miércoles, 29 de mayo de 2013

El imperio perdido



El lugar donde los vivos hablan con los muertos



I                                   
A imagen y semejanza de la virtud histriónica de Joseph Roth para desdoblarse en otro, el narrador y ensayista José María Pérez Gay transfigurado en otro: lector de sí mismo, podría decir lo siguiente con la consabida frase garciamarquina que tanto lo entusiasma y usa: muchos años después de que José María Pérez Gay dominara el alemán como el mejor de los discípulos de Karl Kraus, se perdiera en Viena, en sus legendarios cafés, en los vestigios del Imperio de Austro-Húngaro, y leyera de cabo a rabo toda la obra de Hermann Broch (1886-1951), de Robert Musil (1880-1942), de Karl Kraus (1874-1936), de Joseph Roth (1894-1939) y de Elías Canetti (1905-1994), más biografías y numerosos ensayos de otros autores, escribió, sobre y a partir de ellos, un libro en español publicado en la Ciudad de México.
 
José María Pérez Gay
     
(Cal y Arena, México, 1991)
         Escrito con el apoyo de una beca para ensayo literario otorgada por el CONACULTA entre 1989 y 1990, la idea de El imperio perdido (Cal y Arena, 1991) nació en el curso Literatura y Sociedad en Austria (1880-1938) que José María Pérez Gay [México, febrero 15 de 1943-mayo 26 de 2013], doctor en sociología por la Universidad Libre de Berlín, impartió durante 1982-1983 en la División de Estudios de Postgrado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Y pese a que afirma que sus “opiniones críticas nunca buscaron otro tono que el personal, ni mayor alcance que una reflexión íntima”, el libro abunda en frases canónicas y concluyentes como las que suelen acuñar y blandir los profesores y ensayistas que están convencidos de lo que dicen. Esto resulta, a veces, muy exagerado o exultante; por ejemplo, cuando José María Pérez Gay cuenta que Die Fackel, la revista que Karl Kraus hizo durante 36 años, cuyo primer número sólo tiró 300 ejemplares y entonces Robert Scheu, dice, registró: “Viena no volvió a vivir un día como ese, fue un alboroto, un rumor y un escalofrío. En las calles, en los tranvías y los parques, todas las personas leían un cuaderno rojo [...] Era sencillamente increíble”. Puede suponerse que Robert Scheu se refiere al primer día de la revista y quizá al hecho, “insólito en la historia editorial de Europa”, de que en menos de un mes se tuvo que reimprimir treinta mil ejemplares más. No obstante, José María Pérez Gay no es un profesor-ensayista común y corriente. Si la mayoría de los profesores de literatura tuvieran sus conocimientos, su fervor y magnetismo para exponer en forma oral y escrita, quizá las condiciones en las universidades mexicanas empezarían a ser otras.

   
José María Pérez Gay
Foto que ilustra la segunda de forros de El imperio perdido (1991)
           El imperio perdido no es sólo un conjunto de ensayos (o cátedras) sobre los autores citados; es también celebración, nostalgia y tributo a la cultura austriaca de las primeras décadas del siglo XX, a Viena, su corazón, y a sus míticos cafés. 

Según el reseñista, los mejores ensayos del libro son los que tienen como epicentros, respectivamente, las tribulaciones y atributos de Robert Musil, las mitomanías del cronista y santo bebedor de Joseph Roth, y el que desentraña y resume la serie de conceptos que sustentan la obra narrativa y ensayística de Hermann Broch: la degradación de los valores de la cultura occidental, el sentido ético que salva a la obra de la oquedad y banalidad del kitsch, y la democracia como uno de los derechos humanos fundamentales. 
José María Pérez Gay traza la genealogía y los dramáticos ires y venires de una semblanza biográfica, y al unísono discurre por los trasfondos y puntos que él considera más significativos en cada obra; evoca episodios históricos, vidas paralelas y entrecruzamientos con otros escritores, intelectuales, filósofos, psicoanalistas y personajes. Tal es su capacidad narrativa, que muchas de las escenas que reconstruye parecen fragmentos de extraordinarios filmes.
   
