martes, 30 de octubre de 2012

Piedras para Ibarra



Estoy fuera de ti y a un tiempo dentro

(Vuelta, 1988)
Como una especie de búsqueda inconsciente del Paraíso perdido que más o menos trastoca el consabido y legendario pragmatismo del gringo promedio y el tipificado modo de vida norteamericano, en Piedras para Ibarra —novela de Harriet Doerr (abril 8 de 1910-noviembre 24 de 2002) cuya primera edición en inglés data de 1984, traducida al español por Juan Almela (seudónimo del poeta Gerardo Deniz) para la extinta Editorial Vuelta—, un matrimonio estadounidense, recuperando el espíritu aventurero y colonizador de sus ancestros, llega y se instala en Ibarra, un caserío semidesértico, casi despoblado y abandonado en las montañas del territorio mexicano, donde otrora, cincuenta años antes, el abuelo de él y su familia gozaron la explotación y la bonanza de la mina La Malagueña, hasta que la inestabilidad y el sangriento peligro que suscitó la Revolución de 1910 puso término a la empresa, obligándolos a abandonar la propiedad.
Cuando Piedras para Ibarra da inicio, el lector se entera que ya todo concluyó; es decir, que la estancia de Sara y Richard, el matrimonio gringo, pertenece al pasado y por ende lo que leerá es precisamente lo que ocurrió allí durante tal período. En este sentido, se trata de una novela evocativa, de un puñado de recuerdos que la obra conjunta y acomoda. Esto implica el título y lo que se apunta en las páginas finales: después de fallecido su esposo, mientras Sara está recogiendo sus cosas y haciendo los preparativos para marcharse a su país, observa que cuando en un sitio ha ocurrido un accidente (tardó muchísimo en advertirlo), los lugareños, al pasar por allí, recuerdan a los muertos y colocan piedras formando montículos (no se mencionan cruces ni veladoras ni flores de cempasúchil). Las evocaciones (la novela en sí) son entonces los pedruscos que la memoria de Sara amolda y deja al caminar y pasar nuevamente por los espacios e instantes que habitó en Ibarra o de los cuales tuvo noticia. 
Piedras para Ibarra está contada por una voz narrativa omnisciente y ubicua emitida a través de una percepción y sensibilidad femenina. En primer lugar, al trazar los personajes y los hechos que se establecen entre ellos (creando así los rasgos que dibujan la cotidianidad del pueblo), hay un dejo implícito que denota y transluce a la mujer que los ve y piensa; en segundo lugar, la escritura está más inclinada hacia el mundo interior y exterior de Sara, que hacia el de Richard.
Harriet Doer (1910-2002)
Foto: Anacleto Rapping
La novela se desglosa en 18 capítulos que oscilan entre la vida casera del matrimonio (cuyo punto neurálgico es la leucemia de Richard que tratan de ocultar a los vecinos del pueblo), algunas alusiones (e incursiones) breves al orbe que se dejó en San Francisco, California, y, en mayor medida, el relato de diversos hechos acaecidos alrededor de varios personajes. Al cobrar estos cierta relevancia, conforman la visión superficial y fragmentaria de un extranjero, el anecdotario que registra la manera en que se observa la vida y los rasgos de un caserío confinado a su miseria y rezago social, político y económico, y a sus creencias y costumbres religiosas y paganas; y como complemento ineludible, dado el carácter subjetivo de lo que se aprecia y asienta, se anota y trasmina el modo en que el extraño, aun siendo aceptado, se mantiene ajeno y distante de la comarca que lo circunda.
La mirada del extranjero carece, en consecuencia, de una intuición y olfato antropológico o etnográfico, del que se compenetra y explora en la etnia para auscultar, entender e imprimir radiografías. Tiene el buen trato y el sentido común de cierto conquistador, del adinerado que busca modernizar e introducir su técnica y sus conocimientos a favor de su propio ideario y beneficio pecuniario. Su curiosidad es la del que llega en shorts y con la cámara fotográfica de las palabras para registrar la “estética de la pobreza”, las singularidades crueles y cruentas, el abandono, el aislamiento y las supersticiones. Observa con simpatía, retoca, pero sus retratos no son analíticos ni críticos, sino pintorescos y folcloristas. No hace una intromisión en el ser que lo recibe, en su otredad. No comprende ni se sumerge en su infierno ni en su dulzura ni en su cosmogonía ni en su esperanza ni en su resignación. Todo lo ve por fuera, a priori; e incluso a veces se burla o rechaza expresiones y comportamientos con el típico raciocinio, insensibilidad y escepticismo que hacen del individuo moderno un estereotipo común y corriente, un hombre masa (dizque globalizado) a merced de la manipulación industrial de las conciencias (diría Hans Magnus Enzensberger), aislado y maquillado con el solipsismo que caracteriza las contradicciones de su edad histórica y el basamento de su idiosincrasia occidental.
No obstante, Piedras para Ibarra tampoco incluye el panorama intrínseco de Sara (y mucho menos el de Richard). Existen contrapuntos que contrastan sus diferencias y antagonismos con los naturales del lugar, y que aluden hábitos, vivencias, comentarios, e interacciones entre ellos, y entre éstos y los pobladores y ciertos visitantes; pero nunca la narración se adentra, aunque lo mencione, en la angustia y la zozobra que significa para ambos, por ejemplo, el que Richard esté enfermo de leucemia y en consecuencia: con la villaurrutiana Muerte pisándole los talones, soplándole al oído o a la vuelta de la esquina y al unísono germinando en su interior (“Y es inútil que vuelvas la cabeza en mi busca:/ estoy tan cerca que no puedes verme,/ estoy fuera de ti y a un tiempo dentro”). Nunca el lector sabe lo que piensa y sufre él, ni lo que ocurre en el seno de la mina o en las relaciones laborales. Se tienen escuetos datos cuando se narran algunos fallecimientos o relatos de varios mineros o de la gente (el poblado en sí) que tiene que ver con La Malagueña y con la mejoría económica que proporciona su explotación; pero esto más bien son guiños, registros superficiales y anecdóticos que pretenden ser amables y gratos.
El atisbo de Ibarra, al ser un minúsculo pueblo perdido en el mapa del hipotético Estado de Concepción, se erige como una estereotipada provincia de tarjeta postal, bonita, impoluta, muy National Geographic o del Reader’s Digest o de la extinta Life. Un sitio remoto empeñado en vivir en el pasado y a la zaga del sincretismo urbano (por antonomasia: siempre tratando de ser “moderno”). Un Ibarra con su pequeña iglesia y su parquecito central, con su cura servil con los ricachones y dominando y manipulando a los pobres fieles que aún no se desprenden de atavismos precortesianos mistificados por el curso de la historia sepultando los residuos de la visión de los vencidos. Un Ibarra con sitios y personajes típicos y miserables que le dan color y que forjan un semblante de la fisonomía de un México rural; pero es, antes que todo, un México que evoca, mira y describe una turista gringa, que pese a vivir varios años allí, no se quitó su coraza norteamericana y nunca dejó que sus pensamientos y sentimientos personales dejaran de mirar con añoranza hacia los Estados Unidos.


