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martes, 6 de junio de 2017

El secreto de sus ojos

Las miradas se cargan de palabras

I de II
En la narrativa del escritor argentino Eduardo Sacheri (Castelar, 1967) —Premio Alfaguara de Novela 2016 por La noche de Usina—, su novela El secreto de sus ojos es un best seller, su gallina de los huevos de oro, fulgurante en todos los rincones y resquicios del planeta Tierra. La primera edición (impresa en Buenos Aires por Galerna) data de 2005 y entonces se titulaba La pregunta de sus ojos, que es la sugerente frase con que concluye (abierta a la imaginación del lector). Pero a raíz del masivo y estridente boom del filme dirigido por Juan José Campanella, estrenado en 2009 —con guion del novelista y del director—, ganador del Oscar, en 2010, a la mejor película extranjera (entre otros premios y nominaciones), en algún momento la novela (editada por Alfaguara y elegida por la empresa en su 50 aniversario entre los 50 títulos imprescindibles de su historia) pasó a llamarse igual que la película. Elemental y transparente mercadotecnia biunívoca.  
Primera edición en Debolsillo
México, noviembre de 2015
    Una estrategia de ventas parecida es la utilizada en la primera edición mexicana de El secreto de sus ojos en Debolsillo, impresa en noviembre de 2015, pues el diseño del frontispicio (con el tautológico y circular sello que refrenda su índole de best seller) reproduce la imagen con que en DVD se comercializó Secret in their eyes (2015), filme dirigido por Bill Ray. Allí se observa una panorámica nocturna de luminosos rascacielos de Los Ángeles, California (época actual), encabezada por los rostros de los actores que lo protagonizan: Julia Roberts, Nicole Kidman y Chiwetel Ejiofor. Y encima de éstos figura un cintillo que pregona a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada aldea global: “Llevada a la pantalla grande como Secretos de una obsesión”. Lo cual es una reverenda mentira del tamaño de la croqueta del mundo, porque tal filme no es una adaptación de la novela de Eduardo Sacheri, como tampoco lo es la película dirigida por Juan José Campanella. El largometraje de Campanella, hablado con el español de la Argentina y ubicado en un Buenos Aires que oscila entre 1974 y 25 años después, está basado en el libro de Sacheri, pero no es una adaptación en sentido estricto. 
   
DVD de la película El secreto de sus ojos (2009)
      Entre las variantes y diferencias entre la obra literaria y la obra fílmica se pueden enumerar, por ejemplo, varios nombres. El protagonista del filme se llama Benjamín Espósito (Ricardo Darín) y en la novela se llama Benjamín Miguel Chaparro; en la película la abogada (y luego jueza) se llama Irene Menéndez Hastings (Soledad Villamil) y en la novela lleva por nombre Irene Hornos y su itinerario es otro. Quien en el libro provoca la confesión del violador y asesino es Pablo Sandoval (entrañable amigo y auxiliar de Benjamín Chaparro en el “Juzgado de Instrucción en lo Criminal” donde laboran), mientras que en el filme es Irene. En el libro el viudo, en la época de la violación y asesinato de su joven esposa, es alto y rubio, y en el filme tiene el cabello negro y una estatura promedio. En el libro esa joven mujer era oriunda de Tucumán y en el filme de Chivilcoy. Las fotos del matrimonio y de ella antes de casarse con Morales, en la novela éste se propone destruirlas luego de enseñárselas a Chaparro en el bar de la calle Tucumán: “no puedo tolerar ver su rostro sin que ella pueda devolverme la mirada”, le dice; mientras que en la película el viudo las preserva en su casa y las contempla sin descanso porque para él son un íntimo y valioso tesoro; pero en ambos casos del conjunto de fotos Benjamín selecciona varias donde un individuo mira bobalicón y embelesado a Liliana Colotto (él sabe de esos íntimos y secretos menesteres de la mirada porque a sí mismo se ve mirando bobalicón y embelesado a Irene), observación que permite identificar a Isidoro Gómez, que resulta ser el violador y asesino. En la novela el policía Alfredo Báez juega un papel protagónico y muy inmiscuido en las primeras deducciones que arrojan las pistas del caso recabadas por Chaparro, en otras investigaciones detectivescas y en las incertidumbres que ponen en peligro la vida de éste en el contexto de la guerra sucia en 1976 (por ende lo esconde en una pensión y le organiza su viaje y exilio en el Juzgado Federal San Salvador de Jujuy, exilio que se prolonga siete años y donde Chaparro conoce a su segunda esposa), mientras que en el filme desempeña un papel muy secundario, casi decorativo y coreográfico. Y en el desenlace de la trama y en el destino del asesino (y del viudo) hay grandes y trascendentales diferencias entre la novela y la versión fílmica.  
   
DVD del filme Secretos de una obsesión (2015)
      Por su parte, Secretos de una obsesión es una película “Inspirada en la ganadora del Oscar El secreto de sus ojos” —no en la novela—, tal y como se lee al término del filme y en el encabezado de la portada del DVD de la versión con subtítulos en español. Es decir, el argumento de Secretos de una obsesión, con guion de Bill Ray, retoma y reinventa situaciones y planteamientos (e incluso frases) de la película  guionizada por Sacheri y Campanella, pero es otra cosa, una obra distinta, no una adaptación. En ella se suceden dos tiempos ubicados en Los Ángeles, California. Uno se remonta a la época en que ocurrió la violación y asesinato de la hija de la policía Jessica Jess Cobb (Julia Roberts), en el contexto de la propagación de la islamofobia, de la intestina corrupción policíaca impregnada de la psicosis colectiva antiislamista y antiterrorista, secuela del atentado a las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York sucedido el 11 de septiembre de 2001; y el otro, el presente, ocurre trece años después, cuando Raymond Ray Kasten (Chiwetel Ejiofor), otrora agente del FBI, dice haber identificado al asesino y promueve su localización y cacería.

II de II
Firmada en “Ituzaingó, septiembre de 2005”, y con una postrera “Nota del autor”, la primera edición mexicana de El secreto de sus ojos editada en Debolsillo (en noviembre de 2015) se divide en cuarenta y cinco capítulos numerados con arábigos, entreverados por doce capítulos con rótulos. Es 1999, en Buenos Aires, y Benjamín Miguel Chaparro, de 60 años, recién se ha jubilado tras 40 años de labor en Tribunales, 33 de ellos en el quinto piso del Palacio de Justicia (7 en el Juzgado Federal de San Salvador de Jujuy), la mayoría como prosecretario de la “Secretaría n.° 19” del “Juzgado Nacional de Primera Instancia en lo Criminal de Instrucción n.° 41”. Sobreviviente de dos matrimonios sin hijos, en la solitaria comodidad de su casa en Castelar (herencia de sus padres), Chaparro, pese a que no es un escritor de oficio y beneficio, empieza a escribir un libro manuscrito y luego aporreando una arqueológica Remington (facilitada ex profeso de la Secretaría por la jueza Irene Hornos), que resulta ser un libro testimonial (con perspectivas, condimentos y sesgos autobiográficos) sobre un caso que lo impresionó, donde hubo la subrepticia y agresiva violación de una joven y hermosa mujer y su asesinato por estrangulamiento, espeluznante e indeleble escena en el dormitorio de una minúscula vivienda; crimen ocurrido hace 31 años, precisamente la mañana del martes “30 de mayo de 1968”, que “fue el último día en que Ricardo Agustín Morales desayunó con Liliana Colotto”. La joven y modesta pareja estaba casada desde principios de 1967 y vivían en el reducido departamento de una vieja casa de Palermo transformada en conventillo; ella era una maestra de 23 años de edad que ejerció en Tucumán sólo un año (antes de trasladarse a Buenos Aires) y él, de 24, era un cajero del Banco Provincia. 
Eduardo Sacheri
       Signada por su pulsión desenfadada y por su lúdico y florido vocabulario repleto de jerga leguleya, vulgarismos, coloquialismos y modismos característicos o propios del habla argentino, vale decir —sin desvelar todos los pormenores y menudencias de los giros sorpresivos y del carozo de la mazorca— que El secreto de sus ojos, la novela de Eduardo Sacheri, se desarrolla en dos vertientes paralelas, pero que se tocan. Una, la numerada con los números arábigos, es lo que corresponde al contenido del libro que gira en torno a la violación y el asesinato de Liliana Colotto ocurrido la mañana del martes 30 de mayo de 1968, que, con sentido cronológico, va escribiendo Benjamín Chaparro durante once meses en la Remington propiedad de la Secretaría del Juzgado. Cuyas evocativas anécdotas concluyen en 1996, luego de que el jueves 26 de septiembre de ese año, Chaparro recibiera en su Secretaría una carta del viudo Ricardo Morales, a quien no veía desde 1973, precisamente desde la última reunión que tuvo con él en el bar de la calle Tucumán donde solía citarlo; que fue la vez que hablaron de la recién amnistía de los presos políticos decretada el 25 de mayo de 1973 por el presidente Cámpora (en la vida real ese día tomó el poder de su breve período), y que no tan sorpresivamente para el pesimista viudo (su prerrogativa existencial era: “Todo lo que pueda salir mal va a salir mal. Y su corolario. Todo lo que parezca marchar bien, tarde o temprano se irá al carajo.”), puso en libertad a Isidoro Gómez, el violador y asesino de su bellísima esposa Liliana Colotto, preso en la cárcel de Devoto por tal delito del fuero común (y no político), cuya confesión del crimen el jueves 26 de abril de 1972 el propio Chaparro redactó en la misma Remington que 27 años después utiliza para escribir su libro.  

