lunes, 24 de agosto de 2015

Borges. Esplendor y derrota


La rosa es sin por qué

Si Borges. Una biografía literaria (FCE, México, 1987), de Emir Rodríguez Monegal (1921-1985), y Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos (FCE, 1985), con “Edición, introducción, prólogos y notas” del mismo crítico e investigador uruguayo (ambos impresos originalmente en inglés: el primero en 1978 y el segundo en 1981) son un sistema operativo de relaciones anecdóticas, críticas y ensayísticas sobre la vida y obra del escritor Jorge Luis Borges (1899-1986), algo semejante puede decirse de Borges. Esplendor y derrota (Tusquets, Barcelona, 1996), biografía de la argentina María Esther Vázquez (Buenos Aires, 1941), con la que en 1995 obtuvo el VIII Premio Comillas de biografía, autobiografía y memorias. 
Colección Andanzas núm. 261, Tusquets Editores
Barcelona, 1996
  En este sentido, al abordar y bosquejar la vida de Borges desde su nacimiento hasta su muerte (árbol genealógico, aprendizaje, amigos, rutina doméstica, avatares amorosos, políticos y demás), la biógrafa reseña y resume el itinerario de su formación, de sus actividades intelectuales, de sus libros, de sus viajes y múltiples premios, condecoraciones y doctorados, particularizando en el trasfondo y tema de ciertos poemas, cuentos, libros, prólogos, colecciones, conferencias, etcétera.

       Un dato notable que incide y trasmina la urdimbre del libro es el hecho de que María Esther Vázquez fue colaboradora y amiga de Borges, amistad que perduró hasta su muerte en Ginebra, Suiza, la mañana del sábado 14 de junio de 1986. Así, el libro —aderezado con una buena cantidad de sabrosos y amargos chismes— tiene un carácter testimonial (a veces visceral) que siempre está presente.
       Cuenta la biógrafa que la primera vez que vio a Borges ella tenía 17 años. Con otros estudiantes fue a visitarlo al legendario departamento del “sexto piso B de Maipú 994” donde el señorito vivía con su madre desde 1947. La segunda vez que estuvo cerca de él fue entre 1957 y 1958, durante su empleo (el primero que tuvo) en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, que Borges dirigió entre 1955 y 1973. 
Borges prologó y presentó el libro de cuentos de María Esther Vázquez
Los nombres de la muerte. La imagen registra un momento del acto
realizado en 1964.
  Mas la relación amistosa se cimenta en los años 60, dice. Entre lo que narra sobre ello descuellan las anécdotas del viaje a Europa que la autora hizo con Borges en 1964, cuando éste fue invitado al Congreso por la Libertad de la Cultura, celebrado en Berlín Occidental. Pero también el episodio donde apunta que el 14 de diciembre de 1965 se casó con el poeta Horacio Armani (1925-2013); un tiempo en que doña Leonor Acevedo (1876-1975), la madre de Borges (quien se enojó y le reclamó), y Norah (1901-1998), la hermana del escritor, y muchos de sus amigos, pensaban que la joven María Esther Vázquez y el viejo y ciego Borges se casarían.

     
Borges y María Esther Vázquez en Villa Silvina, Mar del Plata, febrero
de 1964, foto de Adolfo Bioy Casares (1914-1999), quien el 18 de tal mes
anotó en su póstumo diario (Borges, Destino, 2006) que su amigo le
dijo: 
“Me parece que las cosas van muy bien. Si todo sigue así,
nos casamos este año.
         Fruto de la amistad y colaboración entre María Esther Vázquez y Jorge Luis Borges son los libros Introducción a la literatura inglesa (Columba, Buenos Aires, 1965) y Literaturas germánicas medievales (Falbo, Buenos Aires, 1965), corregida y aumentada edición de Antiguas literaturas germánicas (FCE, México, 1951), que el autor escribió con Delia Ingenieros, hija de José Ingenieros, quien le regaló el globo terráqueo de éste y que Borges lucía en su oficina de la Biblioteca Nacional (hay fotos que lo documentan) colocado encima del escritorio redondo de Paul Groussac, el ciego director que lo antecedió (así lo recuerda, confundiéndose con él, en el 
Poema de los dones”), quien “perdió la vista a principios de los años 20 y murió en 1928, después de haber dirigido la Biblioteca durante 45 años”.
(Punto de lectura, Madrid, 2001)
  Borges, sus días y su tiempo (Ediciones B, Argentina, 1984) es un libro que reúne las entrevistas que María Esther Vázquez le hizo al escritor entre 1962 y 1984 (edición aumentada en 2001), del cual en su memoriosa biografía cita varios fragmentos, procedimiento que remite a los pasajes que transcribe del Autobiographical Essay de Borges publicado por primera vez en inglés en la revista The New Yorker (septiembre 19 de 1970), fruto de los diálogos de Norman Thomas Di Giovanni con Borges —ex profesos para The Aleph and other stories 1933-1969 (Dutton, New York, 1970)—, y que en español y no sólo en México era tan legendario como Genio y figura de Jorge Luis Borges, de Alicia Jurado (1922-2011), la primera biografía sobre el autor, impresa en 1964 por la EUDEBA (Editorial Universitaria de Buenos Aires).

       
Jorge Luis Borges, Mario Vargas Llosa y Alicia Jurado
       La biógrafa comenta una serie de discrepancias con algunos datos que se hallan en la biografía de Borges escrita por Emir Rodríguez Monegal, tales como las relativas a su persona en relación a Borges. Pero también el lector puede localizar ciertas diferencias entre ambas biografías. O algún errorcillo en cada una; por ejemplo, en la cronología de Emir Rodríguez Monegal se dice que Los naipes del tahúr son “cuentos a la Pío Baroja”, pero en las páginas interiores, citando el “Ensayo autobiográfico” de Borges, se dice que “Eran ensayos literarios y políticos... escritos bajo la influencia de Pío Baroja”. Al reseñar El hacedor (1960), María Esther Vázquez dice que “Composición escrita en un ejemplar de la Gesta de Beowulf” pertenece a tal libro, pero en realidad es de El otro, el mismo (1964).

       
Borges y Estela Canto paseando por la Costanera
(Buenos Aires, 1945)
        Si sobre Borges a contraluz (Espasa Calpe, Madrid, 1989) y Estela Canto (1916-1994), su autora, María Esther Vázquez vierte severas críticas y un festín de venenosos chismes, María Kodama resulta la villana de la película, la peor de todas. 

Borges y María Kodama
  A María Kodama (Buenos Aires, marzo 10 de 1937) —alumna, amiga y colaboradora del escritor en Breve antología anglosajona (La Ciudad, Santiago de Chile, 1978), en Atlas (Sudamericana, Buenos Aires, 1984), con textos de él y fotos de ella, y en la colección de libros de la Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges, pero también su íntima asistente, su lazarilla y compañera de viajes entre 1975 y 1986, y destinataria de amorosos y poéticos textos de él— la biógrafa le aplica un rudo ajuste de cuentas, una exultante combinación de golpes, palos de ciego, manitas de puerco, patadas voladoras y porrazos de todo tipo. Si al bosquejar Adrogué (1977) —una rara antología de 13 poemas de Borges y 9 ilustraciones inéditas de su hermana Norah— saca a balcón que en el ABC de Madrid (julio 12 de 1990) María Kodama dijo que “la familia de Borges, Norah incluida, era ‘la hez de la canalla’”, algo semejante parece decir María Esther Vázquez sobre la susodicha. 

Borges y María Kodama
  María Kodama figura como la malvada e ingrata hija que dejó morir a su pobre mamá en un sórdido e inhabitable departamento (casi de conventillo de un melodramático tango). Es la protagonista de una supuesta colección de intrigas que paulatinamente separaron a Borges de sus amigos y familiares. Por sus manipuleos, según la biógrafa, Borges cambió de abogado, de médico de cabecera, no se sabía la naturaleza y gravedad de su padecimiento terminal (cáncer hepático), él anciano y desahuciado (casi dos meses antes de morir) sorpresivamente se casaron, por poder y desde Europa, en “Colonia Rojas Silva, un poblado del Chaco Paraguayo”; quesque modificó su testamento en favor de ella y dizque se apoderó de sus derechos de autor, del dinero, de los doblones, de las cuentas bancarias, de las condecoraciones y de mil y un cachivaches, y quesque dejó prácticamente de patitas en la calle a Fani (Epifanía Uveda de Robledo), la fiel criada de los Borges (la madre y el hijo) por casi 40 años, quien con Alejandro Vaccaro de amanuense y cómplice ya narró lo que quiso narrar en El señor Borges (Edhasa, España, 2004). 

