minimalista, un sutil y obsesivo registro de los casi imperceptibles cambios del tiempo natural y del tiempo humano, e incluso de sí mismo y de las conjunciones del azar en un punto fijo, que lo hace parecer un poeta lírico (por lo que dice del sentido de su trabajo), pero también una especie de mutación infraterrenal de un maestro zen inclinado al panteísmo (por aquello de la arcana e inescrutable metempsicosis): le basta estar concentrado en un mismo punto, el mismo y distinto, para estar en todos lados y en ninguno. 

   


         
Smoke & Blue in the face, p. 54

              Y son lo suficientemente distintas y únicas esas imágenes que parecen un absurdo, incomprensible y abrumador delirio de la repetición, que al ir hojeando despacio las fotos de 1987, Paul Benjamin se encuentra, de pronto, con una imagen de Ellen con paraguas cruzando por allí: su dulce, entrañable y querida amada, muerta trágicamente en una balacera 
(dolorosa pérdida que lo dejara con un vacío existencial, con un hueco en el estómago y en el corazón, más solo que la hez de la canalla, y sin su voz de escritor), cuya fotogénica presencia lo conmueve hasta las lágrimas (Ellen iba embarazada) y le hace comprender el sentido de lo único y de la imagen única e irrepetible.

 

Smoke & Blue in the face, p. 57

 

Paul Auster, Smoke & Blue in the face. Prólogo de Wayne Wang. Traducción del inglés al español de Maribel de Juan. Iconografía anónima en blanco y negro. Panorama de narrativas núm. 339, Editorial Anagrama. 3ª edición. Barcelona, noviembre de 1996. 312 pp.

 *********

Trailer de Smoke (1995), película dirigida por Wayne Wang con guion de Paul Auster.

“Cuento de Navidad de Auggie Wren”, pasaje de Smoke (1995) doblado al español.