Joseph Roth
 

       
Frield Reichler, "nacida en Galicia y dueña de grandes ojos",
quien fue esposa de Joseph Roth y estuvo recluida en el Centro
Steinhof, el manicomio estatal de Viena "donde vivían seis mil
locos"; mismo que Elías Canetti, cotidianamente, desde la ventana
del cuarto donde vivió seis años, observaba mientras en alemán
urdía el manuscrito de su voluminosa novela Auto de fe (1935).
          Cuenta el ensayista que en 1933, Joseph Roth, al abandonar Viena, se vio obligado a recluir a Friedl Reichler, su esposa de grandes ojos, en el manicomio estatal de Viena: el Centro Steinhof. Más tarde, en junio de 1935, trasladaron a Friedl al manicomio de Mauer-Ohling. Y en julio de 1940, un año después de que en París falleciera Roth, en un bosque cercano a Viena, Friedl murió asesinada por un comando nazi junto con otros 130 dementes. Elías Canetti, por otro lado, en su crónica autobiográfica sobre la génesis de su novela Auto de fe (publicada en alemán en 1935), reunida en su libro de ensayos La conciencia de las palabras (editado en alemán 1974 y en castellano en 1981 por el FCE) e insertada al final de la traducción al español de la novela que hizo Juan José del Solar (Muchnik Editores, 1980), relata que a partir de abril de 1927 (dos meses antes de que se sucediera el histórico incendio del Palacio de Justicia que presenció y le reveló el potencial de su corazón de masa), alquiló el cuarto de un segundo piso de una casa ubicada a las afueras de Viena en el que vivió durante seis años. Sin que Elías Canetti tuviera que asomarse a la ventana y mientras escribía su tesis doctoral o los borradores de lo que según él iban a ser un conjunto de novelas, podía ver desde allí los árboles de un gran jardín arzobispal y, por otro lado, la isla de los desdichados cercada por un muro: el manicomio Steinhof. Allí lo recibió la casera Teresa que vivía con su familia en el piso de abajo y que en ese momento (y sin que ambos lo supieran) le dio un diálogo del tercer capítulo de su única novela y el nombre del ama de llaves del sinólogo Peter Kien, la mujer que se encarga de erosionar su comunión bibliófila. En esa habitación decorada primero con detalles de los frescos de la Capilla Sixtina, luego sustituidos por fotograbados del Retablo de Isenheim y otras reproducciones de la iconografía de Grünewald, pocos años antes de que en los cafés de Viena sometiera sus manuscritos al escrutinio de Robert Musil y de Hermann Broch, el joven Elías Canetti leía a Stendhal, idolátricamente los ejemplares de Die Fackel y por primera vez La metamorfosis de Franz Kafka. Allí escribió su novela. “La perspectiva cotidiana sobre Steinhof, donde vivían seis mil locos, fue para mí un estímulo constante. Estoy totalmente seguro de que, sin aquel cuarto, jamás hubiera escrito Auto de fe.” 

(Muchnik Editores, Barcelona, 1983)
     
(FCE, México, 1981)
            Se puede suponer, entonces, como simple conjetura, que entre esos locos que participaron en la atmósfera propiciatoria de la novela y sus elocuentes partes (“Una cabeza sin mundo”, “Un mundo sin cabeza”, “Un mundo en la cabeza”), Elías Canetti, sin saber de quién se trataba, varias veces vio y sintió por breves y largos instantes, el destello interior de Friedl Reichler extraviada en sí misma.

  






***************


II


Elías Canetti
        El ensayo que en El imperio perdido José María Pérez Gay presenta sobre Elías Canetti es breve y apresurado. Apenas y esboza el itinerario y los lazos inextricables de vida, obra e historia. Algo parecido podría decirse sobre el que le dedica a Karl Kraus. En éste, siguiendo la tradición sucesivamente repetida a imagen y semejanza de un rezo hasta por el mismo Canetti, afirma que Kraus es el máximo escritor satírico en lengua alemana, digno de figurar al lado de Aristófanes, Juvenal, Quevedo, Swift y Gogol. Y si bien considera hechos históricos, anécdotas y datos biográficos, el ensayo es, en mayor medida, una apología. El autor no le cuestiona el egocentrismo, los excesos y las contradicciones a este crítico, agresor, snob y exhibicionista profesional. Sólo al término del ensayo, como para concluir con un moñito de bronce, alude que claudicó entregando su prestigio a un canciller austrofascista. 
Karl Krauus
       Karl Kraus bautizó a su instrumento publicitario con el incendiario e iluminador título Die Fackel (La antorcha); él financiaba y escribía todos los artículos, aforismos y panfletos; se sentía un santo redentor llamado a destruir sobre todo a los periodistas, esos corruptores de conciencias y vidas privadas; en un dizque poema escribió: 


            No quiero ser reseñado, ni nombrado,
            ni publicado o propagado, ni puesto en escena,
            ni leído públicamente, ni me da la gana
            aparecer en ningún catálogo, en ninguna
            antología, en ningún diccionario de escritores,
            por interesantes y atractivos que sean.

        Sin embargo, ¡oh reveladora y contradictoria paradoja!, se promovía en escenificadas lecturas públicas para verse admirado a través de los linchamientos que oficiaba y ejecutaba con insultos, sermones y visiones proféticas, amén de sus epigramas, parodias y libretos con pretensiones pedagógicas, y de su obsesión mesiánica por enseñar a leer el pozo negro de la información periodística. 
 
Karl Kraus
          Karl Kraus no era un santo. Si realmente estaba en contra de todo y de todos, ya encarrerado el gato, hubiera sido más congruente con sus diatribas (y digno para él) que se convirtiera en un asesino-suicida, precisamente como lo conceptualizó Joseph Roth en su artículo “Contra los suicidas” al reflexionar sobre esa fiebre contagiosa que estuvo de moda en esos años: “vale la pena preguntarse por qué las personas con la fuerza necesaria para quitarse la vida no consideran la posibilidad de llevarse consigo a quienes causaron su suicidio.” “Me suicido lenta, implacablemente”, escribió Hermann Broch, en 1948, y lo mismo hubieran podido anotar en sus diarios los autores reunidos en El imperio perdido ante el derrumbe de su entorno exterior e interior. “Si tuviera la capacidad de matarme, no me iría solo de este mundo”, subrayó Roth.