Harriet Doerr, Piedras para Ibarra. Traducción del inglés al español de Juan Almela (Gerardo Deniz). Serie La imaginación, Editorial Vuelta. México, 1988. 244 pp.






domingo, 28 de octubre de 2012

La mortaja



El lugar donde anida la tristeza

Llega el día en que el día ya no llega, y el hombre/ se derrumba en la noche de la eterna tiniebla,/ despojado de rostro, sin memoria, exprimido,/ como grano de arena que se pierde en la arena.” Ineluctable fin melancólicamente cantado en “Llega el día”, poema del mexicano Elías Nandino (1903-1993). Y es precisamente este macabro punto final (apenas una minúscula y desapercibida tilde que corta de un tajo la respiración de un individuo perdido entre los miles y miles de infinitesimales individuos que infestan la aldea global) el que cobra relevancia en “La mortaja”, cuento del español Miguel Delibes (Valladolid, octubre 17 de 1920), que de ningún modo (pese a la porra de la contraportada) puede catalogarse como “uno de los mejores relatos cortos de la literatura española contemporánea”, no obstante que el prolífico autor recién fallecido (Valladolid, marzo 11 de 2010), miembro de la Real Academia Española desde 1973, fue sujeto de rutilantes y sonoras condecoraciones; por ejemplo: Premio Nadal en 1947, Premio de la Crítica en 1953, Premio Príncipe de Asturias en 1982, Premio Nacional de las Letras Españolas en 1991 y Premio Cervantes en 1993.
Miguel Delibes
      “La mortaja” ocurre durante unas cuantas horas en un desperdigado caserío español que circunda una planta de luz llamada Central o C.E.S.A. El Senderines, un chamaquillo, huérfano de madre, mientras juega entre los pedruscos, ve llegar al Trino, su padre. El hombre, borracho e indigesto, se derrumba en el camastro y ya no se levanta. Muere por sus excesos. Así, el Senderines, solitario y abandonado, y puesto que su padre yace desnudo, se ve impelido a vestirlo, es decir, a amortajarlo. Pero es tan pequeño y su padre tan grande y pesado, que tiene que solicitar auxilio para hacerlo.
       El nombre del cuento implica, por extensión, las deplorables condiciones que pululan en ese sitio fantasmal, no muy distinto de la miseria, de la soledad y del abandono que se observa en Las Hurdes (1933), dramático documental de 30 minutos que Luis Buñuel (1900-1983) filmó en esa región de Extremadura, España, e ineludible pariente lejano de San Juan Luvina, el desolado, pedregoso y solitario ámbito del cuento epónimo de Juan Rulfo (1917-1986). En la geografía de “La mortaja” abundan los cerros de greda, blancos e inhóspitos. Durante el año sólo hay dos estaciones: verano e invierno, ambas extremosas. Sus habitantes son cadáveres, muertos que continúan de pie, amortajados en sí mismos, en su soledad, en su incomunicación, en sus míseras y desesperanzadas ocupaciones. 
(México, 1994)
“La mortaja” es también la corta visión cultural de los lugareños, con sus supersticiones y atavismos religiosos, con sus rudos y brutales vínculos. Por ejemplo, el Trino, estereotipo de macho, desprecia a su hijo por el simple hecho de que es flaco y débil, y no fuerte y robusto como él, pero también por sus fobias infantiles. “Los hombres no tienen miedo de nada”, le dice entre sus burlas y necedades. 
En una de sus bravuconadas apuesta con Baudilio a ver quién de los dos se atraganta más. Con dos litros de vino adentro, se traga “dos docenas de huevos para empezar; luego se zampó un cochinillo y hasta royó los huesos y todo”. Esta desmesura es la que lo revienta. Y el hecho de que esa misma tarde haya madrugado al Goyo de dos puñetazos, debido a que éste dizque tenía “triunfo” en el juego, es la causa de que el ofendido se niegue a prestarle ayuda al Senderines. “He jurado por éstas no volver a mirarle a la cara y no dar un paso por él. Yo le estimaba, pero él me dio esta tarde dos guantadas sin motivo y ello no se lo perdono yo ni a mi padre”.
       El protagonista, sin embargo, no es el muerto, sino el Senderines, el escuincle crecido al garete, quien no conoce la ciudad, esa tierra de pecado, reza uno. La omnisciente y ubicua voz narrativa, que hace migas sentimentales con él, lo sigue en su mirada infantil, en sus ingenuos devaneos, y en algunos de sus juegos y fantasías, como cuando él y el Canor iban a ver las ridículas hazañas pesqueras del Goyo al pie de la presa; en su colección de mosquitos despanzurrados en la cabecera de su cama; en la caza de una luciérnaga; o cuando él creía que los poderosos y hercúleos brazos de su padre eran los que impulsaban el boom boom de la Central, ese sonido que invade la zona, y que a él le parecía la estridencia de un gran corazón; o que Conrado, el Goyo y su progenitor, en la planta, apaleaban el agua sin cansancio, hasta que de ésta sólo quedaba el brillo, elemento con el que llenaban las bombillas para que en la noche los hombres tuvieran luz. 
Miguel Delibes de niño
Foto del Colegio de las Carmelitas
Valladolid
En este sentido, la voz narrativa también ilustra las fobias y pesadillas del Senderines que atizan algunos mitos y supercherías del entorno: que los voraces lucios traídos de Aranjuez pueden arrancar un brazo de una sola dentellada o comerse un niño entero, que dan brincos como títeres y pueden saltar la presa contra corriente; que si regresaba solo al lado de su padre muerto, éste podía quejarse si volvía a manipular sus piernas para vestirlo; “o que el sarnoso gato de la Central, que miraba talmente como una persona, se hubiera acostado a los pies de la cama y estuviese hablando”. 
Pero por un momento, haciendo de tripas corazón, el pequeño Senderines, frente al cadáver, descubre “que metiéndose de un golpe en el miedo, cerrando los ojos y apretando la boca, el miedo huía como un perro acobardado”. 
Aún así, cuando mediante el intrínseco resorte que mueve a los hombres (el interés, un pago contante y sonante) logra que el Pernales lo ayude a amortajar a su padre, no puede evitar que lo atenace el estupor ante la idea de pasar la noche junto al muerto, por lo cual, le ofrece al Pernales el radio y asunto concluido (el vivo Pernales, cuya facha y modus vivendi reflejan a un pordiosero, se apropia del traje nuevo del difunto, de los zapatos, del despertador, de una camisa).
  Quizá este infeliz y olvidable cuento inocule en alguien (no falta un roto para un descosido) y entonces se dé a la tarea de conseguir, leer y atesorar la extensa narrativa de este autor entre los autores, que si respiran, conversan, caminan a tientas, escriben, lloran en seco, “es tan sólo porque su mineral corazón aún mueve su sangre”.