     
Fani con el gato Beppo en el departamento B de Maipú 994.
Al gato, Borges le dedicó un poema que se lee en La cifra (1981).
       En este sentido, en
Borges. Esplendor y derrota se dice que Fani, el 22 de abril de 1986, fue testigo de un inventario notarial-policíaco de las cosas y objetos de valor que Borges tenía en el departamento B del sexto piso de la calle Maipú 994, y que al parecer fue maquinado desde Ginebra días antes de la muerte del poeta. En tal tenor, no sorprende que al sepultarlo en tales latitudes (en el célebre cementerio de Plainpalais), se diga aquí que no se cumplieron los detalles y pormenores de su última voluntad.
        En tal embrollo de Burundanga le dio a Bernabé, que ineludiblemente invita a tomar partido con fervor futbolero o a lavarse las manos y mirar los toros desde la barrera, María Kodama, quien al parecer no era tan titiritera como en estas páginas parece, fue también una mujer muy apreciada y muy querida por el poeta ciego de Buenos Aires. 
Entre muchos, un ejemplo es “La luna”, poema de La moneda de hierro (1976); las dedicatorias a ella en los prólogos de Historia de la noche (1977), La cifra (1981), Atlas (1984) y Los conjurados (1985); o su alusión en el poema en prosa “Abramowicz” y en el prefacio de la susodicha colección Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges.


     
Prefacio de Borges que preludia cada prólogo de la serie
Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges
      Aunque desde luego no se puede hacer caso omiso a dos anécdotas que registra la biógrafa. Escrito “en diciembre de 1958”, dice, e incluido en El hacedor (1960), el “Poema de los dones” Borges posteriormente se lo dedicó a ella —en la página 809 del volumen Obras completas que posee el reseñista (decimocuarta edición de Emecé impresa en Buenos Aires en “septiembre de 1984”) claramente se lee tal dedicatoria: “A María Esther Vázquez”. Pero ésta, después de la muerte del poeta y por orden de María Kodama, según afirma, fue borrada de las sucesivas ediciones. 





(Emecé, 14ª  ed., Buenos Aires, septiembre de 1984)
  Algo parecido ocurrió con “Al olvidar un sueño”, poema que Borges le dedicó a la joven Viviana Aguilar y que apareció, dice, “en la página 73” de la edición de La cifra (1981) que hizo Alianza en España y que no está en la impresa por Emecé en Argentina y por ende tampoco figura en el póstumo segundo tomo de sus Obras completas (Emecé, Buenos Aires, 1989), ni en el tercer tomo de la edición revisada de éstas, “al cuidado de Sara Luisa del Carril”, impreso por Emecé en 2005; poema y dedicatoria fueron extirpados, dice, por mandato de María Kodama, la cual, a sus 44 años, según María Esther Vázquez, “no admitía competencia” de esa jovencita 20 años menor que ella, y ante la que al parecer hizo todo lo posible para bloquearle un viaje a la Universidad de los Andes que Viviana Aguilar, en 1981, iba a hacer con el escritor.

      
Viviana Aguilar en la Plaza San Martín de Buenos Aires
(noviembre de 1981)
         Siguiendo el derrotero trazado por María Esther Vázquez, se puede decir que el esplendor de Borges radica en su literatura y en el cúmulo de triunfos y reconocimientos mundiales que con ella obtuvo. En este sentido, su derrota no fueron los circulares nueve años en que la pobreza familiar lo obligó a ser un oscuro y mal pagado empleado de la Biblioteca Municipal Miguel Cané (entre 1937 y 1946), ni su progresiva y casi total ceguera desde 1955 (con varias operaciones sufridas), ni su controvertida proclividad hacia las cruentas dictaduras militares del Cono Sur, ni su distancia de la izquierda y de la democracia (antes del triunfo presidencial de Raúl Alfonsín en octubre de 1983), ni la paulatina pérdida de sus seres queridos, ni el pudor y el desprecio que sentía por su cuerpo, sino su constante, íntimo y solitario fracaso ante las mujeres (entre ellas María Kodama, la peor de todas, según parece aquí); es decir, se da por entendido que su dramática derrota fue su incapacidad para “lograr un amor entero en el momento adecuado”.


María Esther Vázquez, Borges. Esplendor y derrota. Iconografía en blanco y negro. Colección Andanzas (261), Tusquets Editores. Barcelona, 1996. 360 pp.

Crónica de una muerte anunciada





Nos dijo el milagro pero no el santo

                                 
I de II
Además de las invenciones, veras y equívocos que se leen en “El cuento del cuento”, artículo de Gabriel García Márquez publicado en dos entregas (“26 de agosto de 1981” y “2 de septiembre de 1981”), reunido en el volumen Notas de prensa. Obra periodística 5. 1961-1984, cuyo copyright data de 1991, las principales biografías del Premio Nobel de Literatura 1982 —por ejemplo, la de Gerald Martin: Gabriel García Márquez. Una vida (Debate/Random House Mondadori, Colombia, 2009), y la de Dasso Saldívar: García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997), sobre todo ésta—, aportan anécdotas (e imágenes) en torno al asesinato de Cayetano Gentile Chimento (marzo 6 de 1927-enero 22 de 1951), crimen ocurrido en Sucre y que particularmente conmocionó a Gabo y a su familia (la cual, entre 1939 y 1951, vivió allí), y que es el germen de su novela Crónica de una muerte anunciada, cuya primera edición colombiana fue publicada en Bogotá, en 1981, por La Oveja Negra; la cual fue adaptada el cine (con guión de Tonino Guerra) en una homónima película de 1987 dirigida por Francesco Rosi.
(La Oveja Negra, Bogotá, 1981)
  Dispuesta en cinco capítulos sin títulos, Crónica de una muerte anunciada no sigue al pie de la letra la real reconstrucción del caso. De ahí que, por ejemplo, el pueblo sin nombre sea un puerto fluvial al que arriban buques y no sólo tácitas lanchas y vaporcitos con rueda de madera; que el asesinado no se llame Cayetano Gentile Chimento (cuyos orígenes eran italianos), sino Santiago Nasar Linero (de origen árabe por la vía paterna); que los asesinos no sean los hermanos Víctor Manuel y José Joaquín Chica Salas, sino los gemelos Pedro y Pablo Vicario; que el novio ofendido no sea Miguel Palencia, sino Bayardo San Román; que la novia mancillada no sea Margarita Chica Salas, sino Ángela Vicario; y que desde la terraza de la quinta del viudo de Xius (situada “en una colina barrida por los vientos”, donde los novios iban a vivir su primera luna de miel) “en los días claros del verano” se alcance “a ver el horizonte nítido del Caribe, y los trasatlánticos de turistas de Cartagena de Indias”.