     
Benjamín Espósito y el viudo Ricardo Morales
(Ricardo Darín y Pablo Rago)
Fotograma de El secreto de sus ojos (2009)
       Las últimas noticias sobre el viudo Ricardo Agustín Morales las tuvo en 1976, cuando “en la estación de Rafael Carrillo”, el día que se marchó rumbo a su exilio de 7 años en San Salvador de Jujuy, habló con Báez, el policía, y éste lo puso al tanto del “testimonio de los viejos de Villa Lugano” (recabado por él), quienes vieron en la madrugada que Morales metía en la cajuela de un auto el cuerpo inconsciente, pero vivo, de Isidoro Gómez. Es decir, el “28 de julio de 1976” Isidoro Gómez desapareció del mapa y esbirros sin escrúpulos hicieron trizas el interior del departamento de Chaparro y le dejaron en el espejo una amenaza: “Esta vez te salvaste, Chaparro hijo de puta. La próxima sos boleta.” Según las indagaciones de Báez, Pedro Romano en persona quiso matarlo porque supuso que Chaparro mató a Gómez. Hipótesis que parece descabellada y exagerada, pues Chaparro, por muy boludo que sea, no carga pistola ni canta esas rancheras (vamos, no mata ni una mosca). El meollo es que Pedro Romano, cuando también era prosecretario de una Secretaría vecina a la Secretaría del prosecretario Chaparro, se hizo enemigo de éste en torno al asesinato de Liliana Colotto, pues por inmoral y corrupto, y apoyado por el negligente policía Sicora, intentó cerrar el caso inculpando a dos albañiles que no tenían nada que ver en el crimen (en ello subyace un dejo xenofóbico y racista, y una belicosa competencia contra su colega). Ante esto, y por la goliza que recibieron los albañiles en la celda, Chaparro lo denunció ante la Cámara y se peleó con él; la denuncia no prosperó por los contactos de Romano (su suegro era entonces un influyente coronel de infantería “en la Argentina de Onganía”, militar golpista que ascendió al poder el 29 de junio de 1966). Y por ende, ya miembro de la corrupta, sucia e impune policía política, fue quien protegió a Gómez en la cárcel de Devoto, lo cual lo ubicó entre los beneficiados con la citada amnistía a los presos políticos que lo puso en libertad el 25 de mayo de 1973. Según las pesquisas de Báez, Pedro Romano (en el tácito e implícito cruento período de la dictadura militar que encabeza el general Videla con el golpe que derrocó a Isabelita el 24 de marzo de 1976) controla un grupo de agentes secretos (“fuerzas de la inteligencia antisubversiva”), pero Romano dizque hace “Inteligencia de base, o inteligencia de fondo”; es decir, no sale a las calles de tacuche y empistolado, con lentes oscuros, pelo engominado, esposas en el cinto y veloz auto sin placas y cristales polarizados, sino que “comanda las sesiones de tortura en las que sacan los nombres de los detenidos”; y Gómez era uno de sus rijosos agentes que hacen “el trabajo callejero” y dizque supuso que Chaparro lo mató ese “28 de julio de 1976”. 
     
Benjamín Espósito y el inspector Báez
(Ricardo Darín y José Luis Gioia)
Fotograma de El secreto de sus ojos (2009)
        Así que para salvar su vida, esconderse una semana en una pensión en San Telmo y alejarse de Buenos Aires, contó con el apoyo estratégico y con las indagaciones del policía Báez, quien le dijo que esa “pareja de viejitos” (a quienes presionó para que hablaran) vieron, esa noche del “28 de julio de 1976”, “a un muchacho al que conocen de ver entrar cada madrugada del edificio de enfrente”; y que “de repente sale un tipo desde atrás de un cantero lleno de arbustos y le pega un soberano fierrazo en la cabeza que al pibe lo deja desparramado en el piso. Y que el agresor (un tipo alto, rubión parece, aunque muy bien no lo vieron) saca una llave de un bolsillo y abre el baúl de un auto blanco estacionado contra el cordón, ahí al lado.” Mete en el baúl el cuerpo desvanecido y se aleja. Según Báez, “Los viejos no saben mucho de marcas de autos. Dijeron que era grande para Fitito y chico para Ford Falcon.” Ante lo que Chaparro le comenta al policía: “Morales tiene, o tenía, no sé, un Fiat 1500 blanco.” En esa conversación con Báez, éste conjetura que Morales, luego de ejecutar a Gómez, enterró su cuerpo en un sitio difícil de descubrir, elegido con antelación y cuidado. 
 
Pablo Sandoval (Guillermo Francella)
Fotograma de El secreto de sus ojos (2009)
        Vale agregar que la citada carta que Chaparro recibe de Morales el jueves 26 de septiembre de 1996, luego de dos décadas de no saber nada de él, está fechada en Villegas, el 21 de septiembre de ese año. A través de la misiva se entera que, además de pedirle que le entregue cierto dinero a la viuda de Sandoval (quien murió por su alcoholismo en mayo de 1982), lo ha hecho heredero de su propiedad cercana al pueblo (onerosas “treinta hectáreas de buenos campos”) —donde ha vivido 23 años—, y de su “automóvil en buen estado de conservación pero muy antiguo” (que resulta ser el flamante Fiat 1500 blanco). Por ende colige que Morales se había ido a Villegas “poco después de la amnistía del ’73”, donde los lugareños “llevaban años y años viéndolo detrás del vidrio de la caja del tesorero de la sucursal de Villegas del Banco Provincia”. En la carta le pide que vaya allí el siguiente sábado 28 de septiembre y por lo que le informa sobre su delicado estado de salud, infiere que Morales se va a suicidar. La madrugada de ese sábado 28, Chaparro sale de Buenos Aires manejando un auto y alrededor de las once de la mañana ya ha llegado a ese apartado y extenso terreno, en cuya casa, precisamente en la recámara, observa el aún incorrupto cadáver de Morales, cuya piel tiene “una marcada tonalidad azul”. Y más aún, entre los frascos de medicinas que pueblan “la mesa de luz”, halla un sobre con su nombre y una petición del suicida que reza: “Por favor, léala antes de llamar a la policía.” El asunto es que en esa segunda carta Morales le revela que, inducido por su extrema debilidad física, se ha inyectado una sobredosis de morfina y lo prepara, con solicitudes y sugerencias, para preservar su imagen inofensiva y “su buen nombre” entre los pobladores de Villegas que lo respetan y conocen por ermitaño y decente (sin nunca haber intimado con él), y por ende sobre lo que debe de hacer cuando se dirija al galpón y se tope con lo que se oculta allí en el más absoluto secreto. Es así que en ese galpón protegido y asilado por un conjunto de densos y altos eucaliptos, Chaparro descubre “la celda construida en el centro”, y dentro de ella un camastro donde observa que “El cadáver de Isidoro Antonio Gómez tenía el mismo tinte azulado que el de Morales.” Según apunta, “Estaba un poco más gordo, naturalmente más viejo, ligeramente canoso, pero por lo demás no estaba muy distinto a como era veinticinco años antes, cuando le tomé declaración indagatoria.” Lo cual ocurrió exactamente el citado jueves 26 de abril de 1972, casi cuatro años después de que despiadadamente golpeara, violara y estrangulara a Liliana Colotto. Y fue detenido, no por el “inteligente” rastreo policial, sino por una inesperada e intempestiva imprudencia de él; es decir, prófugo de la justicia, “el lunes 23 de abril de 1972” se había colado en el tren de Sarmiento sin pagar su boleto, y una súbita y violenta gresca con el colérico y futbolero guarda Saturnino Petrucci (quien terminó con “Fractura de tabique nasal” y Gómez con “fractura de metacarpo”), derivó en su detención e identificación, pues la policía tenía contra él “una orden de captura” “por homicidio”.
   
