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miércoles, 6 de diciembre de 2023

Smoke & Blue in the face

El acto de leer y contar, el punto zen y lo único

 

I de III

El día de la Nochebuena de 1990, en San Francisco, California, Wayne Wang, director de cine de origen chino, leyó en el New York Times el “Cuento de Navidad de Auggie Wren”, escrito por el norteamericano Paul Auster, a quien no conocía ni como lector ni en persona. Pero el texto lo emocionó y le gustó tanto, que se propuso leer sus libros y sobre todo hacer una película basada en tal relato. En mayo de 1991, Wayne Wang visitó a Paul Auster en su estudio de Park Slope, el barrio neoyorquino en Brooklyn, donde entonces residía el novelista desde hacía más de quince años. Tal visita incluyó un tour repleto de relatos y leyendas que le contaba Paul Auster sobre la urbe, el barrio y su gente. Un almuerzo en el Jack’s, el restaurante donde Auggie Wren le narra el Cuento de Navidad al Paul del relato que publicó Paul Auster en el New York Times; y entre otros ejemplos de futuras localizaciones extraídas del cuento, una visita al verdadero estanco ubicado en el centro de Brooklyn que inspiró al verdadero Paul, sitio donde el escritor suele adquirir sus latas de Schimmelpennincks, los puritos holandeses que le place fumar. 

     


        Pero lo más importante es que a partir de tal encuentro empezaron a concebir el proyecto que, no sin vicisitudes, derivaría en lo que es la película Smoke (1995), guionizada por Paul Auster y dirigida por Wayne Wang filme que en la Berlinale de ese año obtuvo el Premio Especial del Jurado y al año siguiente el Premio Independent Spirit al Mejor primer guion— y que suscitó el rodaje de Blue in the face (1995), codirigido por Wayne Wang y Paul Auster, en base a ciertas “Notas para los actores” escritas por éste, las cuales sirvieron de arranque para las libres interpretaciones y espontáneas improvisaciones hechas por el reparto notable por los sucesivos e instantáneos cameos, lo que suscitó que Peter Newman, uno de los productores, la calificara de “un proyecto en el que los internos asumen la dirección del manicomio”.  

 

Wayne Wang, Harvey Keitel y Paul Auster

Smoke & Blue in the face, p. 208


          Entre el reparto de Blue in the face figura Harvey Keitel, quien en Smoke también caracterizó a Auggie Wren, el dependiente de la tabaquería; Mel Gorham, repitiendo a Violet, que ya no es la ligue latina de Auggie, sino la mujer con quien sale; Victor Argo, de nuevo en el papel de Vinnie, el dueño del estanco donde despacha Auggie; y entre los que no estuvieron en Smoke: el guitarrista, compositor y cantante Lou Reed, monologando (en el sitio que le corresponde a Auggie tras el mostrador) una serie de hilarantes razones y sinrazones de índole existencialoide y pseudofilosóficas; Madonna, en un fugaz aleteo de cantarina-mensajera; y el cineasta Jim Jarmusch, notorio en su papel de Bob, el fotógrafo que asiste al estanco para fumarse con Auggie su último cigarrillo; pero sobre todo por ser el director de Extraños en el Paraíso (1984), Bajo el peso de la ley (1986), Hombre muerto (1995), Coffee and Cigarettes (2003), entre otros filmes.

 

Harvey Keitel y Jim Jarmusch

Smoke & Blue in the face, p.245


         Y si una detallada enumeración de los participantes implica citar a Harvey Wang, fotógrafo que filmó una serie de secuencias documentales en video súper 8, de cuyas imágenes varios fragmentos fueron insertados entre el total de fragmentarias secuencias que conforman la película, tampoco es posible ignorar a Christopher Ivanov, el montador, a quien Paul Auster reivindica diciendo: “Wayne y yo pasamos incontables horas en la sala de montaje con Chris, probando docenas de ideas diferentes en una conversación triangular continuada, y su energía y paciencia fueron inagotables. En todos los sentidos de la palabra, él es coautor de la película.”

       

Panorama de narrativas núm. 339, Editorial Anagrama, 3ª ed.,
Barcelona, noviembre de 1996

         
En este sentido, el libro Smoke & Blue in the face, profusamente ilustrado con anónimas fotos y fotogramas en blanco y negro
—cuya primera edición de Anagrama data de noviembre de 1995 (el mismo año que en Nueva York apareció en inglés coeditado por Hyperion y Miramax)— inicia con un prólogo en el que Wayne Wang alude su descubrimiento de Paul Auster, el inicio de la amistad, y su consecuente y mutua colaboración en ambos filmes. Y enseguida el libro se divide en los dos principales apartados: Smoke y Blue in the face.  

 

Lou Reed

Smoke & Blue in the face, p. 221

        La sección de Smoke comprende tres partes: “Cómo se hizo Smoke”, una entrevista a Paul Auster realizada por Annette Insdorf, “Catedrática del Departamento de Cine de la Escuela de las Artes de la Universidad de Columbia y autora de François Truffaut”; Smoke, el guion escrito por Paul Auster, precedido por los créditos de la película, pese a que el filme y el texto difieren; y el “Cuento de Navidad de Auggie Wren”, que el narrador escribió en 1990 para el New York Times.

     

Cintillo

           
La sección de Blue in the face también comprende tres partes: “Esto es Brooklyn. No seguimos el reglamento”, un prefacio de Paul Auster en el que bosqueja ciertos incidentes y anécdotas que dieron origen a este divertimento fílmico que, sin ser continuación de Smoke, está intrínsecamente emparentado, tanto por el hecho de que el estanco
el sitio donde despacha Auggie Wren es la locación principal (el interior o la esquina que da a la calle) y por ende donde se desarrollan la mayoría de las azarosas, fragmentarias, delirantes y risibles secuencias que la constituyen, como por la circunstancia (ya mencionada) de que varios de los actores que estuvieron en el anterior reparto, repiten la caracterización que les correspondió. En este sentido, si Blue in the face es “un buñuelo relleno de aire, una hora y media de canciones, bailes y disparates”, “un himno a la gran República Popular de Brooklyn” según la define Paul Auster, la tabaquería donde despacha Auggie, ubicada en la víscera cardiaca de tal sector neoyorkino, es una bufa y distendida idealización de la vida cotidiana en Brooklyn y de los destinos cruzados que se dan cita en el estanco; es decir, sin la crudeza, la violencia y la marginación que se fermenta y empantana por allí.