Miguel Delibes, La mortaja. Colección Alianza Cien, Alianza Editorial/ CONACULTA. México, 1994. 64 pp.






viernes, 26 de octubre de 2012

Foe



Esa mujer no es más que un incordio

Se ha especulado y repetido hasta la saciedad que el británico Daniel Defoe (c. 1660-1731), para urdir su celebérrimo Robinson Crusoe (1719), conoció la historia del escocés Alexander Selkirk, quien un día de la primera década del siglo XVIII fue abandonado en una isla desierta del archipiélago Juan Fernández, en el Pacífico, frente a las costas de Chile. Allí vivió cuatro años y cuatro meses. Daniel Defoe, se colige, pudo haber leído lo que se escribió sobre Alexander Selkirk y tal vez haya charlado con él. Pero el Robinson de York, el personaje de Daniel Defoe, naufraga en una isla del Caribe, cerca de la desembocadura del Río Orinoco, en el Atlántico, en la que vive 28 años.
     Siguiendo la secuela de los mil y un narradores que han escrito diversas variantes sobre el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, el narrador y ensayista sudafricano J.M. Coetzee (Ciudad del Cabo, enero 9 de 1940) —Premio Nobel de Literatura 2003—, en 1986, a través de la neoyorquina Peter Lampack Agency, Inc., publicó en inglés su novela Foe, cuya traducción al español de Alejandro García Reyes publicada por Random House Mondadori, primero apareció en Barcelona, en 2004, y en México, en 2006, en la serie Debolsillo. El título Foe es homónimo del apellido paterno del narrador británico, cuya “partícula nobiliaria” —apunta Borges en su prólogo a Las venturas y desventuras de la famosa Moll Flanders—, “Daniel previsiblemente agregó”.  
J.M. Coetzee
      Foe, la novela de J.M. Coetzee, se divide en cuatro partes numeradas con romanos y está escrita desde la perspectiva de Susan Barton, una aventurera mujer británica que, un indeterminado día del siglo XVIII, naufragó en una imprecisa y pequeña isla caribeña sólo habitada por el inglés Robinson Cruso (no Crusoe) y Viernes, su esclavo negro, oriundo de África. En este sentido, en la primera parte de la obra Susan Barton da por entendido que ya regresó a Londres y que en algún momento se entrevistó con el reputado escritor Foe y por ende su voz está evocando y narrado como si se tratara de una larga carta dirigida a éste. Susan Barton, dice, se embarcó al puerto de Bahía, en el Brasil, en busca de su hija, que fue raptada. Tras dos años de búsqueda e infructuosa espera decidió retornar a Inglaterra; pero en su viaje rumbo a Lisboa en un portugués barco mercante, se sucedió un motín —al parecer “el plan de los amotinados era hacerse piratas y operar en aguas de la Hispaniola” (la isla del Caribe donde hoy se halla la República Dominicana y Haití). Ella, con el cuerpo del asesinado capitán (llevaba una lezna clavada en un ojo), de quien a bordo se convirtió en su amante, fue abandonada en un bote, en el que remando con esfuerzo logró acercarse a la isla de Cruso, a la que llegó a nado. Allí, acogida sin afecto y con elocuente distancia y numerosos silencios, vivió un poco más de un año. Robinson Cruso, según le narró con parquedad y muy pocos datos, llevaba 15 años en la isla, sólo con la compañía de su esclavo Viernes, que es mudo —al parecer los negreros africanos (moros), que tal vez lo vendieron en una plantación de Jamaica, le mutilaron la lengua cuando era un niño—; y más aún: es un deficiente mental, una especie de autista con el que es casi imposible comunicarse. Se alimentan con el pescado (que pesca Viernes con una lanza) y con huevos de pájaro que aderezan con “lechugas amargas silvestres”. Como náufrago, Cruso sólo tiene un cuchillo (su única herramienta rescatada del naufragio) y sus rústicas ropas de troglodita se las ha cosido (tiene una aguja de hueso) con las pieles de los monos que él y Viernes matan a palazos. Llama “castillo” a la diminuta choza adaptada entre las rocas de un peñasco y la mayor parte de su tiempo lo ha dedicado otear el mar y a construir, piedra por piedra, unas terrazas para el cultivo (de un quimérico orbe fundacional) en las que no se siembra nada, puesto que no hay semillas.
(Mondadori, Barcelona, 2004)
     Cruso, quien ya es un hombre viejo, sobre su pasado y lo que piensa, casi nada le cuenta a Susan. Y sólo una vez, después de una furiosa tormenta que coronó una de las fiebres que lo atacan y derrumban, exploró el cuerpo de ella. Pero luego actuó como si tal cosa no hubiera ocurrido. Y además de que no pretende engendrar un hijo con Susan, siempre se mantiene distante, parco y seco, pese a que ella busca charlar, lo procura y calienta con su cuerpo durante las fiebres. Por ende no extraña que Susan, quien dice hallarse “en la flor de la vida”, se vea aislada “en una isla en la que nadie hablaba”. En este sentido, después de que ella y Cruso (inconsciente por otra de las fiebres que lo desploman) y Viernes (que ella no olvidó) fueron inesperadamente rescatados por el John Hobart, un barco mercante inglés que se dirige a Bristol, y que Cruso muere en el trayecto y es “sepultado en el mar”, asombra y resulta revelador que, ante el señor Foe, mitifique su estancia en la isla desierta y su vínculo con Robinson Cruso y se pregone depositaria del legado de éste: “yo soy no solo quien compartió el lecho de Cruso y cerró sus ojos en el instante supremo, sino, más importante aún, aquella a quien él lego todo cuanto dejó al morir, es decir, la historia de su isla.”
     En la segunda parte de la novela, narrada a través de una serie de cartas dirigidas a Foe (se supone que algunas fueron enviadas y otras no), Susan Barton cuenta que ya está en Londres, con Viernes, pese a la aversión que le produce, no su negra piel ni su dizque índole caníbal, sino que tenga un pequeño muñón en vez de lengua. Después de haberse entrevistado con Foe con el objetivo de que escriba la historia de la isla desierta y de haber pactado la entrega de una memoria redactada por ella, vive, gracias al subsidio que le brinda él, “en una casa de habitaciones de alquiler en Clock Lane, una bocacalle de Long Acre”. Se hace llamar señora Cruso y Viernes, su supuesto lacayo, atosigado por el miedo y la extrañeza del entorno, es ubicado en un cuarto del sótano. 
     Entre la serie de anécdotas, detalles y datos que se narran en esta segunda parte, Susan deja de recibir de Foe los chelines con los que pagaba el alquiler y con los que ella y Viernes comían y por ende su miseria y sus penurias aumentan. Al buscarlo en su casa de Stoke Newington, se entera que Foe, al parecer por sus deudas, se halla huido y su residencia ocupada por un par de alguaciles. Más tarde, cuando ya éstos se han ido (no sin causar destrozos y desvalijado algunas cosas) y también la señora Trush, el ama de llaves, Susan y Viernes se instalan allí, aparentando ser la nueva ama de llaves y el jardinero. 



