martes, 18 de diciembre de 2012

El hombre que sería rey



Cómo ser periodistas y dioses y no morir en el intento

Al hablar del Premio Nobel de Literatura de 1907: Rudyard Kipling (1865-1936), angloindio nacido en Bombay, de piel morena y educado en Inglaterra (en una casa de crianza y en un internado), es ineludible no acordarse de las dos partes de El libro de la selva (1894 y 1895) y de su proclividad por el imperialismo británico. “Predicaba que el Imperio es el deber y el fardo del hombre blanco”, reza Jorge Luis Borges en su prólogo a Relatos (Hyspamérica, Madrid, 1985), libro de Rudyard Kipling seleccionado en su Biblioteca Personal. Aún así, hay páginas de la obra de Kipling que son una crítica al colonialismo que celebró, el que desde el siglo XVII sentó sus reales en la India a través de la Compañía de las Indias. “Ésta hubo de ceder sus derechos a la Corona, y, en 1877, la reina Victoria fue proclamada emperatriz de las Indias.” 
Rudyard Kipling
   Una de tales páginas es El hombre que sería rey, un cuento fantástico que es una parodia, una caricatura del aventurero inglés perdido en las tierras del Decán y del Himalaya, del que se lanza a la azarosa tarea de construir un reino empleando todo tipo de inmorales procedimientos. 
(Alianza, CONACULTA, México, 1994)
   Kipling, dice Borges, “supo el hindi antes de saber el inglés”. Fue un joven periodista que pese a sus loas victorianas, no ignoró los albañales del territorio hindú (1882-1889). En El hombre que sería rey hay un periodista inglés sin un penique (imaginario alter ego) que viaja rumbo al desierto índico. El vagón es de la peor clase: “A menudo sucede que en verano sacan muertos a los pasajeros de intermedia, y, haga calor o frío, el mundo entero les tiene poca consideración.” Allí se encuentra con un vagabundo inglés. Éste, que le habla de igual a igual, le dice que se ha hecho pasar por corresponsal del Cazador; el fin: chantajear, por ejemplo, a los pequeños estados de la India central o del Rayputana meridional, “amenazando con hacer revelaciones infamantes”, pese a que dichos estados se distingan por su crueldad y episodios negros, tal como si vivieran, dice, “en los tiempos de Harum-al-Raschid”. Pero también lo persuade para que dentro de diez días, al regresar del desierto índico, en el empalme de Marwar, aborde el tren correo que va de Delhi a Bombay y en el vagón de segunda busque a un hombre de barba roja, otro inglés, y le diga la siguiente clave: “Ha ido al Sur por una semana.” Pero luego el periodista, dándose un baño de pureza, reflexiona que los truhanes “no podían hacer nada bueno presentándose como corresponsales de periódicos”. Así, los delata ante las autoridades y a los dos los detienen en la frontera de Degumber.
      Corre el tiempo sin que nadie lo detenga. El periodista se ha incorporado a la jefatura de redacción de un diario de tipos móviles y coloridas anécdotas. Cierta madrugada de un caluroso verano en que esperan que un telegrama propicie el movimiento de la maquinaria, dos hombres de blanco se dirigen a él. Son los estafadores que delató: Daniel Dravot y Peachy Carnehan, se presentan. Han sido soldados, marineros, cajistas, fotógrafos, correctores de pruebas, predicadores, corresponsales del Cazador, caldereros, maquinistas, contratistas en pequeña escala y, en fin, han ido y venido a pie por toda la India. La delación se la cobran de un modo absurdo y risible. Dado que ambos han firmado un contrato (“una grasienta hoja de papel”) donde a sí mismos se prometen que serán reyes de Kafiristán, le piden que les muestre mapas y libros que les sirvan para ubicar y estudiar su futuro reino. El jefe de redacción lo hace, no sin decirles que se trata de una aventura idiota, que los harán pedazos al cruzar la frontera, precisamente en Afganistán, esa intrincada masa de montañas, picos y ventisqueros donde ningún inglés ha pasado. 
   Los granujas citan al jefe de redacción al día siguiente en el bazar. Allí, un sacerdote y su criado pregonan su partida a Kabul: le venderán juguetes al emir. “Son amuletos cuyo encanto no cesa. Con ellos los hijos no se enferman, los camellos no se fatigan, las mujeres son fieles al marido ausente.” Nadie descubre a los disfrazados y todos creen loco al sacerdote, emisario de la buenaventura. Sin embargo, al periodista le revelan el oscuro y secreto meollo de sus disfraces: debajo de los juguetes llevan armas y municiones.
Rudyard Kipling