     

Smoke & Blue in the face, p. 303

         La segunda parte correspondiente a la sección Blue in the face, son las “Notas para los actores” escritas por Paul Auster, divididas en dos segmentos: “Julio” y “Octubre”; lo cual alude el hecho de que las escenas fueron rodadas durante tres días de cada mes. Cada una de las “Notas para los actores”, ya sea que haya sido suprimida en el filme o no, está acompañada, al pie, por una serie de anecdóticos comentarios del mismo Auster, escritos después de realizada la película. Y por último, con los créditos por delante, figura la transcripción del filme Blue in the face; es decir, de lo pergeñado entre el guionista (que aquí, pese a él, se revela como un creador de gags), los directores, actores, fotógrafos, montador, etcétera.

       

Paul Auster y Wayne Wang

Smoke & Blue in the face (Anagrama, 1996)
p. 217

          
Es evidente que a través de la entrevista a Paul Auster
—Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2006—, de los prólogos, los guiones, las notas y los comentarios, se desvelan y comprenden algunos intríngulis que oscilan alrededor y detrás de los procesos de rodaje y montaje y del resultado final de ambos filmes, como es, en Smoke, la relevante particularidad del Cuento de Navidad que en el Jack’s le narra Auggie Wren al escritor Paul Benjamin (el alter ego de Auster que también tiene su estudio en Park Slope y que fue caracterizado por William Hurt) para que éste lo publique en el New York Times, cuyas retrospectivas imágenes en blanco y negro y la voz en off de Auggie, serían, según el guion, intercaladas entre el diálogo que tête à tête sostienen en el Jack’s. (Vale observar, entre paréntesis, que Benjamin es el segundo nombre de Paul Auster y el pseudónimo con que en 1976 publicó su primera novela: Juego de presión.) Pero luego las dificultades para sincronizar el alterno montaje de los fragmentos de ambas secuencias paralelas, hizo que primero se montara la secuencia de la charla en el restaurante y después sin la voz en off de Auggie, pero con una rolita de Tom Waits de fondo: Innocent when you dream (78), la retrospectiva secuencia en blanco y negro de las escenas del Cuento de Navidad que a Paul Benjamin le relata Auggie Wren.

II de III

Tanto Wayne Wang, como Paul Auster, narran que desde el primer día que se vieron y deambularon por Brooklyn tuvieron la certeza de que iban a ser grandes amigos. Quizá esto fue una especie de elemento premonitorio y de buen augurio que signó el hecho de que en la trama de Smoke, pero también en la de Blue in the face, la calidez humana y el valor de la amistad tienen gran trascendencia. Si no hubiera sido así, el papel de Auster en Smoke hubiera concluido con su guion; es decir, en contra de la costumbre siguió de cerca el rodaje y el montaje, tanto, que el hecho de estar ahí y de meter su cuchara una y otra vez, es una de las razones por las que él y Wang empezaron a pergeñar el plan y las notas de lo que luego sería Blue in the face. La atmósfera amistosa, según Auster, se hizo extensiva entre el equipo de producción y el reparto. (Daniel Auster, el hijo que el escritor y guionista tuvo con la escritora Lydia Davis, su primera esposa, hizo un fugaz cameo como ladrón de libros.) Así, cabe decir que la cálida complicidad de Siri Hustvedt, la segunda esposa de Auster desde 1981, también está presente en las ideas que dieron origen al primer guion de Smoke que escribió el novelista, y detrás del cuestionario de Blue in the face ubicado en la secuencia denominada “Fundación Bosco”, concebida en un momento en que Paul Auster sentía que el cansancio lo había dejado sin una gota de creatividad.

     

Smoke & Blue in the face, p. 49

            En principio Smoke es una celebración del acto de fumar, marcada por la circunstancia de que los personajes (no todos fumadores empedernidos) se dan cita en ese minúsculo recodo de Brooklyn: el estanco donde despacha Auggie Wren. Esto es así, pese a que no falta algún sesgo moralista en contra de tal placentero y pernicioso hábito, como es, por ejemplo, el que encarna Vinnie, el dueño de la tabaquería, que ya lleva dos infartos, pero que sin embargo no puede dejar sus adorados puros. “Estos cabrones me matarán cualquier día”, dice, llevándose una buena dosis. O el que corporifica el propio Auggie en una escena que se lee en el guion (eliminada en la película), donde al disponerse a proseguir su lectura de Crimen y castigo, en obvia connotación con el título, sufre un ataque de “tos de fumador profunda y prolongada. Se golpea el pecho. No le sirve. Se pone de pie, aporreando la mesa mientras el ataque de tos continúa. Empieza a tambalearse por la cocina. Maldiciendo entre jadeos. Movido por la rabia, tira todo lo que hay sobre la mesa: vaso, botella, libro, restos de la cena. La tos se calma, luego vuelve a empezar. Él se agarra al fregadero y escupe dentro.”