(Debolsillo, México, 2006) 
    Queda claro que a Susan Barton, que sabe escribir y lo hace con el papel, la tinta y la pluma del señor Foe, no le falta imaginación ni poder reflexivo ni que incluso raye en perogrulladas. Sin embargo, se dice no apta para escribir, con arte narrativo, su historia de la isla desierta que, según divaga, los sacará de aprietos cuando Foe la termine de escribir y la publique y se haga rico y famoso con ella. Para alimentarse, vende objetos de la casa y en los intentos de comunicarse con Viernes y de enseñarle algún tipo de escritura y de lenguaje (incluso con la flauta con la que él, desde la isla, suele repetir y repetir sólo seis monótonas notas), resulta más que obvia la deficiencia mental del africano y la psicosis que lo induce a vestirse con las togas de Foe y a ejecutar así una serie de danzas circulares (que recuerdan la danza sufí de los derviches turcos). No extraña, entonces, que ante las infructuosas conversaciones con Viernes, Susan le diga: “hablar contigo es como hacerlo con las paredes”. Y que reporte en una de sus cartas: “Le hablo a Viernes como esas viejas que hablan a los gatos, por pura soledad, hasta que al final la gente les pone el sambenito de brujas y las evita por la calle.”
      Frente a la casa de Foe observa a una joven que vigila. Cuando Susan la increpa y la hace pasar, la muchacha dice llamarse como ella y ser su hija. Susan no cae en la fársica trampa que, deduce, fue dispuesta por Foe desde su escondite. Pero lo que sí toma con determinación es el destino de Viernes. En una bolsita que le cuelga, le guarda el papel, escrito y firmado por ella, donde el supuesto Robinson Cruso, amo del esclavo, le otorga la libertad; y con él, vestido con una de las togas de Foe, emprenden, ambos descalzaos, el camino al puerto de Bristol donde embarcará a Viernes rumbo a África (en la ruta vende algunos libros sustraídos de la biblioteca). Pero ya allí, tras varios intentos, entreve lo que los marineros pretenden: apoderarse de Viernes y venderlo como esclavo. Según apunta en la misiva: “Una mujer puede tener un hijo no deseado y criarlo sin amor, pero siempre estará, no obstante, dispuesta a defenderlo con su vida. Y esa es, por así decirlo, la relación que se ha establecido entre Viernes y yo. Yo no lo quiero, pero es mío. Por eso es por lo que sigue en Inglaterra aún aquí.”
     En la tercera parte de la novela, Susan Barton, con Viernes, sucios y desarrapados, están de nuevo en Londres y ella ha localizado a Foe, gracias a su ex ama de llaves y al escuincle que le hace los mandados. Foe vive oculto en la buhardilla de una mísera vivienda en Whitechapel y no tarda en aparecer por allí el chiquillo (quien es enviado por la comida) y luego su falsa hija con su dizque antigua niñera (pero Susan rechaza el timo). Y al día siguiente, tras dormir y fornicar con Foe, ante un nuevo frustrante intento enseñar a escribir y leer a Viernes, ella le expresa su hartazgo contándole un cuento: “Una vez un hombre se encontró a un anciano que esperaba a la orilla de un río y, compadecido por él, se ofreció a llevarle al otro lado. Después de pasarle a cuestas, sano y salvo, a través de la corriente, al llegar a la orilla opuesta se arrodilló para que pudiera bajarse. Pero el viejo se negó a desmontar: y no sólo eso, sino que, apretando entre sus rodillas el cuello de su porteador, empezó a golpearle en los costados y, en pocas palabras, acabó convirtiéndose en una bestia de carga. Llegaba hasta quitarle la comida de la boca, y habría seguido montándole hasta causarle la muerte si el otro no se hubiera librado de él mediante una estratagema.” Al oírla, Foe reconoce que “Es una de las aventuras de Simbad el Marino”. Y ella, encarnación de Sherezada, le responde: “Sea, pues: yo soy Simbad el Marino y Viernes el tirano que llevo montado sobre mis hombros. Paseo en su compañía, como con él, me observa mientras duermo. ¡Si no consigo librarme de él acabaré asfixiándome!”
     Pero lo relevante de la tercera parte de la novela es el hecho de que Foe quiere escribir (y al parecer lo esta haciendo) una historia de ficción, con aventuras inventadas, distinta a la historia de la isla desierta contada por Susan Barton en sus diálogos, en su memoria y en sus cartas, y que ella pretende sea una obra testimonial y fidedigna. Y lo que ella le expresa refleja, que además de escribir y de poseer una cultura literaria no muy común en las mujeres de la época, que tiene muy clara la idea y la estructura del libro que quiere que escriba él. Y el lector se pregunta ¿por qué no lo escribe ella?, ¿qué la detiene?
      La cuarta y última parte de la novela, que es muy breve, es una especie de onírico corolario que proyecta ciertos sueños y pesadillas que persiguen a Susan Barton.  


J.M. Coetzee, Foe. Traducción del inglés al español de Alejandro García Reyes. Debolsillo (342/7). 1ª ed. en México, marzo de 2006. 160 pp.