   
Hermann Broch
         
Robert Musil
     
Joseph Roth
         Los espléndidos ensayos sobre Hermann Broch, Robert Musil y Joseph Roth dejan en el lector la sensación de haberlos conocido y no sólo en la mesa de un café. Con el ensayo sobre Karl Kraus ocurre lo mismo que le sucedió a Elías Canetti cuando en Viena asistió, durante nueve años, a sus lecturas públicas: nunca supo quién era él. Desde luego que el provinciano y anónimo lector de café se entera de su lesión congénita en la columna vertebral, que su padre tenía una fábrica de papel, que no fue reclutado durante la Gran Guerra, que se enamoró como un idiota de una amiga de Rilke que vivía en un castillo checo y a la cual le escribía cartas como loquito y etcétera, etcétera; pero fuera del barniz sobre su misión moral y profética (“enseñó a leer a toda una generación”, fue “pionero en las advertencias contra el totalitarismo”), el lector no accede a los entretelones de su pensamiento y personalidad, ni a las pulsiones que determinaron los giros y actos de su vida.

   
José Emilio Pacheco
         Una lección ejemplar que brindan las pasiones y vidas inmersas en las páginas de este libro urdido por José María Pérez Gay, se puede resumir con palabras de José Emilio Pacheco (célebre catastrofista, cuya columna Inventario enseñó a leer y escribir a varias generaciones de energúmenos y humanoides): la literatura es la única clarificación de la abrumadora experiencia humana, y el único lugar donde los vivos hablan con los muertos. 

"Versión de J.M. Ripalda sobre la traucción de A. Gregori"
(Alianza Editorial, Madrid, 5ta. reimpresión en Alianza Tres, 1989)
         Otra, la más significativa, es el abismo al que están condenados los lectores del español que no leen alemán (mayoría en las latitudes mexicanas) y los que carecen de la voluntad y representación del joven Borges de quince años para enseñarse a sí mismo el idioma de Heine sólo con el auxilio de un diccionario alemán-inglés (casi como lo hizo otro joven de diecinueve años: el compadrito Funes el memorioso, que a sí mismo se enseñó latín). En este sentido, José María Pérez Gay descalifica la traducción al español de La muerte de Virgilio que J.M. Ripalda hizo sobre la versión de A. Gregori; y, por lo que se entiende, su tesitura, textura y sentido la hacen intraducible al castellano (claro, que en tal caso, para unos cuantos perdidos en el archipiélago de soledades queda el consuelo de leer la versión inglesa que hizo Jean Starr Untermayer). De los catorce volúmenes de las inasibles y fantasmagóricas obras completas de Karl Kraus “un traductor apenas si puede rescatar algo” [...]; y en la traducción que Seix-Barral editó de El hombre sin atributos se mutiló el capítulo inicial... Por si fuera poco, casi toda la obra de los autores pensados y explorados en El imperio perdido no ha sido traducida al español y la que lo está, se encuentra agotada o es difícil conseguirla.

   
Robert Musil
          Recorriendo las páginas de El imperio perdido, el lector, víctima de la melancolía y en calidad de desdichado en la isla de ninguna parte, puede asomarse a los cafés de Viena y ver allí, desde el rincón de una solitaria mesa, concentrados y discutiendo, a numerosas celebridades y leyendas (Milena Jesenská, Ea von Allesch) que sería largo enumerar. Pero ahora sabemos, que en esa tarde de abril de 1925, en una mesa del café Museum en la que ahora mismo se hallan Karl Kraus, Robert Musil, Hermann Broch y el joven Elías Canetti dialogando esa escena imposible, llega hasta ellos el imperceptible ectoplasma de un viajero mexicano de cabello blanco y fácil conversación y pronunciación nasal; y tal vez, sumido en esa mezcla de silencio y fascinación al verlos y escucharlos, piense en la fácil costumbre de estar lejos.

   
José María Pérez Gay
        No faltará, por otro lado, el borroso y evanescente profesorcito pseudocanónico (quizá un reseñista converso, efímero e infeliz a imagen y semejanza de los que describió Joseph Roth en su crónica “La reseña de los libros”) que después de leer El imperio perdido, escriba en el pizarra o declare en el infecto y solitario salón de clases: nadie entre los mexicanos ha rendido en los últimos años del siglo XX un homenaje público tan contundente a la literatura austriaca. Muchos lectores se han preguntado, y se preguntarán, si su autor, en el fondo, es un vienés: un habitual de los cafés de Viena que ya no existen. 