       

Mira Sorvino

Smoke & Blue in the face, p. 20
4

          En cuanto a que la calidez humana y el valor de la amistad es un ingrediente cualitativo que se desliza y trasmina a lo largo de Smoke, esto se puede observar en las siguientes particularidades: Auggie Wren no es un tipo del todo ejemplar: hace alrededor de diecinueve años robó una alhaja para Ruby MacNutt, su único verdadero amor; fechoría que lo obligó a renunciar a la universidad, abandonándose, a través de la marina, durante cuatro años en el azar de la guerra, con tal de no ir a la cárcel. Y otro de sus latrocinios, según dice, data de 1976, cuando se hizo de su primera y única cámara fotográfica; y en 1990
el presente hace lo posible por vender al margen de la ley (o sea: de contrabando) varias cajas de puros cubanos. No obstante es, con todo y su humor negro y su cáustica lengua bífida y aceitada, un buenazo, un tipo de buen corazón y sin grandes aspiraciones. Sin necesitarlo, tiene empleado a Jimmy Rose, un disminuido mental que aporta ciertos cómicos matices. Por hacerle un gratuito favor al escritor Paul Benjamin emplea, también sin necesitarlo, a Rashid, un negro de diecisiete años. Ruby MacNutt, la citada ex mujer de Auggie que otrora lo traicionara con otro, le llega, después de dieciocho años y medio de no verla, con el cuento de que él es el padre de Felicity, una joven de dieciocho años que subsiste en un mísero agujero no muy lejos de allí enfrascada con un inepto y lo peor: con un embarazo de cuatro meses y sujeta al infierno del crack. No obstante, Auggie, después de varios estiras y aflojas, de ciertos giros inesperados y de intuir que Felicity no es su hija, no duda en donarle a Ruby MacNutt cinco mil dólares en efectivo, quizá para la efímera recuperación de la chica en una clínica de desintoxicación; cantidad que representa la única fortuna que poseía, un ahorro de tres años, con la que tal vez hubiera podido reactivar o potenciar su contrabando de puros cubanos.

         

Smoke & Blue in the face, p. 82

           
En este sentido, sólo por pasar un buen rato y por celebrar y ayudar a un amigo que no halla el tema y la resolución de un relato, Auggie Wren le narra a Paul Benjamin el Cuento de Navidad que éste necesita escribir para su inminente publicación en el New York Times. Y sea el relato verdad o mentira, o una mezcla de ambas cosas, en éste, Auggie, donde también es protagonista, por igual es un buenazo que no se raja con la policía cuando un negro mozalbete se roba del estanco unas revistas de mujeres desnudas; esto sólo por el hecho de conmoverse y deducir, a través de ciertas fotos infantiles y de la licencia de manejo que halla en la cartera que el ladronzuelo dejó caer en su apresurada huida, que se trata de “Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte”. 

         

Smoke & Blue in the face, p. 157

         Y cuando el mero día de Navidad por fin decide devolverle la cartera, guiándose por la dirección de la licencia, y quien le responde desde el interior y le abre la puerta es la abuela Ethel
una anciana ciega, se deja llevar en un juego de mutua complicidad y mutuos aparentes engaños, cuyo trasfondo implica hacer lo posible aportando víveres, calidez, ternura y muchos cuentos para que la abuela Ethel pase una buena tarde y una agradable cena de Navidad, pese a que Auggie, al ver en el baño un grupo de seis o siete cámaras fotográficas de 35 milímetros (robadas, sin duda), no puede eludir la tentación de robarse una.

       

Smoke & Blue in the face, p. 42


        
Rashid, el negro adolescente que casi sin pensarlo hurtó el botín (¡cinco mil ochocientos catorce dólares!) de un par de verdaderos y peligrosos delincuentes, sin que se lo pidan, salva al distraído de Paul Benjamin de morir atropellado o de convertirse en un tullido o en un imbécil vegetal. Paul Benjamin, para corresponderle, le invita unas limonadas y le da cobijo en su departamento de Park Slope, pese a que después de tres noches ya esté harto de que la presencia del negro trastoque su intimidad y su tiempo de escritor. Sin embargo, más adelante no elude la posibilidad de ayudarlo a resolver sus problemas personales y familiares, y ante los rateros que de pronto, al buscar a Rashid para recuperar el botín, le propinan una golpiza marca diablo; es decir, Paul Benjamin resiste el embate y no delata al negro.

 

Smoke & Blue in the face, p. 305

          Pero es ante el infortunio de Auggie Wren donde se hace todavía más patente el valor de la amistad. Auggie, sin necesitarlo y por apoyar a ambos, le dio empleo a Rashid en el estanco. El negro, absorto en la contemplación de una revista porno, provoca que Auggie pierda, por un derrame de agua, sus cajas de Montecristos, los puros cubanos con los que pretendía doblar su inversión de cinco mil dólares, su única fortuna ahorrada en tres años. Paul Benjamin, al enterarse y pese a que Rashid alega que el botín confiscado a los vándalos constituye todo su futuro, lo induce a entregarle a Auggie cinco mil dólares, de ese botín, para saldar la pérdida de las cajas de puros. “Mejor conservar a los amigos que preocuparse por los enemigos”, le dice. “Ahora tienes amigos, ¿recuerdas? Pórtate bien y todo saldrá bien.”

III de III

Pero también Smoke es una celebración del acto de leer y contar en forma hablada y escrita. Auggie Wren, pese a ser un simple empleado de un estanco de barrio, siempre está leyendo un buen libro; el de Dostoievski, por ejemplo. Pero además, como pícaro y maestro del improvisado y evanescente cuento oral, inventa eróticos prodigios sobre los puros a un ingenuo e inminente papá (escena suprimida en la versión fílmica). “Una mujer es sólo una mujer, pero un cigarro puro es fumar”, le recita al despedirlo asegurándole que son “inmortales palabras de Ruyard Kipling”. “¿Qué quiere decir eso?”, le pregunta el joven papá. “Ni puta idea. Pero suena bien, ¿no?” Es la respuesta.  