Benjamín Espósito y la doctora Irene Menéndez Hastings
(Ricardo Darín y Soledad Villamil)
Fotograma de El secreto de sus ojos (2009)
         La otra entreverada vertiente de El secreto de sus ojos la conforman los doce capítulos con rótulos. En ella Benjamín Miguel Chaparro bosqueja aspectos de su pasado, de sus recuerdos, de sus matrimonios, de su presente, de su individualidad, de lo que piensa y cavila; y refiere sus especulaciones e inseguridades entorno al libro que está escribiendo con la Remington del Juzgado. Pero lo que descuella y a la postre trasciende es lo que corresponde a la vieja atracción y al añejo enamoramiento que siente por la jueza Irene Hornos, el cual se remonta y ha perdurado (latente y oculto en su mirada) desde octubre de 1967, cuando en la Secretaría él ya era prosecretario (con estudios truncos) y se la presentaron como meritoria y estudiante de Derecho. En este sentido, el préstamo de la Remington, las lecturas (en el archivo del Juzgado) de las fojas de la causa, y el libro que está escribiendo, cuyos capítulos le da a leer en sesiones semanarias de visita en su despacho, son pretextos y formas de acercarse a ella, de estar con ella, de verla y oírla hablar, de charlar y tomar café por el llano disfrute de la amistad, de iniciar un subrepticio cortejo, pese a que está casada con un ingeniero desde 1974 y a que tiene tres hijas de él. Es así que “sospecha”, y es obvio para el lector, que el libro lo escribe “Para dárselo a ella, para que ella sepa algo de él, que tenga algo de él, piense en él, aunque sea mientras lee.” Resulta consecuente (y previsible) que ya terminado el libro, y porque que se siente y colige correspondido, que súbitamente vaya hecho un candente bólido al despacho de la jueza Irene Hornos, porque “necesita responderle a esa mujer, de una vez y para siempre, la pregunta de sus ojos”.
Fotograma de El secreto de sus ojos (2009)


Eduardo Sacheri, El secreto de sus ojos. 1ª edición en Debolsillo. Penguin Random House Grupo Editorial. México, noviembre de 2015. 320 pp. 


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domingo, 16 de abril de 2017

Pinocho


                         
¡Qué cómico era, cuando era un títere!

Pinocho 
(Valdemar, Madrid, 2007)
Entre las mil y una ediciones de Pinocho figura la impresa en Madrid, en 2007, por Valdemar con el número uno de la Colección Grangaznate. Se trata de un libro de pastas duras y buen tamaño (30.03 x 24.28 cm), con hermosas erratas e ilustraciones a color de Lorenzo Mattotti (Udine, 1954), artista visual con amplia reputación en Europa como dibujante de cómics, particularmente en Bolonia, donde, con cinco colegas, “creó el grupo de dibujantes Valvoline”. Además de colaborar en el Corriere dei Piccoli (legendario suplemento ilustrado del Corriere della Sera), pinta, hace video, publicidad y diseño de moda. Su interpretación gráfica del títere de madera no la tiene fácil, pues amén de que abundan las muy imaginativas y excelentes versiones, no es sencillo competir y vencer la imagen del Pinocho creada por Walt Disney Company con su célebre película de 1940, que es la imagen que predomina en el imaginario colectivo, cuyas masas, en su mayor parte, no leen. 
Traducida del italiano al español por Armanda Rodríguez Fierro, la presente versión de Pinocho está destinada a un lector infantil que domina la lectura y consulta el diccionario para comprender las palabras “difíciles” o poco usuales en el habla. Pero además no excluye al lector ya mayor (joven o adulto) que busca ir un poco más allá de la novela. En este sentido, además de la escueta y vaga “Presentación” de Alfredo Lara López, los treinta y seis capítulos de la obra (numerados con arábicos) están salpimentados con 118 “Notas” de la traductora, cuyo principal abrevadero es la edición crítica de Pinocchio (I Classici, Universale Economica Feltrinelli, Milán, 2002), de Fernando Tempesti, de la que al parecer tradujo. No obstante, no se trata de una erudita y académica edición crítica y anotada semejante a la que Fernando Molina Castillo publicó en Madrid, en 2010, con el número 419 de la serie Letras Universales de Ediciones Cátedra, sino de una sencilla edición que busca familiarizar e introducir al novicio lector con las notas al pie de página (pese a que éstas figuren en un listado final), y a pensar y a discutir con ellas. Por ejemplo, la traductora alude una serie de matices y minucias idiomáticas que se pierden en la traducción al español; señala olvidos e incongruencias argumentales e ilógicas en una obra fantástica y maravillosa donde abundan los antagonismos, lo absurdo y lo ilógico; dice que de los capítulos finales (el XXXV y el XXXVI) “se dispone del manuscrito autógrafo (propiedad de la Biblioteca Nazionale di Firenze), que difiere en algunos detalles del texto publicado en el Giornale per i bambini y del impreso en un volumen que ha sido transcrito y analizado por Fernando Tempesti (cf. op. cit., n. 1, pág. 256).” 
(Cátedra, Madrid, 2010)
        Y en el capítulo VIII, luego de que Pinocho le puntualiza a Geppetto: “¡Pero yo no soy como los demás niños! Yo soy el más bueno de todos y siempre digo la verdad”, figura el número de la nota 13, que en el listado reza: “Como indica Tempesti (op. cit., p. 57, n. 5), paradójicamente, Pinocho, que es un títere, pero un títere ‘maravilloso’ y cuya identidad iconográfica está vinculada a una larga nariz relacionada con decir mentiras (según cómo y cuándo), tiene razón. Hasta ese momento, es cierto que siempre ha dicho la verdad, al menos hasta ahora.” Pues tal afirmación es nada menos que una flagrante mentira del tamaño de la nariz de Pinocho, dado que en el capítulo VII el títere le miente varias veces a Geppetto: cuando le dice que sus pies, que se le han quemado en el brasero al quedarse dormido, se los comió el gato; y cuando en su berrinchuda monserga culpa al Grillo Parlante, de que él, Pinocho, lo aplastó y mató de un martillazo; y añade que dizque lo hizo sin querer y quezque “prueba de ello” es el hecho de que puso la cazuela sobre las brazas encendidas. ¡Vaya! 
Pinocho y Geppetto