José María Pérez Gay, El imperio perdido. Iconografía en blanco y negro. Cal y Arena. México, 1991. 358 pp.









domingo, 12 de mayo de 2013

Elogio de la madrastra




Había tenido un orgasmo riquísimo

En su libro de memorias El pez en el agua (Seix Barral, 1993), Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), cuenta que durante su campaña por la presidencia del Perú (sucedida entre octubre de 1987 y la confirmación de su derrota en la segunda vuelta el domingo 10 de junio de 1990) sólo escribió y publicó un libro de ficción: la novela Elogio de la madrastra (1988), cuyo epicentro erótico y transgresor: el vínculo sexual entre un niño y su madre adoptiva (quien además así le es infiel a su esposo y en su propia casa), dio pie a que Alan García, entonces presidente del Perú, y sus aliados (entre ellos los políticos y búfalos del APRA), la utilizaran en su contra dentro de las operaciones de desprestigio que pretendían ensuciar y desacreditar su imagen pública (y por ende restarle votos y descarrilarlo de la contienda), dado que Mario Vargas Llosa, en su papel de candidato del Frente Democrático y según encuestas que cita, solía figurar a la cabeza en las intenciones de voto (mientras que el ingeniero Alberto Fujimori, el emergente y oscuro candidato de Cambio 90, brillaba por su ausencia). Según apunta el narrador en la página 419 de El pez en el agua
     “Una de ellas me presentaba como pervertido y pornógrafo, y la prueba era mi novela Elogio de la madrastra, que fue leía entera, a razón de un capítulo diario, en el Canal 7, del Estado, a horas de máxima audiencia. Una presentadora, dramatizando la voz, advertía a las amas de casa y madres de familia que retirasen a sus niños pues iban a escuchar cosas nefandas. Un locutor procedía, entonces, con inflexiones melodramáticas en los instantes eróticos, a leer el capítulo. Luego, se abría un debate, en el que psicólogos, sexólogos y sociólogos apristas me analizaban. El trajín de mi vida era tal que, por cierto, no podía darme el lujo de ver aquellos programas, pero una vez alcancé a seguir uno de ellos y era tan divertido que quedé clavado frente al televisor, escuchando al general aprista Germán Parra desarrollando este pensamiento: ‘Según Freud, el doctor Vargas Llosa debería estar curándose la mente’.”
El Chino (Alberto Fujimori) y Mario Vargas Llosa




(Seix Barral, México, 1993)
   
Mario Vargas Llosa y Alan García
 
(Seix Barral, México, 1984)


                Para apuntalar su candidatura a la presidencia del Perú, el Movimiento Libertad —creado ex profeso por Mario Vargas Llosa y un grupo de amigos— se alió a dos partidos políticos de consabido cuño y raigambre derechista y democristiana: el Partido Popular Cristiano y Acción Popular, liderados, respectivamente, por Luis Bedoya Reyes y Fernando Belaunde Terry, quien ya había sido presidente del Perú dos veces: entre 1963 y 1968, y entre 1980 y 1985 —segundo periodo cuyo contexto aparece cáustica, violenta e hipotéticamente novelizado en la vertiente de Historia de Mayta (Seix Barral, 1984) donde actúa un alter ego del autor—. En tal coyuntura (idiosincrásica, social, política) sorprende y resulta contradictorio que Mario Vargas Llosa eligiera, precisamente y en medio de su campaña por la presidencia, el susodicho tema para una obra literaria que sería noticia en toda la aldea global (incluso más allá del idioma español), pues si bien en los mitológicos y libertarios ámbitos de la imaginación y de la creación universal (pintura, literatura, cine) es un tema que no sorprende, con numerosas variantes y muchas veces abordado, sí resulta revulsivo e iconoclasta para ciertas mentalidades cristianas (las que por antonomasia creen en Dios, van a la Iglesia, defienden la familia tradicional, se oponen al aborto, al divorcio, al uso del condón, a la inseminación artificial, a los matrimonios gays y a que éstos adopten hijos y los eduquen). 



La Anunciación, fresco de Fra Angelico (c. 1437)
Monasterio de San Marco, Florencia
      Por si no bastara, el novelista, que en su campaña se declaraba agnóstico (y por ende era tildado de ateo por sus enemigos y contendientes), sí juega, tal lúdico diocesillo bajuno (chaneque, lo llamarían en la región de Los Tuxtlas), con elementos sagrados para la iconografía cristiana y el culto católico. Por ejemplo, en el catorceavo capítulo: “El joven rosado”, utilizando como leitmotiv una estampita a color que vagamente reproduce una variante de La Anunciación (c. 1437) —fresco del monje dominico Fra Angelico (c. 1395-1455), que en este caso realizó en el Monasterio de San Marcos, en Florencia—, Mario Vargas Llosa hace un lego parafraseo y paráfrasis del canónico episodio donde el arcángel San Gabriel visita a la Virgen y le explica el misterio de la Encarnación. O el caso del niño Fonchito, quien semeja una inextricable mixtura de ángel y demonio (signado por la inocencia y cierta malicia maquiavélica), tiene “carita de Niño Jesús”, con “bucles dorados”, “blanquísimos dientes” y “grandes ojos azules”, por lo que resulta consecuente que pose de “pastorcillo en los Nacimientos del Colegio Santa María” (donde estudia la primaria), y que a don Rigoberto, su padre, si bien observa en silencio que físicamente no se parece en nada a él ni a su difunta madre, le parezca “Un querubín, un pimpollo, un arcángel de estampita de primera comunión”; quien no obstante, según le confiesa a la criada Justiniana, cuando escondido en lo alto del baño espía y observa a su madrastra que se desnuda “y se mete a la tina llena de espuma”, siente tan inefable exultación que para explicársela, le dice: “Se me salen las lágrimas, igualito que cuando comulgo”.