   

Smoke & Blue in the face, p. 36

       Pero lo más notable es el
Cuento de Navidad que Auggie Wren le narra y le regala a Paul Benjamin en el Jack’s, cuyo origen e intríngulis, ya lo apuntó el reseñista de marras, resulta ambiguo: entre la posible mentira y la probable verdad. Ante tal equívoco, Paul Benjamin le canta: “La mentira es un verdadero talento, Auggie. Para inventar una buena historia, una persona tiene que saber apretar todos los botones adecuados. (Pausa) Yo diría que tú estás en lo más alto, entre los maestros.” Calificación superlativa que no tarda en ganarse el negro Rashid, pues todo el tiempo se la pasa cambiándose de nombre y contando mil y una mentiras que son viles y vulgares cuentos de nunca acabar; pero además, como lector, se devora Las misteriosas barricadas, de Paul Benjamin. Y dado que es un dibujante nato, el día que cumple sus 17 añotes escoge de regalo varios libros con imágenes de Rembrandt y Edward Hopper, y las cartas de Van Gogh. Cyrus Cole, por su parte, le narra a Rashid la historia de la pérdida de su brazo izquierdo como si fuera una parábola religiosa y moralista. Paul Benjamin, lector y escritor que había dejado de escribir desde la trágica muerte de su esposa, recupera su voz: vuelve a entregarse a la escritura, además de darle forma escrita al Cuento de Navidad que le narra Auggie. Pero también, en medio de ciertas charlas, cuenta de manera oral algunas historias, como la de Sir Walter Raleigh y la fórmula con que resuelve el modo de medir el peso del humo. La del joven que al esquiar en los Alpes, por una inescrutable coincidencia, halla bajo el hielo el cuerpo intacto de su progenitor extraviado hace veinte años y por ende ahora su padre es más joven que él. La de Bajtín atrapado en Leningrado en 1942, con mucho tabaco y sin papel para forjarlo; así, quizá en la antesala de la muerte, poco a poco se fuma su libro: las hojas del manuscrito en el que había invertido diez años de trabajo.

     

Smoke & Blue in the face, p. 155

            Difícil es concebir de carne y hueso a un empleado de una minúscula tabaquería de Brooklyn que lee atentamente Las investigaciones filosóficas de Ludwig Wittgenstein, mientras a su alrededor berrean y dicen burradas los vagos y castradores de Cronos de la OTB (Oficina de apuestas). Y también resulta dudoso que Auggie o Vinnie
el dueño del estanco, que es un vulgar comerciante, haya (o hayan) colocado entre la estantería (como si tuvieran el ojo clínico de un decorador o escenógrafo de un set cinematográfico) varios retratos de iconos fumando que rinden tributo al cine y al tabaco: “Groucho Marx, George Burns, Clint Eastwood, Edward G. Robinson, Orson Welles, Charles Laughton, el monstruo de Frankenstein, Leslie Caron, Ernie Kovacs.” En este sentido, quizá hubiera sido mucho más coherente que los retratos fueran de los legendarios peloteros de los Brooklyn Dodgers (tal vez en pose de fumadores) que habitaron en el barrio.  

   

Smoke & Blue in the face, p. 209

       


          Pero lo que sí persuade y descuella es el singular rasgo de Auggie Wren: su curiosa afición fotográfica. No hace la foto de cualquier cosa, ni es un disparador locuaz, compulsivo e incontinente. Todos los días coloca el trípode y su cámara fotográfica frente a “la esquina de la calle 3 con la Séptima Avenida”, el sitio su sitio donde se ubica el estanco. Enfoca; espera que den las ocho de la mañana y hace una única toma. Corre el año 1990 y tal afición la empezó en 1977. Tiene ya catorce álbumes. En cada página coloca seis fotos, cada una con la fecha en una etiqueta colocada en la parte superior derecha. Esto lo hace día a día: llueva, nieve o truene. “Es mi proyecto”, dice, “la obra de mi vida”. “Por eso no puedo cogerme vacaciones nunca. Tengo que estar en mi sitio todas las mañanas. Todas las mañanas en el mismo sitio a la misma hora.” 

 


      Aparentemente se trata, siempre, de la misma imagen: “más de cuatro mil fotos del mismo sitio”. Pero en realidad plantea y desarrolla, desde un mismo encuadre directo y minimalista, un sutil y obsesivo registro de los casi imperceptibles cambios del tiempo natural y del tiempo humano, e incluso de sí mismo y de las conjunciones del azar en un punto fijo, que lo hace parecer un poeta lírico (por lo que dice del sentido de su trabajo), pero también una especie de mutación infraterrenal de un maestro zen inclinado al panteísmo (por aquello de la arcana e inescrutable metempsicosis): le basta estar concentrado en un mismo punto, el mismo y distinto, para estar en todos lados y en ninguno. 

   


         
Smoke & Blue in the face, p. 54

              Y son lo suficientemente distintas y únicas esas imágenes que parecen un absurdo, incomprensible y abrumador delirio de la repetición, que al ir hojeando despacio las fotos de 1987, Paul Benjamin se encuentra, de pronto, con una imagen de Ellen con paraguas cruzando por allí: su dulce, entrañable y querida amada, muerta trágicamente en una balacera 
(dolorosa pérdida que lo dejara con un vacío existencial, con un hueco en el estómago y en el corazón, más solo que la hez de la canalla, y sin su voz de escritor), cuya fotogénica presencia lo conmueve hasta las lágrimas (Ellen iba embarazada) y le hace comprender el sentido de lo único y de la imagen única e irrepetible.

 

Smoke & Blue in the face, p. 57

 

Paul Auster, Smoke & Blue in the face. Prólogo de Wayne Wang. Traducción del inglés al español de Maribel de Juan. Iconografía anónima en blanco y negro. Panorama de narrativas núm. 339, Editorial Anagrama. 3ª edición. Barcelona, noviembre de 1996. 312 pp.

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Trailer de Smoke (1995), película dirigida por Wayne Wang con guion de Paul Auster.

“Cuento de Navidad de Auggie Wren”, pasaje de Smoke (1995) doblado al español.

domingo, 22 de mayo de 2022

El Palacio de la Luna




La cueva del tesoro y el arco iris de nunca jamás

Aun en castellano se percibe el poder de seducción y toda la fluidez verbal y la riqueza narrativa de El Palacio de la Luna (Anagrama, Barcelona, 1996), magnética novela del norteamericano Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, febrero 3 de 1947), cuya primera edición en inglés: Moon Palace, apareció en Nueva York, en 1989, publicada por Viking. El que Marco Stanley Fogg, el protagonista, sea un gringo nacido el mismo año que Paul Auster y que en Nueva York ambos hayan estudiado literatura en la Universidad de Columbia y que muchos intríngulis de la trama se sustenten en la geografía, en la historia y la literatura de los Estados Unidos, así como en tradiciones, mitos y leyendas no sólo del lejano Oeste, y en costumbres y variantes del american way of life, todo ello sugiere que el autor utilizó un buen número de elementos autobiográficos y de su propia idiosincrasia.