El alcalde de Furnes



 Con chismosas ni bañarse                  


Patria chica, infierno grande, reza el popular refrán; y tal fatalidad se cumple al pie de la letra en Furnes, el principal escenario de El alcalde de Furnes, novela que el francés Georges Simenon (1903-1989) firmó en Nieul-sur-Mer, el 29 de diciembre de 1938. 
Furnes es un pueblo de Flandes que, no sin petulancia, se llama a sí mismo “ciudad”. Sus pobladores están acostumbrados a las rutinas y rituales de siempre. Hierven de chismes y su moralina se maquilla de apariencias y atavismos conservadores y católicos. Nada puede ocurrir sin que se sepa de un rincón a otro, sin que excite la antropofagia, los dimes y diretes, ya sea en la Plaza Mayor, en el Círculo Católico, en la Iglesia de Sainte-Walburge, en el café Le Vieux Beffroi, en el Ayuntamiento, en la salchichería Van Melle, en la Rue du Marché, en la comisaría de la poli, e incluso en el interior de las casas. Tal es el caso de la casa de Joris Terlinck, el flemático alcalde de Furnes, que al comienzo de la obra se halla en el mediodía de su riqueza y poder.
Georges Simenon
(1903-1989)
      Joris Terlinck tiene un poco más de 30 años de casado. Él solo, presume, en calidad de opositor demócrata, se pasó 20 años hostigando al Partido Conservador Flamenco, cuya figura principal es Léonard van Hamme, ex alcalde, quien además de poseer una fábrica de cervezas y de encabezar el Círculo Católico y a los conservadores del Consejo Municipal, es su eterno enemigo. 
Joris Terlinck manda en su casa, en su fábrica de puros y en el Ayuntamiento con el mismo despotismo y mano dura. Por ello todos le temen y lo llaman Baas, es decir, Jefe. Todos reconocen su presencia por el puro, la boquilla de ámbar y el sonido del estuche. Cierta tarde de noviembre, al encontrarse en su casa cenando el mismo platillo que cena desde hace tres décadas, ocurre algo anormal: llaman a la puerta. Y el que toca es Jef Claes, un tipo de 19 años, hace poco empleado en su fábrica, quien le pide mil francos por adelanto, porque según él los necesita para impedir el nacimiento del hijo que tendrá con Lina, nada menos que la hija de Léonard van Hamme, su peor enemigo. Si no le da el dinero, amenaza, se matará. El Baas le responde que “cada cual debe cargar con la responsabilidad de sus actos”, que no fue él quien gozó con la señorita; y lo despide, cortante, para que no regrese. 
(Tusquets, 1993)
Poco después, a la hora de siempre y en el rincón habitual, el Jefe se halla en Le Vieux Beffroi, “el café reservado a los notables de la ciudad”. Entra, cosa extraña, uno de los diez policías de Furnes y anuncia que hay un muerto: Jef Claes, quien primero disparó contra Lina y luego contra sí mismo, metiéndose en la boca el cañón de la pistola.
       A partir de este hecho de nota roja, Georges Simenon hila y entreteje la intriga y el suspense, y una serie de equívocos, anécdotas y engaños, que ya parecen anunciar una cosa, ya otra. Así, la ligereza de Lina parece asegurar la perpetuidad y el crecimiento del poder del alcalde y su triunfo sobre Léonard van Hamme. El hijo de éste, un oficial de aviación en Bruselas que ha llevado varias veces al Rey, tal vez pierda su carrera. Pero sobre todo, Joris Terlinck en persona propicia la renuncia de Léonard van Hamme a la presidencia del Círculo Católico. Y pese a que se halla en entredicho su crédito moral como cabeza de los conservadores del Consejo Municipal, Joris firma un retorcido acuerdo que le proponen éstos con el objeto de que no use “el triste suceso para sus fines políticos”, y a cambio le prometen que en tres meses lo nombrarán Jefe de diques, es decir, pertenecerá al “cuerpo supremo que, por mediación de los diques, disponía de las aguas del cielo y del mar”. Sin embargo, los acontecimientos se enredan por otros linderos, porque según se ve (y el alcalde lo piensa en el epílogo de la obra): “se hacen las cosas sin saber exactamente por qué, porque se cree que se deben hacer y después...”
       La madre del alcalde es una vendedora de gambas en Coxyde. Allí mismo su padre fue pescador. Su madre aún vive en una pequeña casa, lo cual habla del origen humilde del Jefe. Su madre desconfía de él, no sólo porque es un rico, uno de los más ricos de Furnes, sino porque percibe el tufillo de sus oscuros asuntos. Al principio de su carrera, Joris Terlinck vivía con Thérésa, su mujer, en dos cuartos diminutos. Era contable y llevaba los libros de varios pequeños comerciantes. Uno de ellos fue la señora De Groote, una viuda de 45 años que tenía un estanquillo de puros y tabacos. Joris Terlinck, entonces con 25 ó 26 años y en calidad de amante, le recomendó la instalación de una fábrica y de algún modo hizo que modificara su testamento en favor de él. Al poco tiempo murió de neumonía, una paradójica enfermedad en ella. Así se hizo de su fábrica y empezó a acrecentar su rutilante fortuna. 
María vive en casa del Baas, es la sirvienta desde hace 25 años. Fue su amante y a veces la usa. Con ella tiene un hijo: Albert, un joven al que no reconoció como tal, pero que sin embargo lo llama “padrino”, porque siempre se ha ocupado de su sostenimiento. Emilia, la hija de los Terlinck, tiene 29 años; está loca, y por orden del Baas la tienen recluida en un cuarto en el que abundan las cosas rotas y las heces de varios días. Emilia, siempre desnuda y cubierta de llagas, no soporta a su madre. Sólo Joris Terlinck es el que día a día le da de comer las cosas de lujo que compra en la salchichería Van Melle; a veces la baña, la cura y hace la limpieza. 