       Muchos años después, una madrugada semejante a la otra, el jefe de redacción ve llegar el deplorable resto de un naufragio: un jorobado, de cabellera blanca y trabajoso andar. No lo reconoce, pero el vejete le dice: “Yo soy Peachy”. “Fui rey de Kafiristán, también Dravot. ¡Fuimos coronados reyes!” Así, Peachy Carnehan evoca esa aventura hecha a base del poder de las armas (viejas y defectuosas, mientras los nativos sólo tenían arcos y flechas), de la manipulación de su ingenuo y fanático pensamiento mágico-religioso, y de las mil y una triquiñuelas que desde un ángulo ético y racionalista son reprobables, pero no imposibles. Daniel Dravot, el peor, es quien llega a ser rey de ese enjambre de tribus, antes peleadas entre sí, pero que él logra coordinar a su favor, gracias a su olfato y a la fidelidad de Carnehan, quien pese a su corona de oro sólo llega, entre otras encomiendas, a desempeñarse como comandante general de todas las fuerzas militares, entrenadas y organizadas por ambos.
       Dravot y Carnehan, engendros de la civilización occidental inglesa, pero imposibilitados para civilizar al mundo y propagar la luz del progreso y del imperio británico, son prototipos de aventureros ingleses que sueñan con un reino para hacer y deshacer a su antojo; unos pillos sin escrúpulos que no dudan en robar, asesinar o mentir con tal de salirse con su juego sucio e imponer su autoridad. Se conciben superiores a los mahometanos y cobrizos de toda laya. Así y dado que los primitivos e idólatras nativos de sus dominios (no menos bárbaros y salvajes que ellos) son de piel blanca y a veces más blanca que la suya, no dudan en catalogarlos de ingleses, de hijos de Alejandro Magno (el legendario conquistador macedonio que en el año 362 a.C. invadió el Punjab), sin advertir que quizá sean descendientes de los arcaicos arios extraviados en lo que ahora es Irán y el Valle del Indo. 
    Si la Gran Logia de Londres, fundada en 1717, fue un instrumento de poder político, aquí hay un significativo parangón: resulta que las tribus, como por ósmosis, conocen las palabras secretas y parte de los rituales de la masonería, es decir, hasta el segundo grado, pero ignoran el rito del tercero (y subsiguientes). Así, Dravot, proclama que él y Carnehan, auténticos dioses, hijos de Alejandro Magno, son también grandes maestros de la masonería, por lo que aún sabiendo que violan los preceptos de la verdadera Logia, inventan el procedimiento para otorgar la gracia del tercer grado. Y como si Dios iluminara sus actos, ocurre que habían tomado al azar una gran piedra del templo de Imbra para que sirviera de silla del gran maestro de la Logia, pero al ver el signo que grabaron, improvisado en el mandil de éste, un viejo sacerdote induce a otros diez a que volteen la piedra: limpian y raspan la parte inferior, y el signo que aparece es idéntico al del mandil de Dravot: “signo perdido, cuyo significado nadie recuerda”; y esto certifica, ante los ojos de las tribus, su naturaleza de dioses.
      Tal vez el reino se hubiera fortalecido y durado más, pero Daniel Dravot empezó a soñar con convertirse en emperador de todas las tribus: encargará al virrey de la India el envío de veinte ingleses de los mejores (en realidad tan embusteros como él), que le servirán, distribuidos en las regiones, para fortalecer su dominio. Así, no sólo llegará el momento de arrodillarse ante la reina Victoria, y entonces su majestad dirá: “Levantaos, Sir Daniel Dravot”, elevándolo así a la par de ella. Pero sucede, que además de los veinte virreyes para su imperio, Dravot decide que necesita hembra, y que ésta, para perpetuar la dinastía, tiene que ser noble. Esto, finalmente, es la gota que derrama el vaso. 
  Daniel Dravot, ciego y sordo ante quienes le señalan su error, ordena que ante sacerdotes y príncipes le entreguen la mujer designada para él. La elegida le muerde el cuello; y los nativos, al ver correr la sangre de Dravot, descubren que no son dioses ni demonios, sino simples mortales. Se lanzan contra ellos. Y en la huída, para no hacer más oprobiosa su muerte, Dravot decide perderse en un abismo: grita que corten las cuerdas del puente y “cayó dando volteretas, veinte mil kilómetros, porque tardó media hora en llegar al agua”. 
  Ahora, el viejecillo Peachy Carnehan, casi perdiendo la razón, saca el reluciente e inolvidable regalo que los nativos le dieron para que no volviera nunca por aquellos lares: la momificada cabeza de Dravot, a la que añade su corona de oro repleta de turquesas. 
  Poco después, el vejete Carnehan, convertido en mendigo en la solitaria plaza, canturrea las andanzas de su compinche y él. Se deja morir de insolación, sin que nadie sepa dónde carajos quedó la rutilante y valiosa prueba de su inopinado viaje al más allá.


Rudyard Kipling, El hombre que sería rey. Traducción del inglés al español de Fernando Solana Olivares. Colección Alianza Cien, Alianza Editorial/CONACULTA. México, septiembre de 1994. 64 pp.





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