(Grijalbo, 1ra. ed. mexicana, junio de 1988)
         Dado que Elogio de la madrastra está dedicada a Luis G. Berlanga, director de La sonrisa vertical, colección de literatura erótica de la barcelonesa Tusquets Editores, en la segunda y tercera de forros de la primera edición mexicana que hizo Grijalbo (concluida “en junio de 1988”, con “10,000 ejemplares”) se incluyó el laudatorio texto sin firma concebido ex profeso para la susodicha edición española, donde apareció, en junio del mismo año, con el número 58 de la serie. 
       Urdida con un vocabulario a veces ampuloso, retórico y romanticista, y prácticamente exento de sus célebres piruanismos y vulgarismos, Elogio de la madrastra es una fantasía erótica que comprende 14 capítulos y un “Epílogo”. Se sucede en Lima, Perú, en la entonces época actual, precisamente en la regia mansión que don Rigoberto posee en Barranco (privilegiada zona donde el mismo Mario Vargas Llosa tiene su casa, la cual, durante su campaña por la presidencia, también fungía como centro de actividades partidarias y manifestaciones públicas). Como buen burgués, don Rigoberto, quien es gerente de una compañía de seguros, encarna el prototipo de ricachón que el Movimiento Libertad y el Frente Democrático defendían a capa y espada ante las intenciones expropiatorias del presidente Alan García, pues como el mismo novelista lo evoca en El pez en el agua, fue el anuncio, dicho por el mandatario el 28 de julio de 1987, “de ‘nacionalizar y estatizar’ todos los bancos, las compañías de seguros y las financieras de Perú”, lo que suscitó la redacción de un airado y crítico manifiesto dado a conocer el siguiente 3 de agosto (“Frente a la amenaza totalitaria”) y los consecutivos “Encuentros por la libertad” (mítines políticos sucedidos en Lima, Arequipa y Piura, respectivamente: el 21 y 26 de agosto y el 2 de septiembre de 1987) que derivarían en la conformación de su candidatura, del Movimiento Libertad y del Frente Democrático.



Mario Vargas Llosa en campaña por la presidencia del Perú
Plaza San Martín de Lima (agosto 21 de 1987)
Foto: Alejandro Balaguer
         Elogio de la madrastra se desarrolla en tres vertientes narrativas intercaladas entre sí. Una la integra la cotidianidad doméstica que se entreteje entre don Rigoberto, su hijo Fonchito, Lucrecia (la madrastra de cuarenta años) y Justiniana, la sirvienta ascendida a doncella, y que tiene como punto neurálgico que desencadena el desenlace (Lucrecia es expulsada del culto y dulce hogar) la composición (una tarea para la escuela) homónima de la novela, donde Fonchito celebra (y delata) a su madrastra y la comunión lúbrica vivida con ella.
         Otra la constituyen las encerronas en el baño que efectúa don Rigoberto, pues además de coleccionar pintura erótica y libros sobre erotismo (quezque en su biblioteca conserva ¡“los veintitrés tomos empastados de la colección ‘Les maîtres de l’amour, dirigida y prologada por Guillaume Apollinaire”!), y mientras mentalmente divaga en fantasías lascivas, se entrega a un ritual de higiene y preservación (narcisista, maniático, meticuloso y preparatorio) que noche a noche cumple con religiosidad y esmero antes de entregarse a los brebajes del placer sexual y amatorio, enfatizado desde hace cuatro meses, cuando se casó con Lucrecia, a quien adora e idolatra. 




Diana después de su baño (1742), óleo sobre tela de François Boucher
Museo del Louvre, París
        Y la tercera vertiente la constituyen las digresiones: seis relatos con título, cada uno precedido por la mala reproducción a color de una pintura (de Jacob Jordaens, François Boucher, Tiziano Vecellio, Francis Bacon, Fernando de Szyszlo y Fra Angelico), que al corporificar el ámbito onírico o imaginario donde Lucrecia o don Rigoberto transponen y transfiguran sus divagaciones fantásticas y libinidosas, son al unísono una recreación cuentística y poética que Mario Vargas Llosa hizo de tales pinturas a partir de las características y de la índole psíquica de sus personajes.