Ilustración de Mattotti
Vale observar, además, que a tales alturas de la narración a Pinocho sólo le ha crecido la nariz dos veces, ninguna por decir mentiras: cuando Geppetto, en el capítulo III, le acaba de tallar la nariz; y cuando, en el capítulo V, tras su llegada de la calle, roído por el hambre, intenta abrir la olla hirviendo en el fuego que está pintada en la pared. Por decir mentiras la nariz le crece hasta el capítulo XVII, cuando al Hada de los Cabellos Azul Turquí le miente sobre el destino de las monedas de oro que en el capítulo XII le regaló el gigantón titiritero Tragafuego. Y vuelve a ocurrir en el capítulo XXIX, cuando a un viejecillo le miente sobre su propia identidad y personalidad.
El prologuista apunta que Carlo Lorenzini, el autor de Pinocho, nacido en Florencia el 24 de noviembre de 1826, asumió “el seudónimo de Carlo Collodi como homenaje a Collodi, el pueblo de origen de su madre, a la que siempre se sintió muy unido”. Articulista periodístico y fundador de periódicos; dramaturgo y crítico teatral; novelista y participante, en 1868, en la redacción del Novo vocabolario della lengua italiana secondo l’uso di Firenze; traductor de “cuentos de hadas de Madame D’Aulnoy y Charles Perrault”; y dedicado a la creación de literatura infantil y pedagógica, Collodi, en el Giornale per i bambini (Periódico para los niños con sede en Roma y dirigido por Ferdinando Martini) publicó por entregas numeradas con romanos, “entre el 7 de julio y el 27 de octubre de 1881”, la Storia di un burattino (Historia de un títere), que, dice la traductora en su nota 42, terminó en el capítulo XV (con el ahorcamiento del títere en la Encina Grande). “Pero a los cuatro meses, debido a las peticiones de sus pequeños lectores [y a los requerimientos de ‘Guido Biagi, responsable a cargo del Giornale’], Collodi se vio obligado a continuar con la narración retomándola precisamente en este punto. La publicación se reanudó el 16 de febrero de 1882, con [el capítulo XVI y] el título Le avventure di Pinocchio (Las aventuras de Pinocho)”, y concluyó el “25 de enero de 1883” con el capítulo XXXVI (con el títere Pinocho transformado en niño). Y casi enseguida: a principios de febrero de 1883 aparecen reunidas las XXXVI entregas del folletín (cada una con un sintético encabezamiento que no tenían y una serie de modificaciones) con el título Le avventure di Pinocchio. Storia di un burattino, libro impreso en Florencia por Felice Paggi Libraio-Editore, con ilustraciones de Enrico Mazzanti. “El futuro clásico alcanza un éxito moderado en su primera edición [dice el prologuista]. Collodi continuó escribiendo y publicando textos escolares hasta 1890, año en que muere [por un aneurisma pulmonar] sin haber tenido ocasión de hacerse idea del arrollador éxito que acabaría teniendo su obra.” Aunque sí, poco antes de morir el 26 de octubre de 1890 (un mes antes de cumplir 64 años), conoció cuatro ediciones más publicadas por el mismo Felice Paggi: 1886, 1887, 1888 y 1890. 
A estas alturas del siglo XXI, Pinocho, después de la Biblia y del Corán, quizá no sea la obra más traducida en todos los rincones de la recalentada aldea global, pero sin duda sí es un clásico de la literatura infantil, de aliento fantástico y popular (lo cual no riñe con los cambios, omisiones, variaciones y añadidos que se permiten los traductores y adaptadores de toda laya y género literario, historietista, escenográfico o cinematográfico). Y a todas luces resulta muy anacrónico e ingenuo con su carga moralizante, maniquea, sentimental y lacrimosa, más aún si el lector es un adulto enraizado y encorsetado en sus prejuicios y atavismos. No obstante, puede resultar lúdico y jubiloso descubrir (o redescubrir) la conversión de un trozo de madera en un títere tallado por el viejo y pobretón Geppetto (a la sazón su padre); marioneta que se comporta como un niño proclive al juego, a las travesuras, a eludir el estudio y las tareas, y a decir mentiras, motivo por el que le crece la nariz. 
Si a priori éste es el rasgo que más lo caracteriza en el imaginario colectivo y popular, a lo largo de la narración, sembrada de aventuras y amargas y crueles peripecias, cobra relevancia y trascendencia su intrínseco anhelo de dejar de ser un títere de madera y convertirse en un niño de carne y hueso. Cosa que logra con mucho esfuerzo, dedicación y buena conducta tras emerger de la descomunal barriga del ciclópeo Tiburón, donde, en medio del mar y sin esperarlo, se encontró con Geppetto, ya hecho un achacoso viejecito. 
  Pinocho, en cuanto a escribir, utilizaba un palito afilado 
   para usarlo como plumilla, y como no tenía tintero ni tinta
   lo mojaba en un frasquito lleno de zumo de moras y cerezas
”.


Ilustración de Mattotti
Vale decir que a sus propios méritos, ganados con heroísmo, sudor, estudio, autorrecriminaciones, moralina y lágrimas, se añade el Hada de los Cabellos Azul Turquí, su materno espíritu tutelar, que casi siempre lo protege (aún cuando él lo ignora) e incide en su proceso educativo, el cual, además, está signado por las moralejas que le recitan y protagonizan una serie de personajes con que se topa, en su mayoría insectos y animales, y que en conjunto reflejan y complementan la buena conciencia que anima a Pinocho y a Geppetto: el Grillo Parlante, el niño que se niega a comprarle el Abecedario, el Mirlo, el Papagayo, la Luciérnaga, el Palomo, el Delfín, el maestro, el Cangrejo, el mastín Alidoro, el borriquillo rebelde, la Marmotita, el Atún, el Caracol. 



Carlo Collodi, Pinocho. Prefacio de Alfredo Lara López. Notas y traducción del italiano al español de Armanda Rodríguez Fierro. Ilustraciones a color de Lorenzo Mattotti. Colección Grangaznate (1), Valdemar. Madrid, noviembre de 2007. 162 pp.


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martes, 14 de febrero de 2017

El amor en los tiempos del cólera




El valse de la diosa coronada no tiene fin

El 5 de diciembre de 1985, editado por Diana con cien mil ejemplares, apareció en Colombia El amor en los tiempos del cólera, la novela de Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927-México, abril 17 de 2014) publicada después de que el 8 de diciembre de 1982, en Estocolmo, recibiera el Premio Nobel de Literatura. Está dedicada a Mercedes Barcha Pardo (Magangué, noviembre 6 de 1932), su esposa desde el 21 de marzo de 1958, quien también es aludida casi al final, cuando el Nueva Fidelidad, el barco de vapor donde por el río La Magdalena viajan los enamorados ancianos Florentino Ariza y Fermina Daza, se detiene en Magangué a cargar leña. 
Mercedes Barcha Pardo y Gabriel García Márquez


       
(Editorial Diana. 1ª edición. Colombia, diciembre 5 de 1985)
        La novela tiene por epígrafe un par de versos de un tal Leandro Díaz (“trovador ciego del vallenato”, según Gerald Martin) que a la letra dicen: “En adelanto van estos lugares:/ ya tienen su diosa coronada”. Pues bien, tal deidad y rutilante monarca no es otra que Fermina Daza, tildada así por Florentino Ariza con un valse: “La Diosa Coronada”, que él compuso para ella en su adolescencia y que en nocturnas serenatas solía interpretar con su solitario violín desde las lomas del cementerio de los pobres, según la dirección del viento.

Florentino Ariza (Javier Bardem) en el Portal de los Escribanos
Fotograma del filme El amor en los tiempos del cólera (2007)
      Cuando la adolescente Fermina Daza, en Fonseca (alejada por su padre del puerto de Cartagena para frustrar su clandestino noviazgo con el joven telegrafista), quiere asistir “a su primer baile de adultos”, Florentino le reitera su permiso y su íntima divisa en un telegrama que cruza “siete estaciones intermedias”: “Dígale que se lo juro por la diosa coronada”. Pero cuando a sus 17 años ella ha regresado (traída por su padre, quien la supone aliviada de esa temprana fiebre amorosa que interrumpió sus estudios con las mojas) y explora los expendios del bullanguero Portal de los Escribanos y él le sopla al oído: “Este no es un buen lugar para una diosa coronada”, la respuesta de ella, al ver su triste y fea pinta, además de que para sus adentros piensa: “¡Dios mío, pobre hombre!”, lo tunde con un duro y frío rechazo: “No, por favor”, “Olvídelo”; cuyo remate es “una carta de dos líneas: Hoy, al verlo, me di cuenta que lo nuestro no es más que una ilusión”, y la perentoria exigencia de que le devuelva las cartas y los objetos que le regaló. Pero aún así rechazado y vapuleado, la víspera de su exilio al puesto de telegrafista en Villa de Leyva, “Se puso a la media noche su traje de domingo, y tocó a solas bajo el balcón de Fermina Daza el valse de amor que había compuesto para ella, que sólo ellos dos conocían, y que fue durante tres años el emblema de su complicidad contrariada.” 