Thérésa, la mujer del alcalde, se ha pasado la vida llorando; siempre muestra “una eterna expresión de inquietud y desolación en el rostro”. Haciéndose la víctima, conoce y conjetura las malas acciones de su marido. Lo acusa de que sólo piensa en él; pero ella, a su modo, hace lo mismo. Semejante al ojo sin párpado del cuento homónimo de Philarète Chasles, Thérésa siempre tiene, aun en la cama, un ojo abierto con el que vigila y culpa al Jefe de su infelicidad y desgracias; y cuando lloriquea conserva “un ojo seco, una mirada penetrante, lista para descubrir la menor debilidad en el adversario”, su marido.
  Fuera de la facha de Baas autoritario, frío y duro, cuyo poder impone y restriega en los rostros de los otros a la menor provocación, nadie lo conoce ni sabe lo que trama, ni siquiera el lector, pese a lo que pueda inferir. Es un hombre impredecible que piensa que “a nadie debía nada, salvo a sí mismo, pues nadie lo había ayudado, ni le había hecho el menor regalo, ni siquiera el de una pequeña alegría”. 
No obstante, como todo hombre que barniza sus actos y negros propósitos con el colorete de las convenciones y simulaciones, tiene sus debilidades, antagonismos y fobias. Albert, su hijo natural, por ejemplo, es un soldado fanfarrón e irresponsable al que aún así protege y ayuda; puede sentarse en su mesa, comer con desparpajo, alardear y pedirle dinero (no sin trampas ni chantajes) para responder ante sus fechorías que terminan volviéndolo un desertor. Emilia, la loca, es mantenida en su casa no sólo por la pose social y el orgullo de no enviarla a un manicomio. A la madre del suicida Jef Claes, quien se vuelve alcohólica, le niega todo tipo de apoyo; pero sin decirle a nadie le envía dinero de manera secreta y anónima. 
El sitio de su despacho donde estuvo parado Jef Claes se vuelve un sitio que el Bass rodea y evita mirar. 
Los mayores equívocos e intrigas, sin embargo, empiezan a confabularse alrededor de Lina van Hamme, de 18 años, que no murió y se halla en Ostende, un puerto cercano a Furnes. El Jefe, en su viejo auto, comienza a hacer una serie de viajes a Ostende. Desde un café observa a Lina embarazada, quien se hizo amiga de Manola. Ambas, en el malecón, se comportan con frivolidad y coquetería. Frecuentan el Monico, un salón de té. Allí el Baas las aborda. Se gana su amistad. La bebé nace y Joris Terlinck estuvo nervioso como un marido que fuma y fuma ante la puerta. Visita a Lina y le hace regalos. El alcalde de Furnes, pese a sus agallas, ante las coqueteos y desplantes de ambas (Lina enseña el seno al amamantar a la niña y Manola asoma el muslo o arroja unos sonoros y sugestivos orines), se ruboriza como un colegial e incluso se le embota el cerebro y no sabe qué decir ni qué hacer. 
Las idas a Ostende se vuelven del dominio público. Hierven los chismes por aquí y por allá. Y todos —en Furnes, Oxyde y Ostende— piensan que Joris Terlinck en un viejo raboverde y desalmado, pues mientras esto ocurre, Thérésa, su mujer, empieza a morir de cáncer. 
La casa del Baas es visitada por el doctor Postumus, quien también observa las condiciones en que subsiste Emilia. Marthe, la hermana de Thérésa, llega de Bruselas a auxiliar a la moribunda. Manola, quien resulta ser la querida de un ricachón que la sostiene con más de cinco mil francos al mes, le propone al Baas (ante su sorpresa e infantil ingenuidad) que Lina también puede ser su “amiga”, puesto que, aparentemente, así podrá eludir el manipuleo de su padre, quien dizque quiere enviarla a Francia o a Inglaterra, sólo con tres mil miserables francos al mes. El Baas acepta y sugiere la nutrida cifra. 
Pero luego se le ocurre ir al Ayuntamiento de Furnes, donde sin él se reunió la Comisión de Hacienda, y siempre duro y ostentoso le grita a Léonard van Hamme: “¡acabo de comprar a su hija!”. Los chismes e intrigas hierven con más ímpetu. Ya no lo llaman Baas, sino señor Terlinck. En Le Vieux Beffroi descuelgan los anuncios de sus puros. Y en una junta del Consejo Municipal lo obligan a renunciar, respaldados por un comunicado que firma El Fiscal del Reino. En el oficio no se menciona a Lina ni su cortejo, pero sí que es sujeto de una demanda judicial que obedece a una serie de anónimos y a una carta que firmaron “numerosos ciudadanos” en la que cuestionan “su forma de vida en su casa”, sobre todo la situación “de un miembro de su familia”. 
El alcalde trata de defenderse y con astucia maquilla su dimisión con el humo de su convencional retórica. Thérésa muere y él, frío y duro, cumple con la escenografía y el rito que exigen las convenciones. El Fiscal del Reino y el doctor Postumus llegan a su casa, censuran las condiciones insalubres en que se halla Emilia y se la llevan. 
El tiempo empieza a correr sin que nadie lo detenga. No se sabe qué pergeña el ex alcalde Joris Terlinck cumpliendo sus rutinas de siempre. Pero en su casa obliga a que Marthe, su cuñada, se vista con la ropa de su fallecida hermana. Tal vez en un futuro se case con ella. ¿Por qué no? Tiene la casa y además a María, la vieja sirvienta (para jugar a las campechanas). Pero si él hubiera querido, se repite, pese a su edad, hubiera podido vivir una tentadora segunda vida.