Pese a que a priori se tenga noticia de que Crónica de una muerte anunciada está basada en dramáticos hechos reales, muy pronto el lector advierte los acentos y rasgos superlativos y lúdicos que caracterizan la hiperbólica escritura de Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927-Ciudad de México, abril 17 de 2014) y que sólo obedecen a su poderosa imaginación y virtud narrativa fuera de serie; por ejemplo, al contar el poder de una bala blindada de la 357 Magnum que Santiago Nasar solía llevar en el cinto cuando iba al monte a caballo para atender los asuntos de la hacienda ganadera heredada de su padre, y a la que ya en casa (ubicada en la plaza central del pueblo) le extraía los proyectiles y los escondía lejos: “Era una costumbre sabia impuesta por su padre desde una mañana en que una sirvienta sacudió la almohada para quitarle la funda, y la pistola se disparó al chocar contra el suelo, y la bala desbarató el armario del cuarto, atravesó la pared de la sala, pasó con un estruendo de guerra por el comedor de la casa vecina y convirtió en polvo de yeso a un santo de tamaño natural en el altar mayor de la iglesia, al otro extremo de la plaza.”
Aunado al título, el íncipit de la novela anuncia a los cuatro vientos quién es la víctima y por ende sugiere que se van a narrar los pormenores y la causa del asesinato: “El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo.” De hecho es así: diseminados a lo largo de la trama (y buscando el suspense), paulatinamente se desgranan ciertos datos que anuncian y divulgan la inminencia del crimen, cuyo escenario y acto sangriento es narrado casi al final de la obra.
Desde la primera página el lector advierte que el asesinato ocurrió hace más de 20 años. Y pronto descubre que la voz narrativa que evoca y cuenta los hechos y que investigó para urdir la Crónica de una muerte anunciada (por ejemplo, “27 años después” habló con Plácida Linero, la madre de Santiago Nasar) es un alter ego de Gabriel García Márquez que, aunque nunca dice su nombre ni nadie lo llama con él, a todas luces le corresponde, dadas las noveladas alusiones autobiográficas. De modo que la obra también le sirve para lúdicamente homenajear a consabidos miembros de su familia haciéndolos aparecer en diversos episodios y anécdotas imaginarias. Así, por ejemplo, Santiago Nasar lleva ese nombre por el nombre de la madre del narrador: Luisa Santiaga —que es el nombre de la progenitora del Gabo de carne y hueso, de apellidos Márquez Iguarán (1905-2002)—, quien “era además su madrina de bautismo, pero también tenía un parentesco de sangre con Pura Vicario, la madre de [Ángela Vicario] la novia devuelta” por Bayardo San Román tras descubrir en la noche de bodas que no era virgen. En este sentido, cuando Margot (la hermana del narrador) —quien minutos antes del crimen había estado con Santiago Nasar y Cristo Bedoya observando desde el muelle el paso del obispo—, le informa a su madre del inminente asesinato que trunca el desayuno de caribañolas de yuca al que estaba invitado en la casa familiar de los García Márquez, Luisa Santiaga sale de prisa de ésta a prevenir a Pura Vicario, llevando de la mano a “Mi hermano Jaime”, dice el narrador, “que entonces no tenía más de siete años”. Pero en el camino a pie, alguien le grita: “No se moleste, Luisa Santiaga”, “Ya lo mataron”. 
(Ediciones B, 2013)
  Además de Margot (Barranquilla, noviembre 11 de 1929), otros dos hermanos del narrador eran amigos de Santiago Nasar: Luis Enrique (Aracataca, septiembre 8 de 1928) y su hermana monja, quien en la vida real se llama Aída Rosa García Márquez; nacida en Barranquilla el 17 de diciembre de 1930 y ya retirada de los hábitos monacales, recién publicó un libro de memorias de poca o nula circulación en México: Gabito, el niño que soñó Macondo (Ediciones B, 2013). En la novela, el domingo de febrero en que se casaron Bayardo San Román y Ángela Vicario, el narrador, su hermano Luis Enrique (que tocaba la guitarra) y Santiago Nasar continuaron la parranda de la boda (que agitó a todo el pueblo) hasta muy entrada la madrugada de ese lunes fatal en que éste sería asesinado a cuchilladas (en la plaza central, frente a su casa) entorno a las 7 de la mañana, mientras el narrador se recuperaba “de la parranda de la boda en el regazo apostólico de María Alejandrina Cervantes”, la hetaira que, según Gabo y los biógrafos, sí existió con ese nombre y con quien su generación perdió la virginidad. La tía Wenefrida Márquez, quien en la vida real era hermana del coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía (1864-1937), el abuelo paterno del escritor, vio a Santiago en las últimas cargado sus vísceras. “Hasta tuvo el cuidado de sacudir con la mano la tierra que le quedó en las tripas”, le testimonió al sobrino.

Aída García Márquez con un retrato de Gabito
  “Yo conservaba un recuerdo muy confuso de la fiesta antes de que hubiera decidido rescatarla a pedazos de la memoria ajena”, apunta el narrador. “Durante años se siguió hablando en mi casa de que mi padre [Gabriel Eligio García Martínez, 1901-1984] había vuelto a tocar el violín de su juventud en honor de los recién casados, que mi hermana la monja [Aída Rosa] bailó un merengue con su hábito de tornera, y que el doctor Dionisio Iguarán, que era primo hermano de mi madre, consiguió que se lo llevaran en el buque oficial [en el que llegó el padre del novio y su familia] para no estar aquí al día siguiente cuando viniera el obispo [...] Muchos sabían que en la inconsciencia de la parranda le propuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo, cuando apenas había terminado la escuela primaria, tal como ella misma me lo recordó cuando nos casamos catorce años después.” 

Mercedes Barcha Pardo y Gabriel García Márquez
  En la vida real, Mercedes Barcha Pardo (Magangué, noviembre 6 de 1932) se casó con Gabriel García Márquez “el 21 de marzo de 1958 a las once de la mañana en la iglesia del Perpetuo Socorro”, en Barranquilla. La fecha del lazo matrimonial induce a suponer que el crimen que narra la novela no ocurrió en 1951, sino en 1944 y podría ser. Pero también pudo ocurrir en los años 20 o 30, si se piensa que la primera vez que arriba al pueblo el padre del novio: el general Petronio San Román, con su mujer y dos hijas, lo hace manejando un peliculesco “Ford T con placas oficiales cuya bocina de pato alborotó las calles a las once de la mañana”. 

El general Petronio San Román, que en la boda lucía “un penacho de plumas y la coraza de medallas de guerra”, fue, apunta el narrador, “héroe de las guerras civiles del siglo anterior, y una de las glorias mayores del régimen conservador por haber puesto en fuga al coronel Aureliano Buendía en el desastre de Tucurinca. Mi madre fue la única que no fue a saludarlo cuando supo quién era. ‘Me parecería muy bien que se casaran —me dijo—. Pero una cosa era eso, y otra muy distinta era darle la mano a un hombre que ordenó dispararle por la espalda a Gerineldo Márquez.’” Coroneles de imaginaria y consabida acuñación garciamarquiana que remiten, centralmente, a Cien años de soledad (Sudamericana, Buenos Aires, 1967).


II de II
En la novelística reconstrucción del asesinato de Santiago Nasar, de 21 años, que en Crónica de una muerte anunciada (1981) hace el homónimo alter ego de Gabriel García Márquez, descuella el hecho de que ocurre en un pueblerino y limitado entorno social —conservador, católico y machista— repleto de rancios atavismos y prejuicios decimonónicos. 
(Diana, 29ª impresión con erratas, México, septiembre de 2002)
  Después de la apoteósica celebración y francachela de la boda que un domingo de febrero excitó al pueblo entero, Bayardo San Román, un advenedizo con solvencia económica, tras descubrir en la intimidad de la primera noche de amor que Ángela Vicario no era virgen, la devuelve en la madrugada a la casa de su familia con claros visos de violencia: “Llevaba el traje de raso en piltrafas y estaba envuelta con una toalla hasta la cintura.” Pura Vicario, su madre y esposa de Poncio Vicario, un modesto orfebre ciego, manda a llamar a Pedro y Pablo, sus hijos gemelos que aún andan de parrada. Al llegar encuentran a su hermana “tumbaba bocabajo en una sofá del comedor y con la cara macerada a golpes [que le dio su progenitora], pero había terminado de llorar”. Y casi de inmediato y sin replicar les revela el nombre del supuesto responsable de la pérdida de su honor: Santiago Nasar, que en ese violento e intolerante contexto social equivale a una infalible e irrevocable sentencia de muerte que los gemelos cumplen unas horas después utilizando, cada uno, un cuchillo; instrumentos de matarifes de la cría de cerdos cuya hedionda pocilga cultivan en la casa familiar.

Los gemelos Pedro y Pablo Vicario también eran amigos de Santiago Nasar y alternaron con él en la parranda de la boda y después de la boda y al parecer no hubieran querido matarlo a cuchilladas y por ende durante varias horas de la madrugada y del amanecer de ese lunes fatídico pregonaron su inminente crimen a quien pudo oírlo, con tal de que alguien hiciera algo para impedirlo. No obstante, declararon: “Lo matamos a conciencia”, “pero somos inocentes”. Y más aún: “El abogado sustentó la tesis del homicidio en legítima defensa del honor, que fue admitida por el tribunal de conciencia”. En este sentido, luego de que “En el panóptico de Riohacha [...] estuvieron tres años en espera del juicio porque no tenían con qué pagar la fianza para la libertad condicional”, tras los tres días que duró el proceso fueron absueltos. Tal absolución, que implica los atavismos y la moralina que impera en el pueblo y en la manipulación de la ley, es refrendada por Prudencia Cotes, la novia de Pablo, que se casó con él tras salir de la cárcel “y fue su esposa toda la vida”, y que al narrador le dijo: “Yo sabía en qué andaban [...] y no sólo estaba de acuerdo, sino que nunca me hubiera casado con él si no cumplía como hombre.”
Gabriel García Márquez hojeando
Gabtio, el niño que soñó Macondo (Ediciones B, 2013)
  En las indagaciones que el homónimo alter ego del autor hizo para reconstruir ese crimen ocurrido alrededor de 27 años antes, queda claro que muy pocos fueron quienes intentaron que tal muerte no ocurriera. Es el caso de Clotilde Armenta, la comerciante de la tiendita-cantina de la plaza del pueblo donde los gemelos se ubican con los cuchillos envueltos en periódicos en espera de ver desde allí a Santiago Nasar; del coronel Lázaro Aponte, el alcalde, quien mientras los muchachos duermen la mona (por el exceso de alcohol) les quita el par de cuchillos recién afilados (pero luego van por otros); de Cristo Bedoya, quien minutos antes del crimen trata de encontrar a Santiago Nasar; de Luisa Santiaga, quien intenta prevenir a Plácida Linero, la madre del asesinado. 