Paul Auster
       
       El Palacio de la Luna es, sobre todo, una evocación autobiográfica narrada en primera persona por Marco Stanley Fogg. En un momento, al recordar un fugaz tropiezo vivido en la primavera de 1982, desliza la sospecha de que la idea de escribir el presente libro (pergeñado por Fogg en 1986), tal vez le ocurrió allí: “en el cruce de la calle Varick y West Broadway en el bajo Manhattan”. Si Marco Stanley Fogg es la voz omnisciente y ubicua que evoca y narra los distintos pasajes de su infancia y juventud, los principales marcos temporales en que se desarrolla la novela oscilan entre 1965 y 1972; aunque sus reminiscencias, por el hecho de trazar matices, episodios o el curso de otras vidas, suelen remitirse a mediados del siglo XIX, a principios del siglo XX y a las primeras seis décadas de éste, e incluso a la conquista y fundación del actual territorio norteamericano.
            
Colección Compactos 124, Editorial Anagrama
Barcelona, 1996

       El título de la novela tiene numerosos nexos y resonancias lunares (lúdicas, eruditas, poéticas) con muchos detalles y minúsculos pasajes de la trama. Baste decir, dentro de los límites de la reseña, que El Palacio de la Luna también es el nombre de un restaurante chino ubicado cerca del edificio de la calle 112 Oeste, donde Fogg vive, entre 1966 y 1969, en un oscuro departamento del quinto piso. Allí, en el homónimo restaurante, tras una cena china con Zimmer y Kitty Wu (sus amables salvadores de su abandono en Central Park), escrito en el papelito de la galleta de la suerte que le toca, lee una especie de presagio (meses después lo recordará y lo hallará de nuevo), cuyo sentido sólo al final de la novela se hace del todo explícito: “El sol es el pasado, la tierra es el presente, la luna es el futuro.”

       Fogg es hijo natural, único. En 1958, a los 11 años, en Boston, un autobús atropella a Emily Fogg, su madre, que sólo tenía 31 años. A partir de esto (y hasta 1965) vive en Chicago (incluidos tres años internado en la Academia Anselm para varones) bajo la protección de su tío Víctor Fogg, un fracasado clarinetista cuyo mayor triunfo fue tocar en la Orquesta de Cleveland. Cuando en 1965, a los 18 años, Fogg está a punto de irse a Nueva York rumbo a la Universidad de Columbia, su tío Víctor dejó de tocar con la Howie Dunn’s Moonlight Moods y está por emprender una gira con los Moon Men; así, el tío Víctor se ha deshecho de todas sus pertenencias, entre ellas una colección de fetiches personales que le regala a Fogg, junto con 1492 libros reunidos a lo largo de 30 años. Con tales libros (guardados en un almacén dentro de 76 cajas durante más de nueve meses) Fogg, luego de vivir un año en el campus universitario, se instala el 15 de junio de 1966 en el departamento de la calle 112 Oeste. 
Paul Auster
       Puesto que piensa devolverle las cajas de libros al tío y dado que el departamento está vacío, diseña con ellas sus muebles: la base de la cama, la cabecera, la mesa, las sillas. Pero el tío Víctor, a sus 52 años, muere súbitamente en la primavera de 1967 de un ataque cardíaco, asunto que a Fogg le confirma desde Boise, Idaho, un policía de astronáutico y sonoro nombre lunar: Neil Armstrong. Así, luego del entierro en Chicago y del desasosiego inmediato, comienza a leer con frenesí cada uno de los 1492 libros, un modo de tributar la memoria de su querido tío Víctor. Mas como su dolor y depresión son tales, empieza al unísono un perpetuo y progresivo abandono de sí mismo. De este modo, entre el verano de 1967 y el verano de 1969, Fogg se entrega a esas delirantes lecturas; pero también, como sus medios pecuniarios disminuyen, se ve impelido a rematar los libros ya leídos en una librería de viejo, donde un vejete los examina con desprecio y se los apropia como si comprara un montón de fétida basura: una apestosa caja de viejos zapatos, una chorreante escobilla del retrete, una armónica puñetera y blusera o una cochambrosa cafetera de reseñista de libros. Así, Fogg se va quedando sin los libros y sin los otros objetos personales que le heredó su tío Víctor, sin luz ni calefacción y casi sin comer. Y cuando está a punto de que lo lancen, sale de allí y casi sin dinero y con sólo lo que lleva encima (incluido el viejo clarinete de su tío y el citatorio del ejército para su posible traslado a Vietnam) se va a Central Park, sitio donde no tarda en convertirse en uno de esos anónimos y hediondos vagabundos que sobreviven de limosnas y de lo que hallan en los cestos de basura.  

         Sólo fueron tres méndigas semanas hundido en los miasmas de su abandono y soledad. Y si no hubiera sido por el afecto y la intuición de Kitty Wu, la joven china conocida por casualidad, y por la estima de Zimmer, un ex compañero universitario, quizá Fogg hubiera muerto de hambre o de la enfermedad que lo derrumba en una cueva de Central Park. Sólo al ser salvado entiende (al parecer) la fuerza del amor: “Es la única cosa que puede detener la caída de un hombre, la única cosa lo bastante poderosa como para invalidar las leyes de la gravedad.” 
     