Fermina Daza (Giovanna Mezzogiorno) y Florentino Ariza (Javier Bardem)
a bordo del Nueva Fidelidad
Fotograma de la película El amor en los tiempos del cólera (2007)
       Vale adelantar que su obsesión y persistencia en el endiosamiento de Fermina Daza, ya en la ancianidad de ambos, más de 53 años después del rechazo, él con 77 años y ella con 73, en ese viaje por el río de La Magdalena a bordo del Nueva Fidelidad, cuando el amor se ha tornado algo tangible, senil y recíproco, “con el violín de la orquesta, y en medio día fue capaz de ejecutar para ella el valse de La Diosa Coronada, y lo tocó durante horas hasta que lo hicieron parar a la fuerza”.

Florentino Ariza (Javier Bardem), Fermina Daza (Giovanna Mezzogiorno)
y Juvenal Urbino (Benjamin Bratt), protagonistas de El amor en los
tiempos del cólera
 ((2007), película dirigida por Mike Newell.
        Con una recargada y barroca mezcla de novela rosa, culebrón romántico y folletín decimonónico (mixtura salpimentada con los acentos insólitos y maravillosos característicos de la narrativa garciamarquiana e incluso con pinceladas de ciertas obsesiones temáticas: el tren amarillo, la compañía bananera, la matanza ocurrida en Ciénega en 1928, la Guerra de los Mil Días, la muerte de Simón Bolívar), El amor en los tiempos del cólera comprende seis capítulos sin títulos. Centralmente narra dos vertientes amorosas en torno a una misma mujer: Fermina Daza. Una la protagoniza Florentino Ariza, que a la postre y a lo largo de las páginas es la principal; y la otra el doctor Juvenal Urbino de la Calle, galán de rancio abolengo, con solvencia económica y estudios en París, afrancesado y culto, cuyo matrimonio con Fermina Daza dura más de medio siglo y concluye con la muerte de él al caerse de un árbol un domingo de Pentecostés (trataba de atrapar al políglota y parlanchín loro real de Paramaribo); entonces son los años 30 del siglo XX y Urbino tiene 81 años y ella 72. Y es precisamente al término del día del sepelio, “en su primera noche de viuda”, cuando Florentino Ariza le reitera su “juramento de fidelidad eterna y amor para siempre”.

     
Juvenal Urbino (Benjamin Bratt) y Fermina Daza (Giovanna Mezzogiorno)
el día de su boda
Fotograma del filme El amor en los tiempo del cólera (2007)
         Entre las peculiaridades y anacronismos de los personajes y en su índole literaria e imposible, descuellan las características físicas y ridículas de Florentino Ariza, sus fracasos, sus contradicciones y sus claroscuros. La nota sombría del doctor Juvenal Urbino, católico acérrimo, se restringe a sus amoríos con Bárbara Lynch, divorciada y doctora en teología que vive con su padre (un pastor protestante e itinerante) en una casa antillana “asentada sobre pilotes de madera en la marisma de la Mala Crianza”, ella con 28 años y Urbino con 58, casado y con un hijo y una hija (ambos casados) y la sonora reputación de ser el médico más notable de la ciudad; vínculo clandestino que fue la crisis más grave de su matrimonio y que empujó a Fermina Daza a exiliarse casi dos años en la hacienda que su prima Hildebranda Sánchez tenía cerca de Flores de María; y que al tener noticia de sus rasgos y color de piel provocó la exacerbación de sus atavismos racistas: 

“Y lo peor de todo, carajo, con una negra. Él corrigió: ‘Mulata’. Pero entonces toda precisión salía sobrando: ella había terminado.
“—Es la misma vaina —dijo—, y sólo ahora lo entiendo: era un olor de negra.” Subraya, refiriéndose a la tufarada que olía en la ropa de él.   
Florentino, por su parte, si bien a sí mismo se prometió mantenerse virgen y soltero y en espera de la oportunidad que lo redimiera ante los ojos y el amor de Fermina Daza, desde que súbitamente perdió la virginidad en el vapor que lo llevaba al exilio a Villa de Leyva (una fémina lo asalta y lo mete a su camarote y luego de desvirgarlo le ordena: “Ahora, váyase y olvídelo”, “Esto no sucedió nunca”) y tras el primer fogueo sexual con la viuda Nazaret que Tránsito Ariza, su madre, le introduce en su cuarto para que se cure de su amor malhadado, se convierte en un donjuán, incorregible y maniático, que en un cuaderno titulado Ellas empieza a anotar sus lúbricos encuentros. De modo que “Cincuenta años más tarde, cuando Fermina Daza queda libre de su condena sacramental, tenía unos veinticinco cuadernos con seiscientos veintidós registros de amores continuados, aparte de las incontables aventuras fugaces que no merecieron ni una nota de caridad.”
“Apenas diez años antes” de la viudez de Fermina Daza, o sea: a sus 66 años y cuando ya es un vejete ricachón que preside la Compañía Fluvial del Caribe, “había asaltado a una de sus criadas detrás de la escalera principal de la casa, vestida y de pie, y en menos tiempo que un gallo filipino la dejó en estado de gracia. Tuvo que regalarle una casa amueblada para que jurara que el autor de su deshonra fue un medio novio dominical que ni siquiera la había besado, y el padre y los tíos de ella, que eran buenos macheteros de zafra, los obligaron a casarse.”
Si esto es una maquiavélica jugarreta de alguien cuya moral es pasada y ventilada por el arco del triunfo, esto es aún más grave y patético en el caso de América Vicuña. Cuando el domingo de Pentecostés muere Juvenal Urbino y Fermina Daza queda viuda, al viejo Florentino Ariza, de 76 años, sólo le queda una amante, “con catorce años cumplidos, y con todo lo que ninguna otra había tenido hasta entonces para volverlo loco de amor”. Ella es “América Vicuña. Había venido dos años antes de la localidad marítima de Puerto Padre encomendada por su familia a Florentino Ariza, su acudiente, con quien tenía un parentesco consanguíneo reconocido. La mandaban con una beca del gobierno para hacer los estudios de maestra superior, con su petate y su baulito de hojalata que parecía de una muñeca, y desde que bajó del barco con sus botines blancos y su trenza dorada, él tuvo el presentimiento atroz de que iban a hacer juntos la siesta de muchos domingos. Todavía era una niña en todo sentido, con sierras en los dientes y peladuras de la escuela primaria en las rodillas, pero él vislumbró de inmediato la clase de mujer que iba a ser muy pronto, y la cultivó para él en un lento año de sábados de circo, de domingos de parques con helados, de atardeceres infantiles con los que se ganó su confianza, se ganó su cariño, se la fue llevando de la mano con una suave astucia de abuelo bondadoso hacia el matadero clandestino.” De modo que el libertino vejestorio, a los 13 años de la niña, la “desnudaba pieza por pieza con engañifas de bebé: primero estos zapatitos para el osito, después esta camisita para el perrito, después estos calzoncitos de flores para el conejito, y ahora un besito en la cuquita rica de su papá.” Y pese a la falacia de que “ahora era una mujer hecha y derecha a la que le gustaba llevar la iniciativa” en materia sexual, América Vicuña, a sus 14 años, juega y se comporta como niña y así es tratada por la servidumbre, por el chofer y por el personal del internado (del que sale cada sábado y domingo a la casona de la Calle de las Ventanas) y por sus distantes padres, a quienes el hipócrita, abusivo, depravado y traidor de Florentino Ariza, “a fines de cada mes”, envía “sus impresiones personales sobre la conducta, el ánimo y la salud de la niña, y la buena marcha de sus estudios”.
Cuando en torno a las cuatro de la tarde de ese aciago domingo de Pentecostés muere el doctor Juvenal Urbino, Florentino estaba desnudo fornicando con América Vicuña. Al oír los dobles de las campanas de la catedral que empiezan a llamar a duelo, colige que “Tiene que ser un tiburón muy grande para que lo doblen en la catedral”. Así que el vejete, con el pálpito de que pudo morir el doctor Urbino y Fermina quedar libre, no tarda en vestirse y en devolver a la niña al internado.
El caso es que ante la viudez de Fermina y el galanteo que inicia el mismo día del entierro, Florentino Ariza corta de tajo sus acostones dominicales con América Vicuña, quien dizque está enamorada de él. 
Florentino Ariza (Javier Bardem) y Fermina Daza (Giovanna Mezzogiorno)
Fotograma del filme El amor en los tiempos del cólera (20007)
        Para reconquistar a Fermina Daza, iracunda el día que él le reitera su “juramento de fidelidad eterna y amor para siempre”, inicia la escritura de una serie de cartas (dizque “meditaciones sobre la vida, el amor, la vejez, la muerte”) que acaban de encandilar a la viuda y por ende entra a su círculo doméstico y privado. Ofelia, la hija de Fermina, quien vive en Nueva Orleáns, ve entre los viejos “una forma viciosa de concubinato secreto” y por ende le grita a su hermano: “El amor es ridículo a nuestra edad”, “pero a la edad de ellos es una cochinada”. El doctor Urbino Daza no piensa lo mismo; pero no puede “disimular el desconcierto” cuando ve “que también Florentino Ariza se iba de viaje” a bordo del Nueva Fidelidad, el barco donde por fin se cumple su postergado anhelo de mutuamente amar a Fermina Daza. Viaje de nunca jamás, pues para continuar el idilio y eludir las insidias y censuras que los masacrarían tras su regreso, enarbolan la bandera amarilla del cólera, con tal de aislarse, “Toda la vida”, navegando de ida y vuelta, entre Cartagena y La Dorada, por un río acosado por los estragos de la deforestación y del deterioro de la flora y fauna. 