Según el narrador, “Para la inmensa mayoría sólo hubo una víctima: Bayardo San Román. Suponían que los otros protagonistas de la tragedia habían cumplido con dignidad, y hasta con cierta grandeza, la parte de favor que la vida les tenía señalada. Santiago Nasar había expiado la injuria, los hermanos Vicario habían probado su condición de hombres, y la hermana burlada estaba otra vez en posesión de su honor. El único que lo había perdido todo era Bayardo San Román. ‘El pobre Bayardo’, como se le recordó durante años.” Falaz corte de caja que incita a especular y a conjeturar en diversas direcciones.
Si bien Santiago Nasar era “un gavilán pollero” que incluso manoseaba a Divina Flor, la adolescente hija de la cocinera que servía en su casa (que es la casa de su madre viuda), queda claro y se transluce que él no fue quien desfloró a Ángela Vicario. De hecho, éste es uno de los misterios que la novela no desvela: ¿quién fue el autor de su perjuicio?, si es que hubo tal, porque también se piensa que no dijo el nombre del verdadero responsable porque “estaba protegiendo a alguien a quien de veras amaba”. Pero, ¿por qué culpó a Santiago Nasar? Según lo recabado por el autor, Ángela Vicario dijo el nombre de éste porque supuso que los gemelos no lo atacarían porque era un hombre rico. Lo cual resulta falaz, puesto que requeridos por su madre, le preguntan el nombre con el objetivo de vengar la afrenta en los expeditos términos que dictan los atavismos y la moralina que impera en el pueblo.
Vale subrayar, entonces, que la novela no es psicológica. No explora las pulsiones mentales y subconscientes que la empujaron a condenar a muerte a Santiago Nasar. Y desde cierta perspectiva, Ángela Vicario es la ganona, la siniestra mano que mueve la cuna con la conciencia tranquila, que de víctima de las circunstancias, siempre buscó ganar y salirse con la suya a toda costa. 
Bayardo San Román, quien andaba por los 30 años, llegó al pueblo seis meses antes de la boda. Ángela Vicario tenía 20 años y era la más bella de sus tres hermanas (una ya muerta de “fiebres crepusculares”), a quienes Luisa Santiaga les objetaba “la costumbre de peinarse antes de dormir”: “Muchachas —les decía— no se peinen de noche que se retrasan los navegantes”. Bayardo San Román, en vez de seducirla a ella, sedujo a sus padres con el infalible argumento: la posición privilegiada de su familia y de su padre el general Petronio San Román y la solvencia económica para comprarlo todo (coche descapotable y “la casa más bonita del pueblo”: “la quinta del viudo de Xius”). Es por esto que a Ángela Vicario sus padres “le impusieron la obligación de casarse con un hombre que apenas había visto” y “pese al inconveniente de la falta de amor”. No les confesó la pérdida de la virginidad (el secreto mejor guardado) y en este sentido en su familiar entorno católico (que denotan sus nombres propios) profanó “los símbolos de la pureza”, pues se atrevió a “ponerse el velo y los azahares sin ser virgen”. Y más aún, atenta a las comidillas y al qué dirán, no se vistió de novia hasta que no llegó el novio “con dos horas de retraso”. “Imagínate [...] hasta me hubiera alegrado de que no llegara, pero nunca que me dejara vestida”, le dijo a su primo el narrador. “Su cautela [apostrofa éste] pareció natural, porque no había percance público más vergonzoso para una mujer que quedarse plantada con el vestido de novia.”
Los hermanos Aída y Gabriel García Márquez
  Según el sumario consultado por el primo narrador, “sus dos únicas confidentes declararon: “Nos dijo el milagro pero no el santo”. Es decir, tampoco a ellas, al parecer, les reveló el nombre del verdadero picaflor, pero fueron ambas quienes le brindaron consejos y trucos para burlar al marido la noche de bodas. Según el narrador, “Tan aturdida estaba que había resuelto contarle la verdad a su madre para librase de aquel martirio, cuando sus dos únicas confidentes, que la ayudaban a hacer flores de trapo junto a la ventana, la disuadieron de su buena intención. ‘Les obedecí a ciegas —me dijo— porque me habían hecho creer que eran expertas en chanchullos de hombres’. Le aseguraron que casi todas las mujeres perdían la virginidad en accidentes de infancia. Le insistieron en que aun los maridos más difíciles se resignaban a cualquier cosa siempre que nadie lo supiera. La convencieron, en fin, de que la mayoría de los hombres llegaban tan asustados a la noche de bodas, que eran incapaces de hacer nada sin la ayuda de la mujer, y a la hora de la verdad no podían responder de sus propios actos. ‘Lo único que creen es lo que vean en la sábana’, le dijeron. De modo que le enseñaron artimañas de comadronas para fingir sus prendas perdidas, y para que pudiera exhibir en su primera mañana de recién casada, abierta al sol en el patio de la casa, la sábana de hilo con la mancha del honor.”

Después de que el engañado y ofendido Bayardo San Román regresara a Ángela Vicario a la casa de sus padres, se tiró a la bebida, solitario en la otrora casa del viudo de Xius, la que iba a ser su rutilante nidito de amor. Y perdido en la borrachera (y con la misma ropa con que se casó) alrededor de una semana después se lo llevaron del pueblo su madre, sus dos hermanas y “otras dos mujeres mayores que parecerían sus hermanas”, venidas ex profeso en un buque de carga. “El coronel Lázaro Aponte las acompañó a la casa de la colina, y luego subió el doctor Dionisio Iguarán en su mula de urgencias. Cuando se alivió el sol, dos hombres del municipio bajaron a Bayardo San Román en una hamaca colgada de un palo, tapado hasta la cabeza con una manta y con el séquito de plañideras. Magdalena Olivier creyó que estaba muerto.”
Ángela Vicario y su familia también se fueron del pueblo para siempre. Según el narrador, “Mucho después, en una época incierta en que trataba de entender algo de mí mismo vendiendo enciclopedias y libros de medicina por los pueblos de la Guajira, me llegué por casualidad hasta aquel moridero de indios. En la ventana de una casa frente al mar bordando a máquina en la hora de más calor, había una mujer de medio luto con antiparras de alambre y canas amarillas, y sobre su cabeza estaba colgada una jaula con un canario que no paraba de cantar. Al verla así, dentro del marco idílico de la ventana, no quise creer que aquella mujer fuera la que yo creía, porque me resistía a admitir que la vida terminara por parecerse tanto a la mala literatura. Pero era ella: Ángela Vicario 23 años después del drama.”
Ángela Vicario no le reveló el nombre del picaflor, pero sí que “durante diecisiete años” estuvo escribiéndole cartas a Bayardo San Román que él no le respondía: “era como escribirle a nadie”. Hasta que “Un medio día de agosto, mientas bordaba con sus amigas, sintió que alguien llegaba a la puerta. No tuvo que mirar para saber quién era. ‘Estaba gordo y se le empezaba a caer el pelo, y ya necesitaba espejuelos para ver de cerca —me dijo—. ¡Pero era él, carajo, era él!’ Se asustó, porque sabía que él la estaba viendo tan disminuida como ella lo estaba viendo a él, y no creía que tuviera dentro tanto amor como ella para soportarlo. Tenía la camisa empapada de sudor, como lo había visto la primera vez en la feria, y llevaba la misma correa y las mismas alforjas de cuero descocido con adornos de plata. Bayardo San Román dio un paso adelante, sin ocuparse de las otras bordadoras atónitas, y puso las alforjas en la máquina de coser.
“—Bueno —dijo—, aquí estoy.
“Llevaba la maleta de la ropa para quedarse, y otra maleta igual con casi dos mil cartas que ella le había escrito. Estaban ordenadas por sus fechas, en paquetes cosidos con cintas de colores, y todas sin abrir.”


Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada. Editorial Diana. 29ª impresión con erratas. México, septiembre de 2002. 130 pp.




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lunes, 3 de agosto de 2015

La casa verde




Rompecabezas/Modelo para armar
                                   

I de II
Dedicada “A Patricia” (su esposa) e impresa por primera vez en Barcelona, en 1965, en la serie Biblioteca Formentor de la Editorial Seix Barral (cuyas cubiertas fueron ilustradas por Antoni Tàpies), La casa verde —una de las grandes novelas del peruano Mario Vargas Llosa— ganó en 1966 el Premio de la Crítica Española y en 1967 el Premio Nacional de Novela del Perú y en Venezuela el Premio Internacional de Literatura “Rómulo Gallegos”. Desde entonces, en el contexto del boom de la literatura latinoamericana y más allá de él (y en otros idiomas) ha sido reeditada numerosas veces.
       
Mario Vargas Llosa y Patricia Llosa

Portada del estuche que resguarda el volumen de
Mario Vargas Llosa
Obras completas I. Narraciones y novelas (1959-1967),
editado por Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores (Barcelona, 2004)
       Una edición singular es la impresa en Barcelona, en 2004, por Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores. Se trata de su acopio en el tomo I de sus Obras Completas. Narraciones y novelas (1959-1967), que es una “Edición del autor al cuidado de Antoni Munné”, volumen que además reúne su libro de cuentos Los jefes (1959), su novela La ciudad y los perros (1963), su relato Los cachorros (1967), y a manera de “Apéndice”: Historia secreta de una novela, cuya primera edición en español apareció en Barcelona, en 1971, impreso por Tusquets Editor con el número 21 de la serie Cuadernos Marginales, el cual es una conferencia en torno a La casa verde, firmada en “Lluc Alcari, Mallorca, junio de 1971”, “originalmente escrita en un rudimentario inglés [dice el autor en la nota preliminar] que mi amigo Robert B. Knox mejoró, fue leída en Washington State University (Pullman, Washington, el 11 de diciembre de 1968).” Pero la lectura de tal conferencia en el presente volumen y su comparación con la susodicha primera edición (impresa en tinta verde), revela que además de una elemental enmienda, corrigió las fechas correspondientes a los dos periodos que vivió en Piura (1946 y 1952) y por ende están en consonancia con lo que evoca y relata en los capítulos I y IX de su libro de memorias (autobiográficas y políticas) El pez en el agua (Seix Barral, 1993) y en varios textos del Diccionario del amante de América Latina (Paidós, 2006), que es una antología de artículos y notas de Mario Vargas Llosa, previamente publicada por Plon en lengua gala, en 2005, en cuya recopilación y edición participaron su antigua colaboradora Rosario Muñoz-Nájar de Bedoya y su traductor al francés Albert Bensoussan, quien además es el director artífice del volumen misceláneo y colectivo Mario Vargas Llosa. Vida que es palabra (Nueva Imagen, México, 2006), cuya primera edición en francés se tiró en París, en 2003, por Èditions de L’Herne.

(Nueva Imagen, México, 2006)
  Pero además, el presente tomo de sus Obras completas está precedido por un largo prólogo ex profeso: “Contar historias”, firmado en “Lima, febrero de 2004”, especie de autobiográfica declaración de principios, en la que afirma: “La literatura era el aire que respiraba cada día, lo que aderezaba y justificaba la vida, mi razón de ser. La Casa Verde, que escribí después de La ciudad y los perros, de principio a fin en París, así como el relato Los cachorros, son un canto de amor a la literatura, desde su primera hasta la última frase, un reflejo muy exacto de ese ‘estado de literatura’ en que creo haber vivido todos mis años de París [1961-1967].” Al cual se suman dos breves prólogos: el que antecede a La ciudad y los perros, firmado en “Fuschl, agosto de 1997”, y el que preludia a La casa verde, firmado en “Londres, septiembre de 1998”, el cual dice a la letra:

“Me llevaron a inventar esta historia los recuerdos de una choza prostibularia, pintada de verde, que coloreaba el arenal de Piura el año de 1946, y la deslumbrante Amazonía de aventureros, soldados, aguarunas, huambisas, shapras, misioneros y traficantes de caucho y pieles que conocí en 1958, en un viaje de unas semanas por el Alto Marañón.
“Pero, probablemente, la deuda mayor que contraje al escribirla fue con William Faulkner, en cuyos libros descubrí las hechicerías de la forma de la ficción, la sinfonía de puntos de vista, ambigüedades, matices, tonalidades y perspectivas de que una astuta construcción y un estilo cuidado podían dotar a una historia. 
“Escribí esta novela en París, entre 1962 y 1965, sufriendo y gozando como un lunático, en un hotelito del Barrio Latino —el Hôtel Wetter— y en una buhardilla de la rue de Tournon, que colindaba con el piso donde había vivido el gran Gérard Philipe, a quien el inquilino que me antecedió, el crítico argentino Damián Bayón, oyó muchos días, ensayar, horas enteras, un solo parlamento de El Cid de Corneille.”
(Seix Barral, 18ª ed., Barcelona, 1979)
        A estas alturas del siglo XXI, en medio de la proliferación y expansión de la web, difícilmente un lector novicio atraído por la extensa obra de Mario Vargas Llosa iniciará la lectura de La casa verde sin ningún tipo de información sobre ésta y él. No obstante, quizá podría darse el caso. Y una de las primeras sorpresas con que se encontrará es lo intrincado de la trama (que es un conjunto de tramas paralelas, fragmentarias, polifónicas, que se suceden en varios lugares y tiempos, yendo y viniendo del presente al pasado y viceversa), lo cual podría desconcertarlo y hasta desanimarlo. Pero una vez metido en la obra, construyendo y armando el rompecabezas, ya no habrá quien lo detenga, es decir, cuando al unísono esté familiarizado con los personajes, con sus voces, con el vocabulario, y con las técnicas narrativas que una y otra vez utiliza y varía el autor para urdir el conjunto de las historias (que tienen como principales y antagónicos polos geográficos a la arenosa Piura y al pueblito Santa María de Nieva enclavado en la selva amazónica del Alto Marañón), los fragmentarios y dosificados suspenses, los equívocos, tintes y tonos difusos y no, los continuos cambios de tiempos y de personajes, de sitios y de diálogos en un mismo párrafo, y párrafo tras párrafo, capítulo tras capítulo. 




II de II
Una de tales intrincadas, laberínticas, fragmentarias y polifónicas historias es la que oscila en torno al prostíbulo que alude el título de la novela La casa verde. La primera Casa Verde, edificada en los aledaños arenales de Piura, la construyó don Anselmo, un hombretón entonces joven y fornido, con dinero (quien parece surgido de la nada), aficionado al trago y al arpa. Ésta desaparece con el fallecimiento de Toñita, la infantil, tierna y dulce adolescente (ciega y sin lengua) que don Anselmo se robara y encerrara en la torre de la Casa Verde, pues la noticia de su muerte (antes de acabar de parir a la futura Chunga), desvela —ante los ojos de la comunidad de Piura y de Juana Baura (la humilde lavandera de la Gallinacera que la prohijara tras el espeluznante asesinato de los Quiroga, los ricos padres adoptivos de la pequeña)— la identidad del furtivo rufián que, de la Plaza de Armas que colinda con La Estrella del Norte, se la había robado y secuestrado, y por ende, una airada multitud, precedida por el Padre García, marcha hasta la Casa Verde y la incendia. 
Estuche que resguarda el disco compacto donde la voz de
Mario Vargas Llosa lee pasajes de La casa verde (1965),
más un cuadernillo prologado por José Emilio Pacheco
(Voz Viva de América Latina, UNAM, 2ª ed., México, 1998)
       Vale recordar que pasajes de tal fragmentaria y trágica historia figuran seleccionados y leídos por la voz de Mario Vargas Llosa en la grabación editada por la UNAM en la serie Voz Viva de América Latina, cuya primera edición en elepé data de 1968 y la segunda, en disco compacto, de 1998, en cuyo cuadernillo adjunto, además de los pasajes leídos por la voz del autor, se halla un largo y erudito ensayo preliminar que José Emilio Pacheco firmó en la “Universidad de Essex, enero de 1968”, a quien el peruano le dedicó, junto a su esposa Cristina Pacheco (antes Romo), su Historia de un deicidio (Barral Editores/Monte Ávila Editores, Caracas, 1971), el voluminoso ensayo que escribió sobre la vida y milagros de Gabriel García Márquez, cuyas posibles reediciones al parecer fueron prohibidas tras el legendario pleito, sucedido “el 12 de febrero de 1976” en el aeropuerto de la Ciudad de México, que truncó la amistad personal que desde 1967 cultivaban Gabo y Mario. No obstante, sí permitió su inserción en el tomo VI de sus Obras completas, Ensayos literarios I (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2005) y que breves fragmentos fueran incluidos entre los prefacios de la Edición Conmemorativa de Cien años de soledad (¡un millón de ejemplares!), impresa en Colombia en “marzo de 2007”, por la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española. 