Mario Vargas Llosa y su alter ego
(“El verdadero” y “El doble”)
         La trama de Elogio de la madrastra plantea una antítesis entre la libertad natural que alienta el cuerpo y la represión que la ética civilizada y occidental impone. La madrastra sabe, por los dictámenes de sus atavismos y convenciones que circundan y resuenan en su cabeza, que no es política ni moralmente correcto ceder a las ambiguas seducciones y al chantaje que le impone su hijastro; sin embargo, sucumbe arrastrada en buena medida por el fuego que restalla ineludiblemente en su ser más íntimo. Y al sostener luego relaciones sexuales con su marido, no experimenta sentimientos de culpa o alguna perturbación que la trastorne. Todo lo contrario: vive una sensación de plenitud que expresa en una entrega más intensa a su esposo. Si las abluciones y las fantasías (incluso las escatológicas y monstruosas) son para don Rigoberto una forma de estimular y variar el deseo y la vivencia sexual, para Lucrecia esto radica en su subrepticia relación con Fonchito. Dicho de otro modo, más o menos a imagen y semejanza de las pinturas renacentistas que alude Mario Vargas Llosa (ejemplo central es el lienzo de Tiziano: Venus con el Amor y la Música), donde en las eróticas escenas de alcoba se incluía la pureza angelical y rubicunda de un diminuto niño desnudo, la figura de Fonchito aparece en su imaginación y la excita aún más cuando se entrega a don Rigoberto.




Venus con el Amor y la Música (c, 1555), óleo sobre tela de Tiziano Vecellio
Museo del Prado, Madrid
      Fonchito, siguiendo una pulsión intuitiva se enamora de su madrastra, la seduce y se deja enseñar y conducir por ella. Él intuye y sabe que engañan y traicionan a su padre, pero está tranquilo sin problemas de conciencia. Cuando ventila ante don Rigoberto la composición homónima de la novela, los equívocos se agudizan. El lector ve el sosiego, la inocencia y la espontaneidad del escuincle al delatarla, pero no tiene la certidumbre de si actuó con premeditación y saña, no se discierne del todo si es muy ingenuo y algo tontorrón, o si en realidad es un malévolo demonio con investidura de ángel, tal y como lo concibe la criada Justiniana. Lo que se observa es la naturalidad con que fluye la energía sexual y erótica de los tres protagonistas (como lo es también el abigarramiento inconsciente, asociativo y simbólico de los sueños) y la forma en que la moral, los prejuicios y los códigos sociales catalogan y sancionan.



Mario Vargas Llosa, Elogio de la madrastra. Iconografía a color. Grijalbo. 1ª edición mexicana, junio de 1988. 204 pp.









La pianista




Ya no puede verla como una persona

De 1983 data la primera edición en alemán de Die Klavierspielerin, novela de la austríaca Elfriede Jelinek (Mürzzuschlag, octubre 20 de 1946), Premio Nobel de Literatura 2004. Y de 1993 data la traducción al español de Pablo Diener Ojeda, la cual, con el título La pianista, fue editada por primera vez en México, en 2004, por Random House Mondadori con el número 252 de la serie Literatura Mondadori, cuyo frontispicio (por razones publicitarias) reproduce un fotograma de La pianiste (2001), su adaptación fílmica en francés (con modificaciones y numerosas omisiones), guionizada y dirigida por Michael Haneke, que en el Festival de Cannes 2001 obtuvo la Palma de Oro por la “Mejor interpretación femenina” (Isabelle Huppert) y la Palma de Oro por la “Mejor interpretación masculina” (Benoît Magimel).
(Mondadori, México, 2004)
       Pese a la ironía, al sarcasmo y al corrosivo humor negro que prolifera y abunda en sus páginas, La pianista no es una obra placentera. Abultada con superfluas digresiones y múltiples y sucesivas reiteraciones, es una sórdida temporada en el infierno de la patética y patológica subsistencia de Erika Kohut, la gris y frustrada maestra de piano del conservatorio de Viena, quien pese a que ya ronda los 40 años de edad, es una infeliz solterona que aún vive con su madre, un sombrío y obtuso vejestorio que la domina, veja, cosifica y exprime (la mayoría de sus ingresos deben ir a la cuenta bancaria que contempla la compra de un departamento nuevo) y por ende la hija le oculta los retorcidos y oscuros hábitos de sus reprimidas pulsiones sexuales. 
       Hay una buena dosis de sadismo y venganza en el tratamiento autoritario, ríspido e intransigente que la maestra de piano aplica a sus alumnos. No obstante, el trastorno neurótico y mental que aqueja y refleja su conducta empieza a vislumbrarse con la escena que abre el libro: Erika llega al departamento que comparte con su madre más de tres horas después de que ésta la espera y por ende la increpa, la injuria y le arrebata el portafolio de las partituras de donde extrae el cuerpo del delito: un vestido nuevo (semejante a otros que ha comprado y no usa), que la madre tira al suelo y maltrata en medio de reclamos, amenazas, golpes, gritos, jalones de pelo y llanto, preámbulo de lo no menos mórbido y sintomático: duermen en la misma estrecha cama. 
       La omnisciente y ubicua voz narrativa plantea que tal dramática escena se repite con cierta periodicidad, a veces con mayor énfasis. Y lo mismo bosqueja con otros episodios habituales que trazan y abonan el perfil mental y el trastorno psíquico de la culta protagonista. Uno ocurre cuando la profesora Erika, después de sus clases de piano, viaja en tranvía hasta ciertos suburbios de Viena, donde en un subterráneo viaducto sobre el cual se desplaza el tren suburbano, entra en un peep-show (aledaño a un diminuto sex-shop), donde pululan yugoslavos, serbocroatas y turcos. Allí, encerrada en “una cabina de lujo”, introduce monedas ahorradas ex profeso y observa lujuriosas escenas en vivo. No se masturba, pero mientras mira, “levanta del suelo un pañuelo de papel cargado de semen y se lo acerca a la nariz. Respira, mira y deja transcurrir en ello un poco de su tiempo vital.”
 