La nota discordante, que cae como una roca en la conciencia del viejo Florentino sin que lo dañe, es la telegráfica noticia de la muerte de América Vicuña, quien se suicida, a los 15 años, “con un frasco de láudano que se robó en la enfermería del colegio”. Vale observar que alguna vez “se encontró sola una tarde de sábado en el dormitorio de la Calle de las Ventanas, y sin haberlas buscado, por pura casualidad, descubrió dentro de un armario sin llave las copias mecanografiadas de la meditaciones de Florentino Ariza, y las cartas manuscritas de Fermina Daza.”
Es decir, ¡qué cólera!, pues en la muerte de América Vicuña no hay nada digno ni glorioso y por ende torna una falacia aquello que el joven Florentino le rebuznó al padre de Fermina cuando éste lo amenazó con “pegarle un tiro”: “No hay mayor gloria que morir por amor.”
      
Portada del DVD de la película El amor en los tiempos del cólera (2007)
basada en la novela homónima de Gabriel García Márquez

Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera. Editorial Diana. 1ª edición. Colombia, diciembre 5 de 1985. 478 pp.

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Trailer de El amor en los tiempos del cólera (2007), película dirigida por Mike Newell, basada en la novela homónima de Gabriel García Márquez.



     

miércoles, 7 de diciembre de 2016

Cinco esquinas

Lamer los zapatos que los patean

Editada por Alfaguara, la primera edición mexicana de la novela Cinco esquinas apareció en “marzo de 2016”, lo cual coincidió, de manera publicitaria y celebratoria, con el 80 aniversario de Mario Vargas Llosa, su autor, pues nació en Arequipa, Perú, el 28 de marzo de 1936.
Primera edición en México: marzo de 2016
      El novelista y Premio Nobel de Literatura 2010 preludia su libro con una declaración de principios que reza: “Cinco esquinas es una obra de ficción en la que, para la creación de algunos personajes, el autor se ha inspirado en la personalidad de seres auténticos, con los que, además, comparten nombre, aunque a lo largo de toda la novela son tratados como seres de ficción. El autor ha asumido en todo momento libertad absoluta en el relato, sin que los hechos que se narran se correspondan con la realidad.” En este sentido, Mario Vargas Llosa se cura en salud para utilizar y contar lo que se le antoje (y como se le antoje) y para que de manera inapelable no se le objete que en la histórica caída de Alberto Fujimori y de Vladimiro Montesinos (y en el encarcelamiento de ambos) no “fue clave” la supuesta revelación periodística que se narra en su novela. Revelación que dizque se destapa en un semanario populachero, de índole escandalosa y amarillista, que se edita en una Lima asediada por la violencia, los apagones, los secuestros, la delincuencia común, la abundante pobreza, el terrorismo de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, el toque de queda, la represión, y el sanguinario y genocida manejo de los mass media que orquesta y manipula “el todopoderoso Doctor”, nada menos que “el jefe del Servicio de Inteligencia” de la dictadura, de quien la vox populi dictamina: es “el que manda y hace y deshace”, pese a que Fujimori sea el presidente.  
 
Isabel Preysler y Mario Vargas Llosa,
una pareja de película.
         No obstante los crímenes y actos delictivos que se aluden y se narran, Cinco esquinas es un divertimento, una novela lúdica, gozosa, ligera, amena, salpimentada con episodios pornoeróticos y no exenta de peruanismos, modismos y vulgarismos (entertainment químicamente puro, fácilmente adaptable y explotable por la churrería cinematográfica hollywoodense o no); con un cariz, no de alta literatura, sino de literatura popular, que recuerda el tremendismo de los radioteatros que urde Pedro Camacho en La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, 1977). De sobra es consabido que Mario Vargas Llosa es un consumado maestro de la intriga y del suspense, de modo que esto lo despliega, entreteje y dosifica desde la primera a la última página, que concluye con un final ambiguo y abierto a la especulación del lector.  
  Dividida en veintidós capítulos con rótulos y numerados con romanos, los sucesos que se narran en Cinco esquinas se ubican entre las postrimerías del régimen de Fujimori y tres años después (cuando gobierna “el cholo Toledo”, y el chino Fujimori y el Doctor ya están en la cárcel, y también los líderes terroristas: Abimael Guzmán, cabecilla de Sendero Luminoso, y Víctor Polay, cabecilla del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru). Los hechos centrales giran en torno al chantaje y la coacción monetaria que Rolando Garro, el repulsivo y fétido director de Destapes (un pobretón semanario amarillista que exhibe y explota las zonas oscuras del mundillo de la farándula y del espectáculo) intenta endilgarle al ingeniero Enrique Cárdenas, “uno de los hombres más poderosos del Perú”, cuya riqueza ha acumulado en el ámbito de la minería. “Las fotos de Chosica”, una veintena de imágenes de una orgía clandestina ocurrida hará unos dos años y medio, son el arma con que el gacetillero pretende chantajear y hacer fortuna. Enrique Cárdenas se niega a “invertir” en Destapes y con insultos pone de patitas en la calle a Rolado Garro; quien días después de publicar las fotos en su semanario aparece asesinado “en Cinco Esquinas, uno de los barrios más violentos de Lima, con asaltos, peleas y palizas por doquier”; por lo que parece “normal” que el cadáver de Garro luzca numerosas puñaladas en el cuerpo y el rostro destrozado a pedradas.
   Ante la opinión pública de Lima y del Perú, el ingeniero Enrique Cárdenas figura como el rico y poderoso que mandó a matar al periodista Rolando Garro. Paradójicamente, Julieta Leguizamón, alias la Retaquita, oscura redactora estrella de Destapes, también cree esto y lo denuncia ante las autoridades; es decir, no infiere ni logra entrever la mano negra y asesina del Doctor. Presunto responsable del asesinato de Rolando Garro, el ingeniero Enrique Cárdenas es detenido por la policía y encerrado en una cárcel, primero en un separo solitario y luego en una hedionda y hacinada celda colectiva en la que predominan y dominan los homosexuales de baja ralea; donde de un modo inverosímil lee una filosófica sentencia versificada escrita con corrección y no con las infalibles y consabidas faltas de ortografía: “Y cuando esperaba el bien,/ Sobrevino el mal;/ Cuando esperaba la luz, vino/ La oscuridad”.
   Paralelo al dilema del ingeniero Enrique Cárdenas, Marisa, su bellísima esposa gringa, y Chabela, la no menos bella esposa de Luciano Casasbellas, su enriquecido e influyente abogado y su mejor amigo desde chicos, inician, favorecidas por el toque de queda, una cachonda y subrepticia relación lésbica (que a la postre se trasforma en triángulo sexual).
   A través de tres hombres camuflados de civil, el temible Doctor hace llevar a la Retaquita, encapuchada, hasta su búnker oculto en Playa Arica, donde le anuncia y ordena que va a trabajar para él y que Destapes reaparecerá con ella de directora. Lo cual implica, además de la bonanza económica que le permitirá dejar su minúsculo agujero en Cinco Esquinas y cambiarse a una casa amueblada en Miraflores, que ella hará lo que él mande para desacreditar a opositores políticos y críticos del régimen y que no dejará de meter las narices en la bacinica mediática, es decir, en lo que se publique en el semanario: “Fíjate tú misma cuánto quieres ganar como directora. Nosotros nos veremos poco. Yo quiero aprobar el número armado antes de que vaya a la imprenta y yo pondré los titulares.” Y además de advertirle que tendrán “una comunicación semanal, por teléfono, o, si el asunto es delicado, a través” del capitán Félix Madueño (quien hace trabajos secretos, cruentos y sucios para el Doctor), le reitera y recalca su imperativa amenaza (de muerte): “Pero no olvides la lección: yo perdono todo, salvo a los traidores. Exijo una lealtad absoluta a mis colaboradores. ¿Entendido, Retaquita? Hasta pronto, pues, y buena suerte.”
   Vale observar que “apenas unos mesecitos” después del asesinato de Rolando Garro, meses en los que la Retaquita ha cumplido con obediencia perruna las imperativas órdenes del Doctor y ya vive en Miraflores, ella, en calidad de directora de Destapes, con enorme inverosimilitud, decide darle vuelta a la tortilla y traicionar a su patrón, “jefe del Servicio de Inteligencia de Fujimori”, pese a que de primera mano sabe que no le tiembla la sanguinaria manaza para ordenar, ipso facto, el asesinato encubierto de los colaboradores que lo traicionan. En este sentido, con la confabulación del fóbico, tontorrón y frágil fotógrafo de Destapes (autor de las fotos de la orgía de Chosica) y de una vulnerable redactora del semanario, jugándose el pellejo, preparan un número especial, donde, además de la apología del supuesto periodismo de Rolando Garro y de supuestamente redimir su imagen y memoria y de relatar su cuestionable proceder ante el ingeniero Enrique Cárdenas, hacen la crónica del asesinato del ex director de Destapes ordenada por el Doctor, de la calumniosa inculpación de tal crimen, supuestamente realizado por un anciano pobrísimo y amnésico (Juan Peineta, otrora sensiblero y popular declamador de poemas e infausto cómico en “Los Tres Chistosos”, programa de América Televisión), y donde además la Retaquita narra cómo grabó las inculpatorias conversaciones que tuvo con el “jefe del Servicio de Inteligencia”; material (37 grabaciones) que fue entregado a la Fiscalía de la Nación y al Poder Judicial con el objetivo de que “el asesino de Rolando Garro sea juzgado y sentenciado merecidamente por su luctuoso proceder”. Cosa que, según la novela, se logró, además de incidir en la caída del Doctor y del chino Fujimori. Es decir, lo inverosímil también radica en que los curtidos y serviles esbirros del siniestro Doctor no hayan espiado a la Retaquita ni detenido la impresión del semanario ni confiscado el tiraje y su distribución, ni que la hayan cacheado con rigor y por ende ella pudo grabarlo a sus anchas, pues solía esconder la pequeña grabadora entre los pechos. A esto se añade que el Doctor no haya respondido ipso facto; es decir, no ordenó el asesinato inmediato de la Retaquita y sus colaboradores (simulando un atraco, por ejemplo), ni provocó ningún incendio en Destapes ni hizo colocar alguna estruendosa carga explosiva que peliculescamente hiciera polvo el conjunto. 
    Así que tres años después de las fotos de Chosica, la Retaquita, siguiendo los pasos de su mentor, heroína y oronda ahora tiene su propio programa televisivo: La hora de la Retaquita, de la misma índole vulgar, populachera, amarillista y chismográfica que cultivaba Rolando Garro, al que, también increíblemente, se ha vuelto aficionado (y admirador de la diminuta e intrépida “periodista”) nada menos que el riquísimo ingeniero Enrique Cárdenas, supuestamente culto, libertino en secreto, refinado y coleccionista de arte en sus ámbitos íntimos y domésticos, y pese a que la denuncia de ella lo privó de la libertad e hizo vivir y experimentar terribles horas de pánico, angustia y desesperación en la cárcel, y un inconfesable y bochornoso episodio en la celda colectiva plagada de nauseabundos y mafiosos homosexuales.
     