Un vagabundo del alba y Mario Vargas Llosa

Portada del estuche que resguarda el volumen de
Mario Vargas Llosa
Obras completas VI. Ensayos literarios I,
editado por Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores (Barcelona, 2005)
       Pero además, en su citado Diccionario del amante de América Latina (Paidós, 2006) —amén de las varias elogiosas alusiones—, figura un apologético ensayo sobre Cien años de soledad (que abarca la obra y la leyenda biográfica acuñada y propagada por el propio Gabo) y una nota sobre Aracataca, el pueblito donde éste nació el 6 de marzo de 1927.

(Paidós, Barcelona, 2006)
  La segunda Casa Verde la edifica la Chunga —alrededor de 25 o 30 años después del incendio de la primera—, mujer fría, seca, adusta, estricta, tildada de marimacho, quien se lleva a trabajar allí a don Anselmo, su padre (pese a que no lo trata con sentimentalismo, mas sí con respeto), cuando ya es un anciano ciego que vive en el populoso y miserable barrio de la Mangachería, pero que con intrínseco talento toca el arpa (pintada de verde) en una orquesta que en realidad sólo es un trío que integran él y sus discípulos: el Bolas, percusionista, y el Joven, quien rasca la guitarra y canta sus propias melancólicas composiciones. 

Esta segunda Casa Verde es la que conocen y frecuentan “los inconquistables” de Piura: Lituma y los León: sus primos José y el Mono, mangaches del barrio de la Mangachería, y Josefino Rojas, gallinazo del extinto barrio de la Gallinacera, compinches bohemios, vividores y alharaquientos, que suelen vociferar y variar un lépero himno con el que pregonan la desfachatez de su mezquina identidad: “eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo chupar, sólo timbear, eran los inconquistables y ahora iban a culear”. 
El punto de contacto entre Piura y Santa María de Nieva lo corporifican Lituma y Bonifacia, quien termina de habitanta (con el apodo de la Selvática) en la segunda Casa Verde, pues en una de las fragmentarias vertientes narrativas, Lituma es un honorable policía (un cachaco) que labora en Santa María de Nieva, en el Alto Marañón, donde conoce a Bonifacia (la futura Selvática) y se casa con ella en la iglesita y a toda orquesta, una indígena aguaruna de ojos verdes (quien en Piura dice ignorar su lengua nativa) llevada a vivir de pequeña a la Misión, en Santa María de Nieva, donde unas monjas católicas se dedican a evangelizar a un grupo de niñas indias, a enseñarles el español y ciertas labores manuales, costumbres, hábitos e idiosincrasia que las convierten en unas inadaptadas en sus originarias comunidades y por ende, dado el embrollo de corrupción que impera y domina allí entre el poder (gubernamental, militar, policíaco) y los traficantes y comerciantes de caucho y pieles, suscita que las indígenas “civilizadas” a la fuerza (las monjas las cazan y secuestran con el auxilio de los guardas civiles), terminen su infame destino en el esclavizante servicio doméstico en alguna ciudad (Iquitos, por ejemplo) y, en el peor de los casos, en los burdeles. 
 
Niños aguarunas de una comunidad nativa del Alto Marañón
Imagen que se observa a todo lo largo y ancho de la página 133 del volumen colectivo e icnográfico Mario Vargas Llosa. La libertad y la vida (Pontificia Universidad Católica del Perú/Editorial Planeta. Lima, 2008), armado con fotos y documentos de la muestra homónima, exhibida en la Casa Museo O’Higgins de la capital peruana, entre “agosto y septiembre de 2008”, “organizada por el Centro Cultural de la Pontificia Universidad Católica del Perú”.
        En este sentido, un gran y hormigueante cause narrativo de La casa verde traza, de un modo fragmentario, paralelo y alterno al mundo de Piura, todo un orbe —salvaje, corrupto, violento— enclavado en la selva amazónica del Alto Marañón y en los laberínticos márgenes del río homónimo, donde pululan las aldeas indias (aguarunas, huambisas, shapras, etc.). En tal ámbito descuella el modus operandi que tipifica a los hombres de la metrópoli y del poder (el cacique Julio Reátegui y sus aliados y comerciantes: los “patrones”), pues a través de manipular el gobierno y los destacamentos armados (militares y policías), se dedican a saquear a los ignorantes y vulnerables indios (sobre todo aguarunas) por medio de un inmoral y ventajoso trueque que recuerda el histórico vandalismo de los españoles de la Conquista: les intercambian baratijas y algunos instrumentos de trabajo (hachas y machetes) por pieles y caucho (que llaman jebe), cuyo auge se sucede en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. En tal entorno, el sádico castigo a Jum (un aguaruna de Urakusa que intentó la autonomía de su comunidad) es indicio de que será destruida toda cooperativa indígena que busque independizarse del sistema impuesto por “los patrones”. 

(Tusquets, Barcelona, 1971)
          Y compitiendo con tal saqueo y expoliación, deambula por allí un sanguinario bandido, prófugo de la justicia: Fushía, quien añoso, enfermo y pestífero, a lo largo de la novela, en sus correspondientes fragmentos, es llevado por el viejo Aquilino, oculto en la barca de buhonero de éste, a través del laberíntico río Marañón, de la usurpada ínsula del bandolero a San Pablo, un lugar donde por una suma aíslan y procuran a los leprosos. Más intrincado en esto, se relatan episodios de su origen brasileño, ascenso y apogeo: manipulando el odio de una horda de huambisas hacia los aguarunas, se dedicó a robar y a ultrajar sus aldeas (caucho, pieles, mujeres) y por ende llegó a poseer la citada isla, su guarida, donde además de Lalita —una niña cristiana adquirida en Iquitos a sus doce años (que además de su mujer llegaría a ser mujer del práctico Nieves y luego del Pesado)—, tuvo un harén de escuinclas indias.


Mario Vargas Llosa, La casa verde, en Obras Completas I. Narraciones y novelas (1959-1967), p. 509-916, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. 1ª edición. Barcelona, 2004.



Las palmeras salvajes




Entre la pena y la nada elijo la pena
                               


I de III
En 1939, diez años antes de recibir el Premio Nobel de Literatura, el norteamericano William Faulkner (1897-1962) publicó en inglés su libro Las palmeras salvajes. Recién salido del horno y aún fresca la tinta, Jorge Luis Borges (1899-1986) lo leyó en ese idioma y elaboró una minúscula reseña (con ciertos reparos) para la bonaerense revista de señoras elegantes El Hogar, donde apareció el “5 de mayo de 1939” en su apartado “Libros extranjeros”. En 1944 su traducción al español de Las palmeras salvajes fue impresa en Buenos Aires, por primera vez, por Editorial Sudamericana en la Colección Horizonte. Y en una encuesta sobre los “Problemas de la traducción” y “El oficio de traducir” reproducida por la revista Sur (Buenos Aires, Nº 338-339, enero-diciembre de 1976), previamente publica en La Opinión Cultural (Buenos Aires, domingo 21 de septiembre de 1975), Borges dijo: “¿Si me gustó más traducir poesía que a Kafka o a Faulkner? Sí, mucho más. Traduje a Kafka y a Faulkner porque me había comprometido a hacerlo. Traducir un cuento de un idioma a otro no produce gran satisfacción.” 
  