Elfriede Jelinek
        Si en esos reductos underground cultiva y fermenta tal escatológico voyeurismo, donde ella sólo mira y huele, pero no toca ni se toca, tal manía tiene una variante en su hábito de ir a mirar, solitaria y de noche, al Prater de Viena, en horas en que por allí se ejerce la prostitución masculina y femenina, y donde, entre los arbustos, se fornica por dinero o placer. Esa rutina la voz narrativa la ilustra en un largo episodio en el que impera, aunada a su cáustica perspectiva crítica, desencantada y misántropa, cierta categórica xenofobia que parece compartir la propia Elfriede Jelinek: “El yugoslavo y también el turco desprecian por naturaleza a la mujer”, afirma en la página 134; “el cerrajero [austríaco] la desprecia solo si la encuentra sucia o cuando pide dinero por follar”. Es así que “Con espíritu de buen cazador, Erika avanza con soltura —como la lanzadera de un tejedor— a través del territorio que se extiende a lo largo y ancho de todo el verdor del Prater. Ha ampliado su área de acción; hace ya mucho tiempo que conoce las presas de su entorno inmediato. Aquí hace falta valor. Lleva buenos zapatos, con los que, en caso de emergencia —si fuera descubierta—, puede meterse entre matorrales, pisar mierda de perro, botellas de plástico vacías —con forma fálica, y que conservan restos de bebidas infantiles con colores envenenados (para cada gusto existe un tipo distinto de animal que canta en la televisión)—, montones de papeles pringados utilizaos con fines más que triviales, platos de cartón con restos de mostaza, botellas rotas o condones aún llenos que todavía conservan vagamente la forma de la polla. Nerviosamente husmea para eludir riesgos. Inhala aire y lo espira.” Erika, para mirarla, localiza a una pareja que está copulando (un poco después descubre que él es un turco y ella una austríaca ya mayor); el momento climático para la profesora ocurre cuando, por ver, experimenta unas ineludibles ganas de orinar y lo hace en cuclillas mientras sigue mirando, pero es descubierta y los susodichos zapatones le sirven para huir de prisa en medio de gritos e improperios del “habitante del Bósforo”.  
       Más desquiciante es el síndrome masoquista de la profesora de piano, cuyo progenitor primero fue recluido en un psiquiátrico particular y luego en el manicomio estatal de Steinhof, donde “murió completamente trastornado”. Además de que paulatinamente ha reunido una serie de utensilios con que espera ser torturada y fustigada por el amo-esclavo que añora y sueña, desde su adolescencia, oculta en una habitación o en el cuarto de baño del departamento que comparte con su madre, se pincha la piel o para sangrar se hace cortes con una navaja de afeitar que fue de su padre y que siempre lleva consigo: “Se sienta con la piernas abiertas frente al espejo de aumento que se usa para el afeitado y realiza un corte que agranda la abertura que constituye la puerta interior de su cuerpo. Entretanto ha ganado experiencia, de modo que el corte con la cuchilla no le causa dolor; sus manos, brazos y piernas se han usado muchas veces para estos experimentos. Su pasatiempo es precisamente hacerse cortes en el propio cuerpo.”
 