Paul Auster y su hija
       
         Tales palabras implican un signo definitorio dentro de la neurótica nervadura de la obra: en medio de incertidumbres y maledicencias siempre hay alguien que auxilia al otro, o que trata de corregir antiguos equívocos y errores. La madre y el tío Víctor adoraron a Marco Fogg, quien pese a ciertos yerros siempre es un tipo de buen corazón, que se cifra a sí mismo al decir: “Todo mundo merece la bondad. Sea quien sea.” En el mismo sentido, Zimmer y Kitty Wu lo salvan. La señora Hume, el ama de casa de Thomas Effing (anciano de 86 años, ciego, paralítico en silla de ruedas, groserote, prepotente, mitómano), quiere y soporta a su patrón; pero también procura y visita a Charlie Bacon, su hermano, un ex militar de la Segunda Guerra Mundial que subsiste en un manicomio tras desconectarse del orbe al saber que había sido incluido en la tropa que volaría sobre Nagasaki. Las majaderías y locuras del viejo Thomas Effing translucen el cariño y la gratitud que siente por la señora Hume y por Fogg, quienes lo ayudan a bien morir, mientras se empeña en heredarle a Solomon Barber (el hijo que nunca conoció en persona) su autobiografía y una buena cantidad de dólares. Solomon Barber, por su parte, también denota su nobleza interior: en sus indagaciones históricas, en el desprendimiento ante una tía alcohólica y su criada negra (les regala la astrosa mansión que en 1939 su madre psicótica le hereda en Long Island), en la íntima nostalgia de la mujer de su vida (Emily Fogg) y frente al hijo inesperadamente hallado (Marco Stanley Fogg).
    Luego de su rescate de Central Park, Fogg (enflaquecido, anémico y sin poder sostenerse en sus propios pies) convalece en el pequeño departamento de Zimmer, gracias a los escasos recursos de éste. Por sus desvaríos y por su debilidad física, el 16 de septiembre de 1969 un psiquiatra lo declara inútil para Vietnam. Pero ante la urgencia de independizarse de su amigo, luego de su recuperación física busca trabajo a través de la oficina de empleos de la Universidad de Columbia. Allí lee un letrero en el que un viejo en silla de ruedas ofrece empleo de acompañante y secretario, cuarto, manutención y 50 dólares a la semana. El anciano, de 86 años y más ciego que un topo de fétida alcantarilla, resulta ser el citado Thomas Effing. Marco Stanley Fogg sólo trabaja con él un poco más de seis meses (hasta que el viejo muere el 12 de mayo de 1970). Sin embargo, la relación que establecen constituye uno de los capítulos más prolíficos, pintorescos y singulares de la novela.
       
Paul Auster y su perro
        
                El viejo Thomas Effing (con mucha vitalidad y memoria, sarcástico, autoritario, culto y maniático) elige la fecha y su forma de morir. El que contrate a Fogg para que sobre todo escriba su necrología (tres versiones, una de ellas es la autobiografía destinada a Solomon Barber) resulta un pretexto para que le cuente mil y una historias que evoca Fogg en su libro (la novela de Paul Auster), tales como la época en que Effing, en Long Island, era un joven pintor llamado Julian Barber, heredero de una cuantiosa fortuna; o el periodo que Thomas Effing vivió en el desierto (entre 1916 y 1917), desde el Gran Desierto Salado cercano a Salt Lake City, hasta lo vivido dentro de una solitaria cueva de ermitaño no muy lejos del pueblo de Bluff, episodio que posee ciertas dosis y gags de película del Salvaje Oeste, donde no falta (en medio del desierto) la traición del supuesto guía y el joven que muere tras desbarrancarse de un risco con su caballo, la aparición del solitario y estrambótico indio George Boca Fea y la de los hermanos Gresham, legendarios pistoleros y asaltantes de trenes con las alforjas repletas de dinero y alhajas, más un estridente y peliagudo tiroteo en el que Effing resulta más hábil que los bandidos; su ida a París en 1920 (ya con el nombre de Thomas Effing) luego de que en 1918, en San Francisco, pierde el movimiento de sus piernas; su regreso a Nueva York en 1939 (con su secretario ruso Pavel Shum) antes de que los nazis ocupen la capital francesa. 
En este sentido, la autobiografía de Thomas Effing tiene como fin satisfacer la curiosidad intelectual y genealógica de su hijo Solomon Barber, nacido en 1917, quien con la idea de que su padre desapareció en el desierto de Utah en 1916, ha sublimado la búsqueda de su raíz paterna a través de sus propios libros sobre la historia de los Estados Unidos: El obispo Berkeley y los indios (1947), La colonia perdida de Roanoke (1955) y Las tierras vírgenes americanas (1963); sublimación que iniciara a sus 17 años con la escritura de La sangre de Kepler, una novela inédita (reseñada por Fogg) que mucho tiene de radiografía psicológica y mito indio trastocado por la imaginación infantil de un púber que ha deglutido mil y una historietas, leyendas y filmes hollywoodenses del Salvaje Oeste.
       Si Solomon Barber (quien resulta ser un gigantesco gordo) se sorprende al descubrir la existencia y la vida del que fue su progenitor, una conmoción parecida le ocurre a Marco Stanley Fogg cuando descubre y constata que Solomon Barber es nada menos y nada más que su propio padre. Tal episodio sucede cuando ambos (a principios de julio de 1971), por distintas y particulares razones han emprendido desde Nueva York un viaje al Oeste, cuyo destino es la búsqueda de la cueva en el desierto de Lago Salado (quizá incierta) donde Effing dijo vivir como ermitaño y pintor por más de 12 meses. En el largo rodeo que los llevará a su objetivo, deciden visitar Chicago, precisamente el cementerio judío de Westlawn donde descansan los restos de la madre y del tío de Fogg. Al ver y oír al lacrimoso gordo, diciendo, absorto, nostálgicas y amorosas palabras ante la tumba de su madre, Fogg comprende todo y lo insulta. Tal es la furia de uno y la sorpresa del otro, que Fogg provoca que Solomon Barber corra y caiga en una sepultura abierta donde se rompe la columna vertebral. No se recupera de los estragos y muere en el hospital el 4 de septiembre de 1971.
     
