viernes, 15 de noviembre de 2013

La hora de la estrella




Había nacido para el abrazo con la muerte


Descendiente de los procedimientos novelísticos articulados en lengua inglesa por Laurence Sterne (1713-1768) en Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (1759-1767), con sus continuas digresiones salpimentadas de humor y con la exhibición y escamoteo de sus costuras narrativas, La hora de la estrella de la escritora brasileña Clarice Lispector —nacida en Ucrania el 10 de diciembre de 1920, muerta en Río de Janeiro el 9 de diciembre de 1977— es un relato largo o novela corta que implica una meditación, lúdica y paródica, sobre lo frágil, vertiginoso e infinitesimal de lo intrínseco de un individuo (y por ende del género humano), y sobre los lazos lúbricos entre la nada (el vacío, la vida) y el instante de morir. 
(Siruela. 5ª edición. Madrid, 2007)
  Redactada en portugués, La hora de la estrella se publicó en 1977, meses antes del fallecimiento de su autora; y en 1989 Ediciones Siruela publicó por primera vez la traducción al español de Ana Poljak (entonces con el número 3 de la serie Libros del Tiempo). En sus páginas, Clarice Lispector escribe sobre un escritor que está escrito en el acto de estar escribiendo el relato que, en el instante de la escritura, el lector lee. Lo cual, por particular asociación, recuerda al célebre grafógrafo que inicia el libro homónimo que Salvador Elizondo (1936-2006) publicó en 1972: “Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo.”
Clarice Lispector
       El protagonista, un grafógrafo sin mayor pena ni gloria (“Si todavía escribo, es porque no tengo nada más que hacer en el mundo mientras espero la muerte”), afectado por la figura escuálida y misérrima de una jovencita norestina que deambula en Río de Janeiro a imagen y semejanza de un ser microscópico, subterráneo y cuasi inexistente, se ha propuesto escribir una narración sobre ella, pero al hacerlo incurre en una serie de digresiones que van dando cuenta de lo que en ese momento piensa de sí mismo, del mundo, de la vida cotidiana, del universo, de la soledad, de la muerte, de sus estados de ánimo, de las ocurrencias que les platica a los lectores, de la escritura misma, de lo que está escribiendo o va a escribir (y escribe o nunca escribe), y de los miedos y angustias que lo anterior le produce, entre otros etcéteras. 

La hora de la estrella es parodia, espejo, juego, crítica, premonición y revelación. El escritor, a imagen y semejanza de un ejemplar estereotipado, ridículo, risible, minúsculo, perdido en lo inconmensurable del cosmos e innecesario, incluso para escribir o concluir la obra que redacta sobre la sustituible y desapercibida muchachita, a través del omnisciente y ubicuo ojo avizor de Clarice Lispector que lo hace posible (sin que él lo sepa, como tampoco la norestina sabe de su autor), resume su condena existencial mientras espera la hora de mirar “el último poniente”, de oír “el último pájaro”, de legar “la nada a nadie” (Borges dixit): “Escribo porque no tengo nada que hacer en el mundo; estoy de sobra y no hay lugar para mí en la tierra de los hombres. Escribo por mi desesperación y mi cansancio, ya no soporto la rutina de ser yo, y si no existiese la novedad continua que es escribir, me moriría simbólicamente todos los días. Pero estoy preparado para salir con discreción por la puerta trasera. He experimentado casi todo, aún la pasión y su desesperanza. Ahora sólo querría tener lo que hubiera sido y no fui.” 
       
Clarice Lispector
         No obstante lo serio, dramático y melancólico de tal acotación, lo que a lo largo de la novela enmarca las radiografías que el escritor hace de sí mismo y de la norestina, es el irónico humor con que delinea, tanto la escritura de su obra (salpimentada con frases y fragmentos que burlescamente parafrasean corrientes frenéticas e inesperadas de inspiración), como el engendramiento (exterior y explícito), el itinerario y la personalidad de la muchachita de sus desvelos, abstenciones y dietas. De tal modo que lo melodramático, hueco y trágico que caracteriza lo miserable y estúpido de la vida de la norestina resulta tragicómico, ídem la presencia misma del grafógrafo y sus apuntes. 