El Premio Nobel y la Reina de Corazones,
estrellas del periodismo rosa.
         Cabe observar que del capítulo uno al diecinueve la novela Cinco esquinas desarrolla la serie de las historias de una manera progresiva y alterna; y sólo en el capítulo veinte, “Un remolino”, Mario Vargas Llosa hace uso de un recurso narrativo que, muchas veces, ha utilizado con maestría y mayor complejidad: de un modo polifónico y fragmentario en un mismo párrafo (y párrafo tras párrafo) intercala voces, lugares y tiempos; es decir, narra diálogos, hechos y episodios que se suceden entre sus distintos personajes. El capítulo veintiuno esboza, literalmente, el contenido de la citada “Edición extraordinaria de Destapes”. Y la pregunta que titula al capítulo veintidós (el último): “¿Happy end?”, implica el susodicho final ambiguo y abierto a la especulación del lector, relativa al trasfondo e intríngulis del referido triángulo sexual (y quizá algo más o no).

Mario Vargas Llosa, Cinco esquinas. Alfaguara. 1ª edición mexicana. México, marzo de 2016. 320 pp.



jueves, 1 de diciembre de 2016

El cielo protector



La diferencia entre algo y nada es nada



Paul Bowles
De 1949 data la primera edición en inglés de El cielo protector, quizá la más célebre de las obras del norteamericano Paul Bowles (1910-1999), cuya traducción al español, de Aurora Bernárdez (legendaria traductora y compañera de Julio Cortázar), apareció por primera vez en 1977. Sin duda, en tal celebridad (a estas alturas del siglo XXI) incide la adaptación cinematográfica que en 1990 estrenó Bernardo Bertolucci (a partir de un guión suyo y de Mark Peploe), porque además de ser un filme extraordinario, tanto al principio, como al final, entre los parroquianos del cafetín norteafricano donde se parla francés (en la novela es el café Eckmül-Noiseux, en Argel) figura el propio Paul Bowles, observando y reflexionando en silencio (con su voz en off).  
  Es tan magnética, sugestiva e impresionante la película de Bernardo Bertolucci, que ineludiblemente no pocos lectores de ahora, y de diversos idiomas y latitudes, leen y leerán la novela enlistando coincidencias y diferencias entre ésta y el filme, lo cual puede suscitar cierta intriga y suspense, si primero se observa el largometraje de 138 minutos (que no deja de ser una adaptación muy parcial de la novela y con significativas variantes y disimilitudes) y luego se asimila toda la riqueza de la obra literaria con la morosidad y los interludios que normalmente requiere la lectura de un libro. 
DVD de El cielo protector (1990), filme dirigido por Bernardo Bertolucci,
basado en la homónima novela de Paul Bowles.
        En 2006 la Editorial Seix Barral, en su ibérica página web, anunció la publicación, en la serie Biblioteca Formentor, de una nueva traducción de El cielo protector que, al parecer, supera la hecha por Aurora Bernárdez, pues incluye “el prólogo escrito por Bowles para la última edición americana que preparó en vida”. No obstante, tal libro sólo ha circulado en España, pero no en el país mexicano; y la versión que ahora mismo se puede encontrar en ciertas librerías es la impresa por Punto de lectura con el susodicho y legendario trabajo de Aurora Bernárdez (pero sin el prefacio de Paul Bowles), cuya “Primera edición en México” data de “mayo de 2001”. Sin embargo, para quien no es políglota, el inconveniente de tal traducción radica en que las numerosas palabras y frases, ya en francés o en árabe –usadas por Paul Bowles en su original–, no incluyen su traducción al español, lo cual pudo hacerse con una serie de pertinentes pies de página. 