Elfriede Jelinek
         Walter Klemmer, diez años menor que Erika Kohut, es un vigoroso joven de pelo rubio, que además de las clases de piano que toma con ésta en el conservatorio de Viena, cursa estudios técnicos de electricidad en el Politécnico y práctica el piragüismo. Klemmer, pese a que no está propiamente enamorado de su maestra de piano, se siente atraído por ella y modestamente la corteja durante varios meses en que Erika lo trata de manera arrogante, desdeñosa, grosera y esquiva. Sin embargo, en su interior también germina una secreta atracción y obsesión por el alumno, quien tiene su fama de donjuán, hasta el punto de que durante un ensayo que la orquesta de estudiantes del conservatorio practica en el gimnasio de una escuela superior, al observar cierto coqueteo entre Klemmer y una joven flautista de minivestido, un arrebato de celos la induce a alejarse del ensayo y en un baño a destrozar con pisotones un vaso de cristal envuelto en un pañuelo. Luego, los pedacitos y las astillas los introduce en el bolsillo del abrigo de la flautista que cuelga en los vestidores del gimnasio entre los atavíos de los otros alumnos de la orquesta. Después del ensayo, no tardan en oírse los gritos de la flautista que saca, del bolsillo de su abrigo, “una mano herida y cubierta de sangre”. En medio del alboroto, la hipócrita maestra de piano “simula malestar y malhumor por la cercanía de la erupción de la sangre” y se va de prisa rumbo a los retretes de esa escuela. Pero “En su interior, Erika lamenta no haber podido disfrutar hasta el final el crimen cometido contra la indecente muchacha.”
        Los sucios y hediondos retretes de los estudiantes de esa escuela no son nada higiénicos; no obstante, allí la busca y localiza Walter Klemmer. Y en medio de ese entorno de escatológicos efluvios, logra, por fin, acercarse a ella, besarla y manosearle la vagina. Pero no hay coito, pues muy rápido Erika toma el control. No permite que Klemmer vaya más allá de la felación y de la masturbación al que ella lo somete (incluso le lastima el pene y le prohíbe eyacular) y le anuncia que le dará por escrito las instrucciones de todo lo que podrán hacer. 
      En medio del tenso maltrato con que la maestra mantiene distante y a la expectativa a su alumno, quien ahora estudia menos y falla, le entrega la carta con las instrucciones. Klemmer, aún iluso, quiere pasar un fin de semana con Erika y leer la carta en un sitio especial, pero nada de esto logra. Obstinado en su cometido, él piensa que no es necesario ningún escrito para hacer lo que hay que hacer. Así que en un episodio sigue a Erika hasta el edificio donde vive y logra entrar al cuarto de ella, cuya puerta sin cerrojo, para impedir el paso de la gritona e imprudente madre, es bloqueada con “la cómoda de la abuela”. Erika, antes de cualquier cosa, insiste en que primero lea la misiva. “Exigirá que se cumpla lo que pide detalladamente en la carta, pero [oh contradicción: dizque] espera de todo corazón no verse sometida a lo que pide en la carta.” El caso es que se trata de todo un catálogo de perversiones donde le detalla los modos en que él debe torturarla y vejarla. Mientras lee, además de que él determina que “ya no puede verla como una persona”, ella, siempre en silencio (porque no se permite hablar) saca “una vieja de caja de zapatos” y despliega su colección de objetos de tortura. En el papel le dice “que siempre se dirigirá a él de forma escrita o por teléfono, nunca personalmente”. Es decir, con todo ello Klemmer ve, que aunque él sea el dizque amo y torturador, es ella la que dictará lo que se ha de hacer y cómo.  
       Walter Klemmer, quien según él no le haría daño (aunque “en alguna ocasión se me puede escapar la mano”), se marcha muy ofendido dando un portazo, no sin soltarle insultos, arrojarle la carta y expresarle que le repugna. Pero además de que esto preludia un escarceo incestuoso entre madre e hija (suscitado por ésta en la cama), poco después Klemmer denota que también él procrea una vertiente oscura y cruel. 
     Un episodio ocurre en un “cuartucho de las mujeres de la limpieza”, donde, entre las ásperas y nauseabundas descripciones pornográficas, él no consigue una erección y Erika siente arcadas y vomita en medio de una felación. Klemmer le surte improperios y “repite que Erika Kohut apesta terriblemente y que debería abandonar la ciudad lo antes posible”. Erika no se va. Y luego, ya en su casa, antes de dormir junto a su alcoholizada madre, se hostiga el cuerpo aplicándose en la piel las “pinzas plásticas para la ropa” y una serie de alfileres. 
       Otro episodio, más terrible, ocurre cuando Klemmer, repleto de cólera y frustración, busca descargar su ira sobre algún animal nocturno, pero lo hace contra un par de adolescentes que halla fornicando entre los matorrales. Es ya entrada la noche y Klemmer se desplaza hasta el “portal del edificio de Erika”, donde, pensando en ella, “se masturba con vehemencia”. Desde una cabina telefónica la llama; ella abre y se sucede el pasaje más violento y dramático de la obra: con la madre por allí (duerme en su cuarto y el ruido la despierta), Klemmer la insulta, la golpea y la viola y “le advierte que no debe comentarlo con nadie”.
       Nadie denuncia a Walter Klemmer. Pero días después Erika se dispone a vengarse de él, pues con un cuchillo afilado en la cartera llega hasta el Politécnico, donde a cierta distancia ve al joven reír entre un grupo de muchachas y muchachos. No se le acerca ni le dice nada, pero piensa que “!El cuchillo ha de llagarle al corazón!”. Ante su flaqueza, “Erika Kohut se hiere en un punto del hombro y comienza a sangrar.” Poco a poco se aleja de allí, acelerando el paso cada vez más.
Elfriede Jelinek


Elfriede Jelinek, La pianista. Traducción del alemán al español de Pablo Diener Ojeda. Serie Literatura Mondadori (252), Random House Mondadori. 1ª edición mexicana. México, 2004. 288 pp.




Nota publicada en Punto y Aparte (mayo 9 de 2013)


Enlace a La pianista (2001), película dirigida por Michael Haneke: http://www.youtube.com/watch?v=W35xHrZHPcQ