Jorge Luis Borges en 1984
Universidad de Barcelona
     
(Sudamericana, Buenos Aires, 1944)
        Sin embargo, su traducción al español de Las palmeras salvajes, sucesivamente reeditada por distintas editoriales y en diferentes partes del mundo, no es menos legendaria y canónica que su traducción de Orlando. Una biografía (Sur, Buenos Aires, 1937), novela que la británica Virginia Woolf (1882-1941) publicó en 1928, y de varias de las narraciones que el checo Franz Kafka (1883-1924) escribió en alemán, reunidas en La metamorfosis (La Pajarita de Papel núm. 1, Editorial Losada, Buenos Aires, 1938), donde aparecieron con un prólogo suyo 
—posteriormente antologado en su libro Prólogos con un prólogo de prólogos (Torres Agüero, Buenos Aires, 1975)— y donde figura como el único traductor; pero Nicolás Helft, en Jorge Luis Borges: bibliografía completa (FCE, Buenos Aires, noviembre de 1997), anota que Fernando Sorrentino (La Nación, Buenos Aires, marzo 9 de 1997) hizo ver a la crédula aldea global que Borges no tradujo “La metamorfosis” ni “Un artista del hambre” ni “Un artista del trapecio”, sino sólo “La edificación de la Muralla China”, “Una cruza”, “El buitre”, “El escudo de la ciudad”, “Prometeo” y “Una confusión cotidiana”. 
Gabriel García Márquez
        Entre los crédulos que leyeron ese “librito de cubierta rosada” estuvo el entonces joven y mal estudiante de derecho Gabriel García Márquez (“el caso perdido”), quien a “mediados de agosto de 1947”, en una “pensión de costeños” en Bogotá —según narra Dasso Saldívar en su biografía García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997)— leyó el legendario e inmortal íncipit y “pegó un grito de fascinación” al evocar que en Aracataca así hablaba su abuela materna y se le espantaba el sueño; pero al abrirlo “vio que estaba traducido por Jorge Luis Borges, de quien aún no conocía nada”. Muchos años después, frente al masivo pelotón de sus deslumbrados lectores, Gabriel García Márquez, en su libro de memorias Vivir para contarla (Diana, México, 2002) y ya con sobrado conocimiento de causa, habría de recordar la lejana tarde que leyó por primera vez “La metamorfosis de Franz Kafka, en la falsa traducción de Borges publicada por la editorial Losada de Buenos Aires, que definió un camino nuevo para mi vida desde la primera línea”.

 
(Losada, Buenos Aires, 1938)
Por su parte, Mario Vargas Llosa, quien en su libro de memorias El pez en el agua (Seix Barral, México, 1993) recuerda que siendo estudiante de letras y de derecho en la Universidad de San Marcos en Lima (1953-1958), “Junto con Sartre, Faulkner fue el autor que más admiré en mis años sanmarquinos; él me hizo sentir la urgencia de aprender inglés para poder leer sus libros en su lengua original” [...] “desde la primera novela que leí de él —Las palmeras salvajes, en la traducción de Borges—, me produjo un deslumbramiento que aún no ha cesado. Fue el primer escritor que estudié con papel y lápiz a la mano, tomando notas para no extraviarme en sus laberintos genealógicos y mudas de tiempo y de puntos de vista, y, también, tratando de desentrañar los secretos de la barroca construcción que era cada una de sus historias, el serpentino lenguaje, la dislocación de la cronología, el misterio y la profundidad y las inquietantes ambigüedades y sutilezas psicológicas que esa forma daba a las historias.” Confesión y observación que implica y transluce una simiente nodal de su estilo narrativo, llevado al extremo de la complejidad en su novela La casa verde (Seix Barral, Barcelona, 1965).
 
   
Mario Vargas Llosa leyendo Las palmeras salvajes,
de William Faulkner, en la traducción del inglés al español de
Jorge Luis Borges, publicada en Buenos Aires, en 1944, por
la Editorial Sudamericana en la Colección Horizonte.
       Y curiosamente, según se divulgó a través de distintos medios con páginas
web, el martes 11 de enero de 2011, ya en calidad de distinguido Premio Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa, con su esposa Patricia y su hijo Álvaro, visitaron, en Montevideo, Uruguay, la reputada y legendaria Librería Linardi y Risso (ubicada en Juan Carlos Gómez 1435), en cuyo apartado de “Libros antiguos & raros” el escritor se pasó “tres cuartos de hora” hojeando rarezas e inencontrables primeras ediciones, donde halló un flamante ejemplar de la susodicha primera edición de La metamorfosis editada en 1938 por Losada, con las traducciones y el prólogo de Borges, y pagó por ella 350 dólares.


II de III
Con la célebre traducción del inglés al español de Jorge Luis Borges, Las palmeras salvajes, de William Faulkner, fue reeditado en Madrid, en 2010, por Ediciones Siruela, con el número 4 de la serie Tiempo de Clásicos y un vago prólogo de Menchu Gutiérrez. En la preliminar página donde se acreditan los correspondientes copyright, si bien se omite el año de la susodicha primera edición en Editorial Sudamericana, se pregona a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada, frágil y virulenta aldea global que se trata de un “Papel 100% procedente de bosques bien gestionados”; o sea que en medio del mundanal orbe encarrerado en la masiva destrucción del planeta que tipifica al predador género humano, el lector, tenga o no una postura ecologista, hojea un libro “verde”, que además es el color que predomina en los forros con solapas, cuyo diseño gráfico se debe a Gloria Gauger. 
  
(Siruela, Madrid, 2010)
       Las palmeras salvajes comprende dos historias: “Palmeras salvajes” y “El Viejo”, dos novelas cortas desglosas en forma intercalada y paralela (con largas frases, interpolaciones y circunloquios a veces engorrosos y asfixiantes). De modo que cinco capítulos se denominan “Palmeras salvajes” y entreverados entre ellos figuran otros cinco capítulos titulados “El Viejo”. Las historias nunca llegan a tocarse: una se sucede entre 1937 y 1938, y la otra en 1927. No obstante, el epicentro geográfico e idiosincrásico que predomina es el ámbito que circunda y oscila entre la zona sur del río Mississippi y Nueva Orleáns. 

Cada historia dibuja un círculo y cada una es un drama de visos muy personales, de personajes jóvenes, aún en la segunda década de su vida, que trazan, casi sin pensarlo y doblegándose, su individual leitmotiv y el azaroso e impredecible destino de su vida inmediata.
  Yendo del presente al pasado y viceversa, el primer capítulo de “Palmeras salvajes” narra el dramático preludio que signa el aún más áspero y dramático final que en el quinto capítulo cierra el círculo. Éste se abre en Nueva Orleáns, cuando en 1937, el joven y pobretón Harry Wilbourne —quien ya cursó medicina y sólo le faltan dos meses para completar los dos años de interno en un hospital que le permitirían titularse—, por ser el día de su 27 aniversario es invitado —por casualidad y hasta le prestan un traje (el primero que viste)— a una fiesta en la casa de Carlota y Francis Rittenmeyer, un matrimonio con un par de niñas, sostenido por la boyante posición de éste. Es allí donde se inocula el germen de una pasión amorosa que los induce, con celeridad, a romper con los parámetros y rutas que llevan y a alejarse de Nueva Orleáns en un tris. Ruptura marcada por la preponderancia de Carlota, por las iniciativas que toma y deshecha, y por el hecho de que en el trágico cenit de un aborto con funestas secuelas acude, un año después de haberse ido, al auxilio de Francis Rittenmeyer, quien en todo momento, pese a la cornamenta, no pierde la compostura, incluso cuando al inicio, en la estación del tren de Nueva Orleáns, entrega a su esposa al amante como si entregara a una novia. Y más aún: cuando acude a la cárcel a pagar la fianza de Henry Wilbourne y le ofrece ayuda y dólares para que se escape y huya a México. Luego, ya muerta Carlota, espontáneamente se presenta al juicio para tratar de incidir en la menor condena; pero también, oscura o paradójicamente, le deja cianuro.
William Faulkner tecleando
  Los prejuicios sociales son tales, que puritanos y no puritanos siempre notan (como si tuvieran una marca de fuego en la frente) que Henry Wilbourne y Carlota Rittenmeyer no son casados. Su triste y desventurado periplo —marcado por los estragos que dejó la Gran Depresión suscitada con el crac de 1929— los llevó de Nueva Orleáns a Chicago, donde logran una estabilidad económica a la que él renuncia para dizque no convertirse en un esposo; de ahí a Wisconsin (a una cabaña frente a un invernal y edénico lago); luego a Utha (a una miserable, fraudulenta y fantasmagórica mina con una temperatura que oscila entre los 14 y los 41 grados bajo cero); de allí a San Antonio, Texas, con la inminencia del aborto, donde Henry, pese a su oposición, se ve inducido y coaccionado por ella a aplicarlo con un instrumental que Carlota dice haber esterilizado; luego de regreso a Nueva Orleáns para ver a las niñas y a Francis Rittenmeyer (quien la aceptaría de nuevo) para pedirle el susodicho apoyo ante los fatídicos acontecimientos que se avecinan (un continuo sangrado le hace pensar a ella en una septicemia); después a una cabaña frente a la playa con rumorosas palmeras y cercana a una aldea donde él es denunciado por un ruco ñoño y empistolado y hecho preso por la policía y ella, que sangra, es trasladada en una ambulancia a un hospital. Y por último su muerte y la carcelaria negativa de él para no huir a México ni envenenarse con el cianuro y asumir el castigo: “Entre la pena y la nada elijo la pena”, que también resulta ser el aforismo que cifra todo su aventurado y azaroso destino (una mixtura de causalidad y casualidad) al seguir en pos de ella. 