Paul Bowles
(1910-1999)
Dividida en tres partes y treinta capítulos y firmada en Fez (Marruecos) por un tal Bab el Hadid, los protagonistas de la novela son tres jóvenes norteamericanos con solvencia económica, quienes en el contexto inmediato y aún reciente del término de la Segunda Guerra Mundial y con las rutas turísticas interrumpidas o destruidas en Europa, han podido trasladarse en un carguero, desde Nueva York a Argel, para emprender un azaroso e impreciso recorrido por África del Norte. 
En el momento de su desembarco en Argel, Port y Kit, los Moresby, ya tienen doce años de casados. Y Tunner, el amigo, sin ser íntimo ni incondicional de la pareja, fue invitado por Port “en el último minuto”, y prácticamente desembarca con ellos convertido en una presencia incómoda y molesta sobre todo para Port, quien más rápido que tarde trata de alejarlo de él y de su mujer, sin que nunca llegue a sospechar ni a descubrir la infidelidad en que Kit y Tunner se enredan durante un trayecto de once horas en tren, de Argel a Boussif. Muy poco suspicaz, Port hace tal paralelo recorrido en cinco horas, viajando en el Mercedes de los Lyle, hijo y madre (al parecer), australianos con pasaporte inglés, quienes en la novela son aún más abominables y repulsivos, ya por su racismo, su venenosa lengua y su horrenda personalidad, y por el hecho de que Eric, el torpe y retorcido vástago, se roba los pasaportes de Port y Tunner para venderlos en el mercado negro que en Messad se cultiva y fermenta en los cuarteles de la Legión Extranjera, latrocinio que adereza el obstinado alejamiento de Tunner que Port conjura comulgando en solitario consigo mismo. 
El incitador y el motor de la petulante y pretenciosa “expedición a lo desconocido” es Port, quien gracias a la herencia que le dejó su padre, vive sin trabajar y ya ha viajado por África del Norte, entre Trípoli y Dakar; él es el epicentro de los tres, el que define las categorías que supuestamente diferencian a un turista de un viajero, y quien denota, en buena parte de la novela, la carga idiosincrásica, existencial, corrosiva, nihilista, anarca y egocéntrica que lo caracteriza sólo viéndose la nariz. Por ejemplo, en Boussif, hablando de “política europea de posguerra”, sin mencionar las matanzas y devastaciones en Hiroshima y Nagasaki, dice: “Europa ha destruido al mundo entero.” “Tenemos que agradecerlo y lamentarlo. Espero que se borre ella misma del mapa”. Y unos renglones después: “¿Quién es la humanidad? Te lo diré. La humanidad es todos salvo uno mismo. Entonces, ¿qué interés puede tener para nadie?” [...] “Tú no eres nunca la humanidad; tú sólo eres tu propio yo desesperadamente aislado”. 
Síndrome solipsista que se trasmina en el hecho de que al empezar el viaje no se vacunó contra ninguna enfermedad. En el rasgo de que en su pasaporte haya dejado en blanco el registro de su profesión y que en los trámites del desembarco, al tratar de hacer lo mismo, Kit declare que es “escritor”. Y él, divagando sobre ello (antes de darse de topes contra la presencia de Tunner que frustra el fantaseo de la probable redacción), se divierte con “la idea de escribir un libro. Un diario en el que anotaría cada noche los pensamientos del día, cuidadosamente condimentados con notas de color local, en el cual quedaría clara y tranquilamente demostrada la verdad absoluta del teorema que anunciaría el principio, a saber, que la diferencia entre algo y nada es nada”.
Sentencia que ineluctable y dramáticamente se cumple y cobra agudo sentido cuando la tifoidea (que él ignoraba que tenía y que tal vez pescó entre el mosquerío y las inmundicias que infestan el mísero poblado de Aïn Krorfa) lo transforma de algo en nada, cuando Port, amortajado por el Capitán Broussard en un cuartucho del fuerte de Sbâ, es encontrado así por Kit, quien no presenció su muerte; y entonces la omnisciente y ubicua voz narrativa inserta una reflexión, con un tinte filosófico, que a ella le dijo Port sobre la vida y la muerte, dicha por él hace más de un año y que Kit no recuerda en ese momento: “La muerte está siempre en camino, pero el hecho de que no sepamos cuándo llega parece suprimir la finitud de la vida. Lo que tanto odiamos es esa precisión horrible. Pero como no sabemos, llegamos a pensar que la vida es un pozo inagotable. Sin embargo, todas las cosas ocurren sólo un cierto número de veces, en realidad muy pocas. ¿Cuántas veces recordarás cierta tarde de tu infancia, una tarde que es parte entrañable de tu ser que no puedes concebir siquiera tu vida sin ella? Quizá cuatro o cinco veces más. Quizá ni eso. ¿Cuántas veces más mirarás salir la luna llena? Quizá veinte. Y, sin embargo, todo parece ilimitado.”
Y sí que sólo lo parece, pues durante un paseo en bicicleta por los pétreos y desérticos alrededores de Boussif, observando en lontananza lo aparentemente “ilimitado”, Port cavila y le habla a Kit de lo que ve y siente: “el cielo aquí es muy extraño. A veces, cuando lo miro, tengo la sensación de que es algo sólido, allá arriba, que nos protege de lo que hay de detrás.” Y entonces Kit, al oírlo, da un revulsivo paso al marasmo de la angustia y el desasosiego y quiere que le revele “lo que hay detrás”. Pero la respuesta de Port no puede ser menos contundente, desoladora, lapidaria y premonitoria: “Nada, supongo. Solamente oscuridad. La noche absoluta.”
Después del fallecimiento de Port y de la subrepticia fuga de Sbâ que emprende Kit (abandona el cadáver, elude a Tunner y a la autoridad militar francesa), la novela, en contraste con los atavismos del orbe occidental, se torna aún más corrosiva e iconoclasta, pues si bien Tunner, buscándola e indagando sobre su paradero desde Bou Noura, en realidad se queda allí deambulando en torno a sus personales y egocéntricos prejuicios que oscilan y se agitan dentro de él y el mundillo dejado en Estados Unidos, Kit, prendida a su auténtica identidad que resume y resguarda en el neceser con que huye (pasaporte, cheques de viajero, billetes de mil francos, alguna ropa y cierto maquillaje), se enrola con una caravana de camelleros que se internan por el Sáhara, donde la mayoría son criados y sólo un par “los amos”, uno más viejo y otro más joven, llamado Belqassim, quienes inician con ella una relación sexual en la que alternativamente la comparten. 
(Punto de lectura, México, mayo de 2001)
      Y cuando la caravana llega por fin a su lejano destino en un puerto del Sudán, Kit poco a poco tiene indicios del mundo medievalesco en el que se halla inmersa: la rica familia de Belqassim conduce caravanas entre lugares de Argelia y el Sudán; 
la laberíntica casa es de su padre, allí, además de las criadas y las esclavas, hay 22 esposas que pertenecen a sus hermanos y a su progenitor, entre ellas tres esposas del propio Belqassim, más otra que tiene hacia el Norte, en Mecheria.
Al principio, disfrazada de muchacho árabe, Belqassim la esconde y encierra en un cuartucho de techo bajo donde la alimenta y la utiliza; pero llega el momento en que las tres esposas (a quienes excita la presencia del supuesto joven y que su esposo duerma y se revuelque con él) descubren su naturaleza femenina y Belqassim, con una ceremonia y joyas, la hace su cuarta esposa. La certidumbre de que le pertenece, hace que éste aumente su ímpetu sexual, y Kit, que ha gozado con él desde el inicio, ahora goza más siendo poseída así, incluso hasta un límite quizá enfermizo, pues cuando Belqassim falta a las citas, ella padece una especie de síndrome de abstinencia y ansiedad y la negra que la custodia, para calmarla, le prepara una especie de somnífero.
Cabe decir que por circunstancias favorables, Kit logra salir de allí auxiliada por las tres esposas de Belqassim, para sin buscarlo ni quererlo, volver a caer en otras manos árabes que finalmente le roban los miles de francos que guardaba en el neceser, menos lo que lleva puesto y su pasaporte, el cual le sirve a las monjas de un hospital para que su identidad sea ubicada en ese puerto del Sudán y rescatada por el consulado norteamericano, quien a través de una tal Miss Ferry, ya de regreso en Argel, la traslade en un taxi, del aeropuerto al pie del hotel Majestic, donde le anuncia la probabilidad de que Tunner se encuentre allí esperándola. Sorpresiva e inesperada noticia que a Kit no le cae nada bien, por lo que quizá al lector no le resulte extraño que, sin decir agua va, de nueva cuenta se esfume en el anonimato.

Paul Bowles, El cielo protector. Traducción del inglés al español de Aurora Bernárdez. Punto de lectura, serie Biblioteca de bolsillo. 1ª edición mexicana, mayo de 2001. 412 pp.


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Enlace a un trailer de El cielo protector (1990), filme dirigido por Bernardo Bertolucci, basado en la novela homónima de Paul Bowles.