La piedra angular de la perspectiva filosófica de La hora de la estrella reside en que conlleva una reflexión y una metáfora sobre el erotismo entre la nada/la vida y la muerte. El escritor tiene la facultad de desdoblarse en otro; no es Macabea (la norestina) pero es ella; la vive en su miseria, en su transitar estéril, idiota y abstracto; se conmueve ante su infortunio y quiere sacarla de allí, de la página, del libro; que conozca el placer de la vida, e incluso llega a desesperarse tanto que imaginativamente se degrada y ansía ultrajar su virginidad. Sin embargo, la deja ir en el juego de espejos que es su inframundo, donde se fermenta y prolifera lo paupérrimo, prostituido, hacinado, sucio, fétido y periférico de ciertas zonas porteñas del Brasil en las que se multiplican las favelas, lo cual implica el rezago y el fracaso de la modernidad, del rapaz capitalismo transnacional y de la democracia, arrastrando con ello a los lectores.
En sus devaneos metafísicos, el grafógrafo discierne con la elemental sabiduría de un panteísmo doméstico y casero que destila y acuña el aforismo o el fragmento pintoresco o poético: que el todo es uno; que todos somos uno; que el inescrutable e inasible universo siempre ha estado aquí; que hay preguntas sin respuestas; y que la vida no es otra cosa que un raudo ventarrón de la nada hacia la nada. 
Clarice Lispector
        Y en tal punto es donde radica la dualidad de la obra de Clarice Lispector. Macabea, perdida en la masa anónima del lumpemproletariado, con su desnutrición histórica y congénita, y con la morbidez de su limitadísimo intelecto (propio de un detritus urbano, de un deshecho de la industrialización expoliadora, de los ninguneadores mass media que estandarizan y masifican el consumo, el gusto y las ideas, y por ende rasgo distintivo del tercermundismo tropical y bicicletero), asume religiosamente la paradoja de su vida (sin ser religiosa, puesto que no cree en nada) y sin pensar (su coeficiente no le da para ello) simplemente es lo que es, y al serlo es feliz en su vacío que es ser nada con sus carencias y defectos que dibujan a una muerta en vida.

Macabea, quien siempre fue un ser inexistente, un guiñapo desapercibido en medio del deshumanizado y egocéntrico entorno, cobra cierta notoriedad cuando súbitamente es atropellada: los que no la miraban la miran (el memento mori, “recuerda que morirás”) en el único instante en que la evanescente nada de la vida la hace estrella en un volátil recodo microscópico.
Clarice Lispector
      “La muerte es un encuentro con uno mismo”, filosofa el grafógrafo de pacotilla. Y el lector ve, entonces, cómo se va recogiendo consigo misma; cómo se enrosca en una postura fetal, larval, cifrando el retorno a su origen; cómo se abraza “a sí misma con la voluntad de la dulce nada”; y cómo logra vislumbrar en el instante orgásmico y climático que “había nacido para el abrazo con la muerte”.

Y es en tal engarzamiento lascivo y raudo donde se funden boca a boca, cuerpo a cuerpo la nada/la vida y la muerte (Eros y Tánatos fundidos en un beso negro, circular). Muere en ella el grafógrafo aunque no muera. Y los lectores quizá sientan el vértigo, la presencia, la perpetua y silenciosa compañía, y mueran en ese pasaje que tal vez les otorgue la intuición premonitoria, el acceso y la resurrección en alguna página aún no escrita.



Clarice Lispector, La hora de la estrella. Traducción del portugués al español de Ana Poljak. Serie Libros del Tiempo (125), Ediciones Siruela. 5ª edición. Madrid, 2007. 88 pp. 