Georges Simenon, El alcalde de Furnes. Traducción del francés al español de Carlos Manzano. Colección Andanzas (201), Tusquets Editores. México, 1993. 224 pp.



lunes, 22 de octubre de 2012

Muerte de Sevilla en Madrid



Caída libre rumbo al instante más feliz de su vida

Firmado en “París, 1971”, “Muerte de Sevilla en Madrid”, del peruano Alfredo Bryce Echenique (Lima, febrero 19 de 1939) —el célebre autor de Un mundo para Julius (Barral Editores, Barcelona, 1970)— es un cuento incluido en su libro La felicidad, ja, ja (Barral Editores, Barcelona, 1974), cuyo sórdido y lúdico magnetismo, tal mordida de vampiro, quizá infecte al desocupado lector que desconozca su obra cuentística y lo obligue a conseguir y a devorar la intravenosa edición de sus Cuentos completos (Alianza Editorial, Madrid, 1981) y demás etcéteras.
Alfredo Bryce Echenique
Controvertido Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2012
      “Muerte de Sevilla en Madrid”, también compilado en su antológico libro Cuentos (Espasa Calpe, Madrid, 1999), es la triste historia de un cándido tontorrón y su diarreica y desalmada desventura. Mediante el contraste de varios tiempos y situaciones paralelas que oscilan entre el pasado y el presente, Alfredo Bryce Echenique esboza, sobre todo, la secuencia y el trasfondo que inducen el súbito y sorpresivo suicidio de Sevilla, el protagonista.
      Además de zonzo y bufónico, Sevilla es un engendro ridículo y repulsivo: feo, pobretón, solitario, mórbidamente católico y repleto de atavismos, complejos y fobias. Empleado en un oscuro escritorio de la Municipalidad de Lima (una especie de Bartleby limeño), subsiste en una roída casucha del pequeño Miraflores, acompañado y sometido a su tía Angélica, una viejecita de 80 años, ciega y religiosa en exceso. El desvarío recurrente de Sevilla, como quien una y otra vez voluptuosamente frota el rosario, es evocar los felices episodios, quizá sólo fantasiosos, que vivió con y alrededor de Salvador Escalante, un ex condiscípulo del Colegio Santa María, varios años mayor que él, que resulta su antípoda: rubio, galán, buen futbolista, con auto de lujo, y heredero de los bienes y tierras de una de las familias adineradas de Lima. Uno de sus juegos, que incluso sigue practicando después de que Salvador Escalante muere en un accidente de carretera, es deambular por las calles limeñas en busca de la mujer hermosa que debería ser la rubia fémina del gran futbolista.
      Así, luego de que Sevilla, por su apellido de ciudad española, recibe la noticia de que ha ganado el viaje (premio que no buscó) con el cual inaugura sus actividades una compañía de aviación recién establecida en el Perú (un vuelo Lima-Madrid, ida y vuelta, con todo pagado), su frecuente evocación es un viaje a Huancayo (el único viaje de su vida anterior a éste) donde se celebró un Congreso Eucarístico, que hizo cuando aún era escuincle y alumno del Colegio Santa María, y cuyos notables y dichosos momentos los disfrutó al lado de su inasible y glorificado ídolo Salvador Escalante.
    En Madrid se instala, junto con los otros cuatro ganadores (un ecuatoriano, un venezolano, un gringo y un japonés) en el Hotel Residencia Capitol. De allí parten, día a día, a los puntos que constituyen el tour, precedidos por un Cucho Santisteban español, encargado de las relaciones públicas de la compañía de aviación.
     Si en el Perú la vida de Sevilla era una borrosa comunión fecal, en España su proclividad escatológica se agudiza e induce a batirse y ahogarse literalmente en sus propias heces. Días antes de partir, un angustioso desasosiego estomacal empezó a minarlo. Esto, si bien en Europa se traduce en una diarrea y nota bufa que signa su estancia y recorrido, no deja de ser, junto con toda la andanada de nimiedades y anécdotas absurdas e hilarantes que subrayan su condición de apestado por la vida y por sus propias entrañas, uno de los elementos que lo incitan a lanzarse por la ventana de la habitación del hotel, cuya vista y seducción le recordaba la sierra del Perú, precisamente Huancayo, el sitio donde con Salvador vivió “el instante más feliz de su vida”, al cual pareció arrojarse y revivir en un relámpago.
      Casi sobra decir que en esta narración de Alfredo Bryce Echenique abundan los rasgos y datos que translucen el hecho de que Sevilla no estaba bien de la cabeza; pero además su demencia contrasta con la insania de varios de los personajes: el conde de la Avenida, el español recién nombrado gerente de la compañía de aviación, quien ante la presencia de Sevilla sufre un trastorno que trastoca sus planes de conquista y del cual no se recupera; la tía Angélica, resignada en su ceguera y declive pseudorreligioso; mister Alford, el delirante alcohólico hundido en sus nostálgicos fracasos; Achikawa, el nipón cuya ansiedad, angustia y nerviosismo lo instigan a carcajearse una y otra vez y a la menor provocación, quien escoge a Sevilla como blanco de sus risotadas y de su insistente polaroid, cuyas mil y una fotos del peruano constituyen un testimonio visual de los últimos capítulos de su perra y excrementicia vida. Así, si no faltan las instantáneas donde Sevilla, de espaldas, sale corriendo rumbo al excusado (en el Museo del Prado o durante un almuerzo), o “una cara impregnada a fondo de retortijones” y luego otra donde se alivia; también, por su obsesión fotográfica, al irrumpir en la habitación de su modelo, le toca captar el momento exacto en que se arroja por la ventana.


Alfredo Bryce Echenique, Muerte de Sevilla en Madrid. Colección Alianza Cien, Alianza Editorial/CONACULTA. México, 1994. 64 pp.







                               
                                 