      Pena que plantea un tácito, futuro y posible encuentro con el protagonista de “El Viejo” (eso le toca al lector decidirlo o no), pues el juez vocifera ante el jurado y el presunto culpable —antes de emitir su veredicto contra Harry Wilbourne— “una sentencia a trabajos forzados en la Penitenciaría del Estado de Parchman por un período no menor de cincuenta años”.

III de III
“El Viejo” —la otra entreverada novela corta que en cinco capítulos homónimos se lee en Las palmeras salvajes, libro del norteamericano William Faulkner (1897-1962) traducido del inglés al español por el argentino Jorge Luis Borges (1899-1986)— abre el círculo, precisamente, en la Penitenciaría del Estado de Mississippi (históricamente conocida como Granja Parchman), donde el protagonista (sin nombre) es un preso alto, de 25 años, quien lleva ya siete años de su condena a cinco lustros por su ingenuo e infantil intento de asaltar un tren siguiendo las “instrucciones” aprendidas en los folletines que leía. 
   
William Faulkner con pipa
       En varios fragmentarios diálogos diseminados en los capítulos de “El Viejo” se relata que ya regresó a la cárcel, que a sus quince años de condena se le han añadido diez años más por un presunto (e infundado) “intento de huida”, y que las aventuras de su itinerario (que el lector está leyendo) se las está narrando en su celda a un corro de presos. Circunstancia aderezada por la ubicua y omnisciente voz narrativa, la cual revela un trasfondo que ignora el preso: que esa década más que le endilgaron es otra kafkiana injusticia urdida por la arbitrariedad de tres burócratas que encubren el chambismo de un agente (con influencias) que emitió un parte que registra su muerte y la entrega de su cuerpo a la cárcel.
     
James Joyce en 1928
Foto: Berenice Abbot
        La presente edición de Las palmeras salvajes no es una edición crítica y anotada, pero sí ostenta varias notas al pie de página que dan luces sobre algunas minucias, como ciertos “Retruécanos intraducibles a la manera de James Joyce” (en “Palmeras salvajes”), o varias alusiones a personajes históricos o el hecho de que “El Viejo” es también el entrañable apodo del río Mississippi. En este sentido, faltó una mínima ficha sobre Herbert  Clark Hoover (1874-1964), quien fue Presidente de Estados Unidos entre el 4 de marzo de 1929 y el 4 de marzo de 1933. Esto porque el epicentro del relato que se narra en “El Viejo” ocurre durante la histórica inundación causada por el desbordamiento del río Mississippi en mayo de 1927. Es decir, el meollo del relato se desencadena cuando se sucede tal inundación. Todavía no ocurre el traslado de los presos a un campamento de damnificados, pero aún en la cárcel tienen noticia del desastre, que ya se desató (y que no tarda en llegar allí y por ende los evacuan y trasladan encadenados en camiones): “llegó mayo y los periódicos del capataz dieron en hablar con titulares de dos pulgadas de alto, esos palotes de tinta negra que, juraríamos, hasta los analfabetos pueden leer: ‘La ola pasa por Menfis a medianoche. Cuatro mil fugitivos en la cuenca de Río Blanco. El gobernador llama a la Guardia Nacional’. ‘Se declara el estado de sitio en los siguientes distritos’. ‘Tren de la Cruz Roja sale de Washington esta noche con el presidente Hoover’ [...]” Y es allí donde figura el yerro o la licencia que se permitió William Faulkner, pues Herbert Clark Hoover en mayo de 1927 aún no era Presidente, sino Secretario de Comercio (lo fue entre el 5 marzo de 1921 y el 21 agosto de 1928), mientras el verdadero Presidente era John Calvin Coolidge (1872-1933), quien gobernó entre el 2 de agosto de 1923 y el 4 de marzo de 1929, año en que se desató, entre septiembre y octubre, el susodicho e histórico crac.

Herbert Clark Hoover (1874-1964)
Presidente de Estados Unidos
entre el 4 de marzo de 1929
y el 4 de marzo de 1933
 
John Calvin Coolidge (1872-1933)
Presidente de Estados Unidos
entre el 2 de agosto de 1923
y el 4 de marzo de 1929
     El caso es que el preso alto, “entre la pena y la nada”, también eligió “la pena” (menos cruel para él), pues pudiendo escapar y rehacer su vida, por sí mismo regresó a la cárcel (el ámbito de los hábitos y costumbres aprendidos y arraigados en su adultez) y cerró el círculo.

      En el antedicho campamento de damnificados lo envían en un esquife oficial, junto a un preso bajo y gordo, a rescatar a un hombre subido en el tejado de una hilandería y a una mujer en “un islote de cipreses”. Por el azar de una intempestiva y violenta corriente el preso alto, que se queda solo en el esquife, se ve impelido a salvar a la fémina, que está embarazada. Si en “Palmeras salvajes” Henry Wilbourne y Carlota Rittenmeyer muestran cierta nobleza y cierto sentido humanitario al revelarles a los misérrimos y delirantes mineros polacos la índole del fraudulento y deshumanizado engaño que los esclaviza y explota en los sucios y miserables subterráneos de esa mina en Utah e incluso al realizar, “por amor”, el aborto de la esposa del administrador de la mina (una humilde y joven pareja con quienes comparten cabaña), el preso alto resulta un buenazo, pues en las venturas y desventuras durante la inundación, subsistiendo y viviendo novelescos episodios en agrestes y salvajes sitios y pese a que varias veces desea e intenta deshacerse de la mujer y a que más de una vez añora el regreso al seguro y estable orbe carcelario, siempre la protege y auxilia, incluso cuando en medio de las carencias, de la amenazante agua, de lo montaraz e insalubre nace el bebé (“color terracota”) gracias a las nociones de parto que ella tiene (y no él). 
      Sus prejuicios, su sentido del deber, su corta cosmovisión, su intrínseca bonhomía y su postura moral son tales que nunca abusa de ella; siempre la respeta. Pese a que hace dos años en la cárcel tuvo amoríos (“los domingos de visita”) con “una negra ya no joven” (la mujer de un preso recién asesinado por un guarda y ella lo ignoraba) y a que durante la travesía de la inundación, en un aserradero cercano a Bâton Rouge (donde encontró un buen trabajo temporal), se metió con “la mujer de un tipo” y él y su protegida (con el bebé) tuvieron que huir de allí a salto de mata, ésta no llega a ser su hembra ni la corteja ni se enamoran y al cerrar el círculo, volviendo a vestir su raída pero limpia ropa a rayas, la entrega, con el deber cumplido, a los oficiales de la Penitenciaría del Estado de Mississippi, junto con el esquife oficial, del que asombrosamente tampoco nunca se deshizo: “ahí está su bote y aquí está la mujer. Pero no di con ese hijo de perra en la hilandería”. 
     La fémina es un enigma. Por razones inescrutables no se separa del preso y con sumisa resignación acepta su ayuda, su amparo, el rumbo y el tiempo que se tome, y los alimentos que les brinda a ella y al bebé.

William Faulkner, Las palmeras salvajes. Prólogo de Menchu Gutiérrez. Traducción del inglés al español de Jorge Luis Borges. Tiempo de Clásicos (4), Ediciones Siruela. Madrid, 2010. 280 pp.