      Trailer de La hora de la estrella (1985), película de Susana Amaral basada en la novela homónima de Clarice Lispector.



Dos mujeres




La otra elegía de Safo

Firmada en “Lingueglietta, mayo-junio de 1975”, Dos mujeres, novela del narrador holandés Harry Mulisch [Haarlem, julio 29 de 1927-Ámsterdam, octubre 30 de 2010], cuya primera edición en neerlandés data de 1975 y en español de 1988, comienza cuando una mujer de 35 años, radicada en Ámsterdam, recibe un telefonema desde Niza en la que se le informa que su madre ha muerto en el asilo donde se encontraba recluida. Ella, entonces, toma su pasaporte y su coche para trasladarse a aquel sitio con la intención de efectuar las diligencias que le permitan enterrar a su progenitora en un cementerio del Sur de Francia con vista al mar, ubicado en Saint-Tropez, lugar donde su padre otrora escribiera un libro en el que “una vez más se inventa al amor”.
Harry Mulisch
       A partir de esto, la novela de Harry Mulisch adquiere un carácter retrospectivo; la protagonista —divorciada hace un quinquenio (después de siete años de matrimonio) y conservadora de museos—, en su desplazamiento por la carretera se sumerge en una serie de evocaciones que remontan al lector a distintos tiempos de su vida pasada, cuyo punto central es desglosar el tipo de romance que tuvo durante seis fugaces meses con una joven peluquera de 20 años. 

Pero páginas adelante, si el lector suponía que el tiempo presente que unifica dichas reminiscencias es el que se sucede durante tal viaje a Niza, se enterará que esto no es así. Tal cosa ocurre cuando la protagonista se ve a sí misma urdiendo tales vivencias, es decir, en el acto de redactarlas. Y si esto le hace suponer que la fémina ya regresó a Ámsterdam, al final de la obra sabrá que nunca llegó a Niza para sepultar a su madre ni retornó a Ámsterdam, sino que en realidad se quedó varada en una casa de Avignon donde le dieron alojamiento y donde, haciendo agua en la pesadumbre y en el marasmo de sus recuerdos, ha estado escribiendo, como una maníaca o posesa, los hechos que el lector acaba de leer y que constituyen Dos mujeres, la novela de Harry Mulisch.
(Tusquets, Barcelona, 1988)
      Este clima nostálgico y opresivo, a imagen y semejanza de un estertor entrecortado en el que los distintos tiempos están entretejidos y a veces desvanecidos entre sí, exhibe las cualidades de Harry Mulisch como constructor de estructuras narrativas. En este sentido, e inextricablemente, allí se urden los giros sorpresivos que con su inserción estratégica modifican el curso y el sentido de los sucesos pretéritos. No obstante, sin el manejo y dominio de los tiempos, así como sin la dosificación de los ingredientes sorpresivos que integran y sazonan el armazón y la urdimbre, la obra sería una novela completamente intrascendente.