Paul Auster
       
             El amor y el erotismo entre Fogg y Kitty Wu constituyen, dentro de los vaivenes de la novela, un suspense. Entre breves protagonismos y esporádicas alusiones, luego de que muere Thomas Effing y le hereda a Fogg más de siete mil dólares, empiezan a vivir juntos en un extenso almacén ubicado en “el corazón del barrio chino”, “no lejos de Chatham Square y el puente de Manhattan”, sitio donde ella, al retornar de su trabajo de secretaria, se entrega a sus ejercicios de bailarina, mientras él escribe supuestos ensayos bajo el signo de Montaigne. Todo sugiere que se trata de una idealizada historia de amor y que la novela tal vez deambule por ese rumbo. Pero no sucede esto, sino apenas un esbozo y un súbito embarazo que suscita el antagonismo y las asperezas domésticas (él quiere el hijo, ella no); y al ocurrir el aborto no tarda en desencadenarse la separación. Así, cuando muere Solomon Barber, Fogg, desolado por partida doble (una llamada telefónica a Kitty Wu confirma la ruptura definitiva), decide continuar la búsqueda de la cueva en el desierto donde tal vez vivió el viejo Effing, pero ya no como quien huye y busca la cueva de nunca jamás o la olla de monedas de oro al otro extremo del arco iris, sino como un objetivo definido. 
       Después de un mes de explorar los alrededores del pueblo de Bluff y superficialmente las aguas del pantano de Powell, sitio donde quizá se halle hundida la cueva (donde vivió Effing y donde también se escondía la banda de los hermanos Gresham, la famosa tríada de Alí-Babás del Oeste), Fogg descubre que le han robado el Pontiac 65 junto con más de diez mil dólares (la herencia que le dejó Solomon Barber). Así, tras la frustración y el arrebato, desde esa zona de Utah emprende una frenética caminata por el desierto, siempre hacia el Oeste, misma que dura cuatro meses (el primer mes no habla con nadie), durmiendo en el campo, en cuevas y cunetas, adquiriendo botas aquí y allá, hasta que por fin, desde las arenosas cercanías del pueblo de Laguna Beach, California, vislumbra el Pacífico, un atardecer y el surgimiento de una luna “redonda y amarillla como una piedra incandescente”. Este punto significa para Fogg el fin del mundo y el lugar donde empieza una nueva vida, distinta (por lo menos así la concibe) de la persona que fue.




Paul Auster, El Palacio de la Luna. Traducción del inglés al español de Maribel de Juan. Serie Compactos núm. 124, Editorial Anagrama. Barcelona, 1996. 312 pp.




viernes, 4 de julio de 2014

Leviatán


                         
La Estatua de la Libertad y el ángel caído

El norteamericano Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, febrero 3 de 1947) —Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2006— publicó en inglés, en 1992, su novela Leviatán, la cual en el Viejo Continente recibió el “Premio Médecis a la mejor novela extranjera publicada en Francia”. 

Paul Auster
         La voz narrativa de Leviatán es la de Peter Aaron, alter ego del autor, nacido el mismo año que éste, cuya supuesta primera novela: La luna, es una franca alusión a El palacio de la Luna (1989), la más exitosa novela del polígrafo y cineasta Paul Auster.
 


     
Inscripción en la Estatua de la Libertad
        Seis días antes del 4 de julio de 1990, Benjamin Sachs, el mejor amigo de Peter Aaron, murió en sanguinolentos pedazos, junto a un coche robado, al explotar una bomba al borde de una carretera del norte de Wisconsin. 

       Se ignora si lo mataron o se mató. 
       Peter Aaron se halla en la cabaña-estudio de una casona de campo en Vermont. Ese 4 de julio de 1990 y tras la visita de dos agentes del FBI que encontraron su número telefónico de Nueva York en los restos de los bolsillos de Benjamin Sachs, ha decidido escribir una especie de reporte destinado a esclarecer posibles confusiones en relación al pasado y a las actividades de su difunto amigo. 


       
         Sin embargo, el relato de Peter Aaron no es una suma de datos: un sobrio informe destinado a la policía, ni un testimonio que desembrolle el trasfondo psicológico, ideológico, anarca y político que llevó a Benjamin Sachs a convertirse en El fantasma de la Libertad, un clandestino y solitario rebelde que desde el 16 de enero de 1988 se dedicó, en distantes puntos de los Estados Unidos, a colocar bombas en las réplicas de la Estatua de la Libertad, siempre teniendo el cuidado de no poner en peligro la vida de nadie; y cuyas detonaciones y comunicados a través de los mass media despertaron antipatías y simpatías y el consecuente uso y comercialización propia del arquetipo de la sociedad de consumo: camisetas y chapas con la imagen de El fantasma de la Libertad, caricaturas políticas, tema de editoriales periodísticos, de sermones y de polémicas radiofónicas; e incluso, en Chicago, hubo “un número de cabaret en el que el Fantasma desnudaba lentamente a la Estatua de la Libertad y luego la seducía”. 



 
   
     
      
   
 
        Traducida al español por Maribel de Juan, la novela Leviatán es una especie de casona de dos aguas repleta de pasillos y pasillitos, habitáculos de muchos tamaños, escaleras que suben y bajan, desvanes, minucias y anécdotas sentimentales y melodramáticas. En este sentido, pese al activismo de Benjamin Sachs y a los sesgos críticos (light) de la novela de Paul Auster, no es de índole política ni cuestionadora de la idiosincrasia gringa (¡oh paradoja!), ni de ciertos cuadros de costumbres del consabido american way of life, ni del trasfondo y las historias negras y cruentas en que descansa ese grandísimo y totémico emblema de los megalómanos y autodeificados Estados Unidos: la Estatua de la Libertad, símbolo de democracia, de libertad e igualdad ante la ley.
       