La amante fea



El espejo en el espejo

Con La amante fea (Tusquets, Barcelona, 1993) el español Josep Lluís Seguí (Valencia, 1945) quedó finalista del XV Premio La sonrisa vertical, certamen de narraciones eróticas convocado en España por Tusquets Editores. 
Los amantes
(mixta/cartulina, 1963)
Pintura de Remedios Varo
Josep Lluís Seguí comienza su novela La amante fea con el siguiente fragmento lapidario: “Acabarán por parecerse. Todos los amantes llegaban a tener cierto parecido físico entre sí.” Tal corrosiva, clarividente y venenosa sentencia remite, sin proponérselo, a Los amantes (1963), una de las célebres pinturas de la española Remedios Varo (1908-1963). En el cuadro de la artista, un hombre y una mujer, ambos con la misma complexión flaca y alargada y con facciones análogas de curtida y crónica tristeza, yacen sentados, en la banca de solitario un bosque, con los dedos entrelazados entre sí, inextricables (síntesis de su enamoramiento y mórbida cotidianidad). Sus corazones, cuellos y manos supuran y expelen una especie de vapor, una nube que es la suma y confusión de humores, temperaturas, pestilencias, sentimientos y pensamientos que comulgan y bullen en su interior y en la red carnal y emotiva (atracción-rechazo) que los ata. Los vapores, desde lo alto, se transmutan en gotas, en una lluvia que cae y ya se ha convertido en un río o lago, cuyas aguas, ligeramente agitadas, ya les han rebasado los tobillos y que de seguir así terminarán por hundirlos y ahogarlos, si es que antes no se esfuman entre los vapores. Sus largos cuellos y cabezas ovales son un par de espejos de mano, muy similares. Allí, dentro del reflejo de los espejos, yace el rostro de cada cual, cada uno con un ojo negro y el otro azul. Los rostros son idénticos. Son dos pero son un solo rostro atrapado en la contemplación de sí mismo. Los originales perdieron su identidad. Ahora el rostro/los rostros se miran a los ojos, se miran el interior, lo escudriñan con una mezcla de embeleso, hipnosis, hechizo narcisista, escepticismo, ceguera, hastío, estoicismo y profunda tristeza y melancolía. Tal estancamiento o condición cenagosa y paulatinamente suicida, viéndolo bien, resulta contradictoria ante las doradas flores de lis que adornan los mangos de los espejos y sus contornos y frente a su forma oval o de huevo, puesto que la flor de lis (esa flor imaginaria que deviene de ciertas vertientes mitológicas y metafísicas) es símbolo de iluminación, de conjunción y realización espiritual, y el huevo (y por ende la forma) simboliza el germen de la generación (incluso cósmica) y el misterio de la vida. 
Tal existencialista fatalidad cifrada en la pintura de Remedios Varo aletea en La amante fea de manera no muy distante. El protagonista, un ejecutivo vacío y en perpetuo desasosiego sexual, se halla atrapado, principalmente, en los miasmas de tres relaciones: con la bella Isbel, su esposa, insípida para él; con Teresa, la potable ex amante, ya fallecida; y con Nelia, la fea, ante la cual, no sólo por antiestética y repulsiva, mira, se mira e imagina con fobia cómo el mimetismo (no sólo físico) que atosiga a las parejas hasta la esclerosis, empieza con ciertos detalles a volverlos parecidos: él y la fea repiten palabras, diálogos, gestos, deseos, y hasta una depresión, sin recordar quién los originó; y sintomática y elocuentemente se repiten viéndose al espejo: “Sus miradas se encontraron en un punto del espejo. Los ojos de la mujer le devolvieron su propia mirada. Había algo de él mismo en aquellos ojos, sus miradas ya eran semejantes.”
La amante fea
(Tusquets, 1993)
Pese a las porras que se cantan y anuncian en la segunda de forros, La amante fea no es la gran novela. El argumento, una mezcla de melodrama existencialistoide y erotismo de receta infalible, es pueril, superficial y predecible. Sin embargo, esto, que no riñe con su estilo de frases cortas, fragmentos y capítulos breves, quizá atraiga y guste a más de un ciento de lectores. 
La amante fea se desarrolla a partir de la perspectiva del protagonista: un ejecutivo de clase media, solvente, que boga y sucumbe desgarrado por una serie de incertidumbres y angustias de índole sexual, constantes y antagónicas. El barniz de los roles sociales que cumple: el empleo y la oquedad matrimonial, camuflan lo que realmente es él: un tipejo carente de ideas y propósitos, solitario, egocéntrico, vacío como su deteriorada moral, incapacitado para construir el amor y ver más allá de sí mismo. Todo lo reduce a sus necesidades e insatisfacciones sexuales: “No hay más vida que la sexual.” Así, es un macho incorregible que se imagina y comporta como un donjuán común y corriente. Para él todas las mujeres son nalgas, y sus caras: el rostro humano de las nalgas, todas poseíbles. “Me gustaría acostarme con todas las mujeres que me resultan deseables”, le dice a Teresa, pero más bien se lo dice a sí mismo. 
El ejecutivo tiene a la mano una guía del ocio en la que se consignan los teléfonos de las mujeres que el usuario puede solicitar para hacerlo como quiera y con cuantas escoja. Como indicio compulsivo, sintomático de su decadencia, vacío, angustia y ansiedad, al ejecutivo le gusta extraviarse en bares y burdeles. A Teresa, la buenona, la conoció en un bar; era la camarera; esa noche fue con él a la cama. A Nelia, la fea, la conoció en otro, ni recuerda en cuál; era una típica y horripilante mosca de bar babeando por allí; esa noche lo hizo con ella. Isbel, inefable belleza, mórbida y ya inasible, también fue con él la noche que la conoció. El signo definitorio de las tres melodramáticas relaciones es la incomunicación, siempre matizada por el egoísmo del ejecutivo, por su incapacidad para engendrar el amor, con todas las complicaciones y compensaciones que implica. 
Teresa, la potable, ya murió. Tenía novio oficial y fuera de los encuentros sexuales con el ejecutivo, no se entendían ni se enamoraron. El protagonista, no obstante, ha deificado los detalles lúbricos de ella, y una y otra vez la evoca en su perpetuo delirio onanista: sus partes íntimas, los episodios que compartieron sus cuerpos, la proximidad con la muerte cuando ella conducía la moto de un modo vertiginoso y su consecuente fallecimiento.
Isbel, su esposa, protagoniza la vacuidad doméstica: la hermosa y tranquila fachada que puede lucir ante el establishmnet. El ejecutivo ignora lo que ocurre en el interior de Isbel; pero como datos elocuentes del vacío, la neurosis y la distancia: ya no hacen el amor, tuvo dos abortos que la atormentan, va al psiquiatra e ingiere somníferos. 
Nelia, en cambio y pese a sus feos y nauseabundos rasgos, es su media naranja sexual, una chancla que usa cuando quiere, donde quiere y como quiere. No le importa su pasado ni su vida. Nada más le ordena “bésame” y ella se arrodilla a sus pies y lo hace. La frecuenta los miércoles y los sábados, pero puede improvisar, siempre oscilando entre la repugnancia y el deseo, el desprecio y el afecto, el anhelo de romper para siempre y la necesidad de verla y usarla como se le antoje. Según él, esto es amor, un amor maldito que sin embargo, por ser ella una fea, no podría acceder a un papel trascendental como el que representa y juega la belleza de Isbel frente al hipócrita maquillaje del statu quo
Josep Lluís Seguí y la caricatura de Kikelin
Toda novela que aspire a ser erótica y media porno tiene que ostentar ciertos consabidos y manoseados ingredientes. Así, en La amante fea, de Josep Lluís Seguí, no faltan las descripciones fetichistas de las ropas y de las partes de los cuerpos femeninos, las penetraciones, las felaciones, las visitas al prostíbulo, los encuentros casuales y efímeros, como el caso de la tipa que le hace una felación en su auto sólo para que el ejecutivo le dé dinero para comprar cigarros, o la colega casada con quien lo hizo, “de aparador”, en un portal. 
Al personaje le gustan los pseudoaforismos, a veces no porque comulgue con su sentido, sino por el hecho de pronunciarlos: “El amor y la muerte provocan risa”; “Tengo la mirada triste de quien no hace más que contemplar a las mujeres”; “La pureza, la perfección, la belleza... no son contagiosas. Sólo las enfermedades y la fealdad lo son.”
El ejecutivo, siempre hueco, es una suma y resta de trivialidades y contradicciones. Así, solo y abandonado en el laberinto de sí mismo, todo el tiempo transpira y fantasea, incluso lascivamente, con la proximidad de la muerte; le teme y la evita, pero al unísono la busca en su naufragio interior, en la obsesión sexual. Es el tiempo del SIDA, pero el heroíno de sí mismo siempre es materia fácil y dispuesta para hacerlo sin condón: con sus amantes, en tropiezos fortuitos con desconocidas y en un burdel. La depresión y la fiebre que él trata de desaparecer con bourbon y con algún somnífero, y que más tarde Isbel y el médico tratan de conjurarle con nembutal, así como el dolor de estómago que lo persigue, quizá no sean síntomas de un terrible contagio o lesión, sino simples y agudizadas somatizaciones de su permanente angustia, neurosis y ansiedad. La velocidad y la manera en que conduce su auto: se estrella contra el carro de la basura y muere, pese al delirio y morbidez, no es una entrega a la muerte con los brazos abiertos y conocimiento de causa, sino un accidente imprudencial, semejante al accidente que al parecer borró del mapa a la motociclista de Teresa. “Mierda, la basura”, fueron sus últimas palabras, el último espejo que proyecta su calidad de desecho humano. 


Josep Lluís Seguí, La amante fea. Colección La sonrisa vertical (85). Tusquets Editores. Barcelona, 1993. 176 pp.