Dos mujeres no es una narrativa que conlleve un análisis crítico o una reflexión revulsiva e iconoclasta sobre el vínculo lésbico; es decir, no está planeada desde una óptica arquetípica o ensayística que aborde los asuntos y trasfondos íntimos, personales, familiares, filosóficos, sociales, económicos, políticos, psicológicos y sexuales que implica una relación de tal naturaleza, tantas veces condenada por cierta obtusa moral cristiana y por las intolerancias y miopías de derechas (que ahora mismo, en México y en otras partes del mundo, cuestionan el matrimonio legal entre dos personas del mismo sexo y la posibilidad de que adopten hijos y los eduquen). Lo que expone es un conjunto de anécdotas triviales, cuya banalidad no puede ser tomada como un reflejo de la vida misma, dado que la vida no es tan simple. En este sentido, no disecciona ni diserta sobre las contradicciones y afirmaciones que pueden establecerse entre una fémina intelectual y madura y una jovenzuela maliciosa, precipitada e ingenua; más bien mitifica y mixtifica.
La nimiedad anecdótica quizá hubiera podido enriquecerse si el autor la hubiera contrastado o matizado con sutilezas o deslizamientos eróticos, pero tales no se dan. Harry Mulisch, modosito y bien portado, llega de puntitas hasta los contornos y omite la concupiscencia con una postura aséptica, si no moralista, sí desinteresada. En este sentido, los puntos neurálgicos y climáticos de Dos mujeres son lacrimógenos y melodramáticamente telenoveleros (un auténtico culebrón, dirían los españoles), con lo cual las buenas conciencias pueden dormir tranquilas y tener dulces, bonachones y reconfortantes sueños hasta el momento en que restallen las sonoras siete trompetas del Juicio Final.
En resumidas cuentas, Dos mujeres es un transitar por la pasión infructuosa, signada por una serie de sorpresas, que se posesiona de la protagonista: la señora Tinhuizen. La primera sorpresa es sin duda el hecho de que si había sido una mujer heterosexual, descubra de pronto y compulsivamente que es bisexual e inclinada ahora hacia el lesbianismo. La segunda ocurre cuando la madre de la protagonista, de pronto, arremete a bastonazos contra Silvia, la amante de su hija, porque en el agrio tepache de su vejez intuye que son lesbianas en amoríos. La tercera sucede cuando, sin explicaciones y a imagen y semejanza de un crucifijazo trapero, Silvia se va con Alfred, el ex marido de la señora Tinhuizen, dejando a ésta en la lona y boquiabierta, con el corazón destrozado y lamiendo el polvo. 
Harry Mulisch
      La cuarta sorpresa sucede cuando Silvia regresa a la protagonista con el cuento de que se había enredado con Alfred para que ellas dos, en su condición de mujeres amantes, pudieran engendrar un hijo, el vástago que la esterilidad de la Tinhuizen le había prohibido en su vida matrimonial y así, ésta, a través del papel “heroico” de Silvia, podrá por fin romper el cordón umbilical que la situaba como una eterna hija ante su madre (meollo que otrora la atosigara). Y la quinta sorpresa es cuando el despechado Alfred, ciego por los celos y enardecido por la venganza, mata a balazos a Silvia, transformando el culebrón en una obra sobre un crimen pasional (o de violencia misógina) y sus estragos.

Pero fuera de estos elementos truculentos, que además conforman el triste deambular de la protagonista de “un muerto hasta otro muerto”, vertidos a través del resuello de la muerta en vida que es ella misma, la trama lastimosamente no conlleva ninguna otra cosa de interés, pese a las acotaciones literarias, a la puntillosa descripción que se engrana sobre la grotesca escenificación que se sucede en torno al montaje teatral El amigo de Orfeo, y pese a la ingeniosa minusvalía de la crítica teatral que el director de tal obra acuña, a imagen y semejanza de un alter ego del propio Harry Mulisch curándose en salud y defendiéndose contra los “ataques” y las “descalificaciones” de los infalibles y recurrentes críticos, critiquillos y criticones: “Como si todo lo que se les ocurre a los críticos en una hora, no lo hubiera pensado yo centenares de veces ni hubiera tenido mis buenas razones para rechazarlo. Mejor harían en reflexionar sobre estas razones. Uno se pregunta por qué no lo hacen ellos mismos, si saben tan bien cómo hay que hacerlo”. 
Harry Mulisch
        Y ya encarrerado el gato, tundiendo aquí y tundiendo allá, hasta resulta lapidario y jocosamente escatológico: “Si empiezas con la crítica es como si alguien se comiera un excremento con la esperanza de defecar un pan”.



Harry Mulisch, Dos mujeres. Traducción del neerlandés al español de Felip Lorda i Alaiz. Colección Andanzas (71), Tusquets Editores. Barcelona, 1988. 232 pp.