       Peter Aaron, narrando asuntos sobre su propia vida doméstica y afectiva y sobre su desarrollo como escritor, cuenta la relación de los hechos desde que conoció a Benjamin Sachs en un bar de Nueva York, un día de 1975, no sin añadir algunos datos anteriores a tal fecha, como la circunstancia de que Sachs nació “el 6 de agosto de 1945”, por ende le gustaba pregonar que fue “el primer niño de Hiroshima nacido en Estados Unidos”; que se negó a ir a Vietnam, por lo que en 1968 lo encerraron en la cárcel durante más de un año, donde comenzó a escribir El nuevo coloso, concluida en 1973. Y según informa y reseña Peter Aaron, es una novela histórica sobre los Estados Unidos de entre 1876 y 1890, con personajes históricos, literarios y ficticios, en la que se exalta la figura de Henry David Thoreau (1817-1862), al cual Benjamin Sachs rindió pleitesía dejándose crecer el pelo y la barba. Y pese a que fue su primera novela (la única), lo colocó de inmediato en el mapa de los nuevos narradores, además de ser un prolífico autor de ensayos de todo tipo, notable entre la intelligentsia neoyorquina.

Henry David Thoreau (1817-1862)

          Frente al anarquismo que signó los últimos días de Benjamin Sachs, cabe destacar un fragmento de lo que Peter Aaron dice de El nuevo coloso: “La emoción dominante era la ira, una ira madura y lacerante que surgía casi en cada página: ira contra América, ira contra la hipocresía política, ira como arma para destruir los mitos nacionales”.
     
 
     
        
     
  
       Todo iba por rumbos y contrastes más o menos previsibles (nadando de a muertito), hasta que el 4 de julio de 1986, durante los festejos del primer centenario de la Estatua de la Libertad, Sachs se cayó de una altura que “estaba a cuatro pisos del suelo”. Un tendedero amortiguó el golpe y no murió, pero sí trastocó el sentido de su vida. Abandonó sus frenéticas tareas ensayísticas (tenía, incluso, una agente que resolvía el asunto de los dividendos de su acreditada firma), rompió con Fanny, su mujer por más de 20 años, y su caída literalmente lo convirtió en un ángel caído, en un energúmeno hundido y enredado en un oscuro y laberíntico conflicto de culpas individuales y sociales. 



         Buscando su rescate, Peter Aaron, con apoyo de una editora, en 1987 le propone a Benjamin Sachs que reúna sus artículos y los publique en un libro. Sachs acepta. Deja Nueva York y se va a la cabaña-estudio de la casona de campo en Vermont (la misma donde en 1990 se halla Aaron), pero en vez de preparar el libro de artículos, empieza a escribir Leviatán, una novela que queda inconclusa. 
Paul Auster
         Benjamin Sachs no la termina por un bemol imprevisto. Al rondar por un bosque cercano, absurdamente se pierde y presencia un crimen, el cual lo induce a cometer un asesinato imprudencial: de un batazo mata a Reed Dimaggio, según lee en el pasaporte de éste. 

Más tarde, en Nueva York, al enterarse por Maria Turner que el asesinado fue el marido de su amiga Lillian Stern y que además de asesino era un profesor universitario, Benjamin Sachs busca redimirse y viaja a Berkeley con la intención de entregarle a Lillian Stern el dinero de la bolsa de bolos (165 mil dólares) que halló en la cajuela del auto de Reed Dimaggio (una de sus maletas contenía utensilios para fabricar bombas). Sin embargo, en Berkeley se transforma en una especie de criado (con complejo de culpa) que limpia de arriba abajo las sucias y atiborradas habitaciones de la casa de Lillian Stern, bella ex prostituta, dizque masajista y modelo (que resucitaría a un muerto), quien vive con una hija que tuvo con Reed Dimaggio, de la que Sachs se hace un ferviente nano.
       Luego de la espinosa relación afectiva con Lillian Stern, Benjamin Sachs, al revisar los izquierdistas y anarcas libros y papeles de Reed Dimaggio, lee la copia de la tesis que hizo sobre Alexander Berkman, una apología de la vida y obra de tal judío de origen ruso, autor de Memorias carcelarias de un anarquista y Abecedario del anarquismo comunista
Paul Auster
        Y ante la imposibilidad de escribir una biografía sobre Reed Dimaggio (al que ahora admira), en su interior se enciende la delirante mecha y se lanza a la tarea que supone era la secreta y clandestina misión de Reed Dimaggio: construir bombas, hacer añicos las réplicas de la Estatua de la Libertad y rubricar los estallidos con moralistas mensajes, casi poemas para sus fanáticos que veían en él un predicador no siempre en el desierto: “un profeta angustiado de voz dulce”, un “héroe popular clandestino”, “casi bíblico”; pese a que en realidad era un loco anarquista con una postura suicida y nada consistente, “un chiflado, otra figura pasajera en los anales de la locura americana”. 

       Pero si a través del subjetivo testimonio de Peter Aaron no se explora el trasfondo psíquico de Benjamin Sachs: ¿cómo se engranan y desengranan los chips, los resortes, los tornillos, las tuercas, los alambres y los fluidos de esa sutil pulsión de relojería que transformaron su cerebro, sus ideas y su vida en un kamikaze o bomba de tiempo de carne y hueso?, por lo menos el lector sí tiene noticias de su azarosa y fragmentaria declaración de principios explosivos. 
        Por ejemplo, cuando Peter Aaron dice que Benjamin Sachs le dijo que se notaba que Reed Dimaggio “apoyaba a Berkman, que creía que existía una justificación moral para ciertas formas de violencia política. El terrorismo tenía un lugar en la lucha, por así decirlo. Si se usaba correctamente, podía ser un instrumento eficaz para llamar la atención sobre los temas en cuestión, para revelarle al público la naturaleza del poder institucional”.
        Así, resulta lógico que para rendirle un tributo más a los santos patronos de su secreta identidad de rebelde “con causa”, Benjamin Sachs haya alquilado “un apartamento barato en la zona sur de Chicago” usando el nombre de Alexander Berkman.



Paul Auster, Leviatán. Traducción del inglés al español de Maribel de Juan. Panorama de narrativas núm. 283, Editorial Anagrama. Barcelona, mayo de 1996